Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 29 de diciembre de 2023

YO PUEDO ESCRIBIR MEJOR QUE MUCHOS DE ELLOS


David leía en su despacho de la editorial, situado en un histórico edificio de la calle Serrano en Madrid. La luz de la mañana entraba por la ventana y le producía un agradable cosquilleo en la nuca mientras pasaba las páginas del manuscrito encuadernado en espiral. Era una de las miles de novelas que recibían al año en la editorial, enviadas por aspirantes a escritores que volcaban en ellas sus esperanzas de futuro. Quizá fontaneros que pensaban los diálogos de sus personajes mientras apretaban con una llave inglesa las cañerías del baño. O estudiantes de filología que, hartos de leer libros que no les satisfacían, pensaban para sí: «No parece tan difícil. Yo puedo escribir mejor que muchos de ellos».

   Y se lanzaban a ello, a veces sin ton ni son, a veces con un minucioso estudio antes de mojar la pluma en el tintero. Y no parecía tan descabellado: Stephen King fue profesor de lengua antes de escribir su primer libro, Conan Doyle ejercía de médico, Patricia Highsmith hacía sinopsis de cómics, Nabokov era entomólogo, Kafka pasante, Thomas Pynchon escribía manuales técnicos para Boeing, Leo Baela era contable en una fábrica de zapatos. ¡Si hasta Chuck Palahniuk trabajaba en una empresa fabricando contenedores!

   La historia de la literatura estaba llena de escritores que cambiaron su destino gracias a un libro, y los jóvenes aspirantes lo sabían y se esforzaban para que su historia se hiciera realidad. Siempre poniendo lo mejor de sí en cada párrafo, escribiendo docenas de veces algunos de los capítulos que ahora leía David en la cómoda butaca de su despacho. Las esperanzas que depositaban los aspirantes en sus libros, ellos las depositaban en un pequeño cuarto junto al material de oficina.

SANTIAGO PAJARES - "El paso de la hélice" - (2004)


Imágenes: Ekaterina Panikanova

miércoles, 27 de diciembre de 2023

YO QUERÍA SER ARQUEÓLOGA


Miro discretamente el reloj: las siete y dieciséis. ¿Solo? Si me parece que llevo escuchándola tres o cuatro horas… No hay nada que me aburra más que estas sesiones que se pasan hablando, como películas francesas.

   —Cuénteme algo de su vida —digo por decir algo. Como me la va a contar igual, mejor doy alguna muestra de interés y me ahorro reproches posteriores.

   Ella suspira y enciende otro cigarrillo. Le gustaría reflexionar un momento antes de empezar, pero teme que se enfríe mi interés y comienza de cualquier manera, atropelladamente.

   —Yo quería ser arqueóloga. Puede usted imaginar el aura heroica con que reviste esa profesión una niña de diecisiete años: me veía con machete y salacot por la selva descubriendo pirámides aztecas… —Ríe, con una risita mundana—. Y ya ve. No me quejo, la tienda, sin ser un gran negocio, no puedo decir que me vaya mal, y vender me gusta. En cuanto al matrimonio… pues como todos los matrimonios más o menos. Un día una se da cuenta de que vive con un señor al que le unen cosas como la declaración conjunta, el piso que hemos ido pagando y decorando a lo largo de quince años, o la muy agradable, no digo que no, de ir todos los viernes a escuchar un concierto de música clásica… —Suspira una vez más, sin darse cuenta—. Si me lo hubieran dicho a los quince años… 



O incluso a los veintitantos, cuando empezábamos a ser novios, cuando él llevaba siempre la misma camisa de franela y fumaba Gitanes y a mí me gustaba tanto abrazarle y olerle y meterle la mano en el pelo rizado… Teníamos un coche de segunda mano, amarillo, lleno de abolladuras, con goteras, y en el que al encenderse los faros se ponía a funcionar solo el limpiaparabrisas, y recuerdo tantos viajes de horas y horas, hablando y fumando… todo era vago y exaltado y nos llenábamos la boca de palabras y luego hacíamos el amor… Evidentemente, ahora él está calvo, lleva traje y corbata, ha dejado de fumar… yo por mi parte me paso la vida yendo al oftalmólogo, al dermatólogo, a la esteticién, al masajista, al ginecólogo…, y lo poco que hablamos es sobre cosas concretas e inmediatas. Algo de amor queda, no digo que no, pero lo que hay sobre todo es inercia. Eso, y ningunas ganas de meternos en grandes escenas… visitas al abogado, semanas de insomnio… reparto de la biblioteca, los álbumes de fotos y los juegos de toallas. —Suspira—. Durante varios años, yo me daba cuenta de que él poco a poco me iba queriendo menos… y me deseaba menos, también. Más de una vez le hice una escena por todo lo alto, que terminaba echándome a llorar en sus brazos… Hasta que comprendí que lo único que conseguía así era agotarle la paciencia. Que él ya no aspiraba, como yo seguía aspirando, a un gran amor, sino solo a vivir tranquilo. A que yo le dejara en paz. Y me resigné, ¿qué iba a hacer?…

LAURA FREIXAS - "Cuentos a los cuarenta" - (2001)


Imágenes: Kaori Kurihara

martes, 26 de diciembre de 2023

LA LETANÍA INDEFINIDA DE LAS SOMBRAS


En la penumbra de la sala del café, el dueño dispone las mesas y las sillas, los ceniceros, los sifones; son las seis de la mañana.

