Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 30 de abril de 2023

¿POR QUÉ ESTUDIÉ PERIODISMO?


Supongo que, si tus padres son psicólogos, escribir se convierte en la única opción. Te han educado para que lo verbalices todo, para que te expreses como puedas. Así que te pones a ello, porque no sabes entender las cosas sin desengranarlas antes. Y una vez analizadas, puedes transformarlas en abstracción.

   Por eso resulta paradójico que, habiendo estudiado comunicación, tenga tantos problemas para comunicarme con mi padre, que estudió psicología para entender a todo el mundo.

   ¿Por qué estudié periodismo? Todo el mundo sabe que es una mierda de carrera sin salidas, que serviría a lo sumo como posgrado después de unos estudios de verdad. La nota de corte, en 1995, era de 6,7. Yo saqué un 6,96. Ni siquiera fui notable.

   La mayoría de estudiantes de periodismo dirán que eligieron la carrera porque les gusta escribir. Habrá algún friki de la radio, y otros que querrán hacerse famosos en la tele, pero estos también dirán que les gusta escribir. Decir que te gusta escribir es como decir que eres sensible, reflexivo y tienes ambición artística. Equivale a decir que tienes algo que decir. El periodismo, a mediados de los noventa, aún se consideraba un trabajo. Lo llamaban el Cuarto Poder. Pero ninguno de los encuestados, ante la pregunta «¿por qué elegiste periodismo?», habría contestado «para tener poder». O no, al menos, en mi universidad.

   A mí me gustaba escribir, pero el motivo por el que elegí periodismo fue otro. El mismo por el que mi segunda opción fue biblioteconomía y la tercera, antropología: aquellas carreras no se impartían en Mallorca. Y yo necesitaba largarme de la isla.

   ¿Por qué Barcelona? La respuesta también parte de una negación. Simplemente, porque Barcelona no era Palma.

  


   (...) El psicólogo analiza almas humanas y el periodista le busca el alma al mundo. Suele ser un alma en pena que arrastra los pies, agarrada a la sombra de la historia o la desmemoria. La vida en sí nos parece poca cosa, si no es para desentrañar vidas ajenas, enseñar los engranajes que harán un poco más comprensible el mecanismo de casi todo. Por eso nos cuesta entender a los desinteresados, a los apáticos, a los que no tienen sed ni olfato, los que se conforman con el reducido espacio de conocimiento que les ofrece la comodidad de un sofá frente a la tele, en la que los informativos ya no saben qué hacer para acaparar su atención.

   Hasta que una noticia lo cambia todo.

   Nos gustaría desengancharnos de la actualidad, aprender a disfrutar de lo que disfrutan los demás sin cuestionárselo. Pero estamos fatalmente enamorados de una profesión que nunca nos satisfará, que exigirá más y más, hará que nos sintamos pequeños, como Marcel me hacía sentir a mí. Siempre quedarán secretos por sacar a la luz; a veces, en nuestra propia familia.

   ¿Qué hacer entonces?

LLUCIA RAMIS - "Las posesiones" - (2018)


Imágenes: Gideon Mendel

 

jueves, 27 de abril de 2023

LA MISA ERA LA CITA INFALTABLE


La misa era la cita infaltable, eso sí que permanecía siempre intacto. Mirta López, mi abuela, se las arreglaba cada vez para ubicarse, entre los fieles, no muy lejos de la familia Videla. Y con preferencia detrás de esa línea que ellos, tan perfectamente juntos, trazaban al sentarse. Se las arreglaba mi abuela, como digo, como dice, para sentarse no muy lejos de ellos, y a menudo, más que eso, conseguía estar muy cerca, ni más ni menos que en la fila de atrás. ¿Le parecía a ella o en el hijo mayor, que ya iba para los diecisiete, que ya hacía vida castrense, iban en aumento la pulcritud, la sobriedad, la distinción, los trazos rectos? ¿Se lo inventaba ella, por sugestión, o el pelo y los gestos, la nuca y la postura, mejoraban su estampa límpida? Las camisas, mejor que las chombas, acentuaban, con sus cuellos tiesos, el efecto general.

