Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 31 de agosto de 2023

ESE TELÉFONO ES UNA REPRESENTACIÓN DEL ALEPH


Paula consulta su reloj de pulsera y se levanta.

   —Vas a quedarte sola una hora —dice muy seria, sin entrar en el juego de suspense que le propone su madre—. La batería del teléfono está cargada. Si te encuentras mal o te pasa algo llámame enseguida.

   Celia mira la pantalla del teléfono con una mueca de fastidio. Su hija no se lo ha dado porque ella lo haya pedido. Pensaba devolvérselo de todos modos con el único fin de tenerla controlada.

   —¿Sabes cómo funciona?

   Por toda respuesta Celia levanta la vista sin mover el ángulo de su cuello, lo que significa que la conversación ha terminado. Paula llama a Charlie chasqueando los dedos dos veces, como si de pronto tuviera mucha prisa, pero antes de salir se vuelve un momento para comprobar que todo está en orden y le hace un último gesto a su madre acercando la mano a su mejilla como si fuera un teléfono.

   Celia agita su mano a modo de despedida. O de hartazgo. Es la primera vez que se queda sola desde que despertó del coma y tiene una sensación en cierta forma adolescente, como si acabara de descubrir la libertad. Observa la pantalla del teléfono con curiosidad pero no se atreve a tocarla. Supone que en ese pequeño aparato están todos sus contactos, sus registros de llamadas y un acceso al resto del mundo a través de su conexión a Internet. Ese teléfono es una representación del Aleph que describió Borges, lo recuerda perfectamente, el lugar donde las cosas son infinitas porque pueden verse desde todos los puntos del universo.



   Lo deja sobre la mesa y se recuesta en el sillón con los ojos cerrados a la espera de que vuelvan Paula y Alba. Cree que va a poder relajarse como otras veces pero no soporta la inacción. Si al menos estuviera Charlie, podría acariciarle la cabeza y sentir la humedad de su hocico. La soledad resuena en sus oídos como si el teléfono no dejara de sonar.

   Se incorpora y lo toma entre sus manos. El fondo de la pantalla es una foto de un mar recto y azul sobre el que se disponen los iconos que dan acceso a las aplicaciones. No sabe para qué sirven y por eso mismo los va tocando todos. Las últimas llamadas registradas son de principios del mes de julio, seguramente del mismo día que sufrió el ictus. Hay llamadas de Tobias, Luisa, Paula y otras de números no grabados en la memoria que muestran todos sus dígitos. En la sección de contactos descubre un verdadero universo de amigos, compañeros y familiares.

   Respira aliviada. Estaba casi segura de que Paula habría eliminado todos esos contactos y esas últimas llamadas recibidas. Tiene la permanente sensación de que su hija quiere modificar el mundo que la rodea para ayudarle a recobrar la salud. El hecho de encontrar intacta la información de su teléfono la hace dudar de su inquietud. Tal vez es ella quien está siendo víctima de una paranoia por otra parte inevitable si se ha perdido la memoria con que poder combatirla.

JOAQUÍN BERGES - "Una sola palabra" - (2017)


Imágenes: Brock DeBoer

martes, 29 de agosto de 2023

ALGÚN PROTOCOLO DE EMERGENCIA FEMENINO


El joven Ted jamás, ni siquiera en sus fantasías más descabelladas, se había permitido creer que sus enamoramientos pudieran ser correspondidos. No era estúpido. Podía ser muchas cosas, pero estúpido nunca había sido. Lo único que siempre había querido era que tolerasen su amor, tal vez incluso que lo apreciasen: quería que se le permitiera estar cerca de sus amores, poder reverenciarlos, encontrarse con ellas de vez en cuando como quien no quiere la cosa, de la misma manera que una abeja puede rozar una flor.

   En vez de eso, lo que ocurría era que en cuanto Ted se obsesionaba con un nuevo amor, empezaba a fantasear con ella y la miraba fijamente y le sonreía como un tonto e inventaba razones para tocarle el pelo, la mano. Y entonces, inevitablemente, la chica reculaba: porque por algún motivo impenetrable, la afectuosidad de Ted provocaba en sus destinatarias una reacción de asco intenso y visceral.



   No eran crueles con él estos amores. Ted se sentía atraído por el tipo de chicas soñadoras que aborrecían la crueldad en cualquiera de sus manifestaciones. En lugar de eso, tal vez comprendiendo que sus pequeñas atenciones previas habían sido la puerta de entrada por la que Ted había accedido sin que nadie lo hubiera invitado, las chicas se apresuraban a echar el cerrojo. Instauraban algún protocolo de emergencia femenino universalmente implícito y se negaban a establecer contacto visual con él, le hablaban solo cuando era necesario y se apartaban de él tanto como era posible, al otro lado de la habitación. Se atrincheraban en fortalezas de fría amabilidad y se acomodaban allí dentro dispuestas a esperar todo el tiempo que fuese necesario hasta que él se marchara.

