Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 31 de octubre de 2022

EL COSTE DE UNA BALA


La muerte o, mejor dicho, la ejecución del primer corazón que nos concierne en esta historia ocurrió el 2 de febrero de 1984 en el patio central del centro penitenciario de Guangzhou. Un hombre de cuarenta y cuatro años está arrodillado de cara al muro con una venda en los ojos. Un uniformado se acerca por detrás y a escasos centímetros dispara en el lado derecho de la espalda, tal vez en el pulmón, lo importante es conseguir que el hombre caiga sin morir al instante, pues un corazón extirpado de un cuerpo vivo tiene mayores posibilidades de éxito al ser trasplantado en el cuerpo que lo está esperando, y que, en este caso, se encuentra en el hospital más próximo.

El cuerpo vaciado de Zhou Hongqing le fue entregado a su único hijo, Linwei, una semana después, junto con una factura: el coste de la bala que le dispararon. Y este fue el comienzo de un gran viaje, que iniciaría Linwei a la edad de veinticuatro años.

Linwei saldó rápido y sin queja alguna el coste de la bala, pero el vacío en el cuerpo de su padre le resultó algo más complicado de aceptar. Según la tradición budista y de manera especial según la creencia familiar, para que la muerte sea final tienen que darse dos condiciones: que la persona no muera en el ámbito deshonroso de un centro penitenciario y que el corazón haya ofrecido su último latido, pues es en este órgano donde reposa el shen o espíritu. Si bien Zhou Hongqing no había muerto en el patio de la prisión de Guangzhou, su corazón seguía latiendo. Consideraba pues el hijo de Zhou Hongqing que la muerte de su padre no se completaría, ni su alma llegaría a descansar, hasta que su corazón, latiendo ya en otro pecho, se detuviera en manos de la familia. Y aquí radica el eje de esta historia: la búsqueda del corazón de Zhou Hongqing para su descanso último.

MARINA PEREZAGUA - "Seis formas de morir en Texas" - (2019)


Imágenes: Griselda Duch

sábado, 29 de octubre de 2022

AQUELLA NOCHE NO PUDO SER MÁS ACIAGA


Aquella noche no pudo ser más aciaga. El bar Forty Five del D.F. se había encargado de pagarle el avión en clase turista y el taxi desde el aeropuerto, reservarle por dos noches una habitación con baño en un hotel cercano y colocar su nombre en la puerta del local con bombillos de colores incansables. Allí el Ruiseñor de las Américas compartiría camerino con todas las bailarinas del bar y, entre un inagotable mar de tetas, plumas y pantaletas de lentejuelas, tendría a la mano su par de maracas a las que tanta fama debía. Ya en el recinto, Sandalio estuvo casi seguro de haber retomado su carrera y de volver a recibir ese trato de estrella que cada vez parecía más esquivo a su leyenda. Cuando estuvo solo en el camerino, se puso a practicar con la mayor lentitud un maraquear acompasado para calentar los brazos, y todo el discurso que tenía que decirle al selecto público mexicano en esta primera visita que realizaba a suelo azteca. No bien desgranaba algunas muecas frente al espejo, cuando interrumpió su concentración un grupo de sujetos que no conocía en absoluto. Sandalio no llegó a contar la cantidad de hombres que se le plantaron, quizá media docena, aunque sí logró ver que el que encabezaba el tropel era un tipo joven, que cogía a una mujer por el brazo. Éste, con el hablar pastoso de los borrachos, le espetó:



—Ruiseñor, aquí traigo a mi vieja, y quiero que la beses. Así que ya sabes, ¡la besas!
Uno de los amigos del extraño invitado tomó a Sandalio y, como si fuera un peluche de tamaño natural, lo levantó y arrimó hacia la mujer. El Ruiseñor, que parecía ser el centro de una fiesta de gatos, intentó acudir a la cordura:
—Tranquilo, muchacho, tranquilo, que la dama se va a enojar con tus chistes, chico —dijo en tono conciliador.
—Oye, Ruiseñor, no te apures, que ella no se enoja. ¡Bésala!
Sandalio mantuvo su desconcierto. En muchas ocasiones se consideró un lince en eso de negar paternidades e incluso lisuras con menores de edad. Pero esta situación resultaba inédita, aun en una vida tan transitada como la suya. Ahora era un viejo de mierda rodeado de cuates que no pasaban de los cuarenta años, frente a una mujer al acecho de su reacción otoñal. Pensó que no había que darle mayor importancia al momento, porque sabía que los mexicanos eran gente rara e infantil en sus conductas, como alguna vez le comentó un colega de la canción que había triunfado por estas tierras. Era posible que estas personas sólo buscaran una deferencia por parte del artista tan admirado, y que lo más caballeroso de todo era no hacerlos esperar en su demanda, enérgica, pero de indudable cariño mexicano. En esas fracciones de reflexión sobre un mismo tema, el Ruiseñor se decidió y besó a la dama en una de sus mejillas.


