Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 30 de julio de 2022

MALOS TIEMPOS PARA LA ESCRITURA

 


Aquellos fueron malos tiempos para la escritura. Tras la nueva Ortografía de la lengua española —la OLE— en 2010, las cosas nunca volvieron a ser como antes. La población quedó gravemente escindida. Por un lado, con el argumento de «nunca lo hemos hecho así», los negacionistas no aceptaban ningún cambio, como que hubieran perdido su tilde los monosílabos «guion» y «truhan», los pronombres «este» o «ese» y el adverbio «solo». Tampoco querían llamar «ye» a la i griega y muy a regañadientes asumían que los prefijos deben unirse a la palabra base y no circular a sus anchas por los textos. En el bando contrario se encontraban los abolicionistas quienes, puestos a renovar, perseguían eliminar toda norma. «La lengua es del pueblo —argumentaban—, y si el pueblo habla como quiere tendrá también que escribir como le venga en gana. ¡Abajo las reglas ortográficas!». Entre unos y otros alzaban su voz los reglistas, aquellos que apoyaban lo más razonable de cada extremo: no pretendían dejar que el idioma se anquilosara por el peso de la tradición, pero tampoco permitir que un mal uso acabara con la riqueza reglamentada de la lengua. Todos los bandos gritaban sus reivindicaciones por las calles, en las redes sociales o donde les pillara. Incluso las escribían en los muros centenarios y en los azulejos de los aseos públicos. Se sembró el desconcierto, la rebelión y el caos.

Existía tal disparidad de criterios a la hora de escribir y de corregir un texto que se invertía más tiempo en discutir sobre las normas de redacción y ortografía que en sacar adelante el documento. Es más, los de un bando boicoteaban los textos creados por los de los otros bandos incluso dentro del mismo equipo de trabajo. Así, en los medios no se terminaban los reportajes, en los despachos no se cerraban los contratos ni los informes y en los ministerios no se concluía ninguna propuesta, reclamación ni decreto. El país se paralizó debido a la falta de un consenso claro que gobernara la manera de escribir.



Tras un tiempo de encarnizados enfrentamientos y trifulcas se produjo la Primera Revolución Textual. Esta puso fin a la hegemonía de la Real Academia Española y vio nacer el COPO, el Cuerpo Oficial de Protección de la Ortografía, que velaba con eficacia por el buen funcionamiento del idioma escrito. Este fue un hito ortográfico que, si bien no mejoró gran cosa el modo en que la gente charlaba en las redes sociales y en las barras de los bares, sí unificó las normas y, por tanto, influyó en cómo se redactaban los trabajos de fin de carrera, las denuncias policiales, las noticias televisadas y los anticuados powerpoint.

Del COPO dependía el RECOTE, un pequeño departamento de élite diseñado para la revisión y corrección de textos. Sus miembros, conocidos como los recotes, eran funcionarios y funcionarias que habían superado duras pruebas de acceso y habían mantenido un exigente entrenamiento antes de realizar su misión correctora en cualquier rincón del vasto territorio hispanohablante. Trabajaban a pie de texto en todo lugar que requiriese una escritura no solo correcta, que es lo que marcaba la nueva ley, sino sobre todo impecable. Su certificación los convertía en los únicos profesionales cualificados para desempeñar semejante actividad. La superagente Leonor Ibáñez tutelaba la minuciosa tarea de estos trabajadores. De excelente forma física y adiestrado ojo corrector, se mostraba implacable con las faltas de estilo y de ortografía.

Esta es la historia de lo que sucedió durante aquellos duros tiempos en los que hombres y mujeres heroicos, todos amantes de la buena escritura, velaban por mantener el rigor de una ortografía viva y bella que muchos no mostraban reparo en convertir en un basurero plagado de erratas.

CRIS PLANCHUELO - "El increíble caso del apóstrofo infiltrado" - (2021)


Imágenes: Beto Val

martes, 26 de julio de 2022

LA DEMOLICIÓN

 

Una vez que se llevó a cabo la demolición, mis abuelos fueron entregados a ciertas almas caritativas. Nunca más los volvimos a ver. Fueron adoptados, por decirlo de alguna manera, por la gente que vivía cruzando las vías del ferrocarril. Me parece que esa línea fue lo que marcó desde siempre nuestra estirpe. Una cosa era vivir de este lado y otra muy diferente tener la casa cruzando los rieles. Aunque mi abuela siempre dijo que se tuvo la oportunidad de comprar un terreno muy bonito en el otro lado. Lo malo es que tenía una forma un tanto oblonga. Quizá por eso mi padre, para darles a mis abuelos, en sus últimos momentos, alguna satisfacción, luego de la demolición los entregó a esa gente. Mi padre le colgó a cada uno un cartel en que se mencionaba la necesidad de que fueran recogidos lo más pronto posible. Esas almas tenían como misión transportar a los ancianos perdidos hasta los confines de la ciudad. Cuando me enteré de esto, quedé muy preocupada por lo que habría ocurrido en ese trance con la perra espaniel de mi abuela, pues, como se verá más adelante, salió en plena demolición llevando a su pequeño animal entre los brazos. Recuerdo haberlos visto, al abuelo y a la abuela con la perra cruzando las líneas del ferrocarril.

