Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 30 de noviembre de 2023

DECLARO INAUGURADA LA TEMPORADA DE CAZA


En el espejo rectangular detrás del barman no luzco monstruosa; es más, se podría decir que soy una mujer común y corriente que busca pasarla bien esta noche. Sonrío con la broma privada que solo yo y nadie más podría entender. Porque hoy no puede ser una noche de llevarme a cualquiera a la cama ni tampoco puedo contentarme con una mera conversación, alcohol de por medio, y regresar sola a casa a ver una película romántica. Hoy no. Levanto mi vaso, brindo con el vocalista del grupo que toca hoy y le doy un trago largo a la bebida preparada. Me ignora. Muy bien. Vuelvo a mirar mi reflejo. Ensayo una sonrisa. Parezco inofensiva. La cicatriz es invisible desde aquí y mi cuerpo exuberante se ve casi perfecto en este vestido que se ciñe como una segunda piel. Este que ves, engaño colorido… Luces rojas y penumbra: los mejores aliados de las mujeres que se precipitan a golpes y volteretas por el desfiladero de la vejez, o de las que tienen la cara marcada por los malos genes.



 La cirugía plástica, ni siquiera a manos de los mejores especialistas del mundo, pasa inadvertida; implantes mamarios, narices respingadas, glúteos aumentados por métodos artificiales, nada puede emular la belleza y armonía de lo natural. Ni siquiera las operaciones correctivas, como la mía. Siempre queda algo, un vestigio, una marca que traiciona, que suele ser a veces más bochornoso incluso que el defecto en sí, real o aparente, que llevó a alguien a tenderse sobre la plancha y bajo el bisturí de un cirujano: el asumir que hay algo mal con uno mismo y el intento fallido de remediarlo.

  Salud, vuelvo a levantar mi vaso cuando el vocalista de la banda Nick y los Brainfreeze hace un ligero contacto visual conmigo. Esta vez me dedica una sonrisa. Leve, muy leve; allí está. Me ha visto. Declaro inaugurada la temporada de caza. ¿Cuándo fue el último? Hace un año, al menos. Para estar segura tendría que revisar mi agenda, pero podría apostar que fue también en marzo. Nunca he tenido una ballena blanca y no siempre hay tantos peces en el mar como para ponerse quisquillosa, pero ese vocalista rubio y con obesidad declarada parece ser la presa más cotizada de la noche. Tan solo por contraste con los parroquianos de este antro.

LILIANA BLUM - "Cara de liebre" - (2020)

 

Imágenes: Sandy Skoglund

martes, 28 de noviembre de 2023

LAS CONVICCIONES NO SE ORGANIZAN


A la hora convenida, ya no recuerdo cuál era, la gente había aparecido simultáneamente desde las calles laterales, desde los autos estacionados, desde las tiendas, desde las oficinas, desde los ascensores, desde los cafés, desde las galerías, desde el pasado, desde la historia, desde la rabia. Ya hacía dos semanas que, como respuesta al golpe militar, la central de trabajadores había aplicado la medida que tenía prevista para esa situación anómala: una huelga general.

   Mientras caminaba, como los otros miles, por Dieciocho, pensé que a lo mejor era sólo un sueño. Todo había sido tan vertiginoso y colectivo. Además la gente se movía como en los sueños, casi ingrávida y sin embargo radiante. Cada uno tenía conciencia de los riesgos y también de que participaba en un atrevido pulso comunitario, casi un jadeo popular. Era como respirar audiblemente, osadamente, con mis pulmones y los de todos. Nunca sentí, ni antes ni después de aquel lunes 9 de julio del 73, un impulso así, una sensación tan nítida y envolvente de a dónde iba y a qué pertenecía. Nos mirábamos y no precisábamos decirnos nada: todos estábamos en lo mismo. Nos sentíamos estafados pero a la vez orgullosos de haber detectado y denunciado al estafador. Creíamos que nadie podría con nosotros, así, desarmados e inermes como andábamos, pero sin la menor vacilación en cuanto a desembarazarnos de esos alucinantes invasores que nos apuntaban, nos despreciaban, nos temían, nos arrinconaban, nos condenaban. Y cuanto más terreno ganaba la tensión, cuanto más rápido era el paso de hombres y mujeres, de muchachos y muchachas, tanto más verosímil nos parecía ese remolino de libertad.


   Recuerdo que en los balcones había mucho público, como si fuéramos los protagonistas de una parada antimilitar. De pronto me acordé: alguna vez había estado en uno de esos balcones, cuando había pasado el general De Gaulle bajo un terrible aguacero, chorreante y enhiesto como el obelisco de la Concorde. Y también recordé cómo bullía la avenida allá por el 50, cuando contra todos los vaticinios la selección uruguaya le había ganado a la brasileña en la final de Maracaná. Y más atrás, cuando la reconquista de París en la segunda guerra. Por la avenida siempre había pasado el aluvión.