La patada en el pecho vino sola. Sandalio cayó de culo al suelo, mucho antes que sus dos maracas, y el grupo de personas se fue por donde había entrado. El Ruiseñor quedó inconsciente por algunos minutos, y quienes momentos antes lo habían visto entretenido en su soliloquio, pensaron que era otra de sus conocidas borracheras que tantos de sus espectáculos habían empañado, esas en las que cambiaba las letras por rimas hacia sus problemas domésticos o de impotencia sexual, y en las que acababa escupiendo y maldiciendo al respetable en cuestión de minutos, no sin antes elevar alguna maraca asesina hacia la concurrencia. Pero esta vez Sandalio no podía estar más sobrio. En años lo habían contratado para algo de mediana importancia, y sabía que lo poco que le quedaba de su carrera dependía de esta actuación.
DANIEL CENTENO MALDONADO - "La vida alegre" - (2019)

Imágenes: Monica Marioni

jueves, 27 de octubre de 2022

DIOS ES DIOS


Dios es Dios y suele hablar de sí mismo en tercera persona.

Dios acaba de pensar en ella, en la niña huida, pero solo un segundo. No conviene hacerse ilusiones. Dios no puede dedicar mucho tiempo a cada una de sus criaturas, precisamente porque Dios tiene todo el tiempo, y esa es su enfermedad, la más grave. Dios padece el tiempo como los pobres humanos padecen males monstruosos. Crónicos. Dios se pregunta a veces cómo será morirse. Dejar de tener tiempo, sentir que el final de la vida existe, que es justo esa certeza la que hace que valga la pena el avistamiento fugaz de la belleza o del amor. Dios está tan ocupado pensando en todo ese tiempo que le queda por delante que apenas mira de reojo a las pequeñas luciérnagas que se encienden un segundo en medio de su noche. Dios se queja pero está solo. Nadie, al parecer, es el encargado de atender sus lamentos. Cada suspiro de Dios dura un siglo y arrastra varios cientos de miles de cadáveres. Y nadie se gira hacia él, nadie se compadece de lo largo que está resultando todo esto. Una enfermedad maligna, el tiempo. Dios mira a Dios, su perfecta desnudez. Contempla los brazos nervudos de mármol, sus manos enormes de creador, siempre impolutas. Mira su costillar, sus largas piernas y sus pies descalzos. Palpa con un interminable hastío su larga cabellera de león. Suspira de nuevo, sin que le importen demasiado las consecuencias.



Le basta girar el rostro en cualquier otra dirección y reparar en la belleza maldita del mundo, en su irresistible y forzosa brevedad, para que se le amargue el día. Le duele la cabeza y debe acostarse un rato a oscuras, desnudo como una estatua abatida por cualquier guerra en un museo. Dios se duele de su desgracia hasta que se duerme. Pueden darse varios cataclismos en su ausencia porque Dios tiene un mal día, uno de tantos, pero sus pequeños seres humanos no se lo reprocharán nunca. Porque Dios está en todas partes. Dios lo puede todo. Su pobre reino necesita creer que Dios se aparece cuando menos se le espera y más se le necesita, que no se esfuma del todo, que ayuda en la sombra, oculto discretamente como un amante en el armario de su dama.

Son tan ingenuos, los hijos de Dios.

Dios es Dios.

Y se aburre, inmortalmente.



A ratos siente que Dios está muerto.

No es capaz de emocionarse cuando lo que ve es hermoso o sumamente triste. Hace siglos que no siente nada si escucha una sinfonía, que se pregunta «qué pasaría si…» solo para dejar de estar ocioso, para ocupar su tiempo enfermizamente eterno en algo menos aburrido que mirar cómo algunos le rezan con los ojos cerrados.

Pero Dios sacude la cabeza, Dios no puede estar muerto porque nunca estuvo vivo. Es difícil comprender qué es la muerte cuando no se le conoce un contrario. Dios habla de oídas si se interroga sobre estos temas y termina agotado. Cuando el cansancio solo tiene comienzo, cuando se convierte en algo infinito, la ira de Dios se desencadena como una tormenta silenciosa, en una esquina del cuadro. Dios odia a los que mueren, los odia más si sonríen, odia su calavera risueña. Su temporalidad finita, feliz.