Mis abuelos no abandonaron la casa hasta el momento mismo de la demolición. Nosotros también permanecimos dentro hasta la llegada de las máquinas demoledoras, pero nos acomodamos en el galpón posterior, que en ese entonces pensábamos se libraría del empuje de los bulldozers. Sacaron a mi abuela casi a la fuerza. De nada valieron los reclamos de los demás miembros de la familia. Saliendo de una casa a punto de ser derrumbada, mi abuela parecía una vieja dama que era despojada de su fortuna. Y lo era en realidad. Estaba acompañada, como se sabe, de su espaniel.



No es cierto, aunque algunos en mi familia lo afirman, que yo le compré la perra a mi abuela. Ni me la robé de ninguna parte. Aunque es verdad, eso sí, que existía la espaniel, a la que bautizaron con el nombre de la marca de unos calzoncitos para niñas muy popular en ese tiempo. No podíamos saber que las máquinas arrasarían con todo. No nos habían dado tiempo para prepararnos. Por eso se perdieron las pertenencias de mi hermano. Su uniforme de aeronáutica, con el que una vez al mes tenía que recibir la visita de sus superiores. La gran cama, en la que dormía toda la familia. Los biberones de mis pequeños sobrinos. Mi gigantesca bolsa de maquillaje, con el que algunas veces me pintaba para parecer menor de lo que realmente soy. Las jaulas de las ratas, de los hámsters, de los conejos. La pareja de gatos siameses. Las ollas y la estufa y, lo peor de todo, hirieron de manera leve a mi madre, quien, creo, tuvo algo de culpa por haberse querido aferrar hasta el final a las medias de seda y los cigarros importados que, a costa de mucho esfuerzo, había logrado le obsequiaran en los tiempos de la guerra las fuerzas de liberación. Aquello fue un horror. Las máquinas de los obreros. Sentimos entonces, por primera vez, la sensación de estar literalmente en la calle, con todas nuestras pertenencias al descubierto. 

MARIO BELLATIN - "El Gran Vidrio" - (2007)


Imágenes: Raija Jokinen

viernes, 22 de julio de 2022

LA MAÑANA DEL DÍA QUE IBA A MORIR

 


Dos años atrás, él fue el señuelo. La noche anterior, Daniel Parodi y su hija se habían desvelado con la noticia de la caída de un meteorito gigante en una ciudad impronunciable de Rusia, algo que según los entendidos confirmaba el inminente fin del mundo.

Zoe tenía diecisiete años y una pasión morbosa por ese tipo de noticias. Creía en los fenómenos paranormales, los ovnis, la existencia de una conspiración universal y el Apocalipsis, quería estudiar la carrera de Letras y en las últimas semanas se había «convertido» al veganismo, una forma de vegetarianismo extremo que a Daniel, carnívoro consecuente, le parecía una aberración.

Sin embargo ahí estaba, insomne a las cinco de la mañana frente a la heladera abierta llena de tofu, hamburguesas de lenteja y brotes de soja.

Desde la muerte de Patricia —siete meses atrás la habían empujado a las vías del tren para arrebatarle la cartera— que Parodi no podía dormir. Él, criminólogo, jefe del laboratorio de investigación forense de la Policía, no había podido cazar al raterito que había matado a su mujer.



Había hecho que Fabián, ese prodigio de las computadoras de sólo veintidós años, un adolescente lleno de granos y complejos que se le quedó pegado del curso de criminología que dictó cinco años atrás y es como un hijo, destripara cuadro a cuadro el video de seguridad de la estación de Belgrano. Había visto las imágenes tantas veces, que podía recordar la secuencia sin errores: Patricia en el extremo del andén que va a Retiro ve aproximarse el tren hacia el paso a nivel de Juramento, mira la hora y después hacia atrás, como si esperara a alguien. En ese momento, una persona —¿un hombre joven?— entra en la imagen, le arrebata la cartera y Patricia cae hacia las vías boca arriba, como quien se tira en un colchón de agua.

A las siete y media, todavía sin dormir, se lavó la cara y los dientes sin mirarse al espejo y fue a llevarle a Zoe el desayuno a la cama. Siempre lo había hecho para «sus dos chicas» y después de la muerte de Patricia lo había seguido haciendo para su hija. Para mimarla y, también, porque sin ese ritual no tendría por qué ni para quién levantarse.

