Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 29 de septiembre de 2023

ME HE SENTIDO MUY SATISFECHO DEL TRATO RECIBIDO


A veces, cuando no se da cuenta, escucho las conversaciones de mi padre. Ayer, por ejemplo, lo escuché desde mi habitación mientras hablaba con una teleoperadora y él, paciente, se lamentaba de la poca calidad de la conexión y decía cosas como: «Verá, yo sé que no es su culpa, pero no la entiendo», o «Solo es cuestión de cambiar el número secreto de la tarjeta y me haría un favor enorme si me ayudara». Al colgar, oí que accedía a hacer una encuesta para valorar el servicio: «Me he sentido muy satisfecho del trato recibido», dijo.

   Pensé que un padre que accede a hacer una encuesta después de media hora de trámites engorrosos es bueno. Que mi padre es bueno.

   Cuando estoy en Madrid, mi padre me lleva a los sitios. Dice que quiere jubilarse pronto para poder llevarme en coche a todos lados porque yo no conduzco y a estas alturas ya ha perdido la esperanza de que lo haga. Dice que será mi Uber particular. Durante estos viajes en coche, a veces temo no saber qué decir, porque se queda callado, pero tengo un repertorio de bromas que aunque ya han caducado siempre desempolvo cuando tengo miedo de no ser lo suficientemente divertida para él.

   Al despedirnos, mi padre en Atocha se queda rígido, esperando mientras la revisora me escanea el billete, y siento su mirada fija en mí a través del control, y pasamos las maletas y yo al otro lado y él sigue ahí, de pie. Es mi padre en Atocha que espera, y soy yo que agito la mano como queriendo decir: «Estoy bien, papá, voy a estar bien», aunque sabemos los dos que luego la mayoría de las veces tampoco es así.



   Me doy la vuelta rápido porque siento que tengo que irme.

   Mi padre y yo siempre estamos despidiéndonos en sitios y a veces pienso que él querría que me quedara más, pero yo no sé hacerlo —a los hijos, creo, se nos enseña a hacer eso, a saber quedarnos, pero yo, en algún momento, lo olvidé—.

   Nunca he visto cómo se marcha mi padre de Atocha. Para mí, se queda siempre en la estación, hasta la próxima vez que vengo y me recoge en la planta de arriba, la de llegadas.

   Ya desde dentro del vagón, miro la pantallita del móvil, las llamadas perdidas, y vuelvo a ver su nombre, su apellido, que es el mío, y sé que un día tengo que cambiarlo y poner «papá», pero sé que él tampoco se enteraría, que quizás la única que tiene que enterarse soy yo.

   Pero solo pienso en cambiarlo cuando me estoy yendo de Atocha. Irse de los sitios es siempre desear volver, y solo desde ahí, desde el deseo, puedo yo volver a llamar a mi padre.

LAURA FERRERO - "La gente no existe" - (2021)


Imágenes: Jason Boyd Kinsella

miércoles, 27 de septiembre de 2023

SE ADAPTARÁN A LAS NECESIDADES DEL GUION


—¿Y cuál sería mi papel?

     —Muy sencillo. Redondear los guiones que yo he esbozado con esquemas y tener en cuenta que las actrices han de despelotarse. En el lenguaje del gremio, «se adaptarán a las necesidades del guion».

     Mi falta de entusiasmo erótico sorprende al director.

     —No lo veo a usted muy motivado que digamos. Es más, lo veo un tanto perplejo… creía que el amigo Moncada le había detallado más su trabajo.

     Iquino me hace un ademán para que lo acompañe al cuarto anexo.

     —¿Ha visto Aborto criminal, una de mis últimas películas?

     —Pues no.     

     —Fue un éxito. El reparto lo valía: Máximo Valverde, uno de los galanes españoles con más potencial; Simón Andreu, que juega tan bien con la ambigüedad moral; el siempre creíble Manolo Zarzo; las chicas de Iquino, Patricia Reed y Maria Renó… ah, sin olvidar a la bella Emma Cohen.

     Iquino conecta una especie de moviola en la que se ve el tráiler de la película. Con un bigote muy ibérico y cara de pocos amigos, Máximo Valverde investiga una red de abortos clandestinos y mete en chirona a los organizadores.

     —La denuncia es una buena coartada para colar a la censura escenas subidas de tono —observo.

     —Buena observación… Es un método tan antiguo como la literatura. Tú muestras cosas que normalmente no se toleran con el pretexto de que te escandalizan. Recuerdo que, cuando era pequeño, había unos folletos sobre los peligros de la prostitución. Te hablaban de las enfermedades venéreas que podías pillar con esas malas mujeres que, dicho sea de paso, estaban muy buenas.



