Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 26 de agosto de 2020

DOMINGO DE REVOLUCIÓN


 La Habana para mí ya no es una capital, se hace pequeña, mediocre, su belleza no va a impedir que se extinga; una ciudad la hace su gente, entre las ruinas y la diáspora la estamos liquidando. Desconozco a sus habitantes, tienen acento de la costa norte o del sur de Oriente o una conducta tribal que no se parece en nada a la de la ciudad que me presentaron en la infancia. Hay como una haitianización en la conducta de los seres que llegan a habitarla. Se come de pie, con el plato en la mano, o se camina masticando cualquier cosa en las calles de Centro Habana, La Lisa, El Cerro; las malas palabras y los golpes forman parte del paisaje, las aguas albañales abren una zanja entre dos aceras, y la música percute compitiendo y ganándole al silencio o las buenas maneras. De regreso por sus calles, venciendo sus rutas interiores en busca de alimentos o para ultimar ciertas gestiones inaplazables, terminas gritando o enmudeciendo de ira. La Habana empieza a ser tu enemigo, sus habitantes, su incomodidad, la imposibilidad de estar bien, todo colabora en tu contra. Ese lugar que fue sublime hoy te agrede.

(...) Las fiestas de los científicos eran aún más aburridas, las envidias y las viejas rencillas aparecían con el segundo trago de ron. Las pequeñas, pocas prebendas que tienen en este país los científicos les van socavando por dentro: tu alma por un televisor chino, tu alma por un viaje a Europa, tu alma por una casa prestada en el Polo Científico o tu alma por un Lada 2107 caja quinta. ¡Uf! Me había olvidado de los científicos. Mi padre decía que pocos se detenían a pensar qué era ético y qué no. Lo importante eran los resultados. Una vez que probaban el alcohol todo se desembuchaba y empezaban a desfilar los demonios. Nadie daba un piñazo a nadie. Los científicos y sus fiestas de dominó, ron añejo y chicharrones de puerco, las mujeres con zapatos blancos de tacón y los hombres uniformados con sus Rolex. ¡Ay!, los científicos.


(...) Miras tu sala, revisas el cuarto, caminas por la cocina, analizas la geografía de tu intimidad. Aquí también habrán aplicado la técnica. ¿Dónde pusieron sus micrófonos?

   En los cuadros, en los adornos, en tu reloj, en el celular, en los equipos de música… ¿O realmente creías que no te espiaban?

   Dicen que esto pasa en todos los países del mundo y que se trata de salvaguardar la seguridad nacional. Son asuntos de Estado, alta política de protección ciudadana.

   Pero ¿y yo?, ¿quién soy? Una mujer menuda escribecosas que no puede lidiar con su propio destino, imagínense con la seguridad o integridad nacional.

   Te graban las comunicaciones telefónicas y te archivan hasta ver que no eres un peligro público. Pasarán treinta años, cambiará tu voz, perderás tus pocos afectos y terminarán contigo. ¿Para qué? ¿Quién deberá estar seguro a cambio de tu inseguridad?

   ¿Dónde están los micrófonos para arrancarlos de raíz? ¿Dónde están?

   No podemos saberlo. ¿Me lo puede acaso decir el compañero que graba las llamadas telefónicas? Descuelgo y le pregunto:

   —¿Dónde pusieron los micrófonos?

   En realidad el verdadero micrófono, tras años de hablar bajo y de renunciar a decir lo que piensas, el verdadero artefacto, ya vive dentro de ti.

WENDY GUERRA - "Domingo de revolución" - (2016)


Imágenes: Luciano Cian

CONSAGRADO A LA MÍSTICA DE LA RUTINA

 

   Bailo sobre mi silla giratoria, soy un ágil derviche consagrado a la mística de la rutina. Me concentro en las ruedas traqueteantes, sus pequeños fragmentos de rotación cósmica, su precaria música de las esferas. Las horas siguen distribuidas ordenadamente en el reloj de la pared: he renovado mis votos. Pues no hay igualdad ni exactitud en la labor del minutero, solo la mecánica arbitraria de su señorío. Alabémosla. A las pausas reglamentarias (los cafés, los cigarrillos, el menú nuestro de cada día, uno y trino, en el restaurante de la esquina) demos gracias.

