Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 31 de julio de 2023

LA HUMANIDAD ES UN EXPERIMENTO


La humanidad es un experimento. La humanidad ha sido diseñada, como la mayor parte de lo que existe en la creación. El Creador Principal empezó a experimentar con la creación en este universo hace ya mucho tiempo, con el propósito de una mayor autoexploración, autogratificación y autoexpresión. El Creador Principal trajo a este universo energías y esencias de vida —extensiones de sí mismo— y obsequió a esas extensiones con los dones que él poseía. Entregó sus capacidades de buena gana y sin pedir nada a cambio. Existen muchos otros universos y muchas otras formas de diseñar universos; éste, en particular, fue diseñado como una zona de libre albedrío, en la cual todo estaría permitido.

   El Creador Principal les dijo a estas extensiones de sí mismo: «Salid y cread, y devolvédmelo todo». Era una tarea bastante sencilla ¿no es así? En otras palabras, lo que el Creador Principal estaba diciendo era: «Os daré mis dones. Salid y dad de vosotros sin pedir nada a cambio, de manera que todo lo que creéis en este universo comprenda que su esencia es mi identidad».



   Estas extensiones del Creador Principal, a las que llamamos dioses creadores, salieron y empezaron a experimentar con la energía del Creador Principal, ya que existía en ellos mismos. Empezaron a crear su propia jerarquía, que a su vez creó otras jerarquías. Cada jerarquía creó otra jerarquía, y así sucesivamente, para dotarlas de su propia esencia y para participar del desarrollo de este universo. Finalmente, en uno de los sistemas galácticos, se planeó diseñar a la Tierra como centro intergaláctico de intercambio de información. Era un plan increíble. La Tierra era un lugar hermoso, situado en el límite de uno de los sistemas galácticos y de fácil acceso desde otras galaxias. Estaba cerca de muchos portales de paso: las carreteras por las que viajan las energías a través del espacio.

   Hubo mucha actividad para crear una representación individual de todas las galaxias en este planeta. Algunos de los dioses creadores eran expertos en genética. Eran capaces de unir moléculas por medio de sus jerarquías —moléculas de identidad, frecuencia y carga eléctrica codificadas—, para crear vida.



 Muchas civilizaciones sensibles dieron su ADN para tener una representación de su codificación en este planeta. Luego, los expertos en genética diseñaron diversas especies, unas humanas, otras animales, jugando con las variedades de ADN que las civilizaciones sensibles habían donado para convertir la Tierra en este centro de intercambio de información, este centro de luz, esta Biblioteca Viviente. El plan para la Tierra era grandioso.

   Los Planificadores Originales de la Tierra eran miembros de la Familia de Luz, seres que trabajaban para, y estaban asociados con, un aspecto de la consciencia llamado Luz. La Luz es información. La Familia de Luz creó el centro de información que había concebido; diseñaron un lugar donde las galaxias contribuirían con su información y donde todos podrían participar y compartir sus conocimientos específicos. La Tierra había de convertirse en una biblioteca cósmica, un lugar de una belleza increíble que experimentaría cómo almacenar la información mediante frecuencias y mediante el proceso genético.

BARBARA MARCINIAK - "Mensajeros del alba" - (1992)


Imágenes: Luciano Polverigiani

viernes, 28 de julio de 2023

¡CONGELA, MEMORIA!