     —Reconocerá, señor Iquino, que es un método muy tramposo, una exhibición de hipocresía moral y puritanismo de ocasión.

     —Lo reconozco, querido amigo, pero llevamos cuarenta años con la censura a cuestas y hay que sortearla como se pueda. En este caso, el fin justifica los medios.

     —Y supongo que yo soy el encargado de poner esos medios, es decir, los pretextos y las coartadas.

     —Supone bien. Escribir sobre esas mujeres malas que acostumbran a estar tan buenas —reitera Iquino con una sonrisa.

     Como mi situación económica no es boyante, no me queda otra que aceptar la propuesta del director.

     —¿Interpreto su silencio como un sí? —inquiere Iquino.

     —¿Cuánto ganaré?

     —Su salario irá en consonancia con los ingresos de las películas en las que colabore. Le advierto que en estos momentos cada una de mis producciones obtiene buenos dividendos.

     —¿Y cuál es la próxima producción?

     —Lleva por título Una azafata de alquiler. Es el guion que estaba preparando cuando usted ha entrado en este despacho. Aquí le paso el texto para que introduzca algún elemento que le otorgue un cierto barniz de cultura y empezaremos a rodar en dos semanas. En un par de días contrataremos a dos chicas nuevas. Y en menos de un mes hemos de tener la película lista para exhibir.



     —Va muy rápido…

     —¿Cómo cree que se hace el cine comercial? Hay que aprovechar lo que motiva al espectador y darle rápido la película que espera. ¿Ha visto Emmanuelle?

     Mi silencio decepciona al prolífico director.

     —Veo que no… ¡Pues vamos bien! ¿No será usted un cura rebotado del seminario? Porque supongo que le gustan las señoras… ¿No será mariquita?

     —Ni seminarista ni mariquita, señor Iquino. Pero hasta ahora me he dedicado a las enciclopedias.

     —Pues entonces lo tiene fácil: busque en su enciclopedia la E de Emmanuelle y la de erotismo, estoy seguro de que encontrará buenos ejemplos. Le daré una pista. La película que vamos a rodar es un remake para explotar el éxito de Sylvia Kristel.

     —No se preocupe que me pondré al día.

     —Eso espero. Hasta pronto. Ya sabe el camino.

     Iquino hace un amago de saludo y vuelve sobre el montón de papeles que inundan su escritorio.

SERGI DORIA - "Antes de que nos olviden" - (2021)


Imágenes: Glen Taylor

lunes, 25 de septiembre de 2023

PEQUEÑA NINFA DE LA QUEBRADA


Se los ve bastante desgraciados, es decir, privados del don de la gracia, mientras en medio de ellos la Niña-niña flota llena de gracia: pequeña ninfa de la quebrada.

Me sale ahora al encuentro una foto en la que ella se está riendo. No escucho su risa, pero adivino cómo cascabelea; es una risita fina y suavemente escalonada, como gorjeo de pichón en el nido, y me hace descubrir que los pájaros no pían, sino que ríen. No lo sabía.

 En ésta, Niña-niña frunce el ceño. Carga una olla grande que la obliga a contrarrestar el peso inclinando el torso hacia el lado opuesto. Te das cuenta enseguida que se trata de una niña trabajadora que se toma sus deberes en serio, una de esas chinas superavispadas que nadie sabe cómo ni cuándo logran crecer, terminar bachillerato, entrar a la universidad y en un abrir y cerrar de ojos ya son veterinarias o ingenieras, en todo caso profesionales honradas que sacan a la familia de la miseria, arrastrándolos a todos, tías y padrinos, sobrinas y primos y hermanas, hasta dejarlos bien instalados en la clase media baja, sin gloria pero sin hambre. Así, ella, la Niña de marras, probablemente: una de esas chinas superpilas que se ponen las botas y salen adelante.



 ¿Trae agua en esa olla? Sube por la loma junto a una señora que quizá sea su madre. Pero esa mujer no la mira ni la lleva de la mano, no podría hacerlo, va cargando cosas entre bolsas plásticas. Está visto que ésas no son zonas donde se camine con las manos ociosas y colgando a los costados, ni se las utilice, pongamos por caso, para acariciar la cabeza de una niña. La vida suele ser ruda en las goteras de la ciudad de la pena.

 Sigue otra foto tomada el mismo día, al parecer unos minutos después. La niña va quedando rezagada sin que la mujer, que ahora camina adelante, voltee a mirarla o a apurarla. Y sin embargo, se percibe afinidad entre ellas, tal vez por la idéntica manera de agachar la cabeza y clavar la vista al suelo, cuidando de afianzar los pies en las piedras del camino. ¿Al igual que Monelle, también Niña-niña le cuenta a la mujer cosas sencillas?

