Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 27 de noviembre de 2020

BUDA EN EL ÁTICO

 


(...) La mayoría de las que viajábamos en el barco éramos vírgenes. Teníamos el pelo largo y negro y unos pies anchos y planos, y no éramos muy altas. Algunas sólo habíamos comido gachas de arroz cuando éramos niñas, y nuestras piernas estaban ligeramente arqueadas. Algunas sólo teníamos catorce años y seguíamos siendo unas niñas. Algunas veníamos de la ciudad y lucíamos ropa cosmopolita moderna, pero la mayoría venía del campo y viajábamos con los mismos kimonos viejos que llevábamos puestos desde hacía años: unas prendas desvaídas y heredadas de nuestras hermanas que se habían zurcido y remendado muchas veces. Algunas éramos de las montañas y jamás habíamos visto el mar, excepto en las fotografías, y algunas éramos hijas de pescadores que habían convivido toda la vida con el mar. Quizás habíamos perdido a un hermano o a un padre en el mar, o a un novio, o tal vez alguien a quien amábamos se había arrojado al mar para alejarse a nado. Esta vez éramos nosotras las que teníamos que partir.

  (...) La mayoría de las que viajábamos en el barco teníamos talento, y estábamos seguras de que seríamos buenas esposas. Sabíamos cocinar y coser. Sabíamos servir el té y juntar un ramo de flores, y sentarnos en silencio sobre nuestros pies anchos y planos durante horas, sin decir nada mínimamente interesante. Una chica debe fundirse en la habitación: debe estar presente sin parecer que existe. Sabíamos cómo comportarnos en los funerales, cómo escribir poemas breves y melancólicos sobre el paso del otoño que tenían exactamente diecisiete sílabas de largo. Sabíamos cómo sacar las malas hierbas, trocear leña y cargar agua, y una de nosotras, la hija del molinero de arroz, podía recorrer tres kilómetros hasta la ciudad con un saco de treinta y cinco kilos de arroz cargado a sus espaldas sin que se rompiera. Todo depende de la respiración. La mayoría había aprendido buenos modales, éramos sumamente educadas, salvo cuando enloquecíamos y proferíamos insultos como los marineros. La mayoría de nosotras hablaba como señoritas la mayor parte del tiempo, con un tono de voz agudo, y fingíamos saber mucho menos de lo que sabíamos, y cuando pasábamos por delante de los marineros de cubierta nos asegurábamos de caminar con pasos cortos y los dedos encogidos. Nuestras madres nos lo habían advertido en muchas ocasiones: «¡Camina como se hace en la ciudad, no como hacemos en el campo!».

  (...) Cada noche en el barco nos acurrucábamos en las literas y nos pasábamos horas charlando sobre el continente desconocido que se abría ante nosotras. Se decía que sus gentes sólo comían carne y que sus cuerpos estaban cubiertos de cabellos (la mayoría éramos budistas y no comíamos carne, y sólo teníamos vello en los lugares adecuados). Los árboles eran enormes. Las llanuras eran extensas. Las mujeres hacían ruido y eran altas —superaban en una cabeza entera, según habíamos oído, a nuestros hombres de mayor estatura—. El idioma era diez veces más difícil que el nuestro y tenían unas costumbres extrañas e insondables. Leían los libros al revés y se bañaban con jabón. Se sonaban la nariz con unos pañuelos sucios que luego devolvían al bolsillo y volvían a utilizar al cabo de un rato, una y otra vez. Lo opuesto al blanco no era el rojo, sino el negro. ¿Qué sería de nosotras, nos preguntábamos, en una tierra tan desconocida? Nos imaginábamos a nosotras mismas —personas por lo general bajitas y armadas con nuestros manuales— entrando en una tierra de gigantes. ¿Se reirían de nosotras? ¿Nos escupirían? O, lo que sería aún peor, ¿no nos tomarían en serio? Pero incluso las más reticentes teníamos que reconocer que era mejor casarse con un desconocido en América que envejecer junto a un granjero del pueblo. Porque en América las mujeres no tenían que trabajar en los campos, había mucho arroz y leña para todos. Y allí donde ibas, los hombres te abrían las puertas y se sacaban los sombreros y te decían: «Las mujeres primero», y, «después de usted».