PATRICIA ESTEBAN ERLÉS - "Las madres negras" - (2018)


Imágenes: Noah Harders

martes, 25 de octubre de 2022

ALGO QUE NADIE SE MOLESTABA EN NOMBRAR


Pero desde la muerte de su madre, RL odiaba los hospitales, su hedor, el silencio y los siseos maquinales. Detrás de la cortesía y las voces amables asomaban el sufrimiento y la muerte. Los últimos diez días que su madre estuvo con vida, cuando él dormía en la sala de espera o en una silla en la habitación mientras ella luchaba por respirar, RL a veces cogía el ascensor y subía a la Maternidad solo para asomarse a la felicidad, solo para creer en ella. Mientras recorría el pasillo, sintiéndose como un espía —no le correspondía estar allí, no pintaba nada—, RL se esforzaba por ver a las mujeres que acababan de dar a luz a través de la puerta entreabierta, ese pequeño fardo envuelto en una mano, el hermano o la hermana mayor con globos o flores, los maridos tristes y exhaustos que sentían felicidad pero también otra cosa al mismo tiempo, algo que nadie se molestaba en nombrar... Incluso en ese lugar de felicidad, lo otro también se colaba, sigiloso. Una especie de compasión maquinal, real, insuficiente. Joder, por mucho que lo sintieran, su madre no iba a volver.

KEVIN CANTY - "Todo" - (2010)


Imágenes: Felicia Chiao

sábado, 22 de octubre de 2022

BOMBARDEAN LA CIUDAD DÍA Y NOCHE


Venimos de la ciudad. Hemos viajado toda la noche. Nuestra madre tiene los ojos rojos. Lleva una caja de cartón grande, y nosotros dos una maleta pequeña cada uno con su ropa, y además el diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando cuando tenemos los brazos cansados.

Andamos mucho rato. La casa de la abuela está lejos de la estación, en la otra punta del pueblo. Aquí no hay tranvía, ni autobús, ni coches. Sólo circulan algunos camiones militares.

Los caminantes son poco numerosos, el pueblo está silencioso. Se oye el ruido de nuestros pasos. Caminamos sin hablar, nuestra madre en medio, entre nosotros dos.

Ante la puerta del jardín de la abuela, nuestra madre dice:

—Esperadme aquí.

Esperamos un poco y después entramos en el jardín, rodeamos la casa, nos agachamos debajo de una ventana, de donde vienen las voces. La voz de nuestra madre dice:

—Ya no tenemos nada que comer en casa, ni pan, ni carne, ni verduras, ni leche. Nada. No puedo alimentarlos.



Otra voz dice:

—Y claro, te has acordado de mí. Durante diez años no te has acordado. No has venido ni has escrito.

Nuestra madre dice:

—Sabes muy bien por qué. Yo quería a mi padre.

La otra voz dice:

—Sí, y ahora te acuerdas de que también tienes una madre. Llegas y me pides que te ayude.

Nuestra madre dice:

—No te pido nada para mí. Sólo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a esta guerra. Bombardean la ciudad día y noche, y no hay nada que comer. Evacúan a los niños al campo, a casa de parientes o de extraños, a cualquier sitio.

La otra voz dice:

—Sólo tenías que enviarlos a casa de algún extraño, a cualquier sitio.

Nuestra madre dice:

—Son tus nietos.

—¿Mis nietos? Ni siquiera los conozco. ¿Cuántos son?

—Dos. Dos chicos. Unos gemelos.

La otra voz dice:

—¿Qué has hecho con los otros?

Nuestra madre pregunta:

—¿Qué otros?

—Las perras tienen cuatro o cinco cachorros cada vez. Se guardan uno o dos y los demás se ahogan.

La otra voz se ríe muy fuerte. Nuestra madre no dice nada y la otra voz pregunta:

—¿Tienen padre, al menos? No estás casada, que yo sepa. No me has invitado a tu boda.

—Sí que estoy casada. Su padre está en el frente. No tengo noticias de él desde hace seis meses.

—Entonces ya puedes ponerle una cruz.



La otra voz ríe de nuevo, nuestra madre llora. Nosotros volvemos a la puerta del jardín.

Nuestra madre sale de la casa con una vieja.

Nuestra madre nos dice:

—Ésta es vuestra abuela. Os quedaréis con ella un tiempo, hasta que acabe la guerra.

Nuestra abuela dice:

—Puede ser mucho tiempo. Pero yo les haré trabajar, no te preocupes. La comida no es gratis aquí tampoco.

Nuestra madre dice:

—Os mandaré dinero. En las maletas tenéis vuestra ropa. Y en la caja, sábanas y mantas. Sed buenos, pequeños. Os escribiré.

Nos besa y se va llorando.

La abuela se ríe muy fuerte y dice:

—¡Sábanas y mantas! ¡Camisas blancas y zapatitos de charol! ¡Ya os enseñaré yo a vivir, ya veréis!

Le sacamos la lengua a nuestra abuela. Ella se ríe más fuerte aún, dándose palmadas en los muslos.