   El domingo que mi abuela llegó a misa (la puerta de la iglesia, la vereda generosa, la plaza enfrente) y no vio a la familia Videla se sintió morir. ¿Podía ser? Entró temblando y quiso llorar. Se sentó y se dijo a sí misma que ese día iba a rezar de veras. A rezar y a pedir a Dios que nada malo hubiese ocurrido, que la costumbre de estos encuentros no se viese jamás dañada. No hizo falta, no llegó a rezar. O su íntima imploración de desesperada equivalió, para Dios, a un rezo, y la plegaria de Mirta López fue atendida. Porque la familia Videla, demorada por algún asunto que ya no importaba, hizo su ingreso, por fin, a la catedral. Ella los vio de refilón, de reojo. De nuevo quiso llorar, pero ahora de dicha. Habían venido, sí. Como siempre. Ahí estaban, como siempre.

 


   Y como si sus ruegos desordenados hubiesen merecido el verse satisfechos con creces, resultó que la familia Videla no solamente acudió, llegó, ingresó; sino que se sentaron los cinco, en una progresión ceremoniosa y pensada, justo en la misma fila en la que se había sentado mi abuela. Y lo hicieron con tal disposición (los dos hombres de más edad: el padre y el hijo mayor, en los extremos, como protegiendo al hijo menor y a las dos mujeres) que resultó que el hijo mayor tomó lugar justo al lado de mi abuela.

   La misa empezó con un sermón sobre la patria y sus valores: se acercaba el mes de julio, y en ese mes el día 9, aniversario de la declaración de independencia. Siguió una exposición bien medida sobre los peligros de la descomposición de esos valores, de esos y de todos, con una precisa enumeración de factores disolventes: desde la promiscuidad sexual hasta el flagelo del alcoholismo. Después hubo que pararse, que sentarse, que pararse. Que repetir rezos en eco, que rumiar plegarias íntimas, que cantar en el pudor del coro. Que alzar los ojos al cielo y que cerrarlos para una mejor compenetración. Que pedir y que agradecer. Que arrepentirse del mal inferido y que perdonar el mal recibido. Que dar gracias a Dios en su insondable triplicidad: Padre, Hijo, Espíritu Santo.

MARTÍN KOHAN - "Confesión" - (2020)


Imágenes: Katie Rose Johnston

lunes, 24 de abril de 2023

LOS SUEÑOS DE SELMA SÍ TENÍAN CONSECUENCIAS


Aparte de la cuñada de Selma, Elsbeth, la mayoría de los vecinos del pueblo no eran supersticiosos. No les preocupaban lo más mínimo todas aquellas cosas que los supersticiosos suelen evitar: se sentaban tranquilamente bajo un reloj de pared pese a que la superstición lo relacionaba con un peligro de muerte inminente. O dormían con la cabecera de la cama orientada hacia la puerta, desoyendo la creencia popular que lo consideraba un paso previo a salir por la misma puerta con los pies por delante. Tendían la colada entre Navidad y Año Nuevo desoyendo los consejos de Elsbeth, que veía en ello un presagio de suicidio o de complicidad en un asesinato. No se asustaban cuando oían ulular a los mochuelos por la noche, cuando veían sudar mucho a un caballo en el establo o cuando por la noche un perro aullaba agachando la cabeza.

   Sin embargo, los sueños de Selma sí tenían consecuencias. Cuando se le aparecía un okapi en sueños, la muerte hacía acto de presencia, de manera que todo el pueblo empezó a actuar asumiendo su aparición como si se tratara de un hecho insólito, como si la muerte no estuviera siempre presente, desde el primer momento, siempre acechando a una cierta distancia, como esas madrinas que a partir del bautizo aparecen de vez en cuando para entregar un obsequio a sus ahijados.

MARIANA LEKY - "El día que Selma soño con un okapi" - (2017)


Imágenes: Nimo Jiang


viernes, 21 de abril de 2023

TODO APAGADO, APAGADO, APAGADO


—Vale. Pregunta importante. ¿Funciona el ascensor?