  (...) La más joven de nosotras tenía doce años, era de la costa este del lago Biwa, y aún no tenía el período. Mis padres me casaron para conseguir el dinero de la dote. La mayor tenía treinta y siete años, era de Niigata y se había pasado toda la vida cuidando a su padre inválido, cuyo reciente fallecimiento la había alegrado y entristecido al mismo tiempo. Sabía que sólo me casaría cuando él muriera. Algunas éramos de Kumamoto, donde no había hombres casaderos. Todos los casaderos se habían marchado el año anterior para buscar trabajo en Manchuria, y nos sentíamos afortunadas por no hallar marido alguno. «Eché un vistazo a su fotografía y le dije a la casadera: “Éste me vale”». Una de las nuestras procedía de una aldea dedicada a tejer seda en Fukushima y había perdido a su primer marido debido a la gripe; perdió a su segundo marido por una mujer más joven y hermosa que vivía al otro lado de la colina, y ahora viajaba en barco a América para casarse con el tercer marido. «Está sano, no bebe, no juega, es lo único que necesito saber». Una de las nuestras era una antigua bailarina de Nagoya que iba elegantemente vestida, su piel era de un blanco translúcido, y sabía todo lo que había que saber sobre los hombres. Cada noche nos dirigíamos a ella con nuestras preguntas. ¿Cuánto tiempo dura? ¿Con la luz encendida o apagada? ¿Con las piernas levantadas o bajadas? ¿Con los ojos cerrados o abiertos? ¿Qué pasa si no puedo respirar? ¿Y si tengo sed? ¿Y si él pesa demasiado? ¿Y si es demasiado voluminoso? ¿Y si no me desea en absoluto? «En realidad, los hombres son bastante sencillos», nos decía. Y entonces nos lo explicaba todo.

JULIE OTSUKA - "Buda en el ático" - (2011)

Imágenes: Audrey Kawasaki

ESTAMOS PROGRAMADOS PARA INTENTAR TENER SIEMPRE RAZÓN

   


     Todo empezó con una mala decisión. Con una metedura de pata hasta el fondo.

   Es cierto, todo el mundo toma malas decisiones en algún momento, por supuesto. Pero hay errores y errores. Algunos pueden ser irreversibles.

   Y estaba segura de que, por culpa de esa decisión, mi hijo iba a morir.

   Dicen que estamos programados para intentar tener siempre razón. Que la parte de nuestro cerebro en la que aún habita un mono primitivo, subido en un árbol de la selva, odia tener que reconocer que ha tomado una decisión incorrecta, porque eso significa, a un nivel muy profundo, que el depredador que esperaba oculto entre la hojarasca nos ha hincado el diente mientras bajábamos de las ramas para comer en el suelo. No sé si eso tiene algún sentido o no, pero de lo que estoy segura es de que odio equivocarme, como la mayoría de la gente.

   Y cuando el error, además, tiene unas consecuencias tan terribles como la muerte de tu propio hijo, la sensación amarga de vergüenza, fracaso y dolor es tan complicada que tienes que vivirla en carne propia para entenderlo.

   Además, no se podría decir que los aciertos abundasen demasiado en la última parte de mi vida. Realmente, lo único que me apetecía era salir corriendo, no importaba hacia dónde. Y gritar, gritar hasta quedarme ronca. Y llorar hasta secarme.

MANEL LOUREIRO - "La puerta" - (2020)

Imágenes: Sabine Pigalle

martes, 24 de noviembre de 2020

¿NO VES QUE MADRE ESTÁ TRISTE?

 


Lúcia, estate quieta, ¿no ves que madre está triste?

Tras estas palabras susurradas, Lúcia levanta la mirada sentida hacia Glória. Entonces, en silencio, Lúcia le habla a la noche:

No te cuesta, lo sé. Si quieres, elige un momento entre todos los que pasan por las estrellas de ahí fuera, por la superficie del cielo que es solo negra, elige un momento entre todos los que pasan aquí por el fuego, por las brasas que se duermen o mueren, cubiertas por un manto de ceniza blanca, que pasan por los instantes en que no se oyen cubiertos chocando con los platos, por las miradas, elige un momento y te quedas en él, si quieres. Será como si, en medio del camino, decidieses mirar alrededor. No te pido que dejes de llegar a donde tienes que ir, solo que esperes un poco, casi nada, para ti es nada, tienes toda la eternidad, tienes los tiempos de los tiempos, solo te pido que esperes a mi padre. Espera a mi padre, por favor.