   Dios, era espantoso. Décadas más tarde, el recuerdo de todos esos enamoramientos hacía que Ted quisiera morirse de la vergüenza. Porque la peor parte era que, incluso después de que fuera obvio que las chicas a las que adoraba no soportaban sus atenciones, aún deseaba desesperadamente estar cerca de ellas y hacerlas felices. Luchó por encontrar una solución a este dilema tratando de aplicar un autocontrol en forma de brutal castigo (frente a un espejo, de pie, desnudo, obligándose a contemplar las piernas delgadas, el pecho cóncavo, el pene pequeño: Te odia, Ted, acéptalo, todas las chicas te odian, eres feo, das asco, eres repugnante) y luego se le iba de las manos y se despertaba a las tres de la mañana llorando de frustración y tecleando estados en los que es legal casarte con tu prima en la barra de búsqueda de internet, como en una partida interminable de ese juego que consiste en matar topos, pero en vez de topos lo que machacaba era sus esperanzas.

KRISTEN ROUPENIAN - "Lo estás deseando" - (2019)


Imágenes: Nick Gentry

sábado, 26 de agosto de 2023

LA PENSIÓN MALABO


Quienes entraban por primera vez en la pensión Malabo no podían evitar un sobresalto mayúsculo al descubrir a un negro descomunal tirado en el suelo. Parecía un cadáver al que alguien se hubiera olvidado de amortajar; sus ojos estaban clavados en el techo, con la mirada inane de los decapitados, y el labio inferior, enorme y ceniciento, le colgaba fláccido sobre un lado de la cara. El negro, en realidad, estaba vivo, y respondía al nombre de Moisés Ndongo; era un auténtico bubi, de la isla de Bioko (o Fernando Poo) y se decía que tenía más de ochenta años. Reacio a los mullidos lechos de Occidente, prefería dormitar largas siestas en el piso del vestíbulo, disuadiendo con su presencia turbadora a todo huésped en ciernes que no estuviera dispuesto a vérselas con una fauna humana de lo más variopinta e inquietante, de la que Ndongo era sólo la muestra inaugural.

   La pensión Malabo era, en efecto, un invernadero en el que se criaban las flores más raras, y el jardinero a cargo era don Niceto Altagracia, regente de aquel edificio cochambroso y decadente que se levantaba en las afueras de la ciudad como un vestigio de la era jurásica. Refugio de una cohorte de psicópatas, degenerados y artistas que jugaban a una bohemia trasnochada, los precios escandalosamente bajos la hacían asequible a los bolsillos esquilmados de los perdedores, quienes acudían a ella como delincuentes medioevales que se acogieran a sagrado en una iglesia.



   Algo de ámbito catedralicio tenía la pensión, pues las estancias eran de techos muy altos y todo olía a humedad de cripta. La luz natural penetraba a duras penas en aquella penumbra de queroseno, ahogada por un filtro múltiple de cortinajes, visillos y celosías. El paisaje oculto tras las ventanas carecía, por lo demás, de todo atractivo: era un descampado en el que se erguían, como osamentas de monstruos prehistóricos, los armazones de fábricas abandonadas. El edificio de la pensión constaba de tres pisos y lo cercaban una verja herrumbrosa y un jardín abandonado que desprendía un nauseabundo olor a aguas estancadas.

   Don Niceto Altagracia, el gerente, era un hombre de barba taheña y mirada contrita que caminaba como si llevara un fardo de treinta kilos atado al pescuezo. Misterioso como un galeón hundido, hacía gala de una amabilidad que no descendía nunca a la confianza. Había sido misionero jesuita en Fernando Poo (según otra versión, no había pasado de seminarista con los claretianos) y estando allí había colgado el hábito talar para contraer matrimonio con una indígena. De vuelta a España, fallecida su madre, había tomado las riendas del negocio familiar, trayendo consigo a su parentela africana. Nadie había visto nunca a la señora de Altagracia, que al parecer vivía recluida en una estancia del último piso; en los mentideros de la pensión se especulaba con todo tipo de hipótesis para explicar su aislamiento: una fealdad desmesurada, deformaciones craneanas procuradas por algún rito bubi, o la mera incapacidad de adaptación al medio de vida europeo. Se suponía —pues los implicados jamás habían hecho ninguna aclaración en este sentido— que Moisés Ndongo era el suegro de don Niceto, y Carlota su hija.



   Carlota frisaba en los veinte años pero aparentaba cuarenta. Era una mujerona de raza indefinida que se aclaraba las guedejas de cabello ensortijado con agua oxigenada y se pintaba los labios a brochazos. Fea de solemnidad, tan parca en palabras que parecía muda, poseía sin embargo unos senos y unas caderas propias de una primitiva diosa de la fecundidad. En el ámbito estrictamente varonil y castrense de la pensión Malabo, donde sólo ocasionalmente acudía alguna puta desnortada para regresar enseguida al arroyo, abrumada de saliva y de otros flujos, la tal Carlota había alcanzado la estatura de un mito erótico. Los ojos vidriosos de los huéspedes la asediaban mientras fregaba las escaleras dándoles el culo, o trataban de vislumbrar sus pezones como cerezas maduras cuando se agachaba a recoger un plato roto. Nadie, sin embargo, osaba propasarse con ella, pues había algo salvaje en Carlota, una transpiración animal o un fulgor de ferocidad irracional en su mirada que echaba para atrás a los más gallitos. Sólo el coronel Ursúa había tenido una vez el atrevimiento de palpar sus nalgas, y de la experiencia conservaba una cicatriz como de mordedura de leona hambrienta en su única mano.