—He ido por las escaleras.

—Muy bien. ¿Y alguien tenía alguna idea de lo que está pasando?

—Algo técnico. Nadie ha culpado a los chinos. Un fallo de sistemas. También una mancha solar. Esto me lo ha dicho alguien en serio. Un tipo que fumaba en pipa. Y no, no le he dicho que en este edificio está prohibido fumar.

—Porque tú también fumas. Un puro de vez en cuando —le dijo Diane a Martin.

—Una mancha solar. Un fuerte campo magnético. Me lo he quedado mirando.

—Le has clavado tu mirada de pena de muerte.

—Me ha dicho que los expertos harán ajustes.

  Max se quedó en la ventana, repitiendo ese último comentario en voz baja.

  Diane esperó a que Martin hablara. Sabía lo que quería que dijera. Pero no lo dijo. De manera que probó a formular una versión desenfadada en forma de pregunta:

—¿Esto no será la aceptación que señala la caída de la civilización mundial?

  Se obligó a sí misma a soltar una risilla breve y esperó a que alguien dijera algo.



 (...) ¿Estará pasando lo mismo en otras ciudades, la misma gente descontrolada, sin tener adónde ir? ¿Estarán bajando las multitudes de las ciudades canadienses para unirse a las multitudes de ahí? ¿Será Europa una única multitud imposible? ¿Qué hora es en Europa? ¿Estarán todas las plazas públicas atestadas de gente, decenas de millares de personas, y también en Asia y en África y en todas partes?

  No paran de venirle nombres de países a la cabeza, y no para de venir gente a hablar con él, o bien hablan entre sí, y se acuerda de su hija, la que tiene dos hijos y un marido en Boston, y de la otra que está de viaje, y, durante un momento extraño, comprimido y claustrofóbico, se olvida de sus nombres.

  Se apoya en una pared y mira.

  En otros momentos, más o menos ordinarios, siempre hay gente mirando sus teléfonos, mañana, mediodía o noche, en mitad de la acera, sin ver a todo el mundo que pasa a su lado, gente absorta, mesmerizada, consumida por el dispositivo, o bien caminando hacia Max y después apartándose de golpe, pero ahora no pueden hacerlo, todos los adictos digitales, teléfonos apagados, todo apagado, apagado, apagado.

  Se dice que es hora de volver a casa y que va a tener que abrirse paso a empujones entre la gente, gente encogida de frío, mil caras por minuto, gente forcejeando, dando puñetazos, algún pequeño disturbio de vez en cuando, palabrotas elevándose al aire. Se queda así unos segundos más, echando los hombros hacia delante a modo de preparación, y decide que cuando llegue a su edificio va a contar los escalones que hay hasta su apartamento. Hubo un tiempo en que lo hacía, aunque ya hace muchas décadas, y empieza a preguntarse qué sentido tiene.

  Luego se adentra en la multitud en movimiento. 

DON DELILLO - "El silencio" - (2020)


Imágenes: Frode Bolhuis

martes, 18 de abril de 2023

LAS COSAS AÚN ERAN ENTERAS E INDISCUTIBLES


El Pacheco era el tonto del pueblo que, en realidad, era el más listo del pueblo. Escuchimizado, feo a rabiar, con unos ojos saltones que viraban bruscamente de un lado a otro, labios finos y tumefactos, pantalones enormes sujetos a la cintura por un trozo de cuerda de esparto y la bragueta perpetuamente abierta; lo recuerdo siempre en misa acompañado de su hermana Delfina, una solterona avinagrada y seca de carnes, volviéndose disimuladamente hacia atrás para mirar a los feligreses.

   No iba a misa por devoción sino para mirar las piernas de las mujeres. Bueno, de las mujeres y de los hombres, porque en realidad no hacía ascos a nada.