   Y ahora también. Uno se cruzaba con el amigo o el vecino y apenas le tocaba el brazo, para qué más. No había que distraerse, no había que perder un solo detalle. También nos cruzábamos con desconocidos y a partir de ese encuentro éramos conocidos, recordaríamos esa cara no para siempre, claro, pero al menos hasta la madrugada, porque nuestras retinas eran como archivos, queríamos absorber esa entelequia, queríamos concretarla en transeúntes de carne y hueso. Nada de abstracciones, por favor. Los labios apretados eran conscientes y reales; las sonrisas del prójimo, sucintas y ciertas. La calle avanzaba incontenible, con sus vidrieras y balcones; la calle articulaba, en inquietante silencio, su voluntad más profunda, su dignidad más dura. Los obreros, esos que pocas veces bajan al centro porque la fábrica los arroja al hogar con un cansancio aletargante, aprovechaban a mirar con inevitable novelería aquel mundo de oficinistas, dependientes, cajeras, que hoy se aliaba con ellos y empujaba. No había saña, ni siquiera rencor, sólo una convicción profunda, y hasta ahí no llegaba lo planificado. Las convicciones no se organizan; simplemente iluminan, abren rumbos. Son un rumor, pero un rumor confirmado que sube del suelo como un seísmo.

MARIO BENEDETTI - "La sirena viuda" - (1999)


Imágenes: Faith XLVII

domingo, 26 de noviembre de 2023

PORQUE SOLEDAD SIEMPRE HABÍA ESTADO SOLA


Soledad tenía treinta y seis años la noche que la mataron.

   Ella pensaba que al fin su nombre iba a dejar de ser sinónimo de su existencia, que incluso llegaría un día en que echaría de menos su antigua condición. Porque Soledad siempre había estado sola. Lo estuvo cuando sus padres trabajaban sin tregua en la empresa familiar heredada y una niñera se encargaba de ella desde la recogida del colegio hasta la cena. Lo estuvo cuando su madre se separó de su padre y ambos se enzarzaron en una lucha judicial titánica en la que ella era el principal trofeo. Lo estuvo cuando erraba de la casa del uno a la de la otra para evitarles a ambos el sentimiento de culpa y regalar de paso la sensación de quitar al contrario algo de valor. Lo estuvo cuando creció y siguió cayendo una y otra vez en la trampa de la dependencia afectiva, queriendo que la quisieran, aguantando al capullo de turno.



   Quizá cuando menos sola estuvo Soledad fue cuando se hartó de esperar a recibir de vuelta algo de aquel afecto que ella volcaba en los demás. Cuando pasó de quienes la malquerían y dedicó sus energías a preocuparse por sí misma de una puñetera vez. Pero quien se cría desde la cuna con un rol asignado acaba volviendo a él por mucho empeño que haya puesto en cambiar, por mucho psicoanálisis en el que se haya dejado los cuartos, muchos libros de autoayuda que haya subrayado y mucho mamón al que haya tenido que aguantar hasta entender cómo funciona el mundo. Como cuando te pasas media hora desenredando el cable de los auriculares y a los dos días te encuentras con la misma maraña embrollada otra vez.

   En una de las batallas que libraba en su interior, Soledad tomó dos decisiones. Una de ellas fue la que la mató.

SUSANA MARTÍN GIJÓN - "Progenie" - (2020)


Imágenes: Eli McMullen

viernes, 24 de noviembre de 2023

YA PRONTO SE VA A BORRAR


Pocos minutos después de ser atropellado por un Peugeot 3008, que prosiguió sin detenerse hacia la avenida Almirante Brown, Antonio Graziani se incorporó en medio de la calzada desierta de Paseo Colón y cruzó hacia Parque Lezama. No dudó siquiera un instante de que estaba muerto, pero esta certeza no le impidió respirar hondamente el aire ya fresco, esa brisa que alivia el calor a fines de una noche de diciembre. Aún no eran las cinco y ya empezaba a clarear con la primera, tímida luz del día.

     No le llamó la atención la ausencia de heridas visibles, de todo dolor. Se sacudió someramente el polvo adherido a la ropa, pasó sin detenerse ante la iglesia ortodoxa de la calle Brasil, que tanto lo intrigaba en su infancia, y echó una mirada rápida a las persianas bajas del restaurante que en años recientes había frecuentado. Se dirigía al bar Británico, confiado en que estaría abierto, como solía, las veinticuatro horas. No se equivocaba. Dos mesas solamente estaban ocupadas y en una de ellas reconoció a Gustavo Trench, un amigo muerto dos años atrás.

     —Antonio… No sabía… —Trench se mostró auténticamente sorprendido—. ¿Desde cuándo?

     —Hace unos minutos. Me atropelló un auto cuando cruzaba Paseo Colón.

     Una mujer sin edad salió de atrás de la barra y se acercó a ellos. Sus ojos se hundían en una intrincada red de arrugas, el maquillaje de colores vivos parecía señalar el lugar que habían ocupado rasgos ya vencidos, el pelo se elevaba en una rígida composición color caoba. Sin una palabra, interrogó con la mirada a Antonio. Este señaló lo que bebía su amigo. La miró alejarse: le había parecido curiosamente ausente bajo la efusión de maquillaje y tintura, ahora le parecía casi transparente. Trench percibió su extrañeza.



     —Ya pronto se va a borrar —informó—. Hace casi tres años que murió.