Daane hacía documentales para la televisión que ideaba y producía él mismo, alquilaba sus servicios como cámara cuando le interesaba el tema y, alguna que otra vez, si le venía bien o si realmente necesitaba dinero, también hacía algún que otro anuncio para la empresa de un amigo. Como era infrecuente resultaba emocionante, luego no volvía a hacer nada durante un tiempo. Había tenido una mujer y un hijo, pero ambos habían muerto en un accidente de avión y ahora sólo le quedaban fotos en las que ellos se alejaban algo más de él cada vez que las miraba. Habían pasado diez años; una mañana partieron sin más hacia Málaga y ya nunca regresaron. Una toma hecha por él mismo pero nunca vista. La mujer rubia con el niño a la espalda. El aeropuerto de Schiphol, en la cola del control de pasaportes. Bien mirado, el niño es demasiado mayor para llevarlo a la espalda. Él la llama, ella se gira. ¡Congela, memoria! Allí están ellos, vueltos hacia él noventa grados durante un segundo. Ella ha levantado la mano, el niño se despide gesticulando con sus bracitos menudos. Otra persona filmará su llegada, que desaparecerá junto con el bungaló, la piscina y la playa en la masa grumosa, negra y coagulada en la que desaparecieron sus vidas. Él recorre la fila y le entrega a ella la pequeña cámara portátil. Eso fue lo último, luego desaparecen. Le resulta incomprensible el enigma que plantean las fotos; es demasiado grande, no puede desentrañarlo. Sucede con algunos sueños: tienes la necesidad de gritar muy fuerte y no puedes; un sonido que no emites pero que oyes, un sonido de cristal. Vendió la casa, se deshizo de la ropa y de los juguetes, como si todo estuviera infectado. Desde entonces se ha convertido en un viajero sin equipaje, con ordenador y cámara portadles, teléfono móvil, radiorreceptor de alcance mundial y un par de libros. Tiene contestador en su apartamento de Amsterdam Norte; es un hombre con máquinas, con fax en la oficina de un amigo. Hilos invisibles, sueltos y fijos, le unen con el mundo. Voces, mensajes. Amigos, casi siempre de la profesión, que llevan la misma vida. Pueden usar su apartamento y él los de ellos. Por lo demás, hoteles o pensiones de modestos precios y tamaño: un universo en movimiento. Nueva York, Madrid, Berlín, en todas partes —piensa ahora— hay un nicho. Todavía no se ha deshecho de esa palabra; ni de la simple, Geschichte, ni desde luego tampoco de la compuesta, geschiedenis.

CEES NOOTEBOOM - "El día de todas las almas" - (1998)


Imágenes: Lindzeanne


martes, 25 de julio de 2023

NO TENGO TELE Y YA NO LEO LOS PERIÓDICOS


Ellos no lo saben pero aquí estoy bien, con el huerto y los perros, las trochas y mis piernas. La cancela siempre está abierta. No les tengo miedo. Chismorrean. Saben que escondo una escopeta en la cámara del grano, una vieja Sarasqueta del calibre doce. Creen que estoy loca porque frecuento el cementerio, hablo en voz alta frente a la tumba de mi madre, bebo, me río sola y apenas tengo trato con nadie. Tampoco me corto el pelo desde que murió mi vieja. Que estoy mal de la cabeza, dicen. Si acaso estoy loca de puro cuerda. Yo conozco mi sombra y mi verdad.

   Aquí no toman afecto a los extraños como no se lo tomes tú primero a ellos, y a mí nunca me convino el esfuerzo. Prefiero tenerlos a raya. Ellos no saben nada pero hablan, hablan, hablan. Cuchichean. Yo, en cambio, he visto cosas y me las callo. Me han puesto motes. Lo sé porque me lo cuenta Ibrahima, mi mejor amigo, el único; solo él me llama Angie, como me puso el pintor inglés. La de los Marotos, me dicen, por el apellido de mi familia paterna. En estas serranías llaman maroto al carnero padre que ha servido para la propagación. También me llaman la chalada de la casona. La guillada de El Hachuelo, porque así se conocían estas tierras que habían sido nuestras hace años, muchos años. También me dicen la puta inglesa.



   No tengo tele y ya no leo los periódicos; a veces, por la noche, pongo la radio por escuchar canciones y otras voces que no sean la mía. Ellos creen que saben, pero están equivocados. Los veo cuando bajo al pueblo, algún viernes, el día en que llega la camioneta del pescado, y los domingos. Si se cruzan conmigo, la mayoría aparta la mirada; otros sonríen como los gatos, se dan codazos, me acechan por el rabillo del ojo, me miran los zapatos de cordones que usaba mi madre; no me gusta que me miren los pies. La sacristana se santigua. Algunos me saludan y me preguntan qué tal, si necesito algo, como si nada, como si yo no supiese lo que cominean a mis espaldas. Otros corren los visillos. Unos pocos me aprecian. Aquí, aunque prefieran no echar cuentas, todos somos medio parientes. Hijos del incesto. Primos con primos, tíos con sobrinas deslavazadas.

   Puedo imaginar lo que dicen. En el bar. En la almazara. En los corros de sillas que las comadres sacan a la fresca, frente a la casa de la sacristana. En la iglesia. Que deberían encerrarme. Que desde que falta mi madre estoy peor. Que fueron las drogas, como pasó con mi hermano. Que habría que derribar la casa porque está hecha una ruina. Que si fulanito me vio bañándome desnuda en la poza del río.