Pero la noche, como si no la hubiese oído, sigue lenta y continua. Lúcia piensa que el cuerpo de la noche es demasiado grande. Tal vez la noche quiera parar y no pueda. A Lúcia le da pena la noche.

JOSÉ LUIS PEIXOTO - "En tu vientre" - (2015)

Imágenes: Cara Guri

sábado, 21 de noviembre de 2020

HAY PERSONAS QUE NO PERMITEN QUE SE LES ACERQUEN

 


—Erik Tybjerg ha estado vinculado al museo desde los catorce años. Supe de su existencia a través de un amigo que trabajaba con su padre adoptivo; nos pusimos en contacto a principios de los años ochenta. Tiene una memoria de elefante y no hay nada que no sepa sobre las aves. Le puse a revisar las colecciones y él lo ordenó y lo clasificó todo y así lo ha mantenido desde entonces. Conoce cada astilla de hueso y cada pluma y sabe en qué cajón están todos ellos. Después se hizo biólogo, pero aunque lleva veinticinco años yendo y viniendo por el edificio, no puedo decir que le conozca. Hemos trabajado juntos en varias ocasiones, la última con motivo de la exposición sobre las plumas que se exhibe ahora mismo en la parte abierta al público. Estoy seguro de que sabe a qué me refiero: hay personas que no permiten que se les acerquen. Tybjerg es una de ellas. Siempre hablando de sus investigaciones de una manera tan cómica, como si recitase; y trabaja sin descanso. Si hablara con mi mujer, ella le diría que trabajo mucho más de lo necesario, en esta profesión es básico porque hay mucha competencia, pero comparado con Tybjerg soy un simple aficionado. Siempre está aquí metido. En la colección de vertebrados, en el pasillo que hay a la entrada, en su cuarto del sótano o en la cafetería. Siempre. El año pasado me lo encontré en el pasillo hasta el día de Nochebuena —se quedó mirando a Søren con expresión pensativa—. Me había dejado en el despacho el regalo de mi mujer y hacia las tres de la tarde pasé por aquí a buscarlo. Esto estaba más negro que boca de lobo y yo estaba convencido de que no había nadie cuando de pronto oí unos pasos. Me volví pensando que sería el vigilante, pero era Tybjerg. Llevaba una bolsa de comida y no parecía malhumorado. Nos saludamos, nos deseamos felices fiestas y, cuando ya se alejaba, se me escapó: «¿No va a pasar la Navidad en su casa?». Al principio murmuró algo que no oí bien, y cuando le pedí que lo repitiera cambió de idea. Dijo que no, que era ateo. Como ya le he dicho, no parecía apenado; si no, le habría invitado a pasar la noche con nosotros, si no tenía familia o algo semejante. Pero no se le veía triste. Es evidente que la ciencia es toda su vida.

SISSEL-JO GAZAN - "Las alas del dinosaurio" - (2008)


Imágenes: Lise Couture

miércoles, 18 de noviembre de 2020

¿CÓMO CRECERÁ UN NIÑO EN UNA SOCIEDAD COMO LA ACTUAL?

 


 —¿Adónde vamos? —pregunta a Fanis.

 —A un local que está aquí cerca. No importa si es el mejor, lo que cuenta es celebrar el nacimiento del niño. La cena de verdad será en nuestra casa.

  Nos lleva a un restaurante de la avenida Kifisiás y los hechos demuestran que tenía razón. Nadie presta especial atención a la comida. La estrella es Lambros. Todos brindamos a su salud y enseguida empiezan las reflexiones: ¿cómo crecerá el niño en una sociedad como la actual?, ¿qué estudiará cuando sea mayor?... Todavía no ha tocado el pecho de su madre y estos ya le mandan a estudiar un posgrado, me digo.

  Las conclusiones son siempre las mismas: qué bien vivían los niños en épocas pasadas y qué mal viven en la actualidad.

  —Pero ¿estáis en vuestros cabales? —estalla Adrianí en un momento dado—. No tenéis ni idea de cómo era la vida entonces. ¿Sabéis lo que es no poder comer más que verduras, lentejas y potaje de judías? ¿E ir a la escuela descalza, porque solo tienes un par de zapatos y hay que reservarlos para cuando llueve y nieva en invierno?