     La mujer volvió con un vaso de fernet. Antonio bebió un trago, otro, y se quedó mirando el líquido oscuro donde flotaban dos cubitos de hielo; no dijo una palabra, pero Trench, de nuevo, creyó necesario explicar.

     —Sí, tiene el mismo gusto. ¿Qué esperabas? —Tras un momento de silencio, continuó—. Vas a encontrar todo igual. Pero a los que no vas a encontrar es a los que todavía no cruzaron la línea. Solamente nos vas a ver a nosotros, en los mismos lugares, con la misma cara y la misma voz. A los otros no los vas a ver ni vas a poder comunicarte con ellos.

     Antonio no respondió. Se sentía perplejo, menos por la existencia nueva que le iban descubriendo que por su falta de asombro, más aún: por su serena aceptación de lo que, minutos antes, lo hubiera llenado de miedo. Se quedó mirando a la mujer del bar, que parecía hacer unas cuentas en un cuaderno de tapas duras y cada tanto se llevaba a la boca un lápiz para mojar la punta con saliva.

     Trench se sentía obligado a guiar los primeros pasos del amigo en territorio incógnito.

     —Como te dije: tres años.

     —¿Y después?

     —No sé. Los que saben ya no pueden contar.

EDGARDO COZARINSKI - "En el último trago nos vamos" - (2017)


Imágenes: Duy Huynh

miércoles, 22 de noviembre de 2023

ME TIENEN SIN CUIDADO LAS NORMAS


Se le ocurrió que a Lily siempre se le había dado bien recoger los pedazos, siempre había tenido mano para las emergencias. Lo que no se le daba bien era el día a día. Se negaba a comprarse ni tan solo un vestido sin la aprobación de él, pero se había marchado al hospital sin despertarlo la noche de Navidad anterior, cuando los habían llamado por teléfono para decirles que Julie había sufrido un accidente después de una fiesta. La noche en que su hermana Martha se ahogó, Lily no tardó más de diez minutos en llevar un respirador artificial al embarcadero. Y una vez, hace ya muchos, muchos años, le había salvado literalmente la vida a Knight: había estado jugando con él en la hierba cuando Knight se alejó gateando y se cortó el pie con una botella rota de Coca-Cola. Él se pasó varios minutos allí con Knight en brazos, contemplando con impotencia cómo manaba la sangre de color rojo luminoso sobre la hierba. Entonces, igual que ahora, Everett había sido incapaz de pensar. (En aquella ocasión fue Lily quien los vio desde la casa, llegó corriendo con un trapo de cocina y consiguió cortar la hemorragia y, por fin, metió a Everett y al bebé en la camioneta y condujo los casi cuarenta kilómetros que los separaban de las urgencias hospitalarias de Sacramento, sin levantar el pie del acelerador durante todo el trayecto por aquella carretera del río llena de curvas. Knight estuvo a punto de morirse, y se podría haber muerto de todas maneras, en la sala de espera del hospital, si Lily no hubiera abofeteado a la empleada y le hubiera gritado: «Me tienen sin cuidado las normas, y usted va a ayudar a mi bebé sin importar que sea residente de la ciudad de Sacramento o que no lo sea, y ya puede ponerse manos a la obra, o mi padre los va a demandar a todos por homicidio». De vuelta en casa, con Knight en el regazo, se había echado a llorar por primera vez; tal como dijo, se había olvidado de que su padre estaba muerto).

JOAN DIDION - "Río revuelto" - (2018)


Imágenes: Mitch Dobrowner

lunes, 20 de noviembre de 2023

MR. PINFOLD NO DEJABA ENTREVER NADA


Tal vez dentro de cien años se considere a los actuales novelistas ingleses en la misma forma en que nosotros consideramos y apreciamos a los artistas y escritores del siglo XVIII. Los originales, los hombres exuberantes se han extinguido, y en su lugar subsiste y florece una generación notable por la elegancia y variedad de sus ideas. También pudiera suceder que en años venideros nuestra posteridad contemple ávidamente a esta época, donde había tanta esperanza y tanta habilidad para gustar.

   Entre estos novelistas se destaca ampliamente Gilbert Pinfold. En la época de su aventura, a los cincuenta años, había escrito una docena de libros que todavía se leen y se encuentran a la venta. Fueron traducidos a varios idiomas, y en los Estados Unidos tuvieron su momento de éxito, lo cual le proporcionó una buena ganancia.

   Era elegido a menudo como tema de tesis por los estudiantes extranjeros, pero aquellos que buscaban encontrar una significación oculta en la obra de Mr. Pinfold para relacionarla con ideas filosóficas, problemas sociales o emociones psicológicas, se vieron sorprendidos por sus respuestas francas y concisas a esos temas; mientras que otros estudiantes de literatura inglesa, al elegir a autores más egoístas, encontraban a veces esas tesis ya a medias preparada. Mr. Pinfold no dejaba entrever nada. No a causa de una naturaleza reservada o poco amiga de exponerse; él no tenía nada que dar a esos estudiantes. Consideraba sus libros como si fueran objetos hechos por él, de los que se sentía completamente disociado, para ser usados y juzgados por los demás. Pensaba que estaban bien escritos, mejor que muchas obras de genios, pero no estaba orgulloso de su talento y menos aún de su reputación.