   Consulto el correo por última vez antes de apagar el ordenador. Me topo con un mensaje sin título de Roberto. El clic del ratón en la oficina medio vacía retumba como la pisada de un intruso en una caverna. Ningún texto en su interior, únicamente un archivo adjunto. Lo descargo y bajo a cero el volumen.


   Aparezco en la pantalla. Mi imagen brota en una escena que pugna por escapar de sus límites, el color oscilando más allá del borde de las siluetas, los píxeles reventados, el movimiento lacerado por interferencias horizontales. Se trata sin duda de una vieja grabación digitalizada. Aparece mi cuerpo sin mí, la sombra de un adolescente bailando en una fiesta ignota, en el centro de una habitación mal iluminada. Desde el vórtice de esa noche perdida, mi perfil líquido protesta. Canta el frío de los resucitados, aunque no oiga su voz, mientras alguien se va acercando por detrás con su sonrisa de viernes incrustada. Disfruta del puente, Jonás, pronuncia una boca cualquiera. Y yo, el derviche bien educado, respondo con cortesía y espero a que el perfume de su propietaria se esfume hacia la salida. He cerrado el vídeo de inmediato. Mi mano súbitamente envejecida cierra ahora todas las ventanas y borra el historial de navegación. Nada puede, sin embargo, contra esa desazón que quedará flotando alrededor de la mesa hasta que la señora de la limpieza pase su gran bayeta comunal.

JUAN VICO - "El animal más triste" - (2019)

Imágenes: Andhika Ramadhian

sábado, 22 de agosto de 2020

DIARIO DE UN LIBRERO


 La primera vez que vi The Book Shop, en Wigtown, tenía dieciocho años, me encontraba de regreso en mi ciudad natal y estaba a punto de marcharme a la universidad. Recuerdo vívidamente pasar por delante de la librería con un amigo y expresarle mi convencimiento de que habría cerrado antes de que acabara el año. Doce años después, durante una visita navideña a mis padres, entré para ver si tenían un ejemplar de Three Fevers de Leo Walmsley. Empecé a conversar con el dueño y le comenté lo difícil que me estaba resultando encontrar un empleo que me satisficiera. Me sugirió que le comprara la librería, ya que deseaba jubilarse. Cuando le dije que no tenía un penique, me respondió: «No te hace falta dinero. ¿Para qué crees que sirven los bancos?». Al cabo de menos de un año, el 1 de noviembre de 2001, exactamente un mes después de cumplir los treinta y uno, el negocio pasó a mis manos. Antes de hacerme con él quizá debería haber leído «Bookshop Memories», un ensayo que George Orwell publicó en 1936 y que ha conservado intacta su vigencia. El texto es una especie de advertencia para todos aquellos ingenuos que, como yo, creíamos que la venta de libros de viejo era una situación idílica en la que te pasabas el día sentado en una mecedora frente a un fuego crepitante, con los pies en alto y enfundados en unas pantuflas, fumando en pipa y leyendo Decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon mientras una ristra de encantadores clientes iban entrando en la librería para brindarte conversaciones inteligentes hasta que llegaba la hora de regresar a casa con los bolsillos llenos. La realidad no podía ser más diferente. Entre todas las observaciones que Orwell realiza en el citado ensayo, puede que la más pertinente sea la siguiente: «la mayoría de las personas que entraban habrían sido una molestia en cualquier sitio pero lo eran especialmente en una librería».