   Antes de empezar la misa, en el atrio, tras una columna, yo me escondía y lo observaba. Si había mucha gente, él tiraba una moneda al suelo y se ponía a cuatro patas. Con la excusa de que la buscaba, iba palpando los muslos y las pantorrillas, o se quedaba mirando la ropa interior de las mujeres, que se limitaban a dar coces al aire, como si tuvieran tábanos en las piernas o se quisieran quitar de en medio a un perro.



   Un día me pilló mirándolo y ahí empezó todo. Alzó la cabeza y me vio tras la columna. Sus ojos se quedaron prendidos en los míos, que lo observaban con una fascinación preñada de horror. Durante unos segundos nos examinamos mutuamente en silencio, él a cuatro patas, yo de pie, como dos animales asustados. Me empezaron a temblar las rodillas y se me nubló un poco la vista, hasta que de pronto retumbó por el atrio la voz de Delfina:

   —¡Pobre de ti, Antonio, como vea que tocas las piernas de alguna mujer!

   Una vez dentro, en lugar de atender a la misa, el Pacheco se dedicaba a ladear un poco la cabeza para mirar los muslos de la gente. Había un veraneante de Coruña que iba a misa de doce por quien sentía especial predilección, porque tenía las piernas blancas y bulbosas. Arrebolado, morado de deseo, Pacheco le daba un codazo a su hermana y, señalando al veraneante con descaro, susurraba: «¡Ohhhh, qué piernas tiene aqueeeeel!». Delfina le mandaba callar al instante, y entonces él masticaba sin tener nada en la boca, mientras dejaba vagar la mirada, perdida y mórbida, por algún lugar próximo al altar. «Hace calor», decía al fin, frunciendo la nariz.

   Por entonces yo era un niño de unos doce años y mi corazón no sentía nostalgias, ni dudas, ni aprensiones. Las cosas aún eran enteras e indiscutibles, pero aquella mirada del Pacheco supuso un tránsito o una fractura, un camino hacia un nuevo lugar que, a partir de entonces, tendría que recorrer.

CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE - "El niño que comía lana" - (2019)


Imágenes: Tom Buchanan

sábado, 15 de abril de 2023

HAY UN MOMENTO EN EL QUE LAS COSAS SE ROMPEN


¿Es que fue todo mentira, Sophie? ¿Es que en el fondo nunca hubo felicidad? Yo la sentí. Y creo que realmente la tuvimos. Nosotros la tuvimos. Por un momento la tuvimos. Lo percibí con claridad. Pero todo se destruyó. Se rompió para siempre en un pequeño instante. Porque hay un momento en el que las cosas se rompen y ya no se pueden arreglar. Es cierto que no se destruyen por azar, como cuando un jarrón cae al suelo y se hace trizas. No. Se parece más a cuando estiras una goma y la goma cede. Y te acercas al precipicio, pero aún estás sujeto. Sin embargo, cuando la goma se desgarra ya no puede ser arreglada. ¿Cuándo comienza a romperse? Habrá quien piense que las fibras se deterioran mucho antes, que todo comienza a resquebrajarse durante el proceso de estiramiento. Quizá sea cierto. Son leves pinchazos que uno debería notar, pequeños jirones de piel que quedan en el camino. Pero sin duda hay un momento concreto en el que todo se quiebra, un punto de abismo. Y el amor también se destroza así. En ese punto de fisura en el que las costuras se sueltan, los hilos se rompen y el vestido se raja para siempre. Entonces ya no hay vuelta atrás. Un poco antes de que eso ocurra es posible destensar la goma. Las fibras están dañadas, hay rozaduras, pero es posible curar. Después ya nada tiene remedio. Supongo que hay que intuir ese punto de no retorno, ese instante de peligro en el que todo se puede perder para siempre.

 ¿Dónde se rompió Lara? ¿Dónde se hizo trizas todo lo que habíamos construido?

 No fue contigo. No fue con todas las demás. Aunque quizá ahí comenzara a deshilacharse. El punto de fisura está siempre localizado. Las cosas se rompen por un sitio, aunque después se hagan mil pedazos. Y el nuestro estuvo claro: «aquella chica», como había dicho el decano de la facultad. Sí, aquella chica. Aquella noche. Una sola. Un momento. Después de tantas y tantas veces.

MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ - "El instante de peligro" - (2015)


Imágenes: Tatiana Abellán

jueves, 13 de abril de 2023

UN CURIOSO CONGRESO


En el aeropuerto de la ciudad de Toronto se ha realizado un curioso congreso: el de los viajeros que nunca han conseguido partir. Las invitaciones se enviaron por correo y una red de satélites transmitía, de un aeropuerto a otro, las sesiones que se celebraban en cada ciudad, con viajeros que llegaban en automóvil o en tren desde distintos puntos del país. En Toronto se centralizaba la información, así como se dirigían los debates. Los invitados, que eran de varias partes del mundo, narraban sus experiencias cómodamente sentados en sillas de cuero, que no volarían nunca. Había ceniceros de plata, paquetes de almendras, posavasos con los nombres de aeropuertos internacionales, cigarrillos de a bordo, licores importados y, sobre la mesa, una finísima torre de plata, con su avión giratorio que oscilaba según los levísimos cambios de presión.

   Todos aquellos invitados no habían podido partir del aeropuerto, nunca, por una u otra razón; disuadidos al principio por motivos atendibles y completamente explicables, habían terminado por desistir del viaje, luego de que los pretextos fueran más débiles. Aunque el número de viajeros que no pudieron partir nunca de cierto aeropuerto (cuyo nombre omito) podría hacer sospechar que hay algunos que obstaculizan la marcha del viajero, la tendencia general era creer que se trataba de un hecho casual, sin ninguna intención previa. Se nombró Presidente de Honor a un hombre que veinticinco veces intentó partir del aeropuerto de Copenhague, sin conseguirlo jamás. Menciones de honor se distribuyeron entre pasajeros estables del aeropuerto de Londres, Ezeiza y Santiago. Pero quien alcanzó mayor popularidad fue un viajero frustrado de Nueva York, el cual ha alquilado una sala vacía del aeropuerto Kennedy, para despachar allí sus negocios, recibir a las visitas y entretener sus ratos de ocio.



   Al principio, regresaba todas las noches a su hogar, situado más allá del puente labrado, de encaje blanco, sobre el Hudson. Pero los atascos del tránsito, los accidentes imprevisibles y la fatiga, lo convencieron de que era preferible no solo trabajar en el aeropuerto, sino también dormir. No necesitaba televisor, pues las salas del aeropuerto estaban repletas de ellos; la calefacción era gratis, las duchas, excelentes, y siempre se podía encontrar a alguien con quien conversar, sin necesidad de largos desplazamientos. Aún más: durmiendo en su sala del aeropuerto (alquilada), evitaba impuestos adicionales, siempre podía entrevistar al cliente apurado que estaba a punto de partir y evitaba los largos y solitarios insomnios del lecho conyugal: no tema más que caminar unos pasos y ya estaba frente al enorme ventanal a través del que se divisaba la llegada de los aviones, día y noche. Era dinámico y estimulante. Siempre se podía intercambiar algunas frases con los viajeros que llegaban —⁠datos acerca del tiempo, la inflación y el gobierno en otros países, inundaciones, epidemias y estrenos de cine⁠—. Otra ventaja adicional de vivir en el aeropuerto era que siempre tenía a su disposición los cigarrillos, pues el estanco no cerraba nunca: ¿alguien conoce el placer de comprar un paquete de Marlboro a las cuatro de la mañana, sin moverse de la habitación? En el aeropuerto había un servicio permanente de asistencia médica, la comida del restaurante era tan indecente como en cualquier otro lugar y las muchachas que se deslizaban por el piso encerado solían ser agradables y simpáticas.

   El congreso duró tres días. Cuando acabó, los congresistas volvieron a sus casas, en automóvil, autobús o en tren. Muchos contemplaron con melancolía el aeropuerto, al volverse.