No deseaba borrar nada de lo que había escrito, pero le hubiera gustado mucho rehacer sus obras, envidiando a los pintores que pueden insistir sobre un mismo tema cuantas veces quieran, aclarándolo y enriqueciéndolo hasta llevarlo al límite de la perfección. Un novelista está condenado a producir una sucesión de novedades, nuevos nombres para sus personajes, nuevos incidentes para sus argumentos, nuevas escenas; pero Mr. Pinfold sostenía que la mayor parte de los hombres guardan solamente los gérmenes de uno o de dos libros; todo lo demás son trucos profesionales de los cuales hasta los maestros más endemoniados —aun Dickens y Balzac— eran flagrantemente culpables.

   Poco después de haber cumplido sus cincuenta años, Mr. Pinfold mostraba al mundo la mayor parte de los atributos del bienestar. Afectuoso, vivaz, inquieto cuando niño; disipado y a veces desesperante en su juventud; robusto y próspero al comienzo de su temprana virilidad; al llegar a la madurez, había degenerado menos que muchos de sus contemporáneos. Atribuía esa superioridad a sus largos y tranquilos días de soledad en Lychpole, un pueblito perdido a cien kilómetros de Londres.

   Quería a su mujer, algunos años menor que él, quien se ocupaba activamente de la pequeña granja de su propiedad. Sus hijos eran numerosos, sanos, bonitos y bien educados, y sus ingresos eran suficientes para su educación. En un tiempo había viajado mucho, pero ahora pasaba la mayor parte del año en la vieja casa que poco a poco había llenado de cuadros, libros y muebles de su gusto. Como soldado, había soportado de buen humor muchas incomodidades y algún peligro. Desde el fin de la guerra su vida había sido estrictamente privada. Sin darles mayor importancia, cumplía con los deberes de buen vecino que creía eran de su incumbencia. Contribuía con sumas adecuadas a las causas locales, pero no tenía ambiciones de mando ni mayor interés por el deporte o el gobierno comunal. Nunca había votado en una elección parlamentaria, manteniendo un típico conservadorismo que estaba muy poco representado en los partidos políticos de su tiempo, y que era considerado por sus vecinos como algo tan siniestro como el socialismo.

EWELYN WAUGH - "La odisea de Gilbert Pinfold" - (1957)


Imágenes: Søren Solkær

sábado, 18 de noviembre de 2023

EN EL CAMPO SE ERA NIÑO A TIEMPO PARCIAL


En el campo se era niño a tiempo parcial. Es que había mucho por hacer, qué duda cabe. Había que desmalezar la huerta, recoger los huevos del corral, ordeñar las vacas y las cabras, alimentar los animales, limpiar sus pocilgas y cuando uno creía haber tenido su dosis de boñiga anual, aún quedaban por enjabonar los cristales de la casa. Malditos gorriones. Pero también había tiempo para bañarse en la laguna, pescar ranas, cazar mariposas rojo sangre y juntar caracoles luego de las lluvias, andar a caballo o en bicicleta y comer muchas ciruelas calientes mientras apedreábamos ratones desde lo alto, sentados a horcajadas en la rama más gruesa del ciruelo.

     —¿Ves? Creo que le di a uno; ahí va otra piedra, Tomás. Por las dudas.

     Todo se podía hacer luego de trabajar y antes o después de la siesta, se entiende.

     Porque ahora toca imaginarse dentro de esa casa en ruinas a dos criaturas de siete años. De las dos a las cinco de la tarde los dejaremos allí, con las persianas bajas.

     En penumbra y en silencio.

     Las tres horas de la siesta olímpica de los abuelos cuando afuera el calor apretaba, mi primo Tomás y yo las pasábamos en nuestro cuarto. Una hora la dormíamos y las otras dos éramos como dos colibríes en una cisterna. No. Como una hormiga negra y una colorada en un terrario.

     Tampoco. Como dos locos en un incendio y sin nadie a quien pedirle ayuda. Eso es: auxilio es una palabra que se me quedó atorada en la garganta de la infancia.



     No se podía salir a jugar. No se podía hablar en voz alta, mucho menos canturrear marchas militares, ni silbar cuando jugábamos a los soldados. No se podían cambiar los muebles del cuarto de lugar para hacer trincheras, ni correr carreras de embolsados dentro de los pantalones de la tía Ada —casi cien kilos de pura voluntad empleados en pintar escorzos de perdices—. Pero sobre todas las cosas, no se podía tocar la heladera. Aunque te murieras de hambre o de sed. Porque si no tenías las botas de goma, si no la abrías empuñando la manija por el costado exacto, a la altura en la que el óxido dibujaba la costa de Galicia —ese sitio preciso que se sabía el abuelo de memoria y más que nadie—, te daba una descarga eléctrica. Doscientos veinte voltios al cuerpo. Como si la gravedad perdiera el compromiso con la noche y te lanzara una estrella o un anillo de Saturno en el centro de la carne. Adiós, corazón: patitieso y a la tumba.