La mañana del día que iba a morir, Zoe se despertó feliz. Iba a anotarse en la facultad.

Cuando salió del cuarto, Daniel la miró y fue como cuando la veía jugar: se había vestido y actuaba una urgencia eficiente «de universitaria». Había desmontado todos los gestos de nena, como quien saca las muñecas de los estantes.

Le ofreció llevarla pero no, claro que no. En cambio, le dio las llaves del auto e impostó, él también, el rol de viejo canchero y despreocupado que nunca había sido.

LILIANA ESCLIAR - "Los motivos del lobo" - (2017)


Imágenes: Henrique Oliveira

martes, 19 de julio de 2022

COMO UN PÁJARO QUE NO ENCUENTRA ESCAPE

 


Mi hermana Val llegó con un paquete de medicinas y con sus zapatos de tacón envueltos en una hoja del Diario del Norte. Tenía un aspecto raro, y yo enseguida pensé, porque de esas cosas me doy cuenta enseguida, que venía cabreada con su novio, ese hombre que tanto mal le hacía, y le hace, porque yo creo que todavía revolotea dentro de su pecho como un pájaro que no encuentra escape.

Val se metió, se mete, en la cama y yo enciendo la linterna, ilumino su cara brevemente y ella se la tapa con las manos.

Cómo me gustaría a mí tener mal de amores, notar los mordiscos del sentimiento. Aunque, a decir verdad, yo estoy enamorada. Solo que mi amor no se dirige a una persona concreta. Amo sin objeto amado.

Tengo, eso sí, una lista de hombres de los que puedo enamorarme. Por una cosa o por otra lo voy dejando, pero la lista la tengo, y cualquier día me levanto y me decido por uno de ellos. Debo hacerlo pronto porque, en una de esas, cualquiera de las chicas del instituto se me adelanta y la jodemos.

La lista la encabeza el profesor de cultura plástica y visual, que es algo mayor y casado, pero con el que me podría enrollar en una aventura de sexo y cine. Le sigue Jorge Pinto, un muchacho de color —o sea, negro— que proviene de Angola y de Brasil, su madre es de un sitio y su padre del otro. Tiene una voz muy suave y me parece algo femenino, a pesar de ser negro. Es muy alto y guapo. Después he escrito en la lista el nombre de un chico de Valle, Víctor Ceballos, al que creo que le gusto mucho. Es pasiego como yo. Hay un cuarto en la lista, al que solo he puesto porque su familia tiene dinero y no es de descartar del todo, tal como están las cosas. Le llamamos el Cerdito Motorista, ya que siempre va en moto. A su padre, el constructor, le llaman el Cerdo de Oro.



Veremos a quién le toca la suerte de convertirse en sujeto activo y tener una relación completa conmigo.

En esta familia, la más feliz es Clara, que aún no tiene estos ardores. Yo no estoy descontenta, la verdad, solo que tengo que representar una cierta amargura para que mis hermanas no me envidien. Porque hasta mi propia madre me tiene algo de envidia. ¡Mira que tener envidia una madre de su propia hija!

Hace poco vi mear a Abderramán. Lo hacía sobre la pila de estiércol y yo estaba sobre la peña en la que él suele sentarse. Me entró curiosidad, porque dicen que los norteafricanos tienen un miembro largo y curvado. No lo pude ver bien, pero sí calcular la longitud por la altura a la que llegaba la micción. No tengo elementos de comparación con otros hombres, así que nada.

Un día pondré estas palabras por escrito, y haré como que pertenecen a la ficción, para que Clara, Valentina y mama no se vean reflejadas en la historia.

Y ahora dejo de pensar para poder dormirme, para descansar de ser yo misma todo el día.

MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN - "El ojo del cielo" - (2018)


Imágenes: Alastair Magnaldo

sábado, 16 de julio de 2022

NO DEJABA A OTROS TOMAR DECISIONES


 Hablaba demasiado. Habría sido más fácil frenar el mundo que frenar sus palabras. Pero importa lo que no dijo. Más revelador su silencio; y las frases que decía, en todo caso, cuando nadie lo escuchaba. El abuelo caía, caía en silencio, igual que una piedra al fondo de un lago. La profundidad de su caída podía medirse por aquello que dejaba de decir, las cosas que dejaba de hacer. Dejaba de hacer una y otra cosa. Dejó, por ejemplo, que su mujer se fuera, asunto que antes habría impedido con un bate. Dejó de ver a sus hijos. Se alejó, dejó que se fueran. Dejó de comer. Fue retirando uno a uno los alimentos. Entró en un régimen alimenticio para quitarse la vida a los setenta y dos años.