 Una foto más, pero ésta es distinta. Sin duda fue tomada en una noche especial. Hay fiesta en el arrabal. Una calle larga, encharcada, bordeada por ventanas sin vidrio que dejan colar el viento que baja del páramo. Perros, tres o cuatro, de los que muerden el calcañal de los ciclistas que pasan. Las casas se ven iluminadas; la electricidad corre robada por cables piratas que se entretejen sobre las cabezas como una red que atrapa cometas. Niña-niña brilla y se destaca porque va coronada con diadema de brillantes. Estrena (supongo) los zapatos blancos de trabilla, y se ha vestido de raso rosado con tul y lentejuelas: está disfrazada. ¿De princesa o de hada? Lo que lleva en la mano podría ser un cetro, o una varita mágica. Su vida, sin embargo, no es ningún cuento de hadas, aunque puede terminar como uno de los más crueles. Suelen ser horriblemente crueles, los cuentos de hadas.

LAURA RESTREPO - "Los Divinos" - (2018)


Imágenes: Graciela Iturbide

viernes, 22 de septiembre de 2023

FASTEN SEAT BELTS! NO SMOKING!


Cuando los cuatro enormes motores de la Bestia empezaron a rotar Bárbaro Valdés se mordió los labios para que no se le escapara un grito de espanto; lo sobrecogía separarse de la tierra y sin embargo ya nada podía impedir que en un par de minutos la Bestia se aventurara en el aire, un elemento incomparablemente más sinuoso, traicionero y hostil que el fuego y que el agua. Hubiese deseado no mirar las advertencias inscritas en las pantallitas que pendían del techo, Fasten seat belts! No smoking!, pero estas lo atraían como la luz a las libélulas porque le prohibían fumar y para colmo lo obligaban a resistir la presión de los crecientes temblores de la cabina atado al asiento por el cinturón de seguridad como un condenado a la silla eléctrica. ¡Oh, Dios!, ¿por qué no habría tenido el coraje de rechazar la insensata encomienda de irse a hacer un reportaje al fin del mundo, a la mismísima Siberia nada menos? Sabía perfectamente que negarse y reconocer ante sus jefes y colegas que le tenía pavor a los aviones hubiera significado el desplome total de su autoestima y quizá también el principio del fin de su carrera como periodista, pero aun así se maldijo por haber aceptado e intentó traquearse los dedos para dominar la ansiedad. Sudaba tanto que le resultó imposible agarrárselos con fuerza, se llevó las manos a la cabeza para secarse las palmas con el pelo y resultó sacudido por una impresión tan fuerte que le produjo una carcajada nerviosa. Tenía los pelos de punta. Jamás había visto que semejante fenómeno le ocurriera a un negro como él pero la conjunción de la estática y el miedo habían obrado el milagro de desrizarle y pararle el cabello. Sus esfuerzos por aplacarlo resultaron inútiles, en cuanto retiraba las manos de la cabeza los pelos negros, gruesos y enroscados en espiral sobre sí mismos volvían a ponerse de punta como si tuvieran vida propia.

JESÚS DÍAZ - "Siberiana" - (2000)


Imágenes: Señora Milton

martes, 19 de septiembre de 2023

SE REFERÍA A JACK EL DESTRIPADOR


Lo vi por primera vez en la calle Bucareli, en México, es decir en la adolescencia, en la zona borrosa y vacilante que pertenecía a los poetas de hierro, una noche cargada de niebla que obligaba a los coches a circular con lentitud y que disponía a los andantes a comentar, con regocijada extrañeza, el fenómeno brumoso, tan inusual en aquellas noches mexicanas, al menos hasta donde recuerdo. Antes de que me lo presentaran, en las puertas del Café La Habana, oí su voz, profunda, como de terciopelo, lo único que no ha cambiado con el paso de los años. Dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas, y nos reíamos. El desconocido se llamaba Gaspar Heredia, Gasparín para los amigos y enemigos gratuitos. Todavía recuerdo la niebla debajo de las puertas giratorias y los albures que iban y venían. Apenas se vislumbraban los rostros y las luces, y la gente envuelta en aquella estola parecía enérgica e ignorante, fragmentada e inocente, tal como realmente éramos. Ahora estamos a miles de kilómetros del Café La Habana y la niebla, hecha a la medida de Jack el Destripador, es más espesa que entonces. ¡De la calle Bucareli, en México, al asesinato!, pensarán… El propósito de este relato es intentar persuadirlos de lo contrario…

ROBERTO BOLAÑO - "La pista de hielo" - (1993)