     —La nevera, niños, por Dios que no se toca —decía la abuela apenas entrábamos en su casa.

     Te podía costar una semana sin bicicleta. O la prohibición de ir a pescar ranas después de la tormenta. Tocar la heladera te podía valer el peor de los castigos: pasarte todas las siestas del resto del verano en la cama matrimonial, en medio de los abuelos. Lo más parecido a hibernar entre monstruos mitológicos que un niño puede concebir. ¿Por qué los veíamos así, si ellos, nuestros abuelos, nos querían tanto? Sé que fui una niña hace tiempo, tanto hace que ya no recuerdo el cómo o el porqué de lo qué pensaba. ¿Qué me preocupaba entonces? No lo sé. Pero le temía, en este orden, a las tormentas eléctricas que parecían doblegar hasta los árboles más robustos, al gallo negro —y por eso era mi primo Tomás el que entraba en el corral todas las mañanas— y al castigo descomunal que me aplicarían si tocaba la famosa heladera.

VALERIA CORREA FIZ - "La condición animal" - (2016)


Imágenes: Manami Sasaki

jueves, 16 de noviembre de 2023

EL CAFÉ ES LA EXCUSA


—Piensa en la historia como un café entre dos amigos. Los amigos no quedan para tomar café, el café es la excusa, quedan para hablar. Para hablar de cosas que son importantes para ellos.
   —De acuerdo, eso sí lo entiendo.
   —Los libros no tratan de la historia. Es decir, sí tratan, pero cuando la literatura es buena, las historias se convierten en hilos conductores para sacar muchos otros temas. A veces de forma más clara, a veces más profunda. Es mucho más que meter a alguien en un lío y luego sacarlo de él.
   —¿Pero qué ocurre si el lector no se entera?
   —El lector es mucho más listo de lo que creemos. Es tan listo que a veces saca conclusiones que el autor solo había esbozado. No hay que subestimarle nunca.
   —Pues yo no me había enterado —me excusé.
   —Porque estoy convencido de que lo leíste a toda prisa, sin darte un momento para reflexionar sobre ello.
   Tenía que admitir que era cierto. Reflexionar no era mi fuerte últimamente.
   —¿Y cómo se sabe eso?
   —Leyendo mucho. Hay que leer hasta que encuentres unas cuantas almas afines.
   —¿Qué es eso de almas afines?
   —Escritores que saquen cosas de ti que tú no sabías que tenías. Como las almas afines de la vida real.
   —Pero…
   —Orencio, ¿tú lees? —me interrumpió.
   —Poco, la verdad. O sea, leía. Cuando era más joven.
   —¿Qué leías? ¿Quién te gustaba?
   —Bueno, me gustaba Bukowski.


   —¿Sabes que Charles Bukowski se pasaba el día en la biblioteca pública de Los Ángeles? Era pobre, y en la biblioteca se estaba caliente en invierno. Utilizaba discretamente los baños y leía todo tipo de libros, ojeaba novela tras novela, pero le pasaba lo que a ti: ninguna le convencía. Leía un rato, se aburría y pasaba a otro autor. Leía algunas páginas y lo abandonaba. Leía libros de medicina y de botánica, tratando de sacar algo interesante. Hasta que encontró a John Fante.
   —¿Un alma afín?
   —Sí. Leyó uno de sus libros y conectaron de forma inmediata. Se dijo que aquel hombre le conocía, que hablaba para él y de sus problemas, de la calle, de las cosas que a él le interesaban, y ya sabes lo que interesaba a Bukowski: el alcohol, las mujeres, la pobreza, la marginación, la soledad… Y aquel hombre, John Fante, escribía los libros que a él le daban la vida. Y de él sacó su estilo Charles Bukowski, de John Fante, él fue la chispa que encendió su enorme hoguera. Pero tuvo que leer mucho hasta encontrarle, muchísimo. Después encontró a otros: a James Thurber, a Maupassant, a McCullers, a Celine…
   —Vaya…
   —Sí, vaya. Todos los grandes autores fueron iluminados por otros autores. Todos forman parte de un inmenso entramado. Murakami está influenciado por Carver, Carver por Kafka, Kafka por Dickens, Dickens por Shakespeare… Es un momento muy hermoso como lector cuando encuentras a alguien que parece entenderte, aunque este alguien esté muerto. Te hace sentirte un poco menos solo. Porque el objetivo de la literatura no es entretener, es hacernos sentir menos solos. Y más siendo escritor.

SANTIAGO PAJARES - "Un libro de familia" - (2018)

Imágenes: Simón Prades

lunes, 13 de noviembre de 2023

ME DESPERTÓ EL OLOR DE LA SANGRE


Me despertó el olor de la sangre, un olor que no estaba solo en mi nariz sino que me impregnaba todo el cuerpo. El olor resonaba y se amplificaba en mi interior como un sonido que pasara por un tubo. En mi mente desfilaban insólitas imágenes a la deriva, hileras de farolas blancas y amarillas en la niebla, las arremolinadas aguas de un río, un paraguas rojo rodando por una carretera encharcada, una lona de plástico sacudida por el viento. Y en alguna parte un hombre cantaba arrastrando las palabras:

   

     Una mujer inolvidable bajo la lluvia…

     No me la quito de la cabeza.  