Su suicidio no fue un arrebato. No era un adolescente desesperado, no era un hombre endeudado ni un actorsucho frustrado. El presidente honorario de la Organización Mundial de Gastroenterología hacía lo que quería y moriría cuando sus tripas quisieran. Supo cómo hacerlo. Supo cómo hacer para que no pareciera lo que fue, para que su muerte pareciera natural, pues no habría querido que nadie narrara su final tal como fue.



Su carácter no le habría permitido morir como muere un anciano al que le cambian los pañales. No dejaba a otros tomar decisiones, mucho menos dejaría que la vida tomara una decisión por él. Además, Emilio Nassar y la medicina tenían relación. Una relación larga, una relación estrecha. Pero ¿se puede comprender por qué alguien decide dejar de golpear?

Empezó su dieta el día que me llamó para invitarme a un restaurante. El día que me contó mil cien veces la llamada telefónica de la abuela. El día que despotricó contra el pediatra y contra el salero. Ese día que le pidió a un mesero que se llevara el salero, retiró la sal. Tenía que empezar con algo. Fue retirando paulatinamente una y otra cosa. Vertió su conocimiento para ponerse fin. Volteó los papeles: él decidiría cuándo, no la vida. Invirtió los papeles: la medicina estaría a favor de su muerte. Quería callar de una vez por todas. Tal vez porque el dolor sucede al placer con la misma seguridad con que la muerte sigue a la vida.

BRENDA LOZANO - "Todo nada" - (2009)


Imágenes: Konsu

miércoles, 13 de julio de 2022

EN LAS CUEVAS DEL VENENO

 


Arabella, soñadora, evoca el momento en que encontró a John S. Bearford en una calle maldita de Hamburgo y su corazón prorrumpió en repiques gozosos e inesperados. Él era un niño casi, un gorrioncillo. Se detiene ante él, le agarra por las solapas de la vieja guerrera prusiana con alamares de oro, le tira de los tirantes old chap. A las luces del club «La Fantasía» (bosta latina, clamor de las tripulaciones insomnes entre las que tal vez bebía Pierre Mac Orlan), Arabella observa los labios del mocito pintados en corazón, la sonrisa provocadora y dura. Una mariposa azul le multiplica en cada ojo complicados cachemires. La boca del mancebo gesticula una llamada oscurísima; amor de perdición. El cuerpo de John S. que será Bobby se aprieta en una falda con raja de Hong Kong y se asienta en sandalias amantes, con una pesada argolla en el tobillo de pájara. Dieron una vuelta los dos por el nebuloso wild side de todas las cosas. Arabella amó aquel indicio tímido, sin crepúsculo fijo en el universo. Le escuchó cantar y tañer la guitarra en las profundidades asfixiantes. 



En las cuevas del veneno. En los laberintos verdosos. Su voz escupía un milagro de miel y acero, con estremecido espasmo arriba y suelto. Parecía de Ray Charles de perejil más amargo. A veces, con sus compañeros, ensayaba las posturas de las avestruces, de los verdugos, de las putas, de los culturistas. En el centro de la provocación, en medio del infierno de luces y sonido, se ablandaba la tibieza de alguna palabra honey, de palabras angorina, de frases incluso explotando en el crepúsculo con una amabilidad africana y cariñosa que rasgaba el corazón de Arabella, disuelta en colores de nostalgia de la mocedad perdida en los trópicos criollos de Anatí. Le separó de la banda de malos muchachos venidos de los barrios más duros de las ciudades carboníferas del norte de Inglaterra, horrendas. Tendió sobre John un velo de afabilidad y le transmutó, ebria de pasión creativa, en Bobby Anraa. Le ofreció la posibilidad de anclar en los pesados fondos de aquel otro rock’n’roll del Tom Steel de antaño, y luego le mostró un camino de acero que era como soltar una bandada de palomas en el alba y tener que cerrar los ojos ante tanta luz, destrucción irisada.

XOSÉ LUÍS MÉNDEZ FERRÍN - "Amor de Artur" - (1982)


Imágenes: Gaspart

domingo, 10 de julio de 2022

LA INFIDELIDAD DENTRO DE LA INFIDELIDAD

 


En una antigüedad no tan remota, aquí mismo, en una capital europea, los niños también se enterraban en el mismo sector del campo santo, como si fueran todos hermanitos o una peste se los hubiera llevado de golpe y pasaran a habitar una especie de miniciudad fantasma dentro de la gran ciudad de los muertos, para que si despertaban en medio de la noche pudieran jugar juntos. Siempre que visito un cementerio intento darme una vuelta por la zona kids, voy leyendo entre sobresaltos y suspiros las despedidas que les dejan las familias en sus mausoleos, y me da por imaginar sus vidas frágiles y sus muertes, causadas la mayor parte de las veces por enfermedades insignificantes. Pienso, delante de este sepulcro infantil no encontrado, si el terror que nos produce hoy la muerte de un niño viene de esa antigua fragilidad, y si no será que hemos olvidado la costumbre de sacrificarlos, la normalidad de perderlos. No he visto nunca tumbas de niños muertos contemporáneos. Quién en su sano juicio llevaría el cadáver de su hijo a un cementerio. Hay que estar loco. A quién se le ocurriría enterrar a un niño, vivo o muerto.