AGOTA KRISTOF - "El gran cuaderno" - (1986)


Imágenes: vanessa german 

jueves, 20 de octubre de 2022

OTRAS 500 MANERAS DE PREPARAR EL POLLO


La vista de las pechugas de pollo en el frigorífico provocó en Ruth una indignación inesperada. A veces tenía la impresión de que eso era lo único que comían. Maggie detestaba el pescado y la verdura, salvo la lechuga y los guisantes congelados, Eliza se resistía a comer carne roja por razones de ética (Ruth no comprendía por qué sus objeciones morales no incluían la carne de ave, pero prefería no preguntar) y las dos protestaban amargamente si les ponía de primer plato sopa o enchilada. De manera que, aparte de la ocasional lasaña o pizza, sólo quedaba el pollo. Y puesto que a las niñas no les gustaba la carne oscura ni cualquier vestigio que les recordara que su cena había sido en un tiempo una criatura viva, decir «pollo» era decir pechugas sin piel ni hueso, que Ruth servía con arroz, patatas o pasta, acompañada de una ensalada verde con una de las salsas de Paul Newman. Hasta Paul Newman había empezado a atacarle los nervios con aquella sonrisa de autocomplacencia con que la miraba desde el frasco, como si supiera que él era el único varón de la mesa.

Esa noche había pechuga marinada al limón y pimienta, una receta extraída de un libro titulado Otras 500 maneras de preparar el pollo que mejor hubiera podido titularse: «No importa cómo lo disfraces, será la misma mierda de anoche» o «Comiendo pollo hasta la muerte». Porque había noches en las que se sentía así, como un animal estúpido al que han puesto en el mundo para que se coma unos cientos —¿o miles?— de animales más estúpidos que él para luego desaparecer sin dejar rastro.

TOM PERROTTA - "Lecciones de abstinencia" - (2007)


Imágenes: MUMI

martes, 18 de octubre de 2022

TENGO UN AMANTE VEINTICUATRO AÑOS MAYOR QUE YO


Tengo un amante veinticuatro años mayor que yo que me ha enseñado dos cosas. Una, que no puede haber pasión verdadera si no se traspasa algún límite, y dos, que un hombre mayor solo puede darte dinero o lástima. Rex no me da dinero; tampoco lástima. Por eso dice que nuestra pasión, que ha rebasado los límites, corre el peligro de comenzar a extinguirse en cualquier momento.

Hasta antes de conocerlo yo había asistido a dos presentaciones de libros y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado cuando no ocurre nada es cuando realmente están ocurriendo las cosas. Y esa vez ocurrieron del siguiente modo: yo estaba sola, en medio de un salón atestado, preguntándome por qué había decidido torturarme de esa forma, cuando me di cuenta de que Rex, un famoso escritor a quien solo conocía de nombre, estaba sentado junto a mí. Cuando terminó la lectura del primer participante, aplaudí. Acto seguido, Rex levantó la mano, increpó al participante, volvió a acomodarse en su asiento.

 


Con pequeñísimas variantes esta fue la dinámica de aquella presentación: se leían ponencias, se aplaudía y Rex alababa o destrozaba al hablante, comentando siempre con alguna de las Grandes Figuras que tenía cerca. Alguien leía, Rex criticaba, otro más leía, Rex criticaba, yo aplaudía. Si el minimalismo es previsibilidad y reducción de los elementos al menor número de variantes posible, esta fue la presentación más minimalista en la que he estado. Terminada la penúltima intervención a cargo de una autora feminista, Rex criticó, yo aplaudí, fui al baño. Lo oí decir que la estupidez humana no podía caer más bajo. Al regresar, antes de que se diera por terminado el acto, noté que Rex tenía puesta la mano abierta sobre mi asiento y distraído conversaba con alguien. Cuando señalé el sitio en el que había estado sentada y en el que ahora su mano autónoma y palpitante aguardaba como un cangrejo, Rex clavó la mirada en mí y dijo: «la puse ahí para que se mantuviera caliente». Dos horas después estábamos haciendo el amor, frenéticamente. Así se dice: «frenéticamente». También: «enloquecidamente». En el amor todo son frases prestadas y uno nunca está seguro de decir lo que quiere decir cuando ama. Pero cuando uno quiere con todas sus fuerzas no estar allí y no puede hacerlo, ¿cómo se dice?



Lo primero que tengo que admitir es que no sé muy bien en qué consiste el decadentismo nihilista porque nunca antes de conocer a Rex me lo había planteado. Según él, ese término define a la Generación X, la más decadente y desdichada de las generaciones de este siglo, a la que desafortunadamente pertenezco. Yo no hice nada para pertenecer a ella. Pero si quisiera ponerme en el plan en el que según Rex debiera, podría arrepentirme solo de un hecho: haberme sentado junto a él, un escritor tan famoso, en una presentación de libros. La regla de oro entre los asistentes a este tipo de actos es que nadie se involucre con nadie y que las amistades, si es que prospera alguna, estén cimentadas en el más puro interés (te doy, me das; te presento, me presentas; te leo, me lees) o en el descuido. Rex dice que toda relación que no provenga del alcohol es falsa.