MANUEL MOYANO - "El amigo de Kafka" - (2001)


Imágenes: Tawny Chatmon

jueves, 24 de agosto de 2023

NO SOY UNA COBARDICA, ¿Y TÚ?


Así pasan los días y seguirán pasando —la propia Cassie solía decir «todo es cuestión de tiempo, y el tiempo pasa»— y llegaremos al fin de este verano como llegamos al fin del anterior, como pasamos por todo lo que sucedió hace ya más de dos años. Cada día que transcurre pone cierta distancia entre el ahora y el entonces, así que puedo creer —tengo que creer— que llegará el momento en que mire atrás y ese «entonces» será sólo una mota en el horizonte.

   La historia varía según el lugar donde comience: quién es bueno, quién es malo, qué significa todo eso. Todos moldeamos nuestras historias para que tenga algún sentido ser quienes creemos que somos. Puedo empezar hablando de cuando Cassie era mi mejor amiga, o puedo empezar a contar la historia cuando ya no lo era. O puedo empezar por lo más oscuro del final, y comenzar a contarla hacia atrás.

   Pero no puedo empezar a contarla «antes»: Cassie y yo nos conocimos en el jardín de infancia, así que no recuerdo los tiempos en los que no la conocía, en los que no detectaba su pelo liso, rubio blanco, entre una multitud y sabía exactamente en qué parte de la habitación estaba. Tiempos en los que pensaba en ella como algo mío, en cierto sentido. Cassie era diminuta, tenía los huesos como los de un pájaro. Siempre fue la niña más pequeña de la clase: su tobillo abultaba lo mismo que mi muñeca. Tenía el pelo de un rubio casi blanco, reluciente, tan claro que parecía albina. Y la piel translúcida, un poco rosa. Pero que nadie se crea que su tamaño y palidez eran síntoma de fragilidad. Si uno la miraba a los ojos, aún azules —aunque se volvían grises cuando hacía mal tiempo, como el agua de la poza de la cantera— no había duda de lo dura que era. Fuerte, más bien: es un término más adecuado. Claro que al final no lo fue bastante, pero hasta cuando éramos pequeñas tenía algo, no sé… un pronto así como «¡Qué demonios! No soy una cobardica, ¿y tú?».

CLAIRE MESSUD - "La niña en llamas" - (2017)


Imágenes: Karen Navarro

lunes, 21 de agosto de 2023

UNA CONSIGNA PARA ENCARAR EL NUEVO DÍA


El almanaque que cuelga de la manija de la alacena atrasa. Nadie arranca las hojas desde el dos de marzo y estamos a veinte o diecinueve de abril, ya ni sé. No tengo a quién preguntarle. Es bien de noche, deben faltar unas pocas horas para que amanezca. Jaime ronca en el cuarto, no es un ronquido fuerte pero sí persistente, que nunca se apaga. A veces crece, va del agudo al grave, se enoja, después se apacigua, pero enseguida recobra aliento y se acelera. Cuando no ronca, silba, y cuando no silba, sopla. De alguna manera habla, dice cosas en ese idioma básico y universal, cosas difíciles, fragmentos de algo que Jaime lleva bien adentro, en las entrañas, y suelta de noche sin hacerse cargo, para que yo lo escuche, y lo comprenda un poco más, o para que empiece a despreciarlo. Estoy desvelada por completo y más proclive al odio que a la comprensión.

   Ahora, en la cocina, trago sorbos de ginebra para poder dormirme. Entonces me fijo en este almanaque que nunca había notado hasta hoy y cuyas hojas nadie saca desde hace tiempo. Arranco una por una, del dos de marzo al diecinueve de abril.



  Estoy a punto de hacer un bollo con todos los días y tirarlos al tacho de basura pero un descubrimiento me detiene. A cada hoja le corresponde una frase entrecomillada al dorso de la fecha. Están firmadas por personajes célebres, escritores, artistas, filósofos, estadistas, hombres y mujeres notables, a primera vista muchos más hombres que mujeres. Algo así como una consigna para encarar el nuevo día. Algunas son confusas o están mal traducidas, las más proponen conductas impracticables, hay proverbios chinos, refranes criollos, versículos bíblicos, fragmentos de la literatura universal. Uno de los temas más recurrentes es la codicia. Otro es la relación entre cuerpo y alma.

   Retengo dos citas, una por ingeniosa, la otra porque me deja pensando. La primera es de Schopenhauer, al menos el almanaque se la adjudica, y dice: «La mujer es un animal con cabello largo e ideas cortas». Horacio firma la otra: «No sacar de la luz humo, sino humo de la luz». Me encanta, no sé por qué.