Este niño sin tumba, en cambio, esta tumba sin niño, no solo no tiene hermanos ni compañeros de juegos, es que ahora además está perdido. Si estuviera ahí, me imagino a alguien, que podría ser yo, sucumbiendo al impulso de tomar en brazos a la Momie d’enfant, la guagua huaqueada por Wiener, envuelta en un textil con diseños de serpientes bicéfalas y olas de mar roído por el tiempo, para salir corriendo hacia el muelle, dejar atrás el museo, cruzar hacia la torre, sin ningún plan en concreto, solo alejarnos lo más posible de ahí, pegando algunos tiros al aire.



(...) Al llegar a casa, la casa de mi familia, entre el puñado de cosas que mi papá dejó para mí, me desconcierta encontrar el famoso libro escrito por Charles Wiener. Reconozco sobre el grabado marrón del paisaje cusqueño de la cubierta las letras rojas del título y el nombre del tatarabuelo. También está el teléfono de papá, usado por él solo pocas horas antes, y sus gafas, que descansan sobre el tocho de páginas algo amarillentas y ajadas por los años. Me quedo varios minutos instalada en el vacío que el sencillo testamento de mi padre finge llenar. No cojo su teléfono de instalada en el vacío que el sencillo testamento de mi padre finge llenar. No cojo su teléfono de inmediato, como si tratara de dejar la menor cantidad de huellas posibles en la escena del crimen. Mi padre acaba de morir de cáncer terminal en una cama de hospital. Y ahora, para no zozobrar del todo, intento ubicarme en medio de los islotes dispersos y las fosas insondables de su partida. Dicen que las especies más comunes en las profundidades oceánicas son las bioluminiscentes. Siempre pienso en ello cuando más a oscuras me siento. En criaturas que reaccionan químicamente a la penumbra produciendo luz. Me digo que puedo hacerlo, que soy capaz, que si a un molusco solo le hace falta una enzima y algo de oxígeno para brillar y confundir a los depredadores, por qué yo no podría.



(...) Por fin enciendo el teléfono de mi padre. Quiero saber qué hacía en sus últimas horas o estar con una parte de él que no ha muerto. Estoy segura de que hago algo que a la mayoría le parecerá condenable, pero la violación de la intimidad de un muerto que es tu padre siempre será relativa. Es algo que te debe. La verdad, también relativa de algunas cosas, tratándose de mi padre, es parte de un legado que me pertenece.

No dudo, hago una primera búsqueda con el nombre de la mujer con la que mi padre mantuvo una relación paralela y clandestina de más de treinta años y otra hija fuera del matrimonio. Y el primer correo que salta es uno en el que él le reprocha a ella una infidelidad.

La infidelidad dentro de la infidelidad.

Me pruebo las gafas sucias de papá y por primera vez en mi vida, y aún más fuerte desde que me bajé demasiado tarde de ese avión, siento que a lo mejor tengo que empezar a pensar seriamente en que algo de ese ser fraudulento me pertenece. Y ya no sé si me refiero a mi padre o a Charles.

GABRIELA WIENER - "Huaco retrato" - (2021)


Imágenes: Thierry Ardouin

jueves, 7 de julio de 2022

DE NIÑO TENÍA MIEDO

 


Encontré esta confesión entre los papeles dispersos.

De niño tenía miedo.

De quedarme solo, de que se fueran mis padres. De que murieran. De que muriera yo. Tenía miedo.

De mayor tengo miedo. De que haya una catástrofe, de perder el empleo, de resultar inservible, de ofender, de perder amigos; tengo miedo. Siempre tengo miedo. De que alguien muy cercano tenga un accidente, o un disgusto.

Tengo miedo y tengo pena. De niño tenía pena, o compasión; quería que en casa mis padres no se pelearan, quería que no gritaran; por las noches contaba con los dedos las personas que había en casa, como si de ese modo estuviera seguro de no estar solo.

Entonces éramos muy pobres; me daba angustia la miseria, y también me daba vergüenza. No se me quitó hasta muy tarde, cuando me di cuenta de que ese mundo del que venía era motivo de orgullo. Entonces se alivió mi relación con la gente, no tenía que simular ni la pobreza ni la salud. Esto último fue muy importante: dejé de sentir vergüenza de ser un adolescente enfermo cuando mataron al Che Guevara. Entonces supe que ser asmático desde la niñez no me impedía hacer nada, al contrario. Y entonces me fui de casa.