ROSA BELTRÁN - "Amores que matan" - (2008)


Imágenes: Laura Berger

domingo, 16 de octubre de 2022

Y SE PUSO A HABLARTE DE LOS PECES


Y se puso a hablarte de los peces, de los arrecifes de coral que rodeaban la isla. Te animó a acercarte a la costa para conocerlos. Bardamu te podía llevar. Bastaba con sumergirse unos metros para quedarse maravillado por el espectáculo inagotable de colores y formas. Era extraño el mundo. Extraño preguntarse por la razón de su infinita variedad. Preguntarse si había alguna razón para que fueran precisamente los seres que había en él y no otros los que habían sido creados. La niebla cubría el agua del estanque, dando al lugar un aire de irrealidad y misterio. Había gente sin fantasía, siguió diciéndote miss Hansson, y ésos eran los peores, porque se mostraban incapaces de comprender. Sólo aquellos que tenían fantasía eran capaces de ver la verdadera esencia de las cosas, y todas las puertas se abrían para ellos. Y tomando tu mano, te recitó unos versos: «Lo que ahora existe, ya existía; / y lo que ha de existir, existe ya. / Dios hace que la historia se repita».



Era la hora de los ejercicios respiratorios y de fonación, y refunfuñando la llevaste a su cuarto para realizarlos. Al terminar, Rose te pidió que le leyeras uno de los libros que estaban sobre la mesa. Era una recopilación de las cartas de Darwin. Te contó que cuando Darwin comenzó su viaje en el Beagle era una persona bastante religiosa, e incluso leía algunos pasajes de la Biblia a la tripulación. Pero todo lo que vio durante la travesía le hizo cambiar. El golpe definitivo fue la muerte de su hija con sólo diez años. Desde entonces, se declaró agnóstico. «Me parece que hay mucha miseria en el mundo», escribió en una carta. «No puedo persuadirme de que un Dios benévolo y omnipotente hubiera creado adrede los icneumónidos con la intención expresa de que comieran desde dentro del cuerpo vivo de las orugas, o de que un gato tenga que jugar con los ratones.» Darwin pensaba, continuó Rose, que Dios sólo era un producto de la fantasía de los seres humanos. Y sin embargo, una parte de nosotros lo necesitaba. Era el otro nombre de la piedad, la belleza y el dolor. El vínculo que nos mantenía unidos a los otros seres de la creación, y aliviaba la soledad de nuestros corazones. Hablaba a nuestra capacidad de alegría y de admiración, a todo lo que era un don en nosotros.

GUSTAVO MARTÍN GARZO - "La ofrenda" - (2018)


Imágenes: Steven Kovacs

jueves, 13 de octubre de 2022

CUENTOS MALVADOS


El agua 12

Se llenó los bolsillos de piedras para ahogarse y no regresar jamás, y caminó dentro del mar. Imaginaba que estaría lleno de ahogados, y voces, y sirenas de cabellos enloquecidos, y jóvenes suicidas con poemas en las manos. Pero sólo encontró oscuridad, soledad eterna y silencio.

(...) Ángeles 3

De pronto se giró porque creía escuchar pasos tras él. La calle solitaria estaba desierta. De nuevo se volvió; nadie. Sintió miedo. Apretó el paso. Entonces le golpearon en la cabeza, cayó al suelo, y antes de morir vio cómo el humano al que debía custodiar le arrancaba las alas entumecidas.

(...) Ángeles 10

Sonaron las trompetas y despertaron de la muerte a innumerables almas, que regresaron a sus cuerpos rotos y heridos y a la vida, rezongando y protestando, porque aquellos simulacros nunca conducían a nada.

 (...) Ángeles 12

Esto es el infierno, la libertad absoluta y sin castigos, y por eso asusta a las pobres almas sensatas y bien pensantes, y por eso morimos de aburrimiento con nuestros uniformes rojos y con colas por los cuales renunciamos a nuestras alas, nuestras alas, nuestras alas…

 (...) Voces 7

Las voces le habían torturado aullando en su cabeza desde que era una niña. Ingresó en el sanatorio, pero las voces no se fueron. Decidió atravesarse los oídos con un punzón. Las voces la acogieron con algarabía, zumbando a su alrededor y ella lloraba. Era una de ellas y no las oía.

(...) Arañas y mariposas 2

Las mariposas se acercan y yo escondo mi cabeza entre las manos, aterrada, con el aleteo insidioso y multicolor en mis oídos cansados, apretada contra el muro; y sé que no hay escapatoria, que las mariposas están ahí y no se irán, y tras eso ya no hay nada más.