   No tiene necesidad de distinguir bien las cosas, ni siquiera sabe lo que hace. Todavía está dormido. Leyes muy antiguas regulan los pormenores de sus gestos, que por una vez escapan al fluctuar de las intenciones humanas; cada segundo marca un puro movimiento: un paso hacia un lado, la silla a treinta centímetros, tres sacudidas con el trapo; media vuelta a la derecha, dos pasos hacia adelante; cada segundo lleva el compás, perfecto, igual, sin grumos. Treinta y uno. Treinta y dos. Treinta y tres. Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Treinta y seis. Treinta y siete. Cada segundo tiene su sitio exacto.

   Desgraciadamente, el tiempo pronto dejará de mandar. Envueltos en su cerco de error y de duda, los acontecimientos de este día, por pequeños que puedan ser, van a empezar su trabajo dentro de breves momentos, minando progresivamente el orden ideal e introduciendo solapadamente, aquí y allá, una inversión, un desequilibrio, una confusión, un recodo, para llevar a cabo lentamente su obra: un día de principios de invierno, sin plan ni dirección, incomprensible y monstruoso.



   Pero es todavía demasiado pronto, la puerta de la calle acaba de abrirse, y el único personaje presente en la escena no ha encontrado aún su propia existencia. Es la hora en que las doce sillas bajan poco a poco de las mesas de mármol artificial, encima de las cuales han pasado la noche. Nada más. Un brazo maquinal vuelve a poner el decorado.

   Cuando todo está listo, se enciende la luz…

   Allí está, de pie, un hombre gordo, el dueño, intentando orientarse entre las mesas y las sillas. Encima del mostrador, el largo espejo donde flota una imagen enferma: el amo, verdoso y con las facciones desencajadas, hepático y grasiento dentro de su acuario.

   Por el otro lado, tras el cristal, una vez más el dueño que se disuelve lentamente en la media luz de la calle. Esta silueta, sin duda, es la que acaba de poner en orden la sala; ya puede desaparecer. En el espejo temblequea, ya casi completamente descompuesto, el reflejo de este fantasma; y más allá cada vez más vacilantes, la letanía indefinida de las sombras: el dueño, el dueño, el dueño… El dueño, nebulosa triste, anegada en su halo.

ALAIN ROBBE-GRILLET - "Las gomas" - (1953)


Imágenes: Oliver Jeffers

domingo, 24 de diciembre de 2023

SIENTO REPENTINAS GANAS DE MOLESTAR


Tengo muy poca ropa: un jean, una camiseta, zapatillas. Para ser sincera, creo que me robaron las cosas que tenía al llegar al departamento, porque me parece imposible haberme presentado así, en el umbral de la puerta, sin pasado ni proyecto. No intento explicar mi presencia acá. Cuando madame Hernández me molesta con la aspiradora, enciendo la televisión con el volumen al máximo, y miro las telenovelas que despliegan cada día peripecias extravagantes, príncipes y pastoras modernas, seductores cazados a su vez por hábiles simuladoras, y el pasado que vuelve un buen día con otro nombre y otra cara.

   Luego de las telenovelas vienen los juegos que coronan las tardes y apago la televisión para elegir un libro de la biblioteca. Esta está constituida principalmente por tratados de arquitectura naval, pero también por algunos más generales sobre puertos y ciudades. Me paseo por los mapas, recorro caminos imaginarios con el dedo, finalmente elijo una novela. El Inspector tiene unas veinte. El lomo, por lo general intacto, indica que le interesaron poco y calculo que las compra a partir de las recomendaciones de las revistas abandonadas en la sala de estar, con el único propósito de alimentar conversaciones cultas con mujeres bellas como la de la otra noche, que mi presencia bastó para expulsar.

   La falta de dinero acota mis desplazamientos. A veces saco unas monedas de los bolsillos del Inspector, pero me limito a pequeños montos para no meternos en problemas. Intento pasar cada día de la forma más económica, reduciendo mis pensamientos a una cantidad de ideas cada vez menor, viviendo apenas y gracias a ese ejercicio, afortunadamente, no soy una carga para nadie.



   Sin embargo, siento repentinas ganas de molestar. Ayer, por ejemplo, como el Inspector no había vuelto todavía a las 22, entré en su habitación y hurgué de nuevo en los cajones impecablemente ordenados por madame Hernández. Esta vez el último cajón de la cómoda no se me resistió. Encontré ropa de mujer de mundo, conjuntos ondeantes sin etiqueta, así como varios pares de tacos vertiginosos. Pensé que se podía tratar de la ropa de una muerta, una expareja del Inspector que no lograba olvidar, y lo imaginé por la noche, encerrado en su habitación, adorando a la difunta bajo el halo de un velador. Sonreí. Luego me pregunté quién podía ser esa mujer con estilo afectado, embutida en unos conjuntos incómodos como si estuviera posando para una nota en Madame Figaro y obviamente no pensé que conmigo salía ganando, pero me dije Qué alivio.