Mi madre me protegió mucho. Demasiado. Cuando enfermó estuve con ella; dejó de hablar desde que intuyó que ya no podía defenderse; dejó de hablarme; ese proceso me llenó de tristeza, pero nunca lo he sabido explicar. Esto ha sido siempre un gran dolor para mí, no ser capaz de decir qué me pasó por dentro en ese periodo de su silencio. Cuando mi padre enfermó también se produjo ese silencio, muchos años después, y siempre he tenido la sensación de que no supe cuidarlo y mimarlo en los últimos días, como si mi vida junto a él no fuera asentada sino volátil. Ese fantasma de mi ausencia cuando él sufría me sigue asustando.

Mi vida familiar ha sido también traspasada por el miedo al accidente, desde que Eva se nos escapó en un noveno piso y la rescatamos, cuando tenía dos años, de los barrotes de un balcón. Esa imagen me sigue produciendo miedo y atraviesa mis noches y mis días. Sigo teniéndolo ahora con el nieto y lo siento no sólo cuando juega conmigo en la azotea sino cuando pienso que juega con otros en otras azoteas.

Creo que tampoco he sabido amar, o decir que amo; las cosas contingentes, las urgencias, pueden más que la reflexión o la caricia.

Y eso llena de descontento mi vida.

JUAN CRUZ RUIZ - "El niño descalzo" - (2015)


Imágenes: Manuel Padorno

 

lunes, 4 de julio de 2022

SE MURIÓ TU PAPÁ

 


La noche en que mi padre moría en el hospital, yo limpiaba el arenero de los gatos. Al menos me gusta imaginar que en el preciso momento en que su corazón dejó de latir, yo levantaba la mierda gatuna sin dedicarle siquiera un pensamiento. Aquella noche salí de mi clase de Sociología de Grupos, en donde estudiábamos a los Oneida, los Amish, y a la familia Manson. Para evitar conversaciones en el transporte público, leí algunas páginas del maltratado paperback de Bugliosi en el camino a la casa de Pepita. Abrí con mi propia llave, puse mi mochila en el piso, y llevé la bolsa de víveres a la cocina. No dije nada porque con frecuencia ella suele dormitar y se sobresalta tanto con cualquier ruido, que temo que su corazón se detenga en una de ésas. Encontré la sala a oscuras e iluminándose con los brillos intermitentes de la televisión. La novela de las ocho de la noche apenas comenzaba: mi hora de llegada.

Este trabajo de cuidar a la anciana no estaba nada mal. Sus hijos, ocupados con sus propias vidas, me contrataron por visitarla a diario. Era mi deber alimentar a los cinco gatos que transitaban con libertad a través de la ventana de la cocina, asegurarme que tuvieran comida y agua, limpiar el arenero y hacerle las compras a la anciana, que era en realidad muy independiente y sólo requería ayuda para cambiar algún foco fundido, mover un objeto pesado o enhebrar una aguja. Supongo que yo daba la impresión de ser una buena chica, paciente y modosa, que no extrangularía a su madre con el cable de la plancha para luego huir con su tarjeta de descuento de la tercera edad, los ahorros dentro de la cajita metálica arriba del piano, la foto autografiada de Juan Pablo II, y la figura del Sagrado Corazón que parece abrazar a quienquiera que entra a la casa. Para mí, el trabajo era sólo un ingreso extra que me permitía gastar sin poner mucha atención a mis caprichos. Después de todo, tenía la beca de la universidad y el dinero culposo de mamá, que aseguraba que era su obligación cerciorarse de que yo tuviera una buena educación sin pasar penurias. Pero cuidar de Pepita también tenía el efecto secundario de hacerme acreedora a elogios de extraños y de conocidos, que alababan mi caridad. Trabajar para una ancianita me volvía un dechado de virtudes ante los ojos de los demás y en algunos días, eso es algo que se aprecia tanto como un buen masaje de pies.



Cuando Pepita escuchó a los gatos maullar por mi presencia, extrajo su cuerpo del sofá con cierta dificultad y encendió la luz. Lo normal es que me salude con un buenas-noches-mijita antes de ofrecerme pan dulce y nescafé con leche, además de agradecerme mi puntualidad. No es sano que una jovencita como tú esté así de flaca, dice. Mi respuesta es enarbolar mi talla nueve como una excusa, pero siempre termino comiendo un cochinito de jengibre con un vaso de leche al final. Luego ella suele comenzar con su diatriba contra la gente que llega tarde a todos lados, y con la decadencia de la juventud de hoy. Pero esa noche vi en la cara de Pepita aquella misma expresión de cuando Milo, el gato naranja con rayas, salió para no volver.

¿Pasa algo?, dije mientras abría una lata de atún.

Pepita tiene el cabello corto y canoso y por lo regular lo lleva en un peinado infantil, con broches con forma de flores. Siempre evito mirarla porque no me gusta pensar en ella como un ser patético, así que me concentré en mezclar el atún con las croquetas para gatos.