 (...) Arañas y mariposas 8

Era muy hermosa, pero sólo le interesaban las flores. Harta de rechazar admiradores, se casó. Enviudó joven, y volvió a casarse. Cuando envejeció, casada por cuarta vez, descubrió que tenía arrugas y que ya no le molestaban los hombres. Entonces dejó de matarlos. El guano era, al fin y al cabo, mejor abono.

(...) El espejo 9

Se parecían a los espejos, y se alimentaban de luz. Brillaban y reflejaban el mundo como ellos, y los limpiábamos y nos gustaban; pero no eran espejos. No sabíamos lo que eran. Y nos miraban, nos reflejaban y sonreían.

 (...) El espejo 12

Tras el espejo roto apareció la mitad de un mapa con tesoro. Rompieron el resto de los espejos. No encontraron nada, salvo un increíble número de años de mala suerte. Escondidas al otro lado del cristal, las voces se reían y celebraban la broma.

 (...) Los cuentos 5

El día había sido caluroso, y ella tenía los pies hinchados. Llorosa e impotente, vio cómo el príncipe dejaba la casa y se desposaba con una criada llena de mugre. Demasiado tarde recordó el otro zapatito que aún guardaba, y del cual no volvió a hablar jamás.

 Los cuentos 6

En la noche de bodas el príncipe descubrió que ella no era virgen. La princesa no se creyó obligada a dar ningún tipo de explicaciones. Al fin y al cabo, ¿a quién le importaba lo que hubiera ocurrido hacía ciento dos años?

(...) Dentro del laberinto 3

Al llegar al centro del laberinto y encontrarlo vacío, se sentó a meditar. Desesperado por su fracaso, resolvió darse muerte. Cuando la sangre llegó a la entrada, el pueblo gimió afligido y aterrado ante una víctima más que no lograba acabar con el monstruo del laberinto.

 ESPIDO FREIRE - "Cuentos malvados" - (2003)


Imágenes: Daniel Bilodeau

lunes, 10 de octubre de 2022

UNA FORMA APENAS SOFISTICADA DE LA IMBECILIDAD


El jockey no se movía mucho pero al menos podía caerse, podía lastimarse, añadió Yanofsky, mientras que el jugador de ajedrez a lo sumo quedaba atrofiado por estarse tan inmóvil. Y lo cierto, estatuyó, es que no había deporte si no existía al menos la posibilidad de una lesión física. En lugar de atacar esta nueva definición ad hoc de la actividad corporal de tipo competitiva, tan o más dudosa que las anteriores, Renzi cayó de nuevo en la trampa del saber inoportuno. Como un galán que no puede guardar para sí sus aventuras extramatrimoniales, ni siquiera frente a su esposa, alegó que las lesiones que podía provocar el ajedrez eran en rigor mucho más graves que las del hipismo, puesto que los ajedrecistas no se estragaban una pierna o un brazo, sino directamente la cabeza, por dentro y para siempre. El riesgo de quedar con el cráneo partido en 64 pedazos era incluso tan alto que algunas religiones habían prohibido el juego, aunque eso tenía que ver también con que en una época se lo jugaba mezclado con los dados, que decidían al azar qué pieza debía ser movida y hacia dónde. Igual nunca faltaba quien comparara el juego con el alcohol u otras drogas, contradiciendo el prejuicio positivo de que su práctica fomentaba el pensamiento. Por el contrario, para esta gente se trataba de una forma apenas sofisticada de la imbecilidad, como la manía de hacer crucigramas. Otros veían en el ajedrez un peligro mucho más vasto aún, pues lo concebían menos como una metáfora de la guerra que como generador de esa violencia que decía canalizar. No por nada uno de los cuentos clásicos sobre el tema, de cuyo nombre Renzi hubiera querido acordarse, tenía como protagonistas a un negro y a un blanco que disputaban una partida con final violento, en la que el negro le ganaba al blanco y por eso el blanco procedía a matar al negro.

ARIEL MAGNUS - "El que mueve las piezas" - (2017)

Imágenes: Qasim Iqbal

sábado, 8 de octubre de 2022

HITLER NO ES MÁS QUE UN NOMBRE EN LOS PERIÓDICOS


Pero Iris retorna a Jane y sus largos paseos. Retrocede en el tiempo: 1941, 1940, 1939, 1938. La Segunda Guerra Mundial, el inicio de la conflagración, su mera posibilidad como amenaza en la mente de las personas, los hombres aún siguen en sus casas, Hitler no es más que un nombre en los periódicos, jamás se ha oído hablar de bombardeos aéreos y campos de concentración. El invierno se torna otoño, luego verano, luego primavera. Abril lleva a marzo, luego a febrero, y mientras tanto Iris lee sobre personas que se niegan a hablar, sobre ropa sin planchar, discusiones con los vecinos, histeria, sobre platos sin lavar y suelos sin fregar, sobre el rechazo a las relaciones matrimoniales o el deseo excesivo o insuficiente o inapropiado de ellas, o la búsqueda de tales relaciones en otra parte. Lee de maridos al límite de su aguante, de padres incapaces de comprender a las mujeres en que se han convertido sus hijas, padres que insisten una y otra vez en que esa hija antes era una niñita adorable. Hijas que no escuchan. Esposas que un buen día hacen la maleta y se marchan de casa, esposas a las que hay que localizar para llevarlas de regreso.