   En el cajón había también un viejo ejemplar de la obra de Jean Racine, unos lápices y un cuaderno decorado con motivos brillantes. Las páginas estaban llenas de una escritura pequeña y regular pero que no logré descifrar, ya que la letra se había transformado en largos regueros azules por un diluvio de lluvia salada. Me habría gustado preguntarle al Inspector, pero no le iba a confesar que yo había estado revisando su habitación mientras él no estaba, decir Ahora me vas a explicar qué hacen estos disfraces en tu cajón y qué decía en el cuaderno. Le resultaría muy fácil mentir. El Inspector conoce un montón de mentiras, su preferida es la de abrir bien grandes los ojos y decir Vamos, sabes perfectamente de qué estoy hablando puesto que estabas ahí, cuando en realidad él sabe perfectamente que yo no estaba en ningún lugar y que, de seguir así, me voy a enojar. Sí, preferiría dejar el departamento en vez de intentar que me dé explicaciones.

JULIA DECK - "El triángulo de invierno" - (2014)


Imágenes: Mikko Lagerstedt

viernes, 22 de diciembre de 2023

PERO ESTO AÚN NO LO SABEN


Lydia está muerta. Pero esto aún no lo saben. 1977, 3 de mayo, seis y media de la mañana. Nadie sabe nada excepto este dato inocuo: Lydia llega tarde a desayunar. Como siempre, junto a su cuenco de cereales su madre ha dejado un lápiz recién afilado y los deberes de física de Lydia, seis problemas con pequeñas marcas color rojo. En el coche, camino del trabajo, el padre de Lydia sintoniza en el dial WXKP, «la mejor fuente de noticias del noroeste de Ohio», molesto por el chisporroteo del ruido estático. En las escaleras, el hermano de Lydia bosteza, todavía enmarañado en el tramo final del sueño que ha tenido. Y en su silla en un rincón de la cocina, la hermana de Lydia está inclinada con ojos como platos sobre sus copos de maíz, chupándolos uno a uno hasta deshacerlos, esperando a que aparezca Lydia. Ella es la que dice, por fin:

   —Hoy Lydia está tardando mucho.

   En el piso de arriba Marilyn abre la puerta del cuarto de su hija y ve la cama sin deshacer: las esquinas del edredón perfectamente remetidas, la almohada todavía ahuecada y convexa. Nada parece estar fuera de su sitio. Pantalones de pana color mostaza formando un rebujo en el suelo, un calcetín solitario de rayas multicolor; una hilera de escarapelas ganadas en concursos de ciencias en la pared, una postal de Einstein, la bolsa de lona de Lydia hecha un higo al fondo del armario; su bolsa para los libros verde apoyada contra la mesa; el frasco de colonia Baby Soft encima de la cómoda, un aroma dulce, a polvos de talco y a bebé aún flotando en el aire. Pero ni rastro de Lydia.



   Marilyn cierra los ojos. A lo mejor cuando los abra Lydia estará allí, como de costumbre, con la cabeza debajo de las mantas, y dejando asomar algunos mechones de pelo. Un bulto gruñón bajo la colcha que antes le pasó desapercibido. Estaba en el baño, mamá. He bajado a beber agua. Estaba en la cama. Llevo aquí todo el tiempo. Por supuesto, cuando los abre nada ha cambiado. Las cortinas echadas resplandecen como una pantalla de televisión en blanco.

   Ya abajo, se detiene en el umbral de la cocina con una mano en cada uno de los lados del marco. Su silencio lo dice todo.

   —Voy a mirar fuera —dice por fin—. Igual por alguna razón…

   Mantiene la vista fija en el suelo mientras se dirige a la puerta principal, como si las huellas de Lydia pudieran estar impresas en la alfombra del pasillo.

   Nath le dice a Hannah:

   —Anoche estaba en su cuarto. Oí que tenía la radio encendida. A las once y media.

   Se calla al recordar que no le dio las buenas noches.

   —¿Te pueden secuestrar a los dieciséis años? —pregunta Hannah.

   Nath remueve el interior de su cuenco con una cuchara. Los copos de maíz se encogen y se hunden en la leche turbia.

CELESTE NG - "Todo lo que no te conté" - (2014)


Imágenes: Paco Pomet

miércoles, 20 de diciembre de 2023

COQUEFINGO


—¿Cómo va la novela?

   Él culebreó sobre la silla, incómodo.

   —Bien. Muy bien. La verdad es que estoy escribiendo más que nunca —⁠confesó.

   —Dime una cosa. —Cruz se apoyó en la jamba de la puerta; de pronto no tenía ninguna prisa⁠—. Cuando escribes una historia, ¿sabes cómo va a terminar?

   —No.

   —¿Y cómo lo haces? O sea… Si te tropiezas con un callejón sin salida, o con un misterio sin solución, ¿cómo sales de ahí?

   Víctor sonrió al ver su propio sistema creativo descubierto como un motor trucado.

   —Tu padre el gran científico no estaría de acuerdo con esto —⁠dijo⁠—, pero tal vez la única forma de resolver un misterio sea con otro misterio.

   —No lo entiendo.