IOSI HAVILIO - "Opendoor" - (2006)


Imágenes: Calvin Sprague

sábado, 19 de agosto de 2023

NO SÉ ADÓNDE VOY


Viajo solo, a lomos de mi coche, atento al murmullo del motor y a la intermitencia con que se traga la línea que divide la carretera en dos sentidos. Está hambriento de asfalto. Digiere los segmentos que va comiendo y evacua los excrementos en forma de humo por el tubo de escape. Es un ser vivo de sangre caliente. Respira irregularmente, se excita y se calma, inspira ante una curva y suspira en las rectas, como cualquier animal. Como yo.

   No es así como suelo viajar. La mayoría de las veces lo hago en compañía de mi esposa o con mi hijo, mi nuera y mi nieto. A veces incluso todos juntos, los cinco. Entonces el coche no me parece un ser vivo sino una simple máquina de tracción haciendo su trabajo. En cambio, cuando estamos a solas, la máquina se convierte en un dócil animal y me conduce por carreteras desconocidas, como un caballo que tuviera los ojos vendados y cabalgara sin rumbo, llevando sobre su grupa a un jinete con los ojos descubiertos pero igualmente perdidos.



   No sé adónde voy. No voy a ningún sitio. Quizá esté huyendo, aunque sea inconscientemente. Tan sólo conozco el lugar al que no quiero volver, nada más. Ignoro si tomar el sentido contrario es forzosamente una huida. No tengo vocación de fugitivo pero tampoco me incomoda serlo. Al fin y al cabo huir es una forma de moverse, no importa en qué dirección ni en qué sentido, un modo de no permanecer, de no perpetuarse en el espacio. Ni en el tiempo.

   Tal vez esté dirigiéndome hacia el horizonte, aunque tampoco sabría decir exactamente a cuál de ellos, porque sospecho que hay tantos horizontes como direcciones. A lo lejos, en cualquier dirección, siempre hay un horizonte. Puede ser una línea recta al final del mar, la suave loma de una meseta, las aristas de unos edificios o los relieves de unas montañas como las que se ven desde la ventana de mi dormitorio. Son unas sombras lejanas y por ello minúsculas, blancas en invierno y grises en verano, detrás de las cuales no parece haber nada más, salvo quizá otro horizonte. Siempre he creído que esas montañas señalaban la frontera de la libertad y tal vez me esté dirigiendo hacia ellas por ese motivo. Por qué no. Todo el mundo sabe que los fugitivos huyen hacia las fronteras.

JOAQUÍN BERGES - "La línea invisible del horizonte" - (2014)


Imágenes: Kirsty Elson

jueves, 17 de agosto de 2023

AHÍ NO HAY MARGINACIÓN POSIBLE


—Si está usted en lo cierto, Cano —dijo más tranquila—, pero no es nuestra función. Y en lo estricto del terreno personal le digo que de vez en cuando pienso que nos estamos volviendo tan políticamente correctos que vamos a perder la individualidad. Se está llegando a límites demenciales; en Holanda se hablaba de denominar a todos los niños de las guarderías con el género neutro, para evitar el sexismo. De prohibir a las modelos delgadas, para evitar la anorexia. De prohibir las tallas pequeñas, con el mismo fin. Creo que es un error; un día prohibimos las tallas pequeñas y el siguiente las grandes, en aras de la salud. ¿Para acabar cómo? ¿Como algunos japoneses, que tienen que teñirles el pelo a las niñas para que entren en el canon y las admitan en un colegio? Todos iguales, ahí no hay marginación posible. Y, no se equivoque, no me parece bien que las modelos pesen cuarenta y cinco kilos. Pero ¿qué es de la mujer que mide uno cincuenta y está delgada? ¿Vamos a suprimir su talla? ¿No la marginamos a ella? Y, sí, sé que hay marginación, sé que hay racistas. Pero no creo que la solución a ello sean prohibiciones. Creo que hay que educar, dialogar y, sobre todo, convivir. El miedo siempre está en lo desconocido. Es un error evitar el diálogo, evitar la discusión. Estamos perdiendo la capacidad de hablar; lo ve en las tertulias políticas, que cada vez son más monólogos y menos discusiones. Siempre me ha encantado la frase de Voltaire, que dijo que podía no estar de acuerdo con otra opinión, pero lucharía hasta la muerte para que pudiese ser expresada.

   El aire del coche era asfixiante y la tensión todavía era palpable. La teniente abrió la ventana y lo miró.

   —Y espero que comparta usted mi opinión…

   Cano la observó interrogante.

   —… Nos hemos ganado una caña.