Imágenes: Rithika Merchant

domingo, 17 de septiembre de 2023

SANGRE, SEXO, NIÑOS


Victor conoció a Rosemary cuando tuvo que acudir al servicio de urgencias del hospital de Addenbrooke, donde ella era estudiante de enfermería. Había tropezado al bajar una escalera para caer con torpeza sobre una muñeca, pero le contó a Rosemary que iba en bicicleta cuando se vio «lesionado» por un coche en la carretera de Newmarket. «Lesionado» sonaba bien; era un término procedente de un mundo masculino que nunca había logrado habitar del todo (el mundo de su padre), y la «carretera de Newmarket» implicaba (falsamente) que no se pasaba la vida enclaustrado en la limitada zona entre Saint John y el departamento de matemáticas.

   De no haber sido por ese encuentro fortuito en el hospital, accidental en todos los sentidos, es posible que Victor no hubiese cortejado nunca a una chica. Se sentía ya de camino a la mediana edad y su vida social seguía limitándose al club de ajedrez. En realidad no sentía la necesidad de incluir a otra persona en su vida; de hecho, el concepto de «compartir» una vida se le antojaba extraño. Tenía las matemáticas, que ocupaban su tiempo casi por completo, de forma que no estaba muy seguro de querer una esposa.

   Le parecía que las mujeres poseían toda clase de propiedades indeseables, principalmente la locura, pero también una diversidad de inconvenientes físicos (sangre, sexo, niños) que resultaban perturbadores y otras cosas. Y sin embargo algo en su interior anhelaba verse rodeado de la clase de actividad y calidez de que tanto careciera su propia infancia, motivo por el cual, antes de saber siquiera qué había ocurrido, como si hubiese abierto la puerta de la habitación equivocada, se encontró tomando el té en una casita del Norfolk rural mientras Rosemary les mostraba tímidamente a sus padres un anillo de compromiso de esquirlas de brillante (bastante barato).

KATE ATKINSON - "Expedientes" - (2004)


Imágenes: Remedios Varo

viernes, 15 de septiembre de 2023

A LO MEJOR NO DEBERÍAMOS SER AMIGAS


Una noche le hice una foto Polaroid y la pegué en el marco del espejo del salón. Reva creyó que era un gesto de cariño, pero la foto pretendía servirme de recordatorio de lo poco que disfrutaba de su compañía, si me daban ganas de llamarla luego, cuando estaba drogada.

   —Te voy a dejar mis cedés para subir la autoestima —me decía si yo mencionaba cualquier inquietud o preocupación.

   Reva sentía debilidad por los libros y talleres de autoayuda que combinasen alguna dieta nueva con habilidades para el desarrollo profesional y las relaciones románticas bajo la apariencia de enseñar a mujeres jóvenes «cómo alcanzar su máximo potencial». Cada cierto tiempo, tenía un paradigma de vida totalmente distinto y yo debía escucharlo.

   —Tienes que aprender a darte cuenta de si estás cansada —me aconsejó una vez—. En estos tiempos hay muchísimas mujeres agotadas.

   Un consejo de estilo de vida de Sacadle todo el partido a vuestro día, chicas sugería planificar los domingos por la tarde lo que te ibas a poner durante la semana.

   —Así no tienes que estar dudando por las mañanas.

   De verdad que no la soportaba cuando hablaba así.

   —Y vente a Saints conmigo. Es noche de chicas. Las mujeres beben gratis hasta las once. Te sentirás mucho mejor contigo misma.



   Era experta en fusionar eslóganes con cualquier excusa para beber hasta la inconsciencia.

   —No me apetece salir, Reva —le dije.

   Se miró las manos, jugueteó con los anillos, se rascó el cuello, luego se quedó mirando fijo al suelo.

   —Te echo de menos —dijo, con la voz un poco quebrada.

   Quizá creyó que aquellas palabras me llegarían al corazón. Yo llevaba puesta de Nembutal todo el día.

   —A lo mejor no deberíamos ser amigas —le dije, mientras me estiraba en el sofá—. Lo he estado pensando y no veo razón para que sigamos siéndolo.

   Reva se quedó ahí sentada, frotándose los muslos con las manos. Después de uno o dos minutos de silencio, me miró y se puso un dedo debajo de la nariz, lo que hacía siempre cuando estaba a punto de llorar. Era como una imitación de Adolf Hitler. Me tapé la cabeza con el jersey y apreté los dientes e intenté no reírme mientras ella balbuceaba y lloriqueaba e intentaba recomponerse.

   —Soy tu mejor amiga —dijo lastimera—. No me puedes echar, sería muy autodestructivo.