OLGA MERINO - "La forastera" - (2020)


Imágenes: Lee Madgwick

domingo, 23 de julio de 2023

EL ARTE ALTÍSIMO DEL ACECHO


A mi abuelo no le gustaba salir de casa, «Viajar es de bárbaros», decía rabioso entre dientes, mientras Adela le preparaba las maletas cuando un imperativo lo obligaba a pasar la noche lejos de la mansión. «Nosotros somos bravos e inmóviles; feroces y civilizados». A veces se daba el insolente el lujo de pasar un fin de semana en París. «El Concorde —me dijo en la primera y única ocasión en que asistí a uno de esos infames maratones— es como un barco». Lo comentó cuando, de regreso, me arrellanaba con ostentosa incomodidad en el asiento. «Me parece —le señalé— que lo dices sólo para justificar esta sangronada». «¿Y?», me respondió. También salía en expediciones de caza. Afortunadamente —nada me horroriza más que la viril procacidad de los campamentos— nunca asistí a ninguna de ellas porque, cuando tuve suficiente edad para hacerlo, él ya no resistía los rigores de la intemperie.

   De joven, en los años del burdel de Zapopan, mi abuelo había aprendido el arte altísimo del acecho. «Los rarámuri creen que para cazar a un animal tienes que ser habitado por su espíritu. Si piensas y actúas como tu presa, tarde o temprano darás con ella. No me parece una técnica desdeñable, aunque, como tú sabes, yo prefiero a los clásicos: una bola de cabrones a caballo echando tiros». Más o menos así comenzó exhorto a favor de la cacería.



   Íbamos caminando por un lado del mercado de San Cosme. Se apoyaba en el bastón de mango de perico a cada paso. Yo estaba cerca de cumplir los 16. «Lo que más disfruto de una sesión de caza —siguió— es la mirada aterrada de la presa al momento en que se descubre acorralada por la violencia y el ruido de sus perseguidores. Es la culminación de una tragedia: el asesinato impune de un animal que ya nada puede hacer para protegerse; un sacrificio ritual; la última posibilidad de la orgía en nuestros días, sin contar las corridas de toros, que me parecen de una cursilería atroz». Pasábamos en ese momento por la puerta de entrada al pasillo de las carnicerías. Un perrito minúsculo y callejero tuvo la idea fatal de ladrarnos, seguramente por aburrición. Mi abuelo se quedó quieto, mirándolo. El animal se acercó gruñendo y mostrando los dientes. Con una agilidad inopinada en un hombre de su edad, tomó el bastón por su base y le partió la cabeza con el perico de oro. Sacó un pañuelo del parche del saco y limpió la sangre del mango con el gesto mecánico con que aseaba los vidrios de sus anteojos. «Murió como perro», añadió con sorna. «Con un felino nunca hubiera sido tan fácil». Y seguimos avanzando.

ÁLVARO ENRIGUE - "La muerte de un instalador" - (2008)


Imágenes: Claire Droppert


jueves, 20 de julio de 2023

EL PERRO NO SE SEPARABA DE LA MUJER


La mujer vivía en una quinta desde hacía años. Era viuda. La soledad no le pesaba, se había llevado mal con su marido y nunca pensaba en él.

   Los vecinos cercanos temían por su seguridad, no era sensato vivir tan sola, pero ella no temía. Era una mujer todavía joven, de cuerpo recio, con fuerzas suficientes como para enfrentar una situación desagradable. Además, guardaba en los cajones de un mueble, al alcance de la mano, un revólver que había pertenecido a su marido. Conocía su manejo y lo usaría, llegado el caso. De todos modos, era verdad que la casa estaba aislada y que cualquier intruso podría franquear fácilmente el alambrado cubierto de enredaderas. Alguna vez registró una inquietud: tenía el sueño pesado. Pensó que le vendría bien un perro guardián que la alertara, odiaba las sorpresas.

   Así que compró un cachorro de ovejero alemán: pelaje negro y manchas marrones por encima de los ojos. Lo eligió al primer vistazo entre la camada y se le ocurrió que el perro también la elegía a ella. Sin vacilar decidió su nombre: Topo, no solo porque fue el primero que le vino a la cabeza sino también porque el perro sería lo más opuesto a un topo, una figura visible, audible, vigilando el terreno, olfateando con las narices al aire.

   Cuando el perro creció, fue un animal dócil, de carácter alegre y expansivo, pero ella sabía que la casa se había vuelto inexpugnable a los intrusos.