TERESA CARDONA - "Los dos lados" - (2022)


Imágenes: Amy Sherald
 

martes, 15 de agosto de 2023

A BUSCAR TRABAJO PARA TRAER COMIDA


La estación abandonada, una de tantas. En medio de su meditación, Jonás se percató del anciano que estaba sentado en un corroído banco de hierro en el terraplén, o en lo que quedaba de este. Miraba a Jonás con unos mostachos poblados de blanco y la cara agrietada. Sus ojos se escondían detrás de unas grandes cejas. Una boina marrón lavado y el sonido de los pájaros levantar vuelo. Se acercó con la cámara entre sus manos y, agachándose lentamente, le tomó una foto a las alpargatas terrosas.

   Clic.

   —¿Esperando el tren, amigo?

   Dicho esto, Jonás se arrepintió completamente de cómo había comenzado su intento de conversación… una estupidez que podía llevar a una respuesta cortante y sin ánimos de dialogo. Tenía interés en la historia de aquel lugar perdido. Era domingo en plena hora de la siesta. Todo estaba cerrado y eran tan pocas las casas habitadas en esas escasas cuadras. Exceptuando al viejo, no habría ni una persona despierta con quien hablar sobre la vida. El anciano movió los labios sutilmente.

   —El próximo tren se olvidó de venir. Y el último tren se llevó a mi padre.

   El dialogo que Jonás buscaba entró pesado por las vías auxiliares y se detuvo en aquel banco de hierro oxidado. Jonás dejó colgar la cámara en su vientre y se sentó junto al viejo.



   —¿Y adónde fue?

   —Adonde el tren iba, a buscar trabajo para traer comida. Pero el tren no regresó, y mi padre tampoco. Así que no hubo comida para nadie. Se olvidó de mi madre enferma al poner un pie sobre ese vagón… y de mí al sentarse… y de mis hermanas al dejarse llevar.

   —¿Usted era muy chico?

   —Era tan chico, que nadie podía verme. Esperé dentro de mi madre en la estación, con una hermana en cada mano, a que el tren se perdiera en el horizonte. El sol y las montañas se lo tragaron completo.

   —¿Y esa fue la última vez?

   —Usted habla conmigo… por hoy yo existo. Mañana volveré al olvido y volverá la «última vez» que usted menciona…

   Jonás guardó silencio, pensó en aquel pueblo, en la hierba mala que todo lo cubría, hasta las alpargatas gastadas del anciano a su lado. Se sintió una cámara, el instrumento que era una parte suya era ahora él. Y sus ojos guardaban el momento para siempre. Hasta que él fuera un anciano cansado y recordara aquel pueblo, entonces, pensó Jonás, el anciano de la estación existiría nuevamente por unos instantes… para caer en el olvido una «última vez» más. Clic.



   —Hoy tampoco vendrá… —Se paró lentamente, aferrando sus rodillas y quitándose la boina en el proceso— y Rascó sus canas sudorosas con la mano que apretaba la boina. El sol, cubierto por una nube pasajera, lanzaba halos luminosos hacia el rostro vencido del viejo. Las palabras salían de su boca cuarteada como una formación del ferrocarril. —Mañana moriré, me lo ha dicho Miáfara, el viejo que ve los mañanas.

   Jonás notó el revólver en la cintura, la culata sobresalía sutilmente fuera de la bombacha de campo. El anciano miró a Jonás fijamente.

   —Lo voy a matar ni bien aparezca.

   Una brisa movió las hojas y Jonás sintió frío. Contemplando al hombre y detrás de él, el sol queriendo escaparse de aquella nube.

   —¿A quién?

   —Al tren ese que me quitó la vida.

   Y miró una vez más su horizonte… y en ese momento, instintivamente, Jonás alzó su cámara y fotografió la imagen más profunda que en su vida había visto. Y el anciano existió por un tiempo más, esperando que el sol le devolviera su pasado. Edgardo Mistre murió en su cama la mañana siguiente, derrotado por el tiempo. Murió de viejo y amargado, con una mano sobre la culata en su cintura. Esperando escuchar a lo lejos aquel traqueteo mecánico y el silbato de una locomotora desguazada mucho antes que él.

   Esa tarde Jonás supo que el verano había terminado… estaba en la estación del olvido, que comienza un día, y se extiende al infinito.

FABIÁN BEVILACQUA - "Un cuarto de historias" - (2016)


Imágenes: Kathleen Vance

sábado, 12 de agosto de 2023

CUANDO SE CASÓ, MI MADRE AÚN NO TENÍA MIEDO


Mi padre era un hombre enorme, ancho de espaldas, con complexión de leñador y manos de gigante. Unas manos capaces de decapitar a un polluelo como quien desenrosca una botella de Coca-Cola. Además de la caza, mi padre tenía dos pasiones en la vida: la tele y el whisky. Y cuando no estaba persiguiendo animales a lo largo y ancho del planeta, cogía una botella de Glenfiddich y encendía la tele, conectada a unos bafles que habían costado lo que cuesta un coche de gama baja. Fingía hablarle a mi madre, pero si la hubiéramos cambiado por un ficus ni se habría enterado.

   Mi madre le tenía miedo a mi padre.