   El escritor separó su silla de la mesa, desplegó un abanico de tics y terminó llevándose un dedo a la sien.

   —La fantasía es una herramienta más del intelecto —⁠dijo⁠—, como la memoria, como el cálculo. Ahora mismo, aquí sentado, me puedo inventar un mundo. Puedo ponerle el nombre que yo quiera. —⁠Rebuscó en el aire, encontró⁠—: Coquefingo.



   —¿Coquefingo?

   —Sí. En Coquefingo los peces tienen plumas y los pájaros escamas. El sol da frío y la luna calor. La oscuridad es alegre y el día siniestro. Los hombres nacen viejos y mueren el día que sus padres hacen el amor por primera vez.

   —Uau. ¿Se te ha ocurrido todo eso ahora?

   —Es muy fácil.

   —¿Y qué significa?

   —No lo sé. Pero el hecho de que podamos imaginar coquefingos debe de significar algo. Tu padre sí estaría de acuerdo con esto: no hay nada de sobra en la naturaleza, todo tiene una función. También la fantasía debe tenerla. Creo que… de alguna forma necesitamos imaginar lo imposible para aceptar lo inaceptable, no sé si me explico. Salir fuera para regresar dentro. ¿Tiene sentido?

   A Cruz le dieron ganas de cruzar la habitación para darle un beso en la mejilla. Pero solo dijo:

   —Sí. Lo tiene.

   Él la miró por encima de unas gafas inexistentes.

   —No estarás pensando en hacer ninguna locura, ¿verdad? —⁠tanteó.

   Pero quien respondió fue el estómago de Cruz, rugiendo calamitosamente. Los dos sonrieron.

   —Hay una crema de espárragos alucinante en la nevera —⁠dijo Víctor, regresando las manos al teclado⁠—. No es porque la haya hecho yo, pero… sería un pecado que se echara a perder.

   Hablando de cosas imposibles: a Cruz le apetecía esa crema de un modo sereno y cierto, sin urgencia. Como se desean las cosas que no están destinadas a pasar de largo, sino a permanecer dentro.

   Como se desea una última cena.

ISMAEL MARTÍNEZ BIURRUN - "Mujer abrazada a un cuervo" - (2010)


Imágenes: Carlos Quevedo

lunes, 18 de diciembre de 2023

A UN AMIGO SE LE MURIÓ SU BONSÁI


A un amigo se le murió su bonsái. Al parecer le puso demasiada agua y se ahogó. Conozco a mucha gente a la que se le murió un bonsái. No es un grupo tan exclusivo: los bonsáis se mueren si les pega un mal viento, se deprimen si uno habla muy fuerte y para ahogarse solo necesitan que alguien los escupa. Son criaturas más que delicadas, enclenques. Yo tuve un par de bonsáis que también murieron: las dos veces olvidé podarlos y empezaron a crecer como locos y, cuando quise controlarlos, más o menos, se desangraron. Después, cuando conocí a Teo, él tenía uno en la ventana de su escritorio, que miraba a un jardín enorme y frondoso, y a mí me parecía una crueldad tremenda que ese árbol enano viviera allí. Era como plantar a un niño pobre enfrente de una vitrina de niños ricos que juegan con juguetes caros y se chorrean el pecho de helado. 
Era como embalsamarle las patas a un perro y llevarlo a la playa para que juegue: «¡Atrapa el platillo Boby!». Le dije a Teo que sacara al arbolito de allí y él, cuando vio lo que le señalaba —arbolito en primer plano, bosque al fondo—, aceptó. Coincidió en que era una obscenidad.



 Al poco tiempo, el bonsái de Teo también murió. Me enteraría ya tarde de que los bonsáis deben criarse cerca de ventanas luminosas. Me enteraría también de que si no hubiera sido eso lo que lo mataba, habría sido cualquier otra cosa porque, sin saberlo —en esto nunca se sabe—, estábamos haciendo todo lo necesario para matar al arbolito. Un bonsái necesita los mismos cuidados que una persona muy enferma, porque un bonsái es un árbol muy enfermo. Está mutilado. Es el engendro de circo del mundo de la flora, es una criatura destinada a la muerte temprana o una larga vida de cuidados paliativos. Por eso no entiendo todo el esfuerzo empeñado en achicar a la fuerza algo que goza de tan maravillosa existencia en su tamaño natural. Quiero decir, la gracia de un árbol es que dé sombra, que los pájaros se posen en sus ramas, que uno admire su inmensidad maravillado y tras un suspiro diga: «Oh». El bonsái era importante para los chinos porque lo identificaban con la eternidad: es una idea muy corta de la eternidad; es, sobre todo, una idea muy frágil, siempre a punto de quebrarse y producir una pequeña muerte, varias pequeñas muertes, muchas pequeñas muertes. Quizá, en chino, la eternidad significa una sucesión de pequeñas muertes. En francés, eso mismo —pequeña muerte—, quiere decir orgasmo, que es una palabra más linda, aunque, por desgracia, menos larga que eternidad. En fin, que pobre el bonsái de mi amigo pero me gustaría que los árboles fueran siempre árboles, nunca arbolitos contenidos. Y me gustaría, también, que las pequeñas muertes fueran siempre francesas.