   El perro no se separaba de la mujer, le seguía los pasos, caminaba con ella por la quinta que un jardinero mantenía en condiciones. La quinta ocupaba media manzana y el jardinero venía cada semana unas horas, cortaba el pasto, podaba los árboles y trataba de convencer a la mujer de plantar algunas flores que a ella la tenían sin cuidado. A pesar de sus visitas frecuentes, el perro jamás lo aceptó. Despedía un olor repugnante y acaparaba la atención de la mujer. En su presencia gruñía, se encrespaba, las patas tiesas, y con una actitud amenazadora mostraba los colmillos.

   Pero no transgredía la pura exhibición de su odio.

   Era suficiente que ella ordenara en voz baja: quieto, para que el perro obedeciera. Se sentaba sobre sus cuartos traseros, aquietaba los labios sobre los dientes, y aunque controlaba al jardinero con ojos desconfiados y se exasperaba cuando lo perdía de vista, no se movía de su sitio. Si se desplazaba un trecho para beber agua, retornaba sumisamente al mismo lugar.



   A ella le agradaba imponerse de esa manera, apenas con un matiz de autoridad en la voz baja, y creía que él dominaba su instinto en un renunciamiento por amor.

   Consciente de la impaciencia del perro, ella se demoraba conversando con el jardinero cuando él terminaba su trabajo. Le ofrecía de beber en la protección de la sombra. Luego lo acompañaba hasta la puerta y lo miraba alejarse calle abajo. Por fin retomaba el sendero hacia la casa, se entretenía extirpando una ortiga en el pasto rasante. Con pasos de una lentitud deliberada volvía hacia el perro que la aguardaba en su sitio, encadenado por un sentimiento más fuerte que la sumisión, pensaba. Al verla, él dejaba escapar un llanto lastimero. Ella le decía: —Ya está. Se fue —y entonces el perro brincaba e iba a su encuentro meneando la cola. Se alzaba en dos patas y se apoyaba en el pecho de la mujer. Ella, riendo, le rascaba la cabeza.

   De noche, cuando la mujer y el perro estaban juntos en la cocina, bastaba el menor rumor, a veces una rama que caía por el viento, otras el remoto olor de una presencia atravesando la calle de tierra, para que el perro, irguiendo las orejas, el pelo erizado, se abalanzara hacia afuera con ladridos terribles. A la mujer la deleitaba esta ferocidad, que se contraponía a su mansedumbre con ella.

   Poco a poco estableció una relación profunda con el perro. Era mejor que una persona, más fácil de tratar. Hablaba con él desde el inicio del día, no largas conversaciones sino frases cortas comentando el tiempo, preguntándole si tenía hambre, si sentía sed, si le gustaba el agua fresca que le renovaba en la escudilla.

   El perro jugaba con un trozo de madera que ella arrojaba lejos, él lo recogía sin cansarse y lo depositaba a sus pies. Comían juntos a la misma hora, a cada bocado de su escudilla levantaba la cabeza y la reconocía con sus dulces ojos color de miel.

   Un día, estaban comiendo, el perro se inmovilizó en tensión por un instante. Lanzó un solo gruñido y se precipitó hacia el fondo de la casa.

   Ella abandonó la mesa y fue tras él. Oyó un barullo de ladridos. Identificó los de su perro, familiares y frenéticos, cubriendo casi a los de una voz aterrada. En un momento, mientras Topo dejaba de ladrar, le llegó un lamento interminable. Alguien sufría con la sorpresa de un dolor repentino y tan intenso que a la mujer le provocó angustia. Corrió hacia el fondo queriendo no oír.



   Bajo la luz sin sombras del mediodía, lo que vio al principio fue solo la confusión de unos cuerpos entreverados. Luego percibió a Topo, su ovejero amable, y le costó reconocerlo. Mantenía aferrado por el hombro a un perro enorme de pelaje gris. Luchaban revolcándose en la tierra. A pesar de su tamaño, el perro gris no podía ganar, se le notaban las costillas, y Topo le había saltado encima de improviso, clavándole los dientes. A cada movimiento de resistencia, el perro desgarraba su herida.

   La mujer lo había visto vagando días atrás por la calle, posiblemente había escarbado debajo del alambrado para entrar por un hueco a ese territorio donde habría creído encontrar un refugio.

   Segura, la mujer ordenó: —¡Topo, soltalo!

   Topo abrió las mandíbulas e instantáneamente calzó los colmillos unos centímetros más alto, buscando acercarse al punto vulnerable de la garganta. El perro vagabundo se defendía con pocas armas, era viejo y estaba mal alimentado. Aulló e intentó morder estirando la cabeza hacia atrás. Rozó el hocico de Topo con una débil dentellada. Las otras cayeron en el vacío.