   No tardé demasiado en comprender lo que estaba ocurriendo, y tampoco es que se requiriera mucha imaginación para aventurar lo que estaba a punto de suceder. Aquello no era real, ni siquiera los vagos restos de un sueño. Se trataba de una señal que mi mente le enviaba a mi cuerpo: «No te muevas; sigue tumbado… Es el precio que tienes que pagar por no haber tomado las pastillas».



   La interrupción del tratamiento era una lluvia en el desierto de mi vida, incluso cuando caía en forma torrencial y me ocasionaba un ataque epiléptico. Los fenómenos de los que acababa de tomar conciencia, esos delirios tipificados clínicamente como «síntomas preictales», no eran sino emisarios de lo que estaba a punto de suceder. No había puerto en que pudiera resguardarme. Nada podía hacer sino esperar a que pasara. Al estallar, la tempestad me empujaba a un pozo de oscuridad donde me veía caer indefenso, y del que, atendiendo a experiencias previas, ni siquiera conservaba recuerdos. Hasta que llegaba el despertar espontáneo de la conciencia, permanecía sumergido en un prolongado y profundo sueño. Y después me notaba agotado y sin pizca de energía, como si hubiera hecho un esfuerzo físico duro e intenso. Me lo merecía; sabía perfectamente dónde me metía cuando decidía dejar el tratamiento. Era una adicción; a pesar de conocer los riesgos lo hacía una y otra vez.

   Muchos adictos se drogan para tener alucinaciones. En mi caso era lo contrario: dejaba la medicación precisamente para experimentar delirios. Al poco tiempo de dejar las pastillas, entraba en una dimensión mágica. Desaparecían los dolores de cabeza y los zumbidos en el oído —efectos secundarios de la medicación—, y los sentidos se me agudizaban. Mi olfato se volvía sensible como el de un perro, la mente me iba más rápido que nunca y captaba la realidad por intuición antes que por la razón. Me sentía dueño de mi vida, y me parecía que todo era fácil y sencillo.

YOU-JEONG JEONG - "El buen hijo" - (2016)


Imágenes: ChangKi Chung

sábado, 11 de noviembre de 2023

ROXANA Y SANTIAGO ERAN LA MISMA PERSONA


«¿Por qué hay hombres que sólo piensan en sexo?». La frase era el título de la nota que Santiago había ido a entregar a la revista Cosmopolitan. Ciento veinte líneas de su delicada prosa dedicadas a desmenuzar las razones del monotemático pensamiento masculino. Aunque para ser exactos, quien firmaba la nota no era Santiago sino Roxana Rosenthal. El secreto mejor guardado del mundo que iba de Puán 480 a los kioscos de revista de las avenidas Corrientes y Santa Fe: Roxana y Santiago eran la misma persona. Un secreto que solamente conocía la jefa de redacción de Cosmopolitan, al fin y al cabo la responsable de que Santiago deviniera en Roxana. Hacía ya un año que su entrada principal de dinero provenía de artículos, informes y reseñas que hacía para la edición argentina de Cosmopolitan.

   Había comenzado como un juego por el que le pagaban: en vez de hacer notas desde una visión masculina debía ponerse en la piel de una mujer y escribir sobre las diferentes sensaciones del orgasmo múltiple y vaginal, el sexo durante el embarazo, el sexo durante la adolescencia, sobre las conveniencias e inconveniencias de mentir el orgasmo, el sexo durante el climaterio, la sexualidad de las mujeres profesionales, sobre los mejores métodos para retener al hombre amado, las conveniencias e inconveniencias de los hombres casados, el sexo después del parto, el sexo después de los 60. Es decir, sobre todos los temas que interesaban a las mujeres.

   Había comenzado como un juego y había terminado como una adicción. Necesitaba escribir desde su piel de Roxana tanto como ocultarlo. Nadie sabía que Roxana era él, ni los amigos de la V., ni sus otros amigos, ni sus amigas más amigas, ni sus novias pasadas, ni sus compañeros de la facultad. Lo más tonto de todo es que si lo hubiera confesado, en la revista cultural por ejemplo, se habría ganado el respeto de más de un irrespetuoso por ese amor a priori a todo lo que fuera bizarro, decontracté y confusamente relacionado con el sexo.

   Porque al fin y al cabo, Santiago se había convertido, en apenas un año, en un especialista en sexualidad femenina, un cartógrafo del punto G, un buceador del orgasmo múltiple, un defensor de los ovarios, un agrimensor del monte de Venus, un moralista que reivindicaba ya no la frente bien alta sino el culo y las tetas en elevación.

SERGIO OLGUÍN - "Filo" - (2003)


Imágenes: Carlos Cabo 

miércoles, 8 de noviembre de 2023

UN RUIDO COMO NUNCA HABÍAMOS OÍDO


Mil hombres que se tapan los ojos con el brazo, como las jovencitas en el cine, mientras escuchan la voz solitaria del megáfono que comienza la cuenta atrás a partir de diez. Estamos en junio de 1957, antes de que la cuenta atrás se asocie al lanzamiento de los cohetes que enviarán a los astronautas más allá de la atmósfera de la Tierra.