                                                   MARGARITA GARCÍA ROBAYO - "Orquídeas" - (2013)

Imágenes: Rafael Silveira 

sábado, 16 de diciembre de 2023

HAY CASAS QUE SON MUCHAS CASAS


Hay casas que son muchas casas, están en esos edificios con patio interior al que miran todas las ventanas. En Buenos Aires he visto un par, en uno de esos vive mi amiga Tamara. Es un lugar elegante y por eso llama la atención la ausencia total de privacidad. Más raro es que todos se ven pero nadie interactúa. Tamara y yo nos sentamos en su sala a tomar el té, por ejemplo, y por la ventana se ven las ventanas de enfrente; nos acercamos un poco más y vemos las de arriba y las de abajo. Todas están llenas, siempre pasa algo. Hay una jovencita que practica el violín cada tarde y hace un ademán tembleque cuando arranca. Hay dos viejas que juegan cartas y comen torta. Hay un chico que estudia acodado en la ventana y Tamara dice que si tuviera quince años más le saltaría encima. Hay una jaula con un pájaro al que una niña alimenta con salchicha. Tamara no sabe los nombres de nadie. Cree que la niña se llama Violeta porque su hijo Pablo la mencionó el otro día: «Violeta es disexual» le dijo. «¿Quién es Violeta?», preguntó Tamara. Él le dijo que la del 4-k. Cada tanto voy a visitar a Tamara; ella fuma y habla de lo de siempre: su divorcio. Yo miro las ventanas de afuera y pienso bobadas, como que esas personas conforman un elenco de actores y, salvo la jovencita del violín, sus partes deben transcurrir en silencio. Siempre caigo en la tentación obvia de imaginar que un día alguien va a salirse del guion y a dañarlo todo. A perturbar esa convivencia acética y silenciosa. A gritar por la ventana: ¡Violeta es disexual!, o alguna otra cosa.



 Pero eso no sucede. Llevan allí más de un siglo: las ventanas, digo; y la idea de que la vida transcurre de adentro para afuera y se enmarca en un solo plano. Tamara, cuando nota mi interés desmedido por su vecindario, me desanima: dice que a la noche cambia el panorama, cambian los personajes, se banaliza la escena. En lugar de la violinista hay un niñito jugando a la play y el violín reposa, semimuerto, detrás del sillón; en la mesa de las viejas hay un florero horroroso; en lo del chico lindo hay también una chica linda que se lo come a besos; en la ventana del pájaro ya no está Violeta, sino sus papás haciendo la sobremesa: él se fuma un puro y ella se toma una copita de oporto. «¿Cómo sabes que es oporto?», le pregunto. Tamara alza los hombros. Y en su ventana, sigue, aparece ella con su eterno cigarrillo y mira el patio vacío, oscuro como un pozo sin fondo. Allí se queda hasta que se hace tarde y todos, uno a uno, van cerrando las cortinas.

MARGARITA GARCÍA ROBAYO - "Orquídeas" - (2013)


Imágenes: Nicholas Bono Kennedy

jueves, 14 de diciembre de 2023

EL ESPÍRITU SANTO HABÍA SIDO UNA PALOMA


En el edificio, en el tercer piso para ser preciso, supo vivir una señora que murió hace unos meses. Era soltera. Una anciana que tenía mucha plata y absolutamente nada que hacer. Entonces se inventaba cosas. Ayudaba en la iglesia, iba a misa todas las tardes y, por las mañanas, compraba una bolsa grande de pan del día anterior cortado en pedacitos que le preparaban especialmente para ella en la panadería que está acá a la vuelta, por Paraná, y se iba caminando, despacio, hasta Congreso. Decía que eso le hacía bien para la circulación y para las piernas y que, además, encima les salvaba las vidas a las palomas que habitaban en aquel barrio; que los bichos estaban muertos de hambre y que la causa de que se murieran de hambre era que la gente de por ahí no tenía el suficiente dinero como para hacerse cargo de su alimentación. Decía muchas cosas. No paraba de hablar, la señora. Una de las que me acuerdo que decía era que el Espíritu Santo había sido una paloma y que, por eso, había que cuidarlas, que constituían una de las tres partes de Dios. No sé, era muy anciana, tenía unas ideas medio extrañas. Yo la escuchaba y le respondía a todo que sí. Le seguía la corriente. Qué iba a hacer, no sé si me entiende, tampoco me iba a poner a discutir con ella. Aunque motivos no me faltaban: la muy zorra, cada mañana, después de darme los buenos días de rigor, me preguntaba si ya había conseguido novia, que cuándo me casaba, y yo, cada bendita mañana, se lo juro, le contestaba que era gay, que no me gustaban las mujeres, que lo que me gustaban eran los hombres, y entonces ella se reía y me decía que yo era muy ocurrente, muy simpático, y enseguida se iba a la panadería sin siquiera despedirse.