   Me bajé el jersey para dar una calada al cigarrillo. Se apartó el humo de la cara y fingió toser. Luego se giró hacia mí, tratando de envalentonarse mirando a los ojos al enemigo. Veía el miedo en sus pupilas, Reva parecía estar mirando un agujero negro en el que se podía caer.

   —Por lo menos intento esforzarme por cambiar y conseguir lo que quiero —dijo—. Aparte de dormir, ¿qué esperas de la vida?



   Preferí ignorar su sarcasmo.

   —Quería ser artista, pero no tengo talento —le dije.

   —¿En serio hace falta talento? —puede que fuese la cosa más inteligente que me había dicho Reva nunca.

   — —contesté.

   Se levantó, cruzó el salón haciendo ruido con los tacones y cerró la puerta con cuidado tras ella. Me tomé unos cuantos Trankimazin y me comí unas cuantas galletitas saladas con formas de animales y me quedé mirando el asiento arrugado del sillón vacío. Me levanté y puse Tin Cup y la vi con desgana mientras dormitaba en el sofá.

   Reva llamó media hora más tarde y dejó un mensaje diciendo que ya me había perdonado por herir sus sentimientos, que estaba preocupada por mi salud, que me quería y que no me abandonaría «pasara lo que pasara». Se me desencajó la mandíbula escuchando el mensaje, como si llevase días rechinando los dientes. A lo mejor sí que lo había hecho. Luego me la imaginé moqueando por el supermercado Gristedes, eligiendo comida que se comería y vomitaría. Su lealtad era absurda. Por ella seguíamos.

   «Estarás bien», le dije a Reva cuando su madre empezó el tercer ciclo de quimio.

   «No seas nenaza», le dije cuando el cáncer de su madre se le extendió al cerebro.

OTTESSA MOSHFEGH - "Mi año de descanso y relajación" - (2018)


Imágenes: Laura Berger

miércoles, 13 de septiembre de 2023

UN FULGOR NO CIENTÍFICO

 


 Lenz, el doctor Lenz B., es cirujano y su habilidad contenida, concentrada en la mano derecha, bien apoyada por una mano izquierda que hace de observador especializado, se hizo famosa en pocos años. Su mano derecha posee un aura, un fulgor no científico; un dedo supletorio, por así decirlo, el dedo invisible cuyo toque final es el que salva en los casos extremos. El doctor Lenz B. ha salvado a muchos hombres y mujeres.

   El bisturí reluce en su mano derecha; hay uno más en la combinación del instrumento médico y la mano de Lenz que obliga a los asistentes a cualquier operación a dirigir la mirada exclusivamente hacia aquella mano derecha. En una situación de frío intenso, aquella mano que sostiene el bisturí sería el fuego.

   Algunos llegaban incluso a hablar de sesiones de hipnosis: la absoluta y convincente lentitud de la mano derecha de Lenz se había convertido en un espectáculo de feria: las enfermeras asistentes y los médicos más jóvenes fijaban su instinto de observación más digno y contenían la respiración corno si asistieran a una película. La muñeca de Lenz parecía sostenida por un trozo de metal y no un brazo. Y lo que se movía eran los dedos; el bisturí era un instrumento sencillo con efectos mucho más amplios que un instrumento musical: la sensación de tragedia o la celebración que nacía de ese instrumento alcanzaba los límites. Precisa y profunda, la mano derecha expresaba con el bisturí los diversos grados de intensidad del mundo: allí, aquella música podía en verdad matar o salvar. El bisturí golpeaba el organismo, hurgaba en su interior, no lo rodeaba ni lo cercaba.



   Aquí no nos ocupamos de sentimientos, había dicho en cierta ocasión Lenz, sino de venas y arterias, de vasos que revientan y que debemos recuperar, de bultos que sueltan sustancias procedentes del interior que sin embargo parecen ajenas al cuerpo.

   El bisturí trataba de restaurar dentro del organismo un orden que se había perdido. Restablecía las leyes: si se conocía la causa, se adivinaban los efectos. Se trataba —Lenz así lo afirmaba a veces— de implantar una nueva monarquía; el bisturí anunciaba un nuevo reino: recomponía las carreteras del organismo, enderezaba las ruinas que aún se podían enderezar o, por el contrario, derribaba por completo lo que aún parecía vertical pero había perdido los cimientos para construir, con ese derribo, un nuevo campo horizontal; si todo se ha venido abajo y nada más se puede levantar, aceptemos este nuevo estado: tumbémonos y observemos, decía Lenz.

   La enfermedad, a su vez, era claramente una anarquía celular, un desorden, un quebrantamiento interno de normas que algunos calificaban incluso de divinas, pues eran anteriores a cualquier disposición del hombre. Un cuerpo no es una ciudad. Puede haber tenido un mapa previo, pero a los humanos no les ha sido concedido el privilegio de estudiarlo y de proponer alteraciones al mismo.