 —Di que sí, Adrianí —la secunda Zisis—. La única diferencia es que vosotros esperabais la salvación de mano de los jefes políticos; y nosotros, de mano de la revolución. Ni los políticos ni la revolución nos salvaron, pero nosotros resistimos.

PETROS MÁRKARIS - "La hora de los hipócritas" - (2019)

Imágenes: Jin Fengshin


jueves, 12 de noviembre de 2020

EL ETERNO JUEGO DEL QUIÉN ES QUIÉN

 


 »-¿Y sabes, Enrique, lo que te estás jugando? 

 »Una vez más, tuve que reflexionar. 

 »-Mi vida -respondí al cabo de unos instantes. 

 »-¡Tu vida! – exclamó-. ¡Lo dices como un niñito que tira el muñeco de trapo que le aburre! Toma conciencia, Enrique, de que vives entre meros conceptos y piensas con palabras vacuas. Dices jugarte la vida, y no tienes la menor idea de lo que hablas. Es tu vida, a ver si lo entiendes, o sea, tú mismo, tal como estás aquí sentado, con tu pasado real, tu futuro posible y con todo cuanto significas para tu madre. Contempla esta noche, contempla la calle, mira alrededor en el mundo e imagina que dejan de existir. Pálpate el cuerpo, pellízcate la carne, y figúrate que todo eso deja de existir. ¿Puedes imaginarlo? ¿Sabes lo que significa vivir? ¡Cómo vas a saberlo! Eres demasiado joven y sano para eso… Nunca te has acercado a la frontera que conduce a la muerte y nunca te has dado la vuelta allí para redescubrir la vida con alegría y asombro… Pero ¿sabes al menos que te mintieron en la escuela, que no existen ni el más allá ni la resurrección? ¿Sabes que sólo nos pertenece esta única vida y que, si la perdemos, nos perdemos también nosotros? ¿Lo sabes?

 »Lo escuchaba pasmado. Sus palabras me aturdieron; nunca había visto a mi padre así. Nunca lo había tenido por un cobarde. ¿Cómo podía yo intuir que me examinaba con un fin? 

»-Lo sé -respondí. Trataba de dominarme pero algo temblaba dentro de mí.

 »-Sí lo sabes, entonces ¿qué quieres? ¿Para qué luchas si no tienes motivos para luchar? ¿Por qué te juegan la vida si esta no corre ningún peligro? – Se levantó de su asiento y se me acercó. Se inclinó sobre mí y me agarró los hombros con ambas manos-. ¿Por qué? – preguntó-. ¡Dime por qué! ¡Quiero saberlo!

 »Se lo dije. Me sacudí sus manos de encima. Me desquicié.



 (...) Le dije que mi vida no corría ningún peligro, pero que simplemente no era capaz de conformarme con ella. Que prefería que no existiera a que siguiese tal cual era. Le hablé de mis ganas de vomitar, le hablé de mi náusea cotidiana. Le expliqué que odiaba todo a mi alrededor, todo. Que odiaba a sus policías, sus diarios, sus noticias. Que odiaba entrar en una oficina, pero también en una tienda o incluso en una cafetería. Que odiaba esas viles miradas a mi alrededor, a esos hombres que un día celebraban lo que al siguiente rechazaban. Que odiaba la pasividad, la avaricia, el engaño, el eterno de juego del quién es quién, los privilegios, a los hipócritas… También al policía de la carretera, que no tuvo valor para darme una patada por el mero hecho de apellidarme Salinas: lo odiaba más por eso que por haberme tocado con la bota. Le dije que odiaba igualmente la ceguera, las falsas esperanzas, la vida parecida a la de las algas y también a los estigmatizados que, cuando cesan por un día los latigazos, enseguida proclaman, con un respiro de alivio, que vivimos la mar de bien… Y que me odiaba a mí mismo por el mero hecho de existir y de no hacer nada. Que sabía perfectamente que yo también estaba estigmatizado, por el momento al menos, y que lo estaría más y más si no emprendía nada.