MAGGIE O'FARRELL - "La extraña desaparición de Esme Lennox" - (2006)


Imágenes: Amedeo Bocchi

jueves, 6 de octubre de 2022

CHINOOK


—Chinook —dijo mi madre en voz baja, tan baja que casi no la oí y, acto seguido, se persignó—. Chinook —dijo esta vez tan alto como para que la oyeran el cielo y la luna. Esta segunda vez dijo la palabra como si llamara a un amigo perdido hace mucho cuyo nombre olvidado había recordado de repente. Pero el chinook no era un amigo; era el nombre del extraño viento que soplaba. Y hacia noviembre, todo lo que había sido revuelto y trastocado por ese chinook desde el mes de febrero había vuelto a su sitio. Y todo se había consumado.

Pero nada volvió a ser igual.

Esa mujer, Sugar Babe, había muerto, y a continuación murió Harold P. Endicott, y después murió el negro. Siempre de tres en tres, las muertes, decía mi madre, y después se persignaba. La sequía y el chinook hicieron que hacia noviembre nosotros también estuviéramos acabados: desarbolados, descerrajados. La casa fue destruida por el fuego, así como el granero, y el cobertizo de las herramientas y la mayoría de nuestras cosas; y perdimos la granja para siempre.

El chinook duró todo el día siguiente con su noche, hasta que se hizo de mañana. Cuando me levanté ese tercer día, mi madre volvía a tener el aspecto de siempre. Mientras el chinook sopló sobre nosotros mi madre fue un desastre. Eso es lo que mi padre le decía, Menudo desastre estás hecha, le decía, porque en la cocina no hacía una a derechas. Los huevos de mi padre estaban duros y las gachas quemadas, y nos dio guiso de atún para cenar cuando ni siquiera era viernes. Mientras duró el chinook mi madre no se recogió el cabello durante el día ni se lo peinó para mi padre a la hora de cenar, ni se pintó los labios, ni se puso el delantal limpio encima del vestido rojo de andar por casa para hacer las faenas. Aparte de la cocina, mi padre decía que mi madre estaba hecha un desastre porque se había dejado ir. Mamá, le decía mi padre, échate un vistazo. Estás dejándote ir.



(...) Dos lugares prohibidos y tres personas prohibidas.

Desobedecí a mi padre en lo del río, ese verano que se secó. Me tiré al agua en junio y seguí haciéndolo durante todo el verano porque hacía calor, porque el río bajaba muy lento y porque ese verano ya era mayor. Una cosa siempre lleva a la otra, y cuando me tiré al río esa primera semana de junio, el salto llevó a otros saltos, a otros baños, baños más largos río arriba y río abajo. Llevó a las otras prohibiciones, a esas tres personas prohibidas: Harold P. Endicott; la mujer, Sugar Babe, y el negro.

El día que los vi a los tres juntos fue el día en que los problemas traídos por el viento, por el chinook, empezaron a hacerse evidentes.

Antes de ese día, una sensación de turbulencia parecía flotar sobre las cosas, como si el mundo se estuviese desplazando de ese lugar esférico desde el que colgaba en el cielo: el aire turbulento encima de tu cabeza; el cielo turbulento abarcándolo todo.

TOM SPANBAUER - "Lugares remotos" - (1988)


Imágenes: Mitch Dobrowner

martes, 4 de octubre de 2022

LA PESADILLA VOLVÍA A COMENZAR


Se levantó con desgana y se dirigió hacia el pequeño cuarto de aseo.

Alzó la vista, y no se reconoció en la chica escuálida de mirada vacía que le devolvió el reflejo en el espejo. Solo unas semanas habían bastado para transformarla por completo. Incluso su cabello, una preciosa melena rubia de la que tanto le había gustado presumir, había perdido su brillo y se le adhería lánguidamente al rostro.

Hacía hoy tres días y tres noches que había dejado de luchar. Tres días y tres noches que algo había cambiado en su interior. Primero había creído que se trataba de un error. Había intentado en vano explicarles, que se apiadaran de ella, que comprendieran su sufrimiento. Después había pedido ayuda. Había gritado día y noche, con todas sus fuerzas, confiando en que alguien pudiera escuchar sus lamentos y acudir en su auxilio. Como el príncipe azul que rescataba de la torre del castillo a la princesa secuestrada en los cuentos que no hacía tanto había dejado de leer. Pero los príncipes azules no existían. Al menos no en la vida real, al menos no para ella. En aquellas semanas había visto de todo menos eso.