   Por supuesto, un nuevo mundo se abría paso. Una acción más poderosa había echado por tierra a los dioses; el brillo de las cosas era ya el brillo exclusivo de las cosas, una hoguera daba luz debido a su materia concreta, lo divino ya no era un elemento que ilumina más aún, era sencillamente otra cosa, ajena ya a la oposición claro/oscuro. La electricidad, decía Lenz, había convertido en ridículas ciertas intuiciones sobre lo divino. No se puede confundir lo que infunde temor y respeto con una electricidad potente.

GONÇALO M. TAVARES - "Aprender a rezar en la era de la técnica" - (2007)


Imágenes: Robyn Rich

lunes, 11 de septiembre de 2023

AYER POR LA TARDE MURIÓ OBLOMOV


Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas lo vi moverse dentro de su pecera redonda. Tampoco saltaba como antes para recibir la comida o para perseguir los rayos del sol que alegraban su hábitat. Parecía víctima de una depresión o el equivalente en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz. Eso fue lo que más tristeza me dio al verlo ayer por la tarde, flotando como un pétalo de amapola en la superficie de un estanque. Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observamos a Vincent y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver.

 Oblomov no fue el primer pez que tuvimos en casa, sino el tercero. Antes de él, hubo otros dos del mismo color a los que sí observé y sobre los cuales llegué a informarme con gran interés. Aparecieron un sábado por la mañana, dos meses antes de que naciera Lila. Nos los trajo Pauline, una amiga común, en el mismo recipiente donde murió su sucesor. Vincent y yo recibimos el obsequio con mucha alegría. Un gato o un perrito habría sido un tercero en discordia y un estorbo en nuestro apartamento. En cambio, nos gustaba la idea de compartir la casa con otra pareja. Además, habíamos oído decir que los peces rojos dan buena suerte y en esa época buscábamos todo tipo de amuletos, ya fueran cosas o animales, para paliar la incertidumbre que nos causaba el embarazo.



 Al principio, colocamos los peces en una mesita esquinera del salón en donde pegaba el sol de la tarde. Nos parecía que alegraban esa pieza, orientada hacia el patio trasero de nuestro edificio, con los movimientos veloces de sus colas y sus aletas. No sé cuántas horas habré pasado observándolos. Un mes antes había pedido la licencia de maternidad en el despacho de abogados donde trabajaba, para preparar el nacimiento de mi hija. Nada definitivo ni fuera de lo habitual pero que, para mí, resultaba desconcertante. No sabía qué hacer en casa. El exceso de tiempo libre me llenaba de preguntas sobre mi futuro. Estábamos en la peor parte del invierno y sólo pensar en vestirme para salir a enfrentar el viento gélido, me disuadía de cualquier paseo. Prefería quedarme en casa, leyendo el periódico o acomodando las cosas para recibir a Lila, en esa habitación diminuta que antes había sido el estudio y ahora sería su cuarto. Vincent en cambio pasaba muchas más horas que antes en la oficina. Quería aprovechar estos últimos meses para avanzar en los proyectos que el nacimiento de la niña iba a retrasar. Me parecía razonable pero lo echaba de menos, incluso cuando estábamos juntos. Lo sentía distante, perdido en su agenda y en sus preocupaciones laborales en las que yo no tenía cabida. Muchas tardes, mientras esperaba a que volviera del trabajo, me senté a observar el ir y venir, a veces lento y acompasado, a veces frenético o persecutorio, de los peces. Aprendí a distinguirlos claramente, no sólo por los colores tan parecidos de sus escamas, sino por sus actitudes y su forma de moverse, de buscar el alimento. No había nada más en la pecera. Ninguna piedra, ninguna cavidad donde esconderse. Los peces se veían todo el tiempo y cada uno de sus actos, como subir a la superficie del agua o girar alrededor del vidrio, afectaba inevitablemente al otro. De ahí la impresión de diálogo que me producían al verlos.

GUADALUPE NETTEL - "El matrimonio de los peces rojos" - (2013)


Imágenes: Visurate Angkatavanich

viernes, 8 de septiembre de 2023

NIÑOS DE LA LLAVE


Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo. Su madre, que lo mismo, era la hermana de mi exmujer, a la que no veo desde hace ya ni sé. No tenía más tíos que yo.

   Impresionaba verle, con once años, buscando trabajo en Internet. Ni se lo iban a dar ni él lo iba a pedir, por su edad. Pero desde crío, Manuel ya estaba indagando sobre cómo sería verse a sí mismo metido en el mundo.