FEDERICO JEANMAIRE - "Fernández mata a Fernández" - (2019)


Imágenes: Sarah Suplina

martes, 12 de diciembre de 2023

EL PASADO ES ESE NUDO


Es inevitable, por muchos futuros que soñemos, siempre terminamos viviendo en el pasado. Los niños tienen miedo a la oscuridad de la noche. Y piden agua. Y lloran. Y ese miedo no desaparece, aunque consigamos apaciguarlo con un abrazo. Y también lloran cuando se sienten solos. Y los niños nunca envejecen. Nunca envejecemos porque viviremos en nuestra niñez el resto de nuestra vida, aunque el futuro sea lejano e impredecible. Inalcanzable para los menos valientes. El pasado, sin embargo, no termina de marcharse nunca, por eso nos pasamos la vida viviendo en él y por más que intentemos huir, siempre termina manejando los hilos de la realidad, aunque esta duela. Y es un dolor que nos paraliza, un nudo muscular que nos bloquea y que duele aún más cuando hundimos el dedo en él y, aunque aullamos de dolor, sentimos un alivio fugaz. El pasado es ese nudo. Duele, pero es un dolor que conocemos. Y conocerlo reconforta tanto como reconforta el olor del hogar en el que nos sentíamos a salvo, o el tacto de las sábanas limpias en los días de tormenta. Reconforta tanto como pasar las tardes de lluvia frente al calor de la chimenea.


   A mi madre le gustaba preparar chocolate caliente en los días de lluvia, se pasaba la tarde encerrada en la cocina, llenando cazuelas de todos los tamaños. Yo siempre creí que lo hacía por nosotros, que no era más que un gesto de amor por sus hijos, pero no, en realidad lo hacía para espantar el recuerdo de su madre. Porque ella era su recuerdo doloroso de la infancia, y solo podía ahuyentarlo dejándose envolver por el aroma del chocolate caliente. Mamá y la abuela no se gustaban. La abuela tenía celos de mamá porque papá la prefería a ella. No entiendo cómo se puede tener celos de una hija, a lo mejor es más habitual de lo que creo, pero como nunca fui madre no puedo opinar. Estuve a punto de serlo, hace muchos años me quedé embarazada. Pero nunca llegué a dar a luz. No creo que haya un dolor mayor al que se siente al palpar ese vacío. No hay cura ni consuelo que logren mitigar la ausencia de lo que podría haber sido, solo tiempo. Un tiempo lento y pesado, casi agonizante. A mí, además, también me salvaron las palabras. Ellas fueron mi consuelo y mi terapia por aquel entonces.



   Escribir me ha salvado la vida en más de una ocasión. Todo el mundo debería escribir, y no para ser leído o criticado, sino más bien para poner palabras a los secretos más íntimos, esos que se acomodan en las entrañas de un pasado en el que nos pasamos la vida sobreviviendo. Y no me gusta escribir acerca de lo que no conozco, porque creo que mi mentira se podría intuir entre los párrafos y detesto mentir. Bueno, aborrecí la mentira hasta que no me quedó más remedio que aprender a hacerlo. Y esta es una de las pocas cosas de mi niñez a las que no podré regresar: a la verdad. Escribo acerca de lo que he vivido y de lo que conozco. Y, a partir de ahora, hablaré de los que estuvieron a mi lado, porque si algo he aprendido a lo largo de los años, es que la soledad se alimenta del vacío que dejan los que formaron parte de nuestra vida.

LAURA RIÑÓN SIRERA - "El sonido de un tren en la noche" - (2020)


Imágenes: Arghavan Khosravi

domingo, 10 de diciembre de 2023

SOY UN INSENSATO


Soy un insensato,

desparpajo acumulado,

maleficio de poetas,

policías maculados.


Soy la peste negra

que te atrapa y que te aprieta.

Soy la lluvia fina,

soy la legión extranjera.


Desparramo mis versículos

en el vientre de la tierra.

Soy la mala leche

que te dieron en la escuela,

que te llena y que te absorbe

cuando nada te interesa.


Soy la podredumbre

que te preña

y que te siembra,

que te estalla entre las manos,

te aniquila y te despierta.


Soy quien te degüella,

quien te quiere y quien te besa.

Soy un trapo sucio

que te cubre la cabeza,

que te ahoga y te despierta.


Soy la nube negra

que destroza tus ideas,

que separa tus membranas

y las reduce a mierda.




Soy un genocidio

encubierto entre estrellas

y las barras que te encierran.


Soy la puta madre

que nació de este planeta

descubriendo tus atuendos,

tus mentiras y tus muecas.


Soy la última vuelta de tuerca

que te estruja las meninges,

te derrama y te derrite

que te inquieta y que te afiebra.


Soy la lucha por la paz,

eterna, infrahumana,

voy dejando mis estelas

derramadas.

Asomadas hacia el cielo,

al balcón de tus palabras.

Despreciando lo que veo

cuando escupes y no callas.


Desertando del deseo,

de la fiebre y la batalla.

Soy el perro,

soy el cepo.


Soy la muerte deseada.

21 – XII – 2019.