La única respuesta a sus voces habían sido las palizas, cada vez mayores. Aún podía ver en su cuerpo los restos de los cardenales.

Más tarde, había depositado sus esperanzas en un descuido. Alguien que olvidara cerrar la puerta y le permitiera escapar para siempre de allí. Daba igual hacia dónde. En su mente no podía imaginar nada peor.

Pero la oportunidad de huir tampoco llegaba y recordaba perfectamente el momento en que había sentido ese clic en su interior, cuando aquel joven había abandonado la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Aquel joven con una apariencia inicial tímida, con cara aniñada, que le había hecho por un momento pensar que podría confiar en él. Entonces se atrevió a mirarle a los ojos buscando algo. Bondad, quizá. O empatía. Él le devolvió la mirada y supo que se había equivocado. Su apariencia anterior había dado paso a una personalidad distinta, sádica, más sádica aún que la de sus captores. No es que hubiera sido el peor, pero había sido el que lo había desencadenado. Ese nuevo atisbo de esperanza frustrado le había hecho sobrepasar su límite. Y se había rendido.



La furia, la desesperación y la tristeza habían dado paso a una indolencia permanente que la envolvía desde entonces. Había entrado en una fase en la que nada le importaba. Solo sabía que algo en su interior le impulsaba a sobrevivir. Desplazó la vista hacia su hombro derecho, hacia el tatuaje que lo decoraba, y lo acarició. Un trébol de cuatro hojas, con una letra mayúscula bellamente ornamentada en cada una de sus hojas. Dos letras «A» y dos letras «S» que lo habían significado todo para ella. Era la conexión con su pasado, pero era también algo más. De alguna forma, sentía que seguía siendo importante.

Retiró la mirada del espejo y regresó, justo a tiempo para escuchar el sonido de una llave introduciéndose en la cerradura. No era la hora en la que solían traerle la comida. Suspiró. La pesadilla volvía a comenzar.

SUSANA MARTÍN GIJÓN - "Más que cuerpos" - (2013)


Imágenes: Kylli Sparre 

domingo, 2 de octubre de 2022

UN OFICIO AJENO A MIS VIRTUDES

 


Ninguno de los inquilinos pudo decir en qué preciso momento el Chevrolet amarillo se había estacionado frente al edificio. Eran demasiados los autos que pasaban la noche en esa calle; un par de apretadas hileras a lo largo de las cuatro cuadras de la unidad habitacional. Pero el Chevrolet amarillo llamaba la atención por no pocos motivos: se trataba de una carcacha de hacía por lo menos treinta años, con la carrocería descascarada y los cristales tapiados con pedazos de cartón —parecía, pues, una vieja pertenencia sentimental de algún vecino que se negaba a llevarla a la huesera.

  Las primeras en descubrir que algo raro pasaba con ese vejestorio fueron las amas de casa y las sirvientas que a media mañana salían de compras a la tienda o simplemente a comadrear. Un hombre canoso, barbado y harapiento, emergía del Chevrolet a aquellas horas con la pinta de quien recién despertaba, de quien había pasado la noche durmiendo en ese cacharro.



 La Niña Beatriz, la tendera, se encargó de darle seguimiento a esa extraña presencia, de mantener informados a los vecinos sobre los movimientos de ese sujeto: a través de ella supimos que éste tenía la sola rutina de salir del auto a las diez de la mañana, luego se perdía quién sabe en qué meandros de la ciudad; regresaba entre ocho y diez de la noche, cargando una bolsa de lona repleta de cachivaches, y se encerraba en el auto hasta el siguiente día.

  Yo era el vecino ideal para fisgonear a ese individuo. Desempleado, sin posibilidades reales de conseguir un trabajo decente en estos nuevos tiempos, vivía en el apartamento de Adriana, mi hermana menor, y de su marido Damián. Les pagaba una cuota, un tanto simbólica, de los dólares que eventualmente me enviaba desde Estados Unidos mi hermana Manuela, la mayor, la que me había criado, la que más me quería. Y es que mi situación resultaba harto difícil: mis estudios de sociología (una carrera que a esas alturas ya había sido borrada en varias universidades) no me servían para nada en lo relativo a la consecución de un empleo, pues había una sobreoferta de profesores, las empresas no necesitaban sociólogos y la política —último terreno en que hubiera podido aplicar mis conocimientos— era un oficio ajeno a mis virtudes.

HORACIO CASTELLANOS MOYA - "Baile con serpientes" - (1996)


Imágenes: Guido Mocafico