   Manuel es nombre falso. Pero es que no debo dar el verdadero.

   Era uno de esos críos a los que ahora llaman «niños de la llave». Sus padres, por trabajo o relaciones, nunca estaban en casa. Manuel llevaba la llave de su domicilio colgada al cuello porque no tenía a nadie que se ocupara de él a la salida del colegio. Se supone que esta es situación carencial y penosa. Muchos, en su tesitura de desasistencia, se tirarían con los años por la autolesión, el juego de rol insano, el ostión en moto, la anorexia o el romanticismo salido de rosca.

   No fue el caso de Manuel. Él alineó los pros y los contras de la incuria de la que era objeto y luego reflexionó. Para él, la falta de atenciones era una clara tajada de suerte. Agradecía con fuerza la incomparecencia paterna, porque así no tenía que aguantar bobadas. Encontraba en la casa vacía un espacio de control, un rancho con él de mayoral, y a edad bien temprana.



   Le daban pena los niños «sin» llave, a quienes a cambio de una merienda puesta en la mesa les escamoteaban la ocasión de estar solos dándole vueltas a sus asuntos y a los que negaban la oportunidad de ensayar mañas por cuenta propia. Él, en su independencia sobrevenida, aprendió pronto a hacer tortilla francesa, a forrarse los libros con papel de regalo y a atajar una mancha de grasa en la ropa con una pizca de harina.

   Un día arregló el empalme del enchufe de una lámpara. Mantuvo en secreto la reparación porque sabía que papá y mamá le iban a reprender por haber andado metiendo los dedos en trastos de corriente. En casa, la lámpara se había arreglado sola, que a veces estos chismes no hay quien los entienda. Empezó a callarse las cosas que le salían bien. Se aficionó a los aparatos. Adoptó el destornillador que utilizó para el remiendo como amuleto no mágico, sino útil, pero que también le daba suerte. Era una herramienta de tamaño mediano, con un mango amarillo semitransparente de una luminosidad irresistible. Manuel era un pequeño manitas que luego fue creciendo.

   Cuando sí se cruzaba con los padres condescendía con ellos, intentaba entender sus meteduras de pata, pasaba por alto sus pequeñas ridiculeces. Si los veía desanimados los alentaba, procuraba confortarlos cuando volvían a casa, se quitaba de en medio cuando los veía del todo decaídos. Resumiendo, y hablando en plata: sus padres le daban pena. A los demás, no nos andemos con dengues, pues también bastante.

SANTIAGO LORENZO - "Los asquerosos" - (2016)


Imágenes: Seth Globepainter


miércoles, 6 de septiembre de 2023

MUY PEQUEÑO PARA ENTENDER Y PARA RECORDAR


Se acordó de un baúl de castaño en el que se escondió una tarde cuando tenía cuatro o cinco años, y de las voces que lo buscaban llamándolo por todas las habitaciones: Ismaíl, Ismaíl… Había permanecido allí escondido sin contestar, oliendo el aroma de la lavanda en un corpiño negro de encaje que lo tenía fascinado y que no había visto nunca antes, porque era la primera vez que exploraba las prendas íntimas de su madre: una enagua de raso, las medias de seda con costura, un abanico de madera de sándalo y un echarpe azul con flecos que estaba envuelto en papel de regalo. Pero por más que lo intentaba no conseguía acordarse con precisión del rostro ni del cuerpo que llevaba aquellas ropas, como suele suceder con aquellas imágenes que uno necesita recordar perentoriamente y se empeña en recordar a toda costa, pero que la memoria, caprichosa o selectiva, oculta tras una cinta de niebla, convirtiéndolas en una sensación vaga, como prendida de alfileres. Apenas podía retener el escorzo fugaz de una mujer muy pálida asomada a una ventana, mirando siempre hacia afuera, despidiéndose de alguien con la mano desde el balcón de la casa, quizá de algún vecino, de alguna visita que se había prolongado más de la cuenta, canturreando después risueña con el balcón entornado. Ese canto inconsciente de las mujeres que no saben que son observadas bajo su felicidad íntima y secreta, pero que alguien espía, el marido desde el otro lado de la puerta de doble hoja, o el niño escondido en un baúl que escucha y oye, pero todavía es muy pequeño para entender y para recordar.

SUSANA FORTES - "El amante albanés" - (2003)


Imágenes: L. M. Glasson

lunes, 4 de septiembre de 2023

LIBRE DE TODA SOSPECHA


En esa época, él viaja bastante. Busca y ficha a especialistas, a los que él mismo llama «la escoria», antiguos combatientes, legionarios que han colgado el uniforme y se han pasado al crimen remunerado, y para él es muy difícil, porque encontrar a un buen profesional resulta poco menos que imposible, siempre hay algún pero. Hay poca gente eficaz en quien se pueda confiar de verdad.