   Y entonces un ruido como nunca habíamos oído. El volumen al máximo. Hasta con los ojos cerrados vemos el fogonazo, de un blanco candente, de una bomba cuatro veces más poderosa que la de Nagasaki, tan brillante que no proyecta sombras. Contamos hasta diez y miramos, y lo que vemos es la sangre que nos corre por las venas y el esqueleto de los hombres que tenemos delante. La radiografía de mil soldados, una diapositiva de huesos proyectada en el desierto. Las yucas se recortan en relieve, las montañas son de aluminio.

   Los megáfonos gritan que nos pongamos en pie, y nos levantamos, atontados, moviéndonos como autómatas, menos los que están en el fondo del agujero, llorando y rezando. Sentimos la bofetada de un viento caliente que parece que va a arrancarnos la cabeza y nos lanza al suelo otra vez. Estamos demasiado asustados para cuestionar la lógica de las órdenes. Obedecemos porque es la única manera de salir con vida.

   El aire está oscuro como en un Juicio Final de cómic. ¿De qué modo explicar que nos hemos tomado esto como algo personal?



   Otra ola, una pared de tierra y escombros, piedras, palos y objetos que no podemos imaginar nos acribillan y a algunos casi los sepultan. Un momento de una calma extraña, semejante a la pausa de respeto antes del himno. Luego ya no podemos respirar. Falta el aire cuando la presión retrocede para volver al punto cero, calmada, apagada ahora que la detonación empieza a replegarse, produciendo un vacío que parece que va a aspirarlo todo. Cuando el polvo se posa, tratamos de respirar, y entonces lo vemos, vemos el motivo que nos ha traído aquí: una bola de fuego gigante que sube montada en una nube en forma de hongo, como si el diablo ascendiera al cielo. Es lo más hermoso que has visto en tu vida, hierve en su propia sangre, se eleva hasta doce mil metros de altura, extendiéndose hasta oscurecer el sol, abriéndose sobre nuestras cabezas y arrojándonos una lluvia de restos de desierto. No podemos pensar. En nuestra mente no hay espacio para nada más que esto.

   A unos veinte kilómetros, en el Puesto de Control, la explosión ha arrancado las puertas. Los contadores Geiger se encabritan y hay que calmarlos. Los automovilistas paran a un lado de la carretera y se bajan de sus vehículos, alucinados, escudriñando el cielo en busca de extraterrestres. La explosión se oye en Mercury y en Indian Springs, y se percibe como un trueno lejano en California y en Reno. En Utah, una oleada de aire caliente revuelve el pelo y pega la camiseta al cuerpo a los niños que corren de un lado a otro bajo una lluvia de ceniza.

   Cuando por fin se hace el silencio, nos levantamos y avanzamos al asalto del punto cero: mil hombres, con las placas detectoras tan coloradas como jovencitas que acaban de recibir su primer beso.

NICOLE KRAUSS - "Llega un hombre y dice" - (2002)


Imágenes: Fabian Oefner

lunes, 6 de noviembre de 2023

UNA SIMIENTE NEGRA QUE YA TRAÍA DENTRO


Tío Noel Loco era el hermano mayor de mi madre. Le llevaba diez años. El pequeño, que por esa época estaba haciendo el servicio militar, moriría más tarde arrollado por un camión en la carretera de Terrassa. Pero mi madre se había mostrado siempre como la madre de ambos. Tío Noel Loco se había casado con una prostituta llamada Rosita Puvill, una señora que yo conocí, cariñosa, pintarrajeada y que un mal feo se la llevó un día dejando a Tío Noel destrozado. Su verdadero nombre era Santiago pero casi nadie le llamaba así. Le llamábamos Tío Noel a secas. Mi yaya y mi madre, en cambio, Santi. Mi padre, el puto tarado de tu hermano cuando se dirigía a mi madre y vuestro puto tío tarado cuando se dirigía a mi hermano Carlos o a mí. La locura de mi tío no vino quizá de la muerte de Rosita como sostendría mi yaya después. Eso solo agravó una simiente negra que ya traía dentro. La soledad y la falta de freno —horarios, pequeñas rutinas, comidas— hizo que la simiente germinara cómo y hasta dónde quisiera. No sé qué vieron mi yaya y mi madre durante su última visita a casa de Tío Noel pero ya no nos dejaron acompañarlas más.

   Una vez le pregunté a mi tío por qué nunca venía por Navidad. Que me haría mucha ilusión verle bajar de un taxi la noche del 24 de diciembre. Pareció sorprenderse mucho:

   —No te entiendo, nena —repuso. Yo traté de explicarme: empresa inútil—. Papá Noel solo viene por Navidad.

   —Aquí los regalos los traen los Reyes Magos.

   Tío Noel Loco arqueó las cejas para poner los ojos en blanco con toda su máxima expresividad y acabar mirándome como si yo hubiera aterrizado de repente desde una nave espacial. Sin poder aguantarse las ganas, estalló en una carcajada que le condujo al borde de las lágrimas.