   Y creo que, aparte de su obsesión por la jardinería y las cabras enanas, eso es todo lo que puedo decir de ella. Era una mujer delgada con el pelo largo y aplastado. No sé si existía antes de encontrarlo a él. Supongo que sí. Debía de parecerse a una forma de vida primitiva, unicelular, ligeramente translúcida. Una ameba. Un ectoplasma, un endoplasma, un núcleo celular, una vacuola digestiva. Y con los años pasados junto a mi padre aquella poquita cosa se había ido llenando de miedo.



   Siempre me han intrigado las fotos de su boda. En mis recuerdos más antiguos, me veo buscando algo en el álbum. Algo que justificase aquella extraña unión. Amor, admiración, estima, alegría, una sonrisa… No sé, algo… Nunca lo encontré. En las imágenes, mi padre tenía la misma actitud que en las fotos de caza, pero sin el orgullo. Es evidente que una ameba no impresiona mucho como trofeo. No es muy difícil atraparla: un vaso, un poco de agua estancada ¡y hala!

   Cuando se casó, mi madre aún no tenía miedo. Parecía sencillamente que la hubieran puesto allí, al lado de aquel tipo, como un florero. Al hacerme mayor, me empecé a preguntar cómo habían podido concebir dos hijos, mi hermano y yo. Pero pronto dejé de preguntármelo porque la única imagen que me venía a la cabeza era una acometida después de cenar, sobre la mesa de la cocina, con olor a whisky. Unas cuantas embestidas brutales, no demasiado consentidas y venga…

   La función principal de mi madre era preparar la comida, cosa que hacía como una ameba, sin creatividad, sin gusto, con mucha mayonesa. Sándwiches de jamón y queso, melocotones con atún, huevos rellenos y palitos de pescado con puré de patatas. Básicamente.

ADELINE DIEUDONNÉ - "La vida verdadera" - (2018)


Imágenes: Damien Cifelli

jueves, 10 de agosto de 2023

CASA REQUETETOMADA

 


Vivimos en una casa muy grande (bastante más de la media). Aunque así sea, hubo (llegó) un momento en que no cabíamos...

Cuando éramos sólo (?) mi mujer, los dos niños mayores (una parejita, je, qué graciosos; con estos ya va que chuta, que están las cosas muy malas...) y, algunas veces mi madre, que pasaba largas temporadas con nosotros; en primavera y otoño, que aquí los veranos son muy calurosos y los inviernos muy fríos (puritito clima continental a pocos kilómetros de la Costa Malaya), pues se podía decir que teníamos espacio vital, como en el anuncio ese de los coches...

Pero cuando ya no la esperábamos, vino ese regalito del Cielo que ya ha aparecido por estas páginas algunas veces, la pequeña Lucía: se abren nuevos plazos; el tiempo corre de otra manera, a paso de tacatá (¿o se dice tacataca?).

Desde que empezó a caminar (no, a correr), de pronto, dejándonos a todos pasmados, con siete meses, sí siete, hasta pocos meses después, perdí diez kilos. Todo el mundo me preguntaba qué mágico régimen había seguido. Nada de régimen, una niña muy "sinquieta" (como alguien me dijo una vez), que no paraba. Y había que agacharse a recoger los restos del huracán Lucía. El tacataca (¿o se dice tacatá?), lo teníamos amarrado con una cuerda a una mesa para que sólo cubriera el "radio de seguridad" estipulado.

Y esos regalitos, como bien se sabe, no vienen solos... "Vienen con un pan debajo del brazo"; y con una cuna que hubo que "repescar" (ya se la habíamos cedido a un familiar); y con unos paquetones de pañales que no sabes dónde poner; y con un cargamento de leches, biberones, colonias, gotitas, toallitas, medicinas, zapatitos (patucos ¡qué chulos!), carrito..., y más tarde el parque, el tacatá o tacataca (que de las dos formas se puede decir, que lo he mirado en el Diccionario de la R.A.E.).



Y ropa (ropita...; hemos entrado en un mundo en el que todo acaba en -ito o en -ita), montones de ropita. Ropita comprada (la menos); ropita regalada (bastante más) y ropita "heredada" (la que más, con mucho). No sólo de mis niños anteriores, no. Resulta que mis suegros tuvieron 13 hijos, 11 de ellos chicas. Y de esos polvos vinieron estos lodos: 29 nietos.

Y la ropita se va "pasando" de unos a otros. Ya se sabe, los niños crecen tan rápido... Y la ropita ¿no pasa de moda? Bueno, ya se sabe también: las modas son cíclicas y vuelven y van y vuelven pendularmente ellas.

La casa se ha tenido que "rehacer", como si de un ser vivo se tratara, encogerse, estirarse, como perro que se despereza. Nuestra salita favorita de cara al sol (¡qué mona, ella!), decorada en verde "relajante", con mueblecitos de bambú y caña, donde yo tenía mis minerales, mis libros, mis discos (vinilos y cedés), una chimenea muy coqueta,... Todo ha sido reconvertido, como si de un suelo rústico en manos de un político cruel (???) se tratara.