(...) La mayor parte de quienes nos dedicamos a los libros de viejo estamos familiarizados con la experiencia de retirar las pertenencias de un difunto y acabamos insensibilizándonos con el paso del tiempo, excepto en casos como este, cuando el matrimonio fallecido no tenía hijos. Por diversas razones, las fotografías que cuelgan de las paredes —el marido en su elegante uniforme de la RAF; la esposa durante un viaje de juventud a París— desprenden una suerte de melancolía que uno no encuentra en aquellas viviendas de parejas con hijos que les han sobrevivido. Desmantelar su biblioteca se antoja el acto final de destrucción de su carácter y te sientes responsable de eliminar las últimas huellas de las personas que fueron un día. La colección de libros de esta mujer era una muestra de su carácter; sus intereses como lectora es lo más parecido que deja a una herencia genética. Quizá por esto su sobrino tardara tanto tiempo en pedirnos que mirásemos sus libros, de una manera similar a la reticencia que muestran unos padres a la hora de modificar el menor detalle de la habitación de su hijo difunto.


(...) Cualquier librero te contará que ya puedes disponer de 100 000 libros ordenados y clasificados en una tienda bien iluminada y calurosa, que si dejas una caja de libros sin abrir en un rincón oscuro y frío, los clientes se abalanzarán sobre ella al momento. El atractivo que desprende una caja de libros sin clasificar y valorar es extraordinario. Por descontado que la idea de descubrir una ganga tiene mucho que ver en ello, pero sospecho que la cosa va mucho más allá y que guarda paralelismos con abrir regalos. Al final se trata de la excitación que despierta lo desconocido, algo con lo que me puedo identificar a la perfección, ya que comprar libros es exactamente eso. Al dirigirme en coche a una cita, ya sea para la posible adquisición de títulos de una colección privada, de una institución o de un negocio, siempre se produce esa ligera aceleración del pulso que provoca la expectativa de que el lote en cuestión contenga algo realmente especial; y con frecuencia es el caso, se trate ya de un incunable de Culpepper, de una primera edición de un título temprano de Ian Fleming en perfecto estado, de una bella encuadernación en piel de becerro o simplemente de algo que jamás has visto. Aún no me ha llegado el momento de hallar un libro encuadernado en piel humana, pero un marchante que conozco sí que dio con uno en una casa en Castle Douglas.


(...) Por la tarde hemos tenido un cliente que se ha pasado una hora dando vueltas por la librería. Al final se ha acercado al mostrador y me ha dicho: «Jamás compro un libro de viejo. Uno no sabe quién lo ha toqueteado ni dónde ha estado». Fuera de que me parezca un comentario irritante que dirigirle a un librero de viejo, la cuestión es: ¿y quién sabe por qué manos han pasado los libros una vez dentro de una tienda? Sin duda por las de gente de toda condición, de párrocos a asesinos. La historia secreta detrás de la procedencia de un libro es para algunos un elemento excitante que dispara su imaginación. En cierta ocasión hablé con un amigo sobre las anotaciones al margen en los libros. Insisto en que provocan reacciones contrapuestas. De forma ocasional recibimos devoluciones de Amazon porque el cliente ha descubierto notas en un libro, garabateadas por sus anteriores dueños, que a nosotros se nos pasaron por alto. Para mí esto no le resta valor, al contrario, le añade un componente fascinante; permite asomarse a la mente de una persona que leyó el mismo libro que tú.

SHAUN BYTHELL - "Diario de un librero" - (2018)

Imágenes: Allison Glasgow


sábado, 15 de agosto de 2020

SU VIDA ME DUELE DOS VECES

 

Se llamaba Jorge, como yo, y por eso su vida me duele dos veces. Aún no lo conocía, jamás había visto un retrato suyo y apenas ojeado alguno de sus poemas, pero al saber cómo había muerto —una anécdota trivial en los escombros de una conversación distante— tuve una imagen precisa de su rostro, sus manos y su tormento. Mientras oía los restos de la charla y mis pupilas vagaban entre el humo de los cigarrillos, lo miré nítidamente, o mejor: miré a través de él, en su habitación, a dos hombres de blanco aguardándolo con impaciencia. Dos individuos de cera, de gestos tan opacos como sus voluntades, sentados en un raído sofá; frente a ellos, a contraluz, el delgado cuerpo del poeta, sobrio y liviano como una plegaria. Yo observaba sus dedos danzando con lentitud y escuchaba su voz —no, el eco de su voz— pidiéndoles, valga la paradoja, un poco de tiempo: necesita arreglarse y terminar un trabajo que todavía le preocupa.