Imágenes: Jean-Pierre Roy


viernes, 8 de diciembre de 2023

EL CAMPO NO ERA PARA ELLA


Pero ¿quién sería aquel individuo del abrigo elegante que caminaba a zancadas por el sendero como si supiera exactamente adónde dirigirse? Ya nadie entraba por la parte de atrás, por la Entrada de la Señora o comoquiera que se llamase. Por el porte del hombre, corpulento y más bien alto, y su aspecto decidido, como si fuera el dueño del lugar, Helen dedujo, incluso desde aquella distancia, que era un tipo muy seguro de sí mismo. Quizá fuera un pariente; tal vez su difunto suegro tuviera un hermano desaparecido hacía tiempo o un hijo natural del que no había hablado a nadie —lo que a ella no le extrañaría— y que se presentaba para reclamar su parte de la herencia. Se estremeció de emoción al imaginar que todo se trastocaba de arriba abajo, lo que hizo que se sorprendiera de sí misma. Debía de estar aún más harta de lo que suponía. O hasta la coronilla, como decían cuando iba al colegio. «La verdad, chicas, estoy hasta la punta de la coronilla», decía posando en la frente el dorso de una mano lánguida y alzando hacia el techo una mirada atormentada, ya toda una actriz en aquel entonces. Bien, sin duda el forastero del abrigo de color mostaza animaría un poco el cotarro. De todos modos, debía de ser tan solo un vendedor, un ganadero adinerado u otro de esos agentes inmobiliarios intrigantes que se colaban por el sendero de atrás para tender una emboscada a Adam y enredarlo con otro negocio seguro que les costaría un dineral y no reportaría ningún ingreso. Helen se preguntó por qué se había casado y se había dejado arrastrar a aquel sitio agreste. 



El campo no era para ella, nunca lo había sido y jamás lo sería. Las calles y las farolas de las ciudades, el tráfico incesante, el ambiente cálido e intenso de los restaurantes y la penumbra aterciopelada de los bares, el olor del humo de los cigarrillos, el vino y los hombres: había sacrificado todo eso. Había imaginado que, dada la fama del padre, la vida con el hijo estaría llena de emociones, que a todas horas recibirían visitas de otras celebridades y que los reporteros la abordarían para rogarle que les diera alguna exclusiva sobre el viejo. Que quizá su fotografía saliera en los periódicos, como en la época en que ella misma era famosa. Y abrigaba esperanzas.

   Todavía no se había vestido, pues era una de esas mañanas, cada vez más frecuentes, en que se levantaba tarde. Llevaba puesto su pijama de seda de color salmón con mangas demasiado largas y la bata azul descolorido de Adam. Iba descalza. Había estado pintándose las uñas de los pies en su dormitorio y el esmalte aún no se había secado. Sin duda tendría el pelo alborotado. Si se detenía junto a la ventana, que llegaba hasta el suelo, ¿el Hombre del Abrigo la vería al otro lado del cristal, con el reflejo del sol? Podía arrimarse al vidrio, desabrocharse quizá un par de botones y mostrarse así ante él; eso atraería la atención del individuo, sí señor.

JOHN BANVILLE -  " Las singularidades" - (2022)


Imágenes: Glenn Brown

miércoles, 6 de diciembre de 2023

EL DÍA EN QUE ENCONTRÓ LA BOMBA


El día en que se le enganchó la mano derecha en la máquina cosechadora hacía mucho calor. Un calor de esos que te obligan a moverte con torpeza, que no te dejan mirar más arriba de las cejas, mojadas y llenas de polvo, y que tensan las cuerdas como serpientes, y las terminan enredando con las cuchillas.

   Perdió el meñique y el anular de la mano derecha, y le quedaron tres dedos y una cicatriz bastante bien curada que parecía la pata de un pájaro. De dentro de los hierros no recuperaron ni una uña entera, pero podía seguir trabajando, y pasaban cosas peores, mucho peores.

   El día en que encontró la bomba también hacía mucho calor. Como si a mediados de julio hubieran cubierto los campos con una manta. Cuando sintió el tirón detuvo el tractor, levantó el arado, lo apartó cuatro o cinco metros para allá y se bajó. Primero le costó mucho entender qué era, porque estaba rebozada de tierra. Pero cuando lo tocó y le limpió la tierra, pensó que era muy probable que fuese un mortero de la Guerra Civil. Y le hizo mucha gracia, porque él, de la Guerra Civil, lo máximo que había encontrado eran unas monedas enterradas en macetas. Lo cogió con mucho cuidado para quitarlo del medio, y pensó que ese mamotreto debía de pesar por lo menos veinticinco kilos. Un perro de veinticinco kilos es demasiado esmirriado como para sobrevivir en el campo. Estaba harto de enterrar perritos falderos demasiado pequeños detrás de la granja. En una explanada bonita, repleta de tomillo. A los que habían matado otros perros más grandes, o coches, o alguna enfermedad insignificante. En el campo hay que tener perros grandes y sufridos, un pastor alemán o un mastín, perros que le aúllen a la luna y sean capaces de enfrentarse a los jabalíes. 



Cuando se le murió Taques, le había tenido que pedir ayuda a su hermano para enterrarlo. Primero para cavar el hoyo, amplio y hondo, y después para arrastrar hasta allí al pobre animal. Ese mastín pesaba por lo menos setenta kilos y era grande como un ternero; lo acompañaba cada día a la granja y lo esperaba debajo de la higuera, y si había chicos, o ancianos, o vecinos o animales temerosos, era tan respetuoso que se sentaba.