CRISTINA PERI ROSSI - "El museo de los esfuerzos inútiles" - (1983)


Imágenes: Mike Kelley

lunes, 10 de abril de 2023

NO ME GUSTAN LOS KOALAS


No me gustan los koalas. Son unos bichos asquerosos, irascibles y estúpidos sin un solo hueso amistoso en todo su cuerpo. Sus hábitos sociales son vergonzosos: los machos siempre andan propinando palizas a sus semejantes y robándoles las hembras. Tienen mecanismos defensivos repugnantes. Su piel está infestada de piojos. Roncan. Su semejanza con juguetes adorables es una engañifa abyecta. No son dignos de elogio por ningún motivo.

   Y además, una vez un koala intentó hacerme daño de una forma muy horrible.

   En tiempos, una pequeña isla llamada Kudulana situada a unos diez kilómetros de la costa de Tasmania mantenía a una nutrida población de koalas. Entonces alguien llevó ovejas a la isla y taló demasiados árboles. De repente dejó de haber suficientes hojas de eucalipto de la clase adecuada y en consecuencia los koalas estaban en peligro de extinguirse.

   A Mary Anne Locher, oficial superior de Parques Nacionales y Fauna, se le asignó la tarea de reunir a los koalas de la isla y enviarlos a nuevos pastos en el continente. Me invitó a ayudarla, y acepté pensando que de todo se puede sacar una historia.

   La propia Mary Anne Locher se parecía bastante a un koala. Era bajita, gorda y redonda, y tenía un pelo castaño suave y sedoso bastante corto del que le asomaban las orejas. Supongo que en ese momento tendría unos cincuenta años, unos pocos más que yo.



   Siempre llevaba un peto de color marrón que, unido al efecto de su nariz, chata y pequeña, y sus ojos color castaño claro, intensificaban su similitud con un koala. Tenía una voz suave y levemente sibilante y daba la impresión de que si uno le hubiese apretado la barriguita habría chillado. A diferencia de un koala, era una persona muy agradable y delicada.

   En aquella época yo no era tan corpulento como ahora, pero no por eso dejaba de ser un hombre abundante en carnes, es decir, que podía atarme los cordones de los zapatos yo solo, pero no era atlético.

   Un alma poco caritativa habría pensado que Mary Anne y yo hacíamos una pareja un tanto cómica cuando desembarcamos del ferry en Kudulana: el uno era alto, redondo y barbado, y la otra bajita, redonda y con pelo suave y sedoso. Los dos llevábamos una gran red dotada de un largo mango y lucíamos petos marrones idénticos, pues yo le había cogido uno prestado al departamento mientras durase el trabajo. Mientras el barquero descargaba unas jaulas hechas con listones de madera para albergar nuestra pesca, llegó a insinuar que nuestra tarea se vería facilitada, ya que los koalas se caerían de los árboles de la risa.

KENNETH COOK - "El koala asesino. Relatos humorísticos de la Australia profunda." - (1986)


Imágenes: Güido Sender

viernes, 7 de abril de 2023

TE MUERES Y PUNTO


—¿No se os ha ocurrido pensar en la gente que vivió aquí antes que nosotros? —preguntó Cara—. Los criados, los jardineros, las familias… Los niños que se zambullían en las aguas del lago desde este mismo lugar en días como hoy, con este mismo calor y esta misma calma chicha, pero con el puente todavía intacto. Me pregunto qué clase de personas terminarían siendo. ¿Qué sería de ellos?

     —La muerte nos llega a todos, Cara —dijo Peter amablemente, como haciéndoselo saber por primera vez.

     Pensé en Dorothea Lynton, enterrada en el cementerio de la iglesia sin más testigos de su paso al otro mundo que nuestro insatisfecho párroco y el enterrador. Y en mi madre, por descontado.

     —¿Y luego qué? —preguntó Cara.

     Tal vez le había hecho la misma pregunta a Peter centenares de veces, siempre a la espera de una respuesta distinta.

     —Luego nada —respondió él.

     Cara le volvió la cara, pero ocultó el gesto fingiendo mirar a lo lejos, donde el lago se estrechaba.