   La mujer repitió la orden, en esta oportunidad con furia y asombro. Después gritó.

   Por un momento, el perro gris logró avanzar revolcándose. Arrastró a Topo como un peso muerto, salvo por la prisión de los dientes. Lo llevó colgado un trecho hasta que se le aflojaron las patas. Cayó de panza. Agotado por el esfuerzo, sollozó.

   Exasperada, la mujer insistió con un tono apremiante. Pateó a Topo en el costado, pero él no lo advirtió, solo sentía el sabor de esa carne caliente que llenaba su boca entre montones de pelo. Parecía otro, un ser maligno a quien le gustaba la sangre. Había regresado a un lugar que la mujer no conocía, un lugar de salvaje supervivencia, de hambre y búsqueda de alimento donde cada animal extraño debía morir. En ese lugar, la mujer no significaba nada, ni siquiera un estorbo.

GRISELDA GAMBARO - "Los animale salvajes" - (2006)


Imágenes: Elke Vogelsang

lunes, 17 de julio de 2023

UNA IRRADIACIÓN DE MAL


Se vuelve del trabajo en plena ola de frío, se está casi bien en la plataforma cerrada del autobús, mirándose las caras huecas en ese silencio que es la ley no escrita de París. No sé dónde subió el hombre del sobretodo y el sombrero negros, en algún momento estuvo entre nosotros, como nosotros debió alcanzar sus tickets al guarda metido en su casilla y quedarse entre los demás mirando el suelo, frotándose los ojos en otros sobretodos, en otros guantes y periódicos y bolsos de mujeres. Ya al pasar el puente de Alma, antes de la primera parada en la Avenue Bosquet, algunos lo notaron y se retrajeron, buscando una distancia protectora entre otros pasajeros todavía ajenos. Muchos bajaron en la parada de la École Militaire; se entraba en el último tramo del trayecto y el autobús estaba caliente de aire viciado, de cuerpos laxos debajo de incontables chalecos y bufandas. En algún momento tuve conciencia del miedo que se había venido instalando poco a poco en esa plataforma donde a nadie se le hubiera ocurrido imaginar que alguna vez tendría miedo. No sé describir una cosa así; era un aura, una irradiación de mal, una presencia abominable. El hombre del sobretodo negro, con el cuello subido tapándole la boca y la nariz, y el ala del sombrero sobre los ojos, sabía o quería que eso fuese así; en ningún momento miró a nadie, pero era todavía peor, la amenaza que emanaba de esa incomunicación se volvía tan insoportable que los pasajeros estábamos como unidos y a la vez indefensos, esperando cualquier cosa. 



Recuerdo que el guarda, un hombre de pelo gris y aire apacible, miró al hombre y casi inmediatamente miró a los tres o cuatro pasajeros que seguíamos de pie en la plataforma. Fue como si nos aliáramos, y el hombre del sobretodo supo que nos aliábamos y siguió inmóvil, tomado con una mano de la barra vertical, los ojos clavados en sus zapatos; era todavía peor y duraba infinitamente. No había ya mujeres y los hombres no nos movíamos, pero sé que cada uno esperaba el momento de bajar como una fuga, una devolución a la vida de fuera.

   Decir que era el Mal no es decir nada; conocemos sus caras sonrientes y sus muchos juegos amables. Lo insoportable (y eso lo sentía el guarda en su simplicidad, lo sentíamos todos desde nuestros diferentes horizontes) era la falta de todo signo manifiesto; la locura puede darse como una cosa así, que de pronto un lápiz sea la muerte o la lepra sin dejar de ser nada más que un lápiz en una contradicción que anula toda defensa, y la razón es sobre todo defensa. El hombre seguía inmóvil, la cara casi oculta, mirando sus zapatos; de ahí salía como una mancha de vacío, un hedor de sombra, una potencia. Estoy seguro de que si hubiera levantado bruscamente la cabeza para mirar a cualquiera de nosotros, la respuesta habría sido un grito o una carrera a ciegas en busca de la salida. En esa suspensión del tiempo jugaban fuerzas que ya nada tenían que ver con nosotros; el miedo era una materia viva en la que se abrían paso la noción confusa de lo que iba a suceder si alguien de fuera subía desaprensivamente y empujaba el bulto espeso pegado a la barra vertical.