   Los enfermeros le dicen que está bien, que tiene diez minutos, y que no intente nada (como si le quedaran fuerzas para escapar); luego permanecen inmóviles, contemplan cuadros y repisas, libros viejos y el polvo, atrapados en la mirada de ese fantasma caído a pedazos. Diez minutos: suficientes para preparar diez muertes distintas o malgastar nueve intentos y aprovechar el último. Titubeante, el poeta entra al cuarto de baño y le pone el seguro a la puerta; ellos advierten el murmullo de la clavija, despreocupados, presos en el tiempo sin tiempo de esa tarde única, el vacío que separa los instantes.


   Adentro, el poeta admira su doble en el espejo: bajo sus pestañas, bajo el párpado destruido en su mejilla izquierda, los estragos del cansancio; está sucio y tiene barba de varios días. Su expresión, sin embargo, no es de miedo sino de resignación. Ante su dolor pasa su vida entera inscrita en un relámpago.


   Tiene ganas de llorar. En una esquina del lavabo descansa la navaja; en la otra, el jabón espumoso y una brocha despeinada. Lo atrae la hoja de acero con su resplandor de lluvia. La toma y sin dudarlo, con un movimiento seco, se la lleva al cuello desnudo. ¿Por qué no de una vez? ¿Por qué no acabar definitivamente con la angustia y la memoria, con su imagen? Bastaría aumentar la presión y olvidarse del pánico y del frío de una tajada. En unos segundos todo estaría consumado para siempre. No le falta valor, le sobra tristeza.

JORGE VOLPI - "Días de ira" - (2011)

Imágenes: Kevin Barranco

miércoles, 12 de agosto de 2020

PORQUE ELLA NO LO PIDIÓ

 

Un día, el día menos pensado, Rita Malú recibió la llamada de una mujer que le dijo que tenía que proponerle algo, pero que no podía hacerlo por teléfono. ¡Por fin un cliente! Le pareció que la vida cobraba otro sentido aquel día. Quedaron para verse dos horas después en el despacho detectivesco. La mujer tenía una cara muy pálida y era muy delgada, tenía unos treinta años, vestía con sobriedad, parecía triste, se llamaba Dora. Le había llamado mucho la atención, dijo la mujer, que en el anuncio —«tan original», subrayó— aseguraran que podían encontrar a un hombre escondido. Eso encajaba, dijo, con el perfil de investigador que ella necesitaba. Quería que buscaran a su ex marido, un joven y famoso escritor que llevaba meses en paradero desconocido, sin pasarle la alta paga mensual a la que ella tenía derecho. El escritor había publicado no hacía mucho una novela, la quinta de su carrera literaria. En ella había escenificado su propia desaparición. O, dicho de otro modo, se había esfumado dentro del texto. No se le había vuelto a ver desde que había publicado aquel libro.


   Le habían llegado a ella rumores de que se había refugiado en la isla de Pico, en las Azores. Se trataba de una isla ocupada casi por entero por un gran volcán, un lugar perdido en medio del océano Atlántico. Una isla de la que su ex marido había hablado ya en otra de sus novelas y que él conocía bastante bien. Seguramente estaba escondido allí, pero el lugar quedaba lejos para ir a descubrirlo. Confiaba en que en aquella agencia —ella pagaría espléndidamente bien— pudieran investigar y hallarle, fuera en Pico o en cualquier otro lugar, descubrirle e instigarle a que hiciera el puñetero favor de volver a pasarle la paga mensual.


   Bastaron cinco minutos para que a Rita Malú no le quedaran dudas sobre lo que estaba pasando. Aquel escritor desaparecido existía, se llamaba Jean Turner, y alguna vez había oído hablar de él. Hasta ahí todo correcto; pero aquella mujer, aquella primera cliente, estaba loca. Se había enamorado de un libro de Turner que acababa de leer. Y había empezado a pensar, a querer creer que el personaje central de ese libro (el joven escritor) era su ex marido.