   La idea se le ocurre en 1961. No sabe cómo, aunque es una obviedad. Una genialidad. ¿Qué mejor colaboradora que aquella viuda acomodada con un indiscutible pasado en la Resistencia? Se lo propone: a ella se le saltan las lágrimas. Primer trabajo, perfecto. El director de recursos humanos está muy contento. A partir de entonces, ya casi no se ven. Precaución básica. Compartimentación. Mathilde lo comprende.

   Hablan de vez en cuando, desde cabinas. Los trabajos se suceden, tres al año, cuatro, rara vez más. Algunos, en el extranjero.

   A veces Mathilde se lleva con ella a Françoise, su hija. La deja en la piscina del hotel, va a pegarle un tiro en la cabeza a una mujer que está inclinada buscando las llaves del coche, y regresa tan campante con bolsas de la compra y con regalos para llevar a París.

   En los últimos veinte años se han visto en tres ocasiones. Henri siempre atribuye esos encuentros al azar, como si el azar tuviera cabida en su vida. Coinciden en París en 1962 y en 1963, es un período complicado, hay que establecer protocolos nuevos. «Empezamos de cero», dice el director de recursos humanos. Sus representantes quieren ver a todos los proveedores, revisan los expedientes de todo el mundo… Hay gente a la que Henri no volverá a ver jamás, Mathilde, en cambio, pasa sin problemas. 



   Se reencuentran en 1970. Ella es una cincuentona espectacular, continúa teniendo esa figura grácil y esos andares tan suyos, la cintura se contonea ligeramente del lado de la pierna que se extiende, hay algo líquido en esa forma de moverse. Cenan en el Bristol. Mathilde está radiante. Para Henri es un misterio insondable. Dos días antes estaba en Fráncfort, misión urgente, ni un segundo que perder, la tarifa triplicada, el cliente estaba desesperado… De acuerdo, mandaremos a alguien, y quien se encarga es Mathilde. Entró en una habitación de hotel donde había tres personas —un hombre y dos mujeres—, tres balas en tres segundos, menos de cuatro minutos después está fuera, y el arma y el guante que la sostenía descansan en la papelera de recepción.

   —¡Pues cogiendo el ascensor! —responde a Henri, que le ha preguntado cómo pudo salir de allí sin problemas—. ¡No iba a bajar los cuatro pisos con tacones de aguja, ¿no?! —añade, riendo de buena gana.

   Está irresistible. Para Henri, es el gran día. Nunca ha tenido una sensación tan clara de que al fin va a pasar algo, de que van a decirse… Sin embargo, nada de nada. Cuando ella se subió al taxi para volver a casa, Henri se dijo tierra trágame. De eso hace quince años.

   Y cuanto más envejece ella, más perfecta demuestra ser su tapadera.

   Gruesa y lenta, con la vista no tan buena como antes, sudando en cuanto llega el calor, conduciendo a cincuenta centímetros del parabrisas, parece cualquier cosa menos lo que realmente es.

   Libre de toda sospecha.

   Hasta hace poco.

PIERRE LEMAITRE - "La gran serpiente" - (2021)


Imágenes: Viktoria Savenkova

sábado, 2 de septiembre de 2023

LOS ESPAÑOLES SIEMPRE HEMOS SIDO POBRES


Así, los niños de entonces aprendimos a no preguntar, aunque a los españoles de hoy no les gusta recordarlo. Tampoco acordarse de que vivían en un país pobre, aunque eso no era ninguna novedad. Los españoles siempre hemos sido pobres, incluso en la época en que los reyes de España eran los amos del mundo, cuando el oro de América atravesaba la península sin dejar a su paso nada más que el polvo que levantaban las carretas que lo llevaban a Flandes, para pagar las deudas de la Corona. En el Madrid de mediados del siglo XX, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas de servicio ni de los jornaleros que paseaban por las calles para hacer tiempo, mientras esperaban la hora de subirse al tren que los llevaría muy lejos, a la vendimia francesa o a una fábrica alemana, la pobreza seguía siendo un destino familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que los españoles de hoy hemos perdido.

   Por eso los mayores tienen menos miedo. Ellos hacen memoria de su juventud y lo recuerdan todo, el frío, los mutilados que pedían limosna por la calle, los silencios, el nerviosismo que se apoderaba de sus padres si se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja costumbre ya olvidada, que no supieron o no quisieron transmitir a sus hijos. Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas cuyas historias nadie quiso contarles.

ALMUDENA GRANDES - "Los besos en el pan" - (2017)


Imágenes: Heather Brunetti