   —Silvia, ¿qué edad tienes?

   —Nueve.

   —Entonces ya debes de saber que los Reyes son los padres, ¿no?

   No, no lo sabía.

   Él era así. Tan firme en sus convicciones que podía hacerte dudar a las doce del mediodía de que el sol estuviera brillando. Con el tiempo, su demencia fue en aumento.

CARLOS ZANÓN - "Marley estaba muerto" - (2015)


Imágenes:Bunnie Reiss 
  

viernes, 3 de noviembre de 2023

NO SABÍA QUÉ HACER CON LA PLATA

   


Por la noche, se levanta un viento inesperado que nos alivia. En el patio, con una cerveza que se va entibiando de a poco, Iris me cuenta historias de serpientes. Su tía Lena se volvió rica de golpe, con la perestroika, cuando su marido empezó a bailar en petróleo, así dice Iris y yo no puedo dejar de imaginármelos chorreando pasta negra en una disco, en el medio de la pista. Lena, que siempre había sido una obrera, no sabía qué hacer con la plata. Se aburría. Primero le agarró una obsesión con los tatuajes y se hizo como cien. Por todas partes, brazos, piernas, espalda. Hasta en el culo, dice y se ríe fuerte. Después se puso a coleccionar mascotas, de las convencionales, como chihuahuas, gatos siameses, hámsters, pero también exóticas, tarántulas, ranas y pitones. ¿Pitones? Sí, sí. Alguna vez Iris acompañó a su tía Lena a una feria en las afueras de Moscú, un barrio para pobres, así dice, a comprar ratones. Tres o cuatro, según el tamaño, que ella misma, la tía Lena, ataba con hilo, cola con cabeza, para que la pitón no se complicara al momento de devorárselos. A medida que fue creciendo, el bicho se volvió voraz. Entonces, no para ahorrar, sino por comodidad, la tía Lena optó por montar un criadero de ratas en el lavadero del departamento, uno de los más lujosos de Moscú. Oyendo a Iris se me viene a la cabeza Esteban y pienso que la próxima vez que lo vea le voy a sacar el tema. Me cuesta creer que en el zoológico alimenten a los animales con ratas. Pero puede ser.



   Con la anécdota de la tía Lena persiguiendo a la serpiente por las escaleras del edificio, Iris despliega una faceta que no le conocía, de gran histrionismo. Parece que en un descuido de la empleada, la pitón se escapó del departamento. Que la tía Lena fue golpeando piso por piso las puertas de los vecinos, todos ricos como ella, empresarios, artistas, mafiosos, diplomáticos, y cuando llegó a la planta baja, en un recodo de la escalera, la encontró retorcida a punto de ser atacada por el encargado con un hacha. Que Lena le pegó un empujón al hombre y se abrazó a su mascota cobijándola debajo de su piyama de seda y que una mujer se desmayó ahí mismo. Lena pidió disculpas y se metió en el ascensor. Izviní, izviní, repite Iris imitando a su tía y sale al trote por el pasillo que da al patio con un repasador metido debajo de la camisa como una serpiente imaginaria. Vuelve sacudiendo la cabeza y remata la historia con una carcajada con mocos igual a un rugido de oso.

IOSI HAVILIO - "Paraísos" - (2012)


Intérpretes: Zoe Keller

miércoles, 1 de noviembre de 2023

NO SÉ DE QUÉ EJÉRCITO ES


Enciendo un cigarrillo y dejo Yensen atrás. Echo a andar por la pequeña explanada del aparcamiento y me quedo contemplando el puente de la autopista. Un kilómetro más allá podría tomar el autobús, pero prefiero atajar por el subterráneo a caminar por la autopista. Los camiones militares suelen detenerse allí. Si registraran mi bolso no podría explicarles lo que hay en él. Veinte botes de anabolizantes y una docena de cajas de ansiolíticos. Al principio me repugnaba robar, pero en Yensen todos lo hacen. Es fácil. Nadie en su sano juicio rechazaría la oportunidad de negociar en el mercado negro. He vendido aspirinas. Antibióticos. He vendido betabloqueantes. Hasta líquidos para disecar.

   Apenas llevo unos instantes caminando cuando del subterráneo que atraviesa la autopista sale un hombre vestido con uniforme militar. No sé de qué ejército es, no lo veo. El subterráneo es una zahúrda inmunda, oscura y maloliente que nadie frecuenta salvo en caso de necesidad, como cuando la alarma no ha sonado y el fuego antiaéreo empieza a oírse en la distancia y no hay tiempo para refugiarse en un lugar mejor.

   Detengo el paso y hago amago de cambiar de dirección, pero él me imita al instante. Permanezco parada, frente a él, mirándolo y sabiendo lo que va a suceder a continuación. No intento llevar a cabo ningún movimiento, ninguna maniobra que le haga pensar que pienso oponer resistencia o tratar de huir.

   Antes de llegar a mi lado, saca un pasamontañas del bolsillo y se lo cala.

CRISTINA CERRADA -  "Hindenburg" - (2019)


Imágenes: Severija Inčirauskaitė