   (...) En un recodo de la carretera, cerca ya de Madalena, vio el breve sendero que conducía a una pequeña casa roja que era idéntica a la de su sueño de hacía unos días. Le pidió al taxista que se detuviera, y no le extrañó demasiado ver que, al igual que en el sueño, el camino subía enroscándose brevemente hacia la pequeña cima de la frondosa colina y le dejaba ante la casa roja, cuyos menores detalles comenzó a recordar ella en ese momento con la máxima precisión.


   Era como si hubiera estado siempre allí desde que había soñado con esa casa, cuya puerta le había abierto en el sueño un anciano. A medida que se acercaba a la casa, le entraban más ganas de llamar al portón de esa mínima mansión roja que notaba que le atraía extrañamente. Y lo hizo, llamó. Y volvió a abrirle la puerta el viejo que había visto en el sueño, sólo que ahora el anciano era muy alto, sumamente delgado, orejas de murciélago, la cara muy estrecha y una abundante barba blanca. Llevaba un abrigo apolillado. Era Turner con cincuenta años más. A diferencia del sueño, en esta ocasión Rita pudo hablar con el viejo, al que se le ocurrió preguntarle si estaba en venta la casa. Lo estaba, pero el viejo le aconsejó que no la comprara.


   —Esta casa está frecuentada por un fantasma —le explicó el anciano.


   Se produjo un breve silencio.


   —¿Y quién es ese fantasma? —preguntó ella.


   —Usted —dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

ENRIQUE VILA-MATAS - "Porque ella no lo pidió" - (2007)

Imágenes: Frank Moth

UNA CANCIÓN PARA CADA MOMENTO


   Dio un paso atrás para hacer un cálculo aproximativo. Debían de sumar más de cuatrocientos cedés.

   Más de cinco mil canciones.

   Miles de buenos y malos recuerdos.

   Millones de emociones enlatadas y perfectamente colocadas en aquella estantería de pared.

   Toda la música que había ido comprando desde que, con diecisiete años, le regalaron aquel discman de Sony. Necesitaba alimentarlo. Al principio solo compraba en fechas muy señaladas porque dos mil pelas eran dos mil pelas. Empezó con los grupos españoles que más sonaban en Los Cuarenta Principales: La Unión, Radio Futura, La Frontera, Dinamita pa’ los Pollos, Héroes del Silencio, La Dama se Esconde y, cómo no, sus paisanos, Celtas Cortos. Se enganchó a las letras surrealistas de El Último de la Fila y durante meses no consumía nada que no tuviera la factura aflamencada de Manolo García y Quimi Portet. Cuando superó esa etapa se lanzó a explorar otros horizontes y fuera de nuestras fronteras encontró tendencias afines en Guns N’Roses, Nirvana, Aerosmith, Soundgarden, Stone Temple Pilots o Pearl Jam. Corrían los primeros años de los noventa y Ramiro Sancho se encontraba afrontando su etapa universitaria. Eran tiempos de melena deslucida hasta los hombros y cazadora vaquera. Una fase de búsqueda, de afirmación. Una fase de desfase. Podía salir de casa sin los apuntes de Derecho Romano, pero nunca sin su reproductor y sus cascos. Podía pasarse meses sin comprarse ropa, pero jamás sin hacerse con lo último de su, cada vez más extenso, listado de grupos. Sin embargo, no fue hasta la aparición de Poligamia de Los Piratas cuando descubrió el poder oculto que contenía la música. Porque cada canción de ese elepé era un billete de ida a ese lugar en el que conseguía desconectar de la realidad y encontrarse consigo mismo. Con el tipo que era, con el tipo que quería llegar a ser.


   Ese que fue y que había olvidado que era.

   Entonces, identificó el tema que le apetecía escuchar.

   Quería escucharlo.

   Había cierto orden, pero sumido en ese estado de ansiedad, todas esas cajitas de plástico rotuladas en el lomo conformaban un galimatías colosal, del todo indescifrable. Estaba delante de sus ojos pero no daba con él.

