Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 18 de noviembre de 2023

EN EL CAMPO SE ERA NIÑO A TIEMPO PARCIAL


En el campo se era niño a tiempo parcial. Es que había mucho por hacer, qué duda cabe. Había que desmalezar la huerta, recoger los huevos del corral, ordeñar las vacas y las cabras, alimentar los animales, limpiar sus pocilgas y cuando uno creía haber tenido su dosis de boñiga anual, aún quedaban por enjabonar los cristales de la casa. Malditos gorriones. Pero también había tiempo para bañarse en la laguna, pescar ranas, cazar mariposas rojo sangre y juntar caracoles luego de las lluvias, andar a caballo o en bicicleta y comer muchas ciruelas calientes mientras apedreábamos ratones desde lo alto, sentados a horcajadas en la rama más gruesa del ciruelo.

     —¿Ves? Creo que le di a uno; ahí va otra piedra, Tomás. Por las dudas.

     Todo se podía hacer luego de trabajar y antes o después de la siesta, se entiende.

     Porque ahora toca imaginarse dentro de esa casa en ruinas a dos criaturas de siete años. De las dos a las cinco de la tarde los dejaremos allí, con las persianas bajas.

     En penumbra y en silencio.

     Las tres horas de la siesta olímpica de los abuelos cuando afuera el calor apretaba, mi primo Tomás y yo las pasábamos en nuestro cuarto. Una hora la dormíamos y las otras dos éramos como dos colibríes en una cisterna. No. Como una hormiga negra y una colorada en un terrario.

     Tampoco. Como dos locos en un incendio y sin nadie a quien pedirle ayuda. Eso es: auxilio es una palabra que se me quedó atorada en la garganta de la infancia.



     No se podía salir a jugar. No se podía hablar en voz alta, mucho menos canturrear marchas militares, ni silbar cuando jugábamos a los soldados. No se podían cambiar los muebles del cuarto de lugar para hacer trincheras, ni correr carreras de embolsados dentro de los pantalones de la tía Ada —casi cien kilos de pura voluntad empleados en pintar escorzos de perdices—. Pero sobre todas las cosas, no se podía tocar la heladera. Aunque te murieras de hambre o de sed. Porque si no tenías las botas de goma, si no la abrías empuñando la manija por el costado exacto, a la altura en la que el óxido dibujaba la costa de Galicia —ese sitio preciso que se sabía el abuelo de memoria y más que nadie—, te daba una descarga eléctrica. Doscientos veinte voltios al cuerpo. Como si la gravedad perdiera el compromiso con la noche y te lanzara una estrella o un anillo de Saturno en el centro de la carne. Adiós, corazón: patitieso y a la tumba.

     —La nevera, niños, por Dios que no se toca —decía la abuela apenas entrábamos en su casa.

     Te podía costar una semana sin bicicleta. O la prohibición de ir a pescar ranas después de la tormenta. Tocar la heladera te podía valer el peor de los castigos: pasarte todas las siestas del resto del verano en la cama matrimonial, en medio de los abuelos. Lo más parecido a hibernar entre monstruos mitológicos que un niño puede concebir. ¿Por qué los veíamos así, si ellos, nuestros abuelos, nos querían tanto? Sé que fui una niña hace tiempo, tanto hace que ya no recuerdo el cómo o el porqué de lo qué pensaba. ¿Qué me preocupaba entonces? No lo sé. Pero le temía, en este orden, a las tormentas eléctricas que parecían doblegar hasta los árboles más robustos, al gallo negro —y por eso era mi primo Tomás el que entraba en el corral todas las mañanas— y al castigo descomunal que me aplicarían si tocaba la famosa heladera.

VALERIA CORREA FIZ - "La condición animal" - (2016)


Imágenes: Manami Sasaki

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