Acaban de internar a tu papá en el hospital. Está muy grave.

Puse el plato en el suelo y los gatos se juntaron alrededor con sus colas en alto como los rayos de un sol ondulante. Mi madre había insistido en que dejara un teléfono donde me pudieran localizar. No es una oficina, le dije. Aunque sufre de una compulsión por saber en dónde me encuentro exactamente a cada hora del día, niega lo que sucedió bajo el techo de su misma casa durante tantas noches. No fueron las relaciones sexuales metódicamente arregladas, como en la comunidad Oneida, pero igual se permitían; no con una lista previamente concertada, sino con los ojos cerrados. Al final terminé dándole el número de Pepita, sólo para dejar de escuchar su voz. Siempre estuvo ausente de mi vida y pensé que seguiría siendo así: no creí que fuera a llamar.

Gracias por avisarme, dije y me senté en la mesa, con la libreta de las compras y un bolígrafo. Lo apreté con fuerza hasta que mis dedos se pusieron rojos. ¿Qué cosas va a necesitar que le traiga mañana?

Tu papá está en el hospital. No tienes que venir, dijo tocándome el antebrazo.



Es raro pensar que está sufriendo, dije. Pude ver que algo oscuro y problemático comenzaba a concentrarse en sus ojos, pero eso no me impidió seguir. Uno siempre piensa en los papeles como inamovibles, ¿sabe? Sobre todo cuando duran muchos años. No pude evitar mirar el suelo al decir esto. Pero luego fijé la miré en ella y terminé: Así que la noticia que me da es una revolución para mí, doña Pepita.

Dudo que pudiera entenderme. Tal vez lo único que podía captar era el tono de mi voz y mi reacción, que no era la de una buena hija. Vi las orugas moradas de sus venas y su piel con manchas. Su esposo lleva más de diez años muerto, pero Pepita conserva la argolla matrimonial en el dedo arrugado. Así eran las manos de las brujas en mis libros infantiles.

(...) Me dirigí al baño y comencé a limpiar la caja de arena. Los gatos me vigilaban desde cierta distancia, nerviosos. Escuché sonar el teléfono en la recámara. Caminé lentamente, esperando que sonara varias veces y quien sea que fuera, se diera por vencido y colgara. Pero el timbre no cesaba. Pensé que Pepita me gritaría que me apurara a contestar, pero persistió en su afán de mudez. Levanté la bocina: era la voz de Moira. No me saludó ni me preguntó cómo estaba. Lo primero que me dijo fue que mi madre llamó a nuestro departamento para darme la mala noticia.

¿Se le rompió una uña?

No, se murió tu papá.

Después de eso, mi amiga se quedó callada. No la culpo, lo normal en una conversación sería que yo dijera algo, pero permanecí en silencio escuchando la sangre correr dentro de mi cuerpo, el sonido de mi garganta al tragar saliva, la vida que persistía en mí. No sé cuantas veces deseé escuchar las palabras que Moira recién había pronunciado.

¿Sigues allí, Noelia?

Sí.

No sé qué decirte, se excusó.

Tengo que tirar una bolsa llena de caca de gato, te veo luego.

Colgué con suavidad el auricular para ir al baño a terminar de una vez con la caja de arena. Comencé a experimentar náuseas por el olor del arenero: todos mis sentidos estaban exacerbados y eso no era necesariamente malo. Lo de los gatos era ofensivo para mi nariz, pero mi piel percibía de una forma casi erótica el roce de mi ropa y mis oídos se maravillaban por el sonido de los pájaros afuera, retornando a sus nidos para pasar la noche. La parte fisiológica de mi persona celebraba el milagro de estar viva. Pero no iba a recibir ningún regalo ni siquiera un abrazo: cuando iba a salir, encontré a Pepita de pie en el umbral, con las manos cruzadas sobre el pecho, bloqueándome el paso. A juzgar por la expresión en su rostro, era claro que había estado escuchando mi parte de la conversación.

LILIANA V. BLUM - "No me pases de largo" - (2015)


Imágenes: Sam Rodriguez

viernes, 1 de julio de 2022

LA OBSESIÓN ES UNA FIEBRE

 


La obsesión es una fiebre. Una rabia loca, enfocada hacia un solo punto, que empieza a acelerar sin que nadie pueda detenerla. La obsesión es un deseo multiplicado, y ese deseo me ha llevado hasta aquí.

Estoy volando a 111 km por hora en dirección a un árbol del camping La Ballena Alegre, en la autovía de Castelldefels. Cuando impacte contra él, mi cuello se partirá como un barquillo mojado en champán, pero de momento estoy paralizado en el aire en la postura de volar. Soy una pieza de taxidermista, suspendida del cielo por hilos de oxígeno.