IMRE KERTÉSZ - "Un relato policiaco" - (1975)

 

Imágenes: Klaus Kampert 

lunes, 9 de noviembre de 2020

EL AQUÍ Y EL AHORA

 


 —Yo —dijo el doctor Tamkin—, alcanzo mi mayor eficacia cuando no necesito los honorarios. Cuando sólo es cuestión de amor. Sin recompensa financiera. Me aparto de la influencia social. Especialmente del dinero. La compensación espiritual es lo que busco. Hacer que la gente se sitúe en el aquí y el ahora. El universo real. Eso es el momento presente. El pasado no nos sirve para nada. El futuro está lleno de afanes. Sólo el presente es real, el aquí y el ahora. Aproveche el día.

   —Bueno —dijo Wilhelm, volviendo a la seriedad—, ya sé que usted es un hombre muy desacostumbrado. Me gusta lo que dice del aquí y el ahora. ¿Toda la gente que va a verle son amigos personales y pacientes también? ¿Como esa chica alta y guapa, que siempre lleva esas bonitas faldas y cinturones de rafia?

   —Era epiléptica, y además con una patología muy grave y seria. La estoy curando con éxito. Hace seis meses que no tiene un ataque, y solía tener uno por semana.

   —¿Y ese joven fotógrafo, el que nos enseñó esas películas de las junglas del Brasil, no es pariente de ella?

   —Es su hermano. Está a mi cuidado, también. Tiene algunas tendencias terribles, que son de esperar cuando se tiene un epiléptico en la familia. Yo entré en sus vidas cuando necesitaban ayuda desesperadamente, y me apoderé de ellos. Un hombre de cuarenta años más que ella la tenía bajo su dominio y le producía ataques por sugestión en cuanto ella trataba de dejarle. ¡Si supiera usted siquiera el uno por ciento de lo que pasa en la ciudad de Nueva York! Ya ve, comprendo lo que es eso de que una persona solitaria empiece a sentirse como un animal: que, al llegar la noche, tenga ganas de aullar por la ventana como un lobo. Yo me ocupo por completo de ese joven y de su hermana. Tengo que sujetarle a él o si no al día siguiente se marchará de Brasil a Australia.

SAUL BELLOW - ·Carpe diem" - (1954)


Imágenes: Jamie Baldridge

viernes, 6 de noviembre de 2020

NO ERAN PARTIDOS DE PRINCIPIOS

   


   Rinconcito se dividía en blancos y amarillos. Los blancos gobernaban en Rinconcito y en el resto de la República. Habían gobernado siempre y no se les ocurría que pudieran hacer otra cosa. Los amarillos, en cambio, hacía medio siglo que estaban esperando hacerlo en lugar de los blancos. No eran partidos de principios. Simplemente, uno gobernaba y otro no gobernaba.

   Romita era amarillo, es decir, un agrio y un resentido, y también un pobre.

   Los blancos hacían una sola cosa: gobernar. Los amarillos, en cambio, desplegaban una actividad increíble, alternando los infinitos matices que van desde la crítica constructiva a la conspiración descabellada.

   Los blancos habían dado al país gobernantes. Buenos y malos gobernantes. Los amarillos le habían dado tribunos, mártires, conspiradores, maestros, arquetipos y una buena cantidad de muertos de hambre. En 1931 se dividieron. En 1935 se subdividieron. En 1943, cuando ya no se reconocían, volvieron a unirse en un Frente Único. Fue una alianza conmovedora. «Amarillos, sobre todo.»

   Aquel fervor alcanzó a Rinconcito. Se iba a librar la gran batalla. Lema de los amarillos: ¡Pueblo! Lema de los blancos: ¡Pueblo!

   Los amarillos habían organizado un gran acto para el último día de la campaña. Los blancos, en cambio, hicieron lo de siempre: un kilo de asado, un litro de vino y diez pesos. Había un palco, y un enorme letrero amarillo, y un camión con altoparlantes. Y mucha esperanza.


   (...) Dentro de un rato sonará, a las cinco en punto de la matina, ese puto despertador que el día que gane el Prode o asalte un Banco reventaré contra la pared de una patada, como reventaré a tantas otras cosas, y me levantaré en puntas de pie para no despertar a Margarita que duerme a mi lado a patas sueltas hace dieciocho años, me vestiré en el baño y saldré más o menos a las cinco y diez rumbo a la Primera de Saavedra chupando el primer cigarrillo de la mañana. La Primera de Saavedra es la fábrica de jaulas en la cual trabajo desde el día que mi padre decidió echarme a la calle de un puntapié.