     —Te mueres y punto —prosiguió Peter, en voz baja, con las palmas de las manos abiertas—. Ni cielo ni infierno ni espíritus. Con un poco de suerte, quizá nuestro recuerdo se mantenga vivo durante una o dos generaciones, y luego adiós muy buenas, pero no pasa nada.

     —¿Eso es lo que crees de verdad? —dijo Cara, con la vista todavía perdida en la distancia.

     —Sabes que sí. Y si tenemos la mala suerte de acabar figurando en algún libro de historia, no será de nosotros de quien hablen, sino de una versión inventada, de la interpretación de otro. La historia completa de quienes somos no se puede contar. Sólo está en nuestra cabeza y en los recuerdos de quienes nos han querido.

CLAIRE FULLER - "Naranjas amargas" - (2018)


Imágenes: Robert Strati

  

martes, 4 de abril de 2023

TENEMOS MUCHAS AFICIONES


Tenemos muchas aficiones (la vida se ha colmado y se ha expandido), pero el principal objeto de nuestros intereses extraprofesionales sigue siendo, naturalmente, el cuerpo femenino. Los cuerpos de las mujeres, que a Johnny le parecen infinitamente más interesantes, sin ninguna duda, que todo lo demás en conjunto. Pero Johnny no va tras los cuerpos de las mujeres en busca de una sola cosa, no. Va tras ellos en busca de mucho más: el amor, la comunión espiritual, la pérdida del sentido y de la identidad, la exaltación. Los cuerpos de las mujeres hacen aflorar en él sus mejores sentimientos. El hecho de que el cuerpo de una mujer tenga una cabeza encima es un simple pormenor. No me interpreten mal: él no se podría pasar sin la cabeza, porque en ella está la cara y en ella nace el pelo. No se podría pasar sin la boca; la necesita desesperadamente. En cuanto a lo que la cabeza contiene, bueno, sí, Johnny también necesita algunas de las cosas que viven ahí dentro: la voluntad, el deseo, la perversidad. Mientras a una cabeza le interese el sexo, Johnny no podrá prescindir de ella.

MARTIN AMIS - "La flecha del tiempo" - (1991)


Imágenes: John Singer Sargent

sábado, 1 de abril de 2023

NADA DE DISCULPAS


Antes de que Ravelstein se hiciera rico nadie se había planteado nunca que necesitara trajes Armani ni maletas Vuitton, ni puros cubanos, inencontrables en Estados Unidos, ni accesorios Dunhill, ni estilográficas Montblanc de oro macizo, ni cristal de Baccarat o de Lalique para servirse el vino…, o para que se lo sirvieran. Ravelstein era uno de esos hombres voluminosos —voluminoso, no fornido— a quienes les tiemblan las manos cuando tienen que llevar a cabo tareas delicadas. La causa no estaba en alguna flaqueza suya sino en una tremenda y ávida energía que lo llenaba de agitación cuando se descargaba.

   Pues bien, sus amigos, colegas, alumnos y admiradores ya no tenían que poner de su parte para que pudiera costearse sus lujosas costumbres. A Dios gracias, ahora ya podía prescindir de ciertas elaboradas transacciones con sus camaradas académicos a base de trueque de objetos de plata Jensen, de Spode o de Quimper. Éstas eran cosas del pasado. Ahora era muy rico. Había llegado al público con sus ideas. Había escrito un libro —difícil pero popular—, un libro ingenioso, inteligente, polémico que se había vendido bien y que todavía seguía vendiéndose bien en ambos hemisferios y a ambos lados del ecuador. El hecho se había llevado a cabo con rapidez pero con absoluta seriedad: nada de concesiones baratas, nada de populacherías, nada de truculencias mentales, nada de disculpas, nada de aires de patricio. Ahora tenía todo el derecho a presentarse tal como lo hizo mientras el camarero nos servía el desayuno. Su intelecto lo había convertido en millonario. No es moco de pavo hacerse rico y famoso diciendo exactamente lo que uno piensa…, y saber decirlo con palabras propias, sin componendas.

SAUL BELLOW - "Ravelstein" - (2000)


Imágenes: Nikichi