Los ingleses tienen una expresión para eso: in mid-air.

Espero que esta parálisis pasajera me dé el tiempo suficiente para contar lo que tengo que contar; es una historia bastante larga. Estoy volando a 111 km por hora porque hace un segundo estaba subido a una Vespa 160, conduciendo sin manos. Me subí a la Vespa porque antes intenté realizar el Último Vals Salvaje, y falló. Mi Último Vals Salvaje era la única manera que encontré para extirpar la obsesión. Ésta es una historia de obsesiones.

Supongo que, si realmente queremos ir al principio de todo esto, si queremos ganar en el socatira que lleva al presente, tenemos que hablar de mi obsesión y de los vorticistas. A veces las dos cosas son la misma. La obsesión es el gemelo maligno de la pasión; van juntos de la mano hasta que uno asesina al otro, y al final sólo queda el beso solitario y frío de la obsesión.

Supongo que, si tengo que ser honesto, sólo hay un lugar desde donde empezar a contarlo todo.



Mi tía abuela Àngels.

Conocí a mi tía abuela Àngels al poco de que mis padres murieran en el accidente de avión. El representante del consulado español me vino a buscar al colegio, en Crouch End, y me comunicó con suavidad que mis padres se habían ido a dormir. Yo tenía ocho años.

—¿A dormir? —le pregunté.

—A dormir con los ángeles —respondió el funcionario.

—¿Ángeles? —Mis padres eran ateos militantes. Nadie comentó nunca nada de ángeles. Tal vez por eso añadí—: ¿Dónde?

El funcionario levantó un dedo y señaló hacia arriba. Recuerdo haber mirado hacia su dedo, y luego hacia el techo, y no entender nada.

Los ingleses tienen una palabra para eso: puzzled.

Sin embargo, acompañé al señor del consulado hasta donde me dijo, y allí me esperaban unos amigos de mis padres, que me dijeron que mis padres habían ido a un lugar mejor. Luego añadieron que yo también iría a un lugar mejor.

Las primeras horas en este mundo sin mis padres están llenas de confusión. Un poco de ese caos debió de sentirse bien a mi lado, porque me acompañaría toda la vida. La confusión sabe reconocer a los recipientes mullidos, dispuestos, que la acogerán siempre. Sabe seleccionar los huecos de árbol más cálidos donde hibernar.

Aquella noche dormí en casa de los amigos de mis padres, donde por culpa de sus explicaciones pésimas no pegué ojo pensando que yo también iba a morir. A la mañana siguiente me llevaron a Heathrow y me metieron en un avión camino del Prat. Mi madre era catalana, y mi abuela también. Mi abuela había fallecido unos años atrás, así que los dos únicos supervivientes de la familia éramos su hermana y yo. El consulado español me devolvía a mis raíces magras y secas, arrancadas del suelo antes de tiempo como flores cojas.

Para dar una idea de cómo era mi tía abuela voy a transcribir la primera conversación que tuvimos, cinco minutos después de que yo bajara del avión en El Prat en 1984 y nos saludáramos inventando afectos nuevos.



—Y bien, ¿qué querrás hacer a partir de ahora? —preguntó mi tía abuela, sin pasar por el Cuánto has crecido ni Qué mayor estás. Era una mujer pequeña y rechoncha, de piernas arqueadas y mirada roedora. Era la primera vez en mi vida que la veía; supongo que mis padres no eran muy familiares.

—¿Ir al colegio? —dije. Preguntando, por lo que pudiese pasar.

—¿Estás loco? —contestó—. Los maestros son los primeros fascistas que vas a encontrarte en tu vida. Su labor principal es empezar a doblegar a las almas jóvenes para que, al hacerse mayores, acepten las órdenes sin rechistar.

Yo la miré sin hablar, intrigado.

—Hazme caso, Pànic, hijo, todo lo que le enseñaron a tu tía abuela en la escuela tuvo que —Hazme caso, Pànic, hijo, todo lo que le enseñaron a tu tía abuela en la escuela tuvo que desaprenderlo luego.

Asentí.

—Escucha: no irás a la escuela. No irás a ninguna cárcel del intelecto para que te allanen los clavos. Las escuelas son cementerios del pensamiento libre, mausoleos de la autosuficiencia y hornos crematorios de la insurrección.

Asentí con la cabeza otra vez, pero no entendía nada. Tenía sólo ocho años, aunque nadie pareciese comprenderlo.

—Todo lo que has de saber está en mis libros y en los de tus padres. Haz el favor de leerte todos esos libros y tu tía abuela te enseñará lo demás, números y cosas prácticas, así como trucos para que no puedan acceder nunca a tu mente. ¿De acuerdo?

—Sí —mentí.

KIKO AMAT - "Cosas que hacen BUM" - (2007)


Imágenes: Roger A. Deakin