Allí se ha instalado el dormitorio de mi hijo que, desde entonces, sufre crisis de identidad mobiliaria. El pobre quiere tener un cuarto a su gusto, con sus pósters, sus juguetes, sus trofeos,... pero aquello es una barahúnda, una mezcolanza sin nombre, donde se apilan objetos irreconciliables entre sí en el más puro caos. ¿Y quién le dice al niño, en esas condiciones, el famoso: "O arreglas tu cuarto o no sales"?

Su hermana mayor está algo mejor, aunque también algún mueble no demasiado afianzado en su primitivo asentamiento ha ido a parar allí. Para este verano queremos ponerle allí una cama (perdón, camita) a la pequeña. Ya va siendo hora.

Aún duerme en el dormitorio paterno, en la cunita, por decirlo así, ya que es bien grande y todas las noches la tenemos que poner paralela a nuestra cama. Al amanecer, siempre está con nosotros sin que nadie sepa exactamente cómo ni cuándo "se ha pasado". No sé cómo lo hará la gente que sale en las películas y series de la tele... pero, desde muy pequeños, ya tienen a los bebés durmiendo en su cuarto propio, pintadito con nubecitas y borreguitos y ellos, ¡hala!, tan tranquilos en sus camas matrimoniales.



Como decía, este verano queremos que Lucía pase a sentar plaza con su hermana mayor. Mas ésta, aunque la quiere mucho, es de buen dormir y preferiría que el asentamiento fuera en el cuarto-sin-nombre de su pobre hermano que, iluso, está encantado con la idea.

Y ahora paso al asunto más "espinoso": la habitación de la abuela. Es la más pequeña de la casa, pero lo justo para ella..., hasta ahora. Mi madre pasaba como la mitad del año residiendo en otra localidad, en casa de mi hermana, donde tenía un dormitorio más amplio en el que iba acumulando, además de docenas de marcos con fotos de todos nosotros, toda la ropa que compraba. Su único vicio (o manía): comprar ropa que, luego, casi nunca se volvía a poner. (Bueno, tiene otro vicio: el cuidado excesivo de su cabello, que ya abordaremos en otra ocasión...).

Este "simulacro" de síndrome de Diógenes ha producido que, ahora que mi hermana nos ha dejado, mi madre haya arrastrado con todas sus pertenencias (cajas y más cajas de cartón, grandes, pesadas, amenazantes...) y haya invadido el poco espacio que nos quedaba libre.

Su cuarto, que habitualmente era adonde iba a parar todo lo que no sabíamos dónde colocar (cuando no estaba ella, claro): una diana electrónica, la impresora y otros aditamentos del ordenata, un balancín de madera, una butaca, muñecos y libros múltiples,... Pues ya se acabó este "desahogo". Ahora todo lo ocupan los innombrables paralelepípedos, ominosos, repletos de no-se-sabe-qué. Algunas noches se oyen extraños sonidos, mezcla de quejidos, suspiros y crepitar de papeles ardiendo y suena una música como muy lejos, parecida a los "riffs" más salvajes de Jimi Hendrix ("All along the watchtower"...)

Se me olvidaba decir que también tenemos una tía (no, esta no se queda en casa: sería insoportable), que siempre viene cargada de multiplicidad de objetos. Es como lo de mi madre, pero al revés. Ella no "recoge", sino que "aporta" a los demás(seguramente lo que recogió en otra etapa anterior de su "desarrollo").

Hace poco se presentó (a pie), con un oso de peluche horrendo de un tamaño casi natural: "Para los niños". Ropa usada, agendas de años anteriores, todo tipo de "chupilitrinas",... ¿Que dónde van a parar? Al cuarto de la abuela,... hasta ahora.



Y ustedes dirán que por qué no tiramos todo estos excedentes. Muy sencillo: por falta de tiempo y por una cierta dosis de pereza. En el caso de mi hijo, añadiremos también un mucho de nostalgia. Un día buscando algo en su habitáculo encontré una caja con unos trozos astillados de conglomerado de madera (resultaron ser restos de un tablero de su primera canasta de baloncesto), pedacitos de piedra y cemento (que no he podido saber de qué eran), y otras fruslerías por el estilo que, cuando se enteró que yo se las había tirado, le produjeron un ataque de ansiedad nostálgica de mucho cuidado...

Pero algún día habrá que liarse la manta a la cabeza, echarle valor y arremeter contra los montones acumulados de existencia.

Ahora he engordado un poco, no mucho; entre 2 y 3 kilos. Ya no me agacho a recoger los juguetes y zarandajas de Lucía. Ni yo ni nadie... Vivimos a gusto así, entre restos de juguetes, pañales usados, ropitas de muñecas mutiladas, trocitos pegajosos de plastilina de todos los colores, lápices y pilas usadas.

Siempre salimos a pasear de noche. Antes de salir, cerramos bien la puerta. No sea que a algún pobre diablo se le ocurra robar y se meta en la casa, a esa hora y con la casa requetetomada.