   En todos estos años he hecho miles de jaulas, tantas que me sorprende que todavía ande por el aire algún pajarito suelto. Un día, esto pienso mientras las hago, construiré una bien grande, la más grande de todas, con unos gruesos barrotes de hierro y meteré ahí dentro a Margarita y su desgraciada madre, esto es, mi puta suegra y las sumergiré a las dos, luego de alimentarlas con alpiste envenenado, en el Riachuelo, nada de un arroyo limpio y rumoroso ni siquiera del Río de la Plata, que por ser el más ancho del mundo con seguridad podría resumir tanta maldad, sino en el Riachuelo para que se chupen todo ese olor a podrido que viene de los mataderos y revienten en forma.

   Me alegro y me consuelo pensando en esto aunque sé que nunca lo haré porque soy un pobre infeliz. En lugar de eso sé que me levantaré en puntas de pie dentro de un rato y de que en puntas de pie recorreré el resto de mi vida.

HAROLDO CONTI  - "Cuentos completos" - (1994)

Imágenes: Sabine Pigalle

martes, 3 de noviembre de 2020

PANZA DE BURRO

 


   Quedaba poco más de un mes para que empezaran las fiestas del barrio y yo ya tenía muchas ganas de ver los papelitos puestos en sisá, amarrados de un poste de la luz al otro, desde la casa de doña Carmen hasta el canto arriba mi calle, donde se mezclaba la sensación de que había fiesta con los pinos. Ese verano la comisión no paró de pedir dinero ni un solo día. Abuela los escuchaba riéndose por el camino, los escuchaba acercándose con su coche con altavoces con la música de Pepe Benavente y gritaba porí viene la comisión de fiestas!!! Y yo salía corriendo a apagar la tele y a cerrar las contraventanas. Rápido rápido me escondía en el pajero y empezaba a respirar muy suavito para que no supieran que estábamos allí y no nos pudiesen pedir dinero. Las veces en las que no reaccionábamos a tiempo, porque quitaban el sonido de la música y no nos enterábamos de que venían, los de la comisión de fiestas se acercaban a la puerta y decían Almeriiiiiinda, sal pafuera! Y a abuela no le quedaba más remedio que abrir y darles los cuatro duros que tenía guardados para pagar los fiados de la venta esa semana. Otras veces, si solo tenía dos euros cagados en la cartera y la habían escuchado con la tele puesta, abuela y tío Ovidio se metían en el pajero y me mandaban a abrir la puerta. Veía a los hombres de la comisión con las cabezas morenas y sudadas y encima los sombreros de paja con una tira roja que ponía Dorada y los cubos de alumino colgando de las manos en los que iban metiendo el dinero y me decían miniña, dile a tu abuela que salga pafuera, y yo, con un pánico que me paralizaba la boca, porque no me gustaba mentir, decía que no, que mi abuela no estaba, que volvieran otro día y antes de que pudieran reaccionar cerraba la puerta con la llave. 


   (...) En esos días en los que Isora se quería morir yo también sentía que me quería morir y ella me decía que la mejor forma de morirse era llenar la bañera de agua caliente hasta los topes y sajarse las venas. Yo me preguntaba cómo ella sabía tantas cosas que yo no sabía y entonces me ponía triste porque pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación, dos tristezas duplicadas, la marca falsa de una tristeza, esa era yo, porque yo no tenía razones por las que estar triste pero me las inventaba.

   A veces, a Isora, la tristeza la abrutaba. Pasaba muchas horas sin pronunciar una palabra. Se sentaba en las esquinas de la parte baja de la venta, justo donde una pared se abraza con la otra y se quedaba allí mirando sin ver nada. Los ojos eran dos manchas, dos moscas verdes dando vueltas en un cuarto que apestaba a vino. Yo me aburría mucho pero no me iba, me quedaba al lado de ella escuchando su silencio. Como cuando los maridos se sientan a ver el fútbol y las mujeres los acompañan aunque no les interese, porque los maridos están tristes con la vida y el trabajo en el Sur y hay que estar con ellos porque es obligación.

ANDREA ABREU - "Panza de burro" - (2020)

Imágenes: Christian Schloe