JULIO CORTÁZAR - "La vuelta al día en ochenta mundos" - (1967)


Imágenes: Hugh Hayden


viernes, 14 de julio de 2023

Y ASÍ NOS VA


Usted se reirá, pero es uno de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem; usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: «Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires». Deja un buen espacio (las cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario. A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir: «Querido Frumento». No se le puede decir por la sencilla razón de que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir: «Estimado Frumento». Es más distante, más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que se habla de admiración (es de lo que más se habla en las dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la carta? 



Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época (yo era joven y usaba rancho de paja) en que muchas cartas empezaban directamente después del lugar y la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin primero identificarlo (Frumento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente para esas cartas que empiezan: «Un canalla como usted, etc.», o «Le doy 3 días para abonar el alquiler», cosas así. Más se piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire.

   Variantes como «apreciado» y «distinguido» quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno le llama «maestro» a Frumento, es capaz de creer que le está tomando el pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: «Pibe Frumento, gracias por tu último libro», o con afecto: «Ñato, qué novela te mandaste», o con distancia pero sinceramente: «Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura», entradas en materia que conciben la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va.

JULIO CORTÁZAR - "La vuelta al día en ochenta mundos" - (1967)


Imágenes: Erwin Wurm

martes, 11 de julio de 2023

UN FIN DEL MUNDO DE UNA HERMOSURA TIERNA


No he vuelto a escribir. Desde que gané un premio literario con el que siempre había soñado. Porque me han pasado muchas cosas. Y no todas buenas. Mis hijos se fueron de casa. El que fuera mi marido emigró a otra casa. Y yo me quedé sola en casa, mientras fuera se desataba una pandemia.

   Ahora garabateo un cuaderno cuando todavía no ha vencido el cuarto día de confinamiento. Recuerdo bien la mañana en que lo compré en Roma. Lo vi en una librería del centro. Me gustaron sus rayas. Parecía un cuaderno de los del cole. Pensé que lo utilizaría para tomar apuntes sobre mi nueva novela. No podía suponer entonces que se convertiría en la crónica aciaga de estas semanas en las que un extraño virus ha desbaratado nuestras vidas. La mía. La de todos.

   Salgo para lo imprescindible. Hacer la compra y llevársela a Aitana y a su familia, todos enfermos de coronavirus. Y para ir a la radio cada noche. Durante el programa hablo por teléfono con los oyentes. Y poco más. Nada más.

   El reloj de la cocina retumba en el silencio de la casa. Nunca antes me había fijado en el ritmo del tiempo.

   Lento.



   Siento una soledad física enorme. Solo el agua en mi piel me acaricia y me alivia. La aparición de esta enfermedad coincide con una etapa de mi vida en la que me he quedado sola con dos gatos. Nina y Bowie.

   Soy incapaz de empezar la novela. No logro concentrarme en nada. Llamadas, mensajes, algún trabajo doméstico.

   Intento mantener mi ánimo en un estado aceptable. Pero no es fácil. Miro alucinada el telediario. Miles de enfermos, centenares de muertos. Y fuera, la primavera en sus inicios. Un fin del mundo de una hermosura tierna, luminosa, en flor.

   Dicen que es una guerra contra un enemigo invisible. Un enemigo microscópico. Anoche vi pasar un dron por el cielo. Patas iluminadas y una voz que conminaba a la población para que no saliera de sus casas.

   Me asusté. Parecía el Coronavirus en persona. Una araña voladora. Mala.

   Inquietante.

   En cada despertar olvido, durante unos segundos, lo que está sucediendo. Es una sensación de alivio que se deshace enseguida. Un espejismo. Pero esos instantes de normalidad son felices. Una felicidad violenta, que nunca había percibido.

   Hasta ahora.

AYANTA BARILLI - "Una mujer y dos gatos" - (2021)


Imágenes: Walter Chandoha

sábado, 8 de julio de 2023

HAY UN TRABAJO PARA USTED


Era un hombre importante, soberbio, con negocios turbios y no pocos enemigos. Mendizábal, sin embargo, no necesitó su autorización para sentarse en la silla de terciopelo que había frente al escritorio. También él valía lo suyo —se dijo—, y nadie podía dejar de reconocerlo, ni siquiera el hombre importante. De modo que se sentó, y hasta cruzó las piernas.