There must be some way out of here / Debe de haber alguna forma de salir"

Said the joker to the thief / Dijo el bromista al ladrón

There's too much confusion/ Hay demasiada confusión"

I can't get no relief/ No encuentro consuelo

Jimi Hendrix - "All along the watchtower"


(Publicado originalmente por El Secretario en su desaparecido blog "La Zona Libre" el viernes 25 de abril de 2007).


Imágenes: Keita Miyazaki


martes, 8 de agosto de 2023

PUNTOS SUSPENSIVOS

 


Porque contrariamente a lo que creen tantos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay, ni se escribe para eso que se llama «contar historias», aunque la literatura está llena de relatos geniales. No. Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo…

  (...) ¿Hubo alguna vez mejor dibujo de la condición humana que los puntos suspensivos con su alegre suspensión de aquello que, a fin de cuentas, sólo puede aspirar a quedar eternamente suspendido?

   Para mí la imagen más relacionada con lo perpetuamente suspendido siempre será el patio del colegio cuando por la tarde los escolares marchábamos a casa y poco a poco caían las sombras y el patio quedaba abandonado como una eternidad cuadrangular, ofreciéndonos así, pulcra y para siempre ya inquietante, la perla condensada del hastío escolar.

ENRIQUE VILA-MATAS - "Kassel no invita a la lógica" - (2014)


Imágenes: Marc Bourlier

sábado, 5 de agosto de 2023

ÉL SABÍA QUE ERA CUESTIÓN DE TIEMPO


Matías conocía al Tigre desde antes que fuera su cuñado. Era amigo de sus hermanos mayores desde chico. Pero nunca había llegado a quererlo. Lo envidiaba un poco, eso sí. El Tigre parecía vivir en el kiosco de Rafael; estaba siempre sentado en la puerta tomando cerveza, y todos los pibes del barrio que pasaban lo saludaban con una mezcla de euforia y respeto. Desde ese trono de rey suburbano había enamorado a Carla, y le había costado bastante. Carla lo había vuelto loco: sabía que, aunque no era la más linda del barrio, era la más deseada sólo porque el Tigre estaba enamorado de ella. Él salía y se acostaba con todas las otras, las morochas de labios gruesos y caderas aprisionadas en los jeans, las tanas de ojos claros y padres estrictos, las altas y delgadas que trabajaban como promotoras en el shopping los fines de semana. Pero se moría por la Rusita —así le decían a Carla—, esa chica que probaba todo lo que le daban, cualquier droga, cualquier trago, cualquier boliche, cualquier tipo. Esa chica que, cuando Rafael subía la radio porque pasaban a los Rolling Stones, bailaba en la vereda con los pantalones tiro bajo que dejaban ver una rosa tatuada sobre el hueso de la cadera, tomando cerveza del pico. Carla tenía el pelo larguísimo, rubio, y cuando se lo ataba en una alta cola de caballo, su rostro desnudo, siempre sin maquillaje, se iluminaba. Esos atardeceres de verano, cuando bailaba borracha con la panza al aire, parecía la chica más linda del mundo. Nunca rechazaba a los que la invitaban a salir, a pasear en auto, a dar una vuelta manzana. Pero cuando se iba del kiosco con otro, saludaba al Tigre con un beso húmedo, y le sonreía. Él sabía que era cuestión de tiempo, y esperó.



   Matías no había estado presente la noche cuando el Tigre dejó de ser el amigo de la infancia de su hermana para ser el hombre de su vida, pero los había visto juntos una noche en la Sociedad de Fomento del barrio tan contentos que ahora siempre trataba de recordarlos así. Esas fiestas que los vecinos hacían en la Sociedad de Fomento era otra de las cosas que el barrio había perdido. Todos se emborrachaban y había que aguantarlos contando anécdotas repetidas, pero igual no eran fiestas aburridas. Tomaban como bestias en el barrio, y la entrada costaba sólo un peso. Cantaban zambas y tangos, pero era divertido, porque las mujeres aparecían con unos peinados rarísimos de peluquería, y hasta usaban vestidos brillantes, como si fuera una velada de gala. Sobre un escenario improvisado —apenas unos tablones— Gerardo el gasista anunció que iba a cantar «Calle angosta» y de repente Matías vio que el Tigre, se ponía romántico y le cantaba a Carla, y ella se reía pero también estaba emocionada. Y el Tigre le acarició la mejilla y le dijo, bajito, «cómo podés ser tan hermosa, hija de puta». Matías había podido leerle los labios, siempre los miraba cuando ellos no podían verlo. Cuando el Tigre terminó la serenata se rio, de pelotudo y enamorado que estaba. Y Matías no podía olvidarse de él esa noche, el Tigre, diecinueve años, remera cortita y pelo grasoso, ojos chiquitos y brillantes cantándole «Calle angosta» a Carla. Se la había llevado a algún pasillo para besarla y tocarla con las guitarras de fondo, con los vecinos desafinando a los gritos. A Matías le pareció que todo era hermoso, que iban a estar bien, que todo se iba a arreglar, algún día.

MARIANA ENRÍQUEZ - "Cómo desaparecer completamente" - (2004)


Imágenes: Flor Garduño