   Ahora estaba prohibido enterrar a los perros en casa. Los tenías que arrojar al contenedor de cadáveres. En verano había visto a los chicos correr a esconderse dentro de casa, o hundir la cabeza en el arroyo casi compulsivamente, para no sentir el olor a carroña cuando llegaba el camión a recoger los animales muertos del contenedor. El camionero saludaba desde lejos con una mano o con la cabeza. Nunca se bajaba, ni paraba más tiempo del necesario, y la verdad es que se lo agradecían porque el hombre acarreaba la muerte detrás de sí. Y no una idea abstracta e higiénica de la muerte, nada de la figura negra, atildada y con guadaña. Acarreaba la peste a carroña que emana de la muerte, infecta y abusiva, ácida y caliente, que irrumpe nariz adentro. A Vicenç Ballador le despertaba curiosidad, ese señor. Pensaba que debía ser difícil amar a alguien que siempre oliera a carroña. ¿Cómo no le iba a quedar a ese pobre individuo olor a carne putrefacta debajo de las uñas o en el cuero cabelludo, por más que se restregara en la ducha? Y se lo imaginaba viviendo en un edificio donde, instintivamente, después de siete millones de años de evolución, los vecinos evitaban compartir el ascensor con él.



   Pero de cualquier forma era terrible que no te dejasen enterrar a los perros o a los gatos en casa, y poder contarles a tus hijos dónde estaban, y que tuviesen un lugar, y una mata de tomillo encima. Aunque la gente hiciera lo que había que hacer. Por más que todos los que tenían un terrenito enterraran allí a sus animales queridos, aun así, era una irreverencia eso de meterse en casa de los demás a decirles lo que tenían que hacer. Como también era terrible tener un perro grande, verdaderamente preparado para sobrevivir, un perro nacido para correr mucho y ser libre y vivir en el campo, y estar obligado a tenerlo atado toda la vida. Porque esa era otra cosa que tampoco podías hacer: tener los perros sueltos y que te esperaran bajo la higuera.

   Dejó la bomba a un lado con cuidado, y volvió al tractor. Los tractores con radio y aire acondicionado eran, sin duda alguna, el invento del siglo. Vicenç Ballador no veía nunca películas de la Guerra Civil. Ni de la Guerra Civil, ni de campos de concentración, ni de chicos con cáncer. Dio marcha atrás, clavó el arado ahí donde lo había levantado y continuó.

   Cuando era pequeño, en esa casa tan húmeda y con tantas goteras que solo se podía estar en la cocina, aunque los huesos se te pudrían de todas formas, una tía abuela de su padre, medio ciega y que siempre estaba remendando calcetines, le contaba la única historia divertida de la guerra que había escuchado jamás: cómo su abuelo se había salvado de ir. Se había escondido con su hermano debajo de una vaca. Cuando se dieron cuenta de que las cosas se estaban complicando, habían cavado un foso debajo del establo de las vacas y se habían metido dentro. Las mujeres y el abuelo habían puesto un tablón grueso encima, y estiércol y paja y, por último, las vacas. Cuando vinieron a buscarlos no los encontraron, y se habían arriesgado a que los fusilaran, pero se salvaron de la guerra. La tía decía: «Un hombre muerto solo alimenta el palmo de tierra donde está enterrado», y cuando ya la cabeza se le iba, se reía sola y parecía una hiena.



   Cuando terminó de labrar, llamó a la policía. No tenía todo el día para esperarlos, pero fue hasta la casa, se sirvió agua y se sentó en el porche mirando al campo.

   Una vez los chicos habían corrido a buscarlo porque habían encontrado un cadáver. Vicenç hijo traía una mandíbula en la mano y Marta lo seguía. Vicenç padre había agarrado el hueso seco y gris, lo había examinado y había matado la aventura detectivesca diciendo que era un hueso de cordero. Ahora, Marta estaba terminando veterinaria y Vicenç hijo daba clases de música y tocaba la batería en un grupo en el que no hacían otra cosa que gritar, pero se ve que eran buenos, y habían hecho una gira por Inglaterra, y se llamaban John Deere, que era la marca de su tractor. Ese detalle hacía que se sintiera bastante orgulloso.

   Un poco después aparecieron los mossos. Le dieron la mano. A la gente siempre le chocaba estrecharle la mano con tres dedos. Los acompañó hasta donde había dejado la bomba y se quedaron custodiándola mientras llegaban los artificieros. Volvió a casa, tomó una cerveza de la nevera y se volvió a sentar en el porche de cara a la policía. Pensó que, para la hora que era, ya mejor esperar a Mercè para almorzar, y que por la tarde no iba a poder volver al campo, porque las nubes lenticulares sobre las cimas anunciaban temporal. Pegó un trago largo con mucho gusto a cebada y observó a los artificieros que se acercaban a la bomba con su vestimenta de astronautas. Su campo parecía una película de Van Damme o de Seagal. Y se rio solo, de repente, de pensar en la cara que habrían puesto si lo hubiesen visto a él acarreando el mortero como si de un perro muerto se tratara.

IRENE SOLÀ - "Los diques" - (2021)


Imágenes: Cal Lane