   Algo estaba claro: él, Mendizábal, no era como los otros. Es decir: como los otros que iban a ese escritorio y permanecían allí, de pie, tiesos y asustados, respetuosos hasta la humillación, esperando una orden como quien necesita permiso para, apenas, respirar. No: Mendizábal hablaba de igual a igual. No recibía órdenes sino que concertaba negocios. Y fue por eso —precisamente por eso— que el hombre importante dijo:

   —Hay un trabajo para usted, Mendizábal —entrelazando sus dedos bajo el mentón lo dijo. Pausadamente, eligiendo las palabras.

   Mendizábal no contestó en seguida, se tomó su tiempo. La frase que terminaba de escuchar le había gustado tanto, que no pudo sino admirar secretamente al hombre que, desde el otro lado del escritorio, expectante pero sereno, acababa de pronunciarla.

   Hay un trabajo para usted, había dicho, en lugar de tengo un trabajo para usted. La diferencia era enorme. A Mendizábal nadie le daba un trabajo: la realidad, secreta y pacientemente, los urdía para él.

   —Está bien —contestó—. Me está sobrando el tiempo en estos días.

   El hombre importante sonrió. Sin duda le había sonado pedante la respuesta de Mendizábal. Aunque no pareció afectarlo demasiado.



   Sacó un cigarro largo y fino de una caja tallada en madera. No estaba solo. (En realidad, nunca lo estaba. Por lo de los negocios turbios y los enemigos, seguramente por eso.) Detrás de su silla, de pie, con la mirada fija en algún impreciso lugar de la habitación, había un hombre alto y robusto. Llevaba una corbata roja y una camisa increíblemente amarilla. También —era imposible dejar de notarlo— algún objeto amenazante le abultaba el saco.

   Hubo un silencio. El hombre importante encendió su cigarro y dijo:

   —Vea, Mendizábal, no me parece mal que le esté sobrando el tiempo. Qué cosa. Siempre coincidimos usted y yo. Porque, tiempo, justamente eso, es lo que necesita este trabajo. Por eso le pertenece, Mendizábal. Para nosotros, cómo decirle, se trata de una cuestión preventiva. No sabemos si el peligro es inminente, pero sabemos que existe.

   Mendizábal asintió con un blando movimiento de cabeza. Era agradable escucharlo hablar en plural al hombre importante, saberlo apenas un elemento más de una inextricable red de poderes y sub poderes, quizá más cercana al vértigo que a la organicidad.

   —Voy a demorar todo lo que sea necesario —contestó.

   —Está bien —dijo el otro—. Pero que quede claro también esto: no más de lo necesario.

   —No más de lo necesario —repitió Mendizábal, y sonrió.

   El hombre importante le alargó un sobre.

   —Para sus gastos —dijo—. También para sus placeres. Es la misma suma que le entregamos para el último trabajo, triplicada. Pienso que estaremos de acuerdo.



   —De acuerdo —dijo Mendizábal—. Solamente una cosa: al terminar el trabajo, quiero otro sobre como éste, con el mismo importe.

   El hombre importante apagó su cigarro. Vaciló antes de contestar:

   —Está bien. Nos gusta su modo de trabajar, Mendizábal, y veo que usted lo sabe. Nos gusta, digamos, su pulcritud. Y no nos importa pagarla por lo que vale.

   Señalando al hombre de la camisa increíblemente amarilla, agregó:

   —El amigo Peña va a ser su contacto. Puede confiar en él. Nada más, Mendizábal. Mucha suerte.

   Hubo un apretón de manos. Después, el hombre llamado Peña indicó a Mendizábal que lo siguiera. Atravesaron un largo pasillo y entraron en una habitación mal iluminada, estrecha, cubierta por ficheros metálicos. El hombre llamado Peña extrajo una ficha copiosamente escrita a máquina. Dijo:

   —Este es su hombre. Tiene que matarlo, nada más.

   A Mendizábal le sorprendió el matiz despectivo de la frase. No lo esperaba de alguien capaz de ponerse una camisa semejante. Confundido aún, sepultó en uno de sus bolsillos la ficha que acababa de recibir y salió a la calle.

   Afuera había árboles, pájaros y un sol implacable. Era verano. Mendizábal, bruscamente, recordó que estaba por cumplir cincuenta años.

JOSÉ PABLO FEINMANN - "Últimos días de la víctima" - (1979)


Imágenes: Sonia Rentsch

miércoles, 5 de julio de 2023

SE PUEDE HEREDAR CUALQUIER COSA


Un hombre existe porque existen otros. El remordimiento no le permite pensar en nada más. Cierra los ojos. Se le cierran.

   Dentro de veinte años, Gabi o alguna otra persona le entregará a su hija la carta que él escribió días atrás. Su herencia. Se puede heredar cualquier cosa. Dentro de veinte años hará veinte años de su muerte.

   Traductor. Ha traducido de todo. Catálogos y prospectos. Gestos y acciones. Miedos. Miradas. Muchos libros. Recuerda mejor los libros que ha traducido que las mujeres a las que ha besado.

   No sabe rezar. Repite fragmentos de novelas. Las novelas también son libros de oraciones. Sonríe. Con los ojos cerrados. Libros de oraciones. Le ha parecido gracioso.

   Dentro de veinte años su hija tendrá veinticinco y recibirá la carta. Se ha esmerado al escribirla. Querida hija mía, tú no me conoces, pero estoy seguro de que harás lo que te pido desde la muerte. Las palabras me han traído hasta aquí; con las palabras se ofrece y se promete, con las acciones se cumple.



   Tal vez si hubiese sido creyente no habría escrito ninguna carta. Le habría bastado con una confesión, una charla con uno de esos escarabajos negros capaces de fabricar disculpas. Padre, he pecado, he hecho algo terrible, me arrepiento, dígame que puedo morirme tranquilo, deme la paz que no tengo, perdóneme. Pero Enzo no sabía o no podía creer y pensaba que con la muerte llegaba la muerte. Completa y entera. Perfecta. Y esa certeza agravaba el estado de su conciencia.

   El declive, moral y físico, había empezado cuatro meses antes. Nada más. Los cuatro meses más cortos de su vida. También los más largos. Los últimos cuatro meses de su vida. Y expresarlo de esas tres maneras no era una traducción. Traducir era decir lo mismo con palabras diferentes y no cosas distintas con las mismas palabras.

   Había ido a la consulta del doctor Bruj como quien va a una partida de póquer, pensando que todo sería cuestión de jugar bien las cartas. Y tenía claro que a los cuarenta y cuatro años las cartas que llegaban eran siempre ganadoras.

FLÀVIA COMPANY - "Que nadie te salve la vida" - (2012)


Imágenes: Daniel Rueda y Anna Devís

domingo, 2 de julio de 2023

EL ALMA, ESA COSA HERMÉTICA


La arena tendida desde sus pies, el cielo que descansaba ocre sobre ella, lo envolvían en esa luz de oro que revelaba un mediodía fatigoso, un mediodía que marcaba una ruta sin señal, turbia. Era la hora en que las cosas dan esa sombra definida, exacta, formada como el propio cuerpo. «La piel marca también el término del alma». Se sorprendió sonriendo. «El alma… ¿y después?… más alma». Antes la sentía como un mineral tembloroso; esa latencia que le alimentaba el cerebro y lo regaba acallándolo. Pero al fin, el alma, esa cosa hermética, aquí no latía.

   Una bandada de pájaros pasó por el cielo oscureciéndolo. Ya no veía su sombra; sólo el ruido de alas, miles de alas avanzando… En seguida, todo se calló y no hubo para él más que un golpe que parecía venir del cielo como un pájaro, una presión que se materializó en su espalda, al lado del cuello, igual que una tenaza viva.



   El ruido de alas pasó y el golpe siguió ahí, puesto, doliendo como herida. Lentamente bajó la cabeza. Su pensamiento rápido, rapidísimo: «¿Qué es esto?… pero… ¡no puede ser!». No se sentía. Todo su cuerpo estaba en la presión que tenía en el hombro; en el peso vivo, medible y doloroso. «Sí, era eso. Al fin, era Él, que lo tocaba, era Él, Él…» cada vez más fuerte, como pegado. «No importa, es Él, Él… ¡Perdón!». Fue sintiendo el orgullo de las mejillas húmedas y el peso más ligero, más ligero. «… Bueno, bueno, es esto, así es el fin». Respiró. Y como si nada cambiara se vio tirado hacia adelante. Cayó sin mirar, despacio, con la mitad de los hombros. Se empezó a volver, poco a poco, como no atreviéndose. Y a través de las lágrimas vio la figura plana y fulgente de Ignacio. Lo vio sonriendo, todo en un instante. Luego vio su mano amable, solícita:

   —¿Qué le pasa, padre? —Y se arrodilló—, ¿por qué llora?   

   —No, nada… deja. No me pasa nada.

MAURICIO WÁCQUEZ - "Cinco y una ficciones" - (1963)


Imágenes: Can Sun