   Deseaba escucharlo.

   El rastreo visual resultaba tan infructuoso como agónico. Así, resolvió sacarlas de aquel encierro y apilarlas en el suelo. Blur, The Offspring, Seguridad Social, The Cure, Eskorbuto, U2, Barricada, Los Rodríguez, The Smiths, Golpes Bajos, The Rolling Stones, Fito & Fitipaldis, Suede. Tenía que estar allí, en ningún otro sitio. Al alcance de su mano.

   Necesitaba escucharlo.

   Modestia Aparte, Tahúres Zurdos, Los Enemigos, Green Day, Kortatu, Rosendo, Oasis, Aerosmith, AC/DC, Los Piratas…

   —Aquí estáis, cabrones —verbalizó.

   Pero quería localizar una imagen en concreto, la de esa suerte de maniquí de madera descabezado sobre fondo negro. El último disco de Los Piratas. Una despedida en directo que incluía el concierto en DVD y CD, a la altura de lo que significaban esas canciones para Sancho.

   —Ultrasónica, Poligamia, Manual para los fieles, Fin de la segunda parte. Este es, cojones.


   Lo examinó antes de abrirlo, codicioso. Sacó el compacto y se dirigió presuroso a su habitación. Tenía un equipo en el salón, pero prefería escucharla en su discman. El reproductor estaba donde tenía que estar: en la caja sin desembalar que guardaba en la parte de arriba del armario. No le importó subirse a la mesilla ni vaciar el contenido sobre la cama, donde quedaron esparcidas varias decenas de objetos, todos inservibles menos uno, ese de color negro al que le faltaban las pilas.

   —¡¿Dónde tengo yo…?!

   El mando a distancia de la televisión se dibujó en su mente. Desnudo, vestido únicamente por el antojo desmedido, corrió por el pasillo. Le arrebató las pilas como si nunca hubieran debido estar allí y se las colocó al discman. Introdujo el disco y cuando apareció el número 16 en el display notó que le convenía sentarse para tratar de sosegarse.

   No lo logró.

   Sabía cuál era el corte. Pulsó doce veces y solo entonces se colocó los cascos.

   Inspiró profundamente antes de apretar el botón del triángulo.
   
     
       Prometo no mandar más cartas y no pasar por aquí.

       Prometo no llamarte más y ni inventar ni mentir.

       Prometo no seguir viviendo así, prometo no pensar en ti.

       Prometo dedicarme solamente a mí.

       Prometo que a partir de ahora lucharé por cambiar.

       Prometo que no me verás, que no voy a molestar.

       Sabes que lo digo de verdad, que no voy a fallarte en nada,

       que tengo mucha fuerza de voluntad, que no te fallaré en nada.
      

   A partir de esa estrofa continuó él de viva voz.

   No se percató de que se le habían mojado las mejillas hasta que se hizo de nuevo el silencio.

   —Una canción para cada momento y un momento para cada canción.

CÉSAR PÉREZ GELLIDA - "Sarna con gusto" - (2016)


       Imágenes: Dalila del Valle

sábado, 8 de agosto de 2020

EL ÁNGEL


Quien primero le habló del Ángel fue el tío Sebastián. Mucho antes de que el Ángel apareciera. Quien primero negó al Ángel fue el tío Eduardo. Pero Ana María estaba en la edad de creer en los ángeles, de modo que se dejó convencer por el tío Sebastián, que además de tío por parte de madre, era cura por parte de Dios padre. Y sencillamente ella se puso a esperar al Ángel. Sebastián decía que debía llamarlo Ángel de la Guarda, pero Ana María le quitaba el apellido, lo llamaba Ángel y punto. Quizá porque el almacenero de la esquina se llamaba Manolo de la Guarda y ella no podía aceptar que un Ángel fuera pariente de aquel barrigón.

   Según Sebastián, cada hombre y cada mujer, pero sobre todo cada niño y cada niña, podían tener su Ángel de la Guarda, o sea una presencia protectora que muchas veces les avisaba de un riesgo o los apartaba de un peligro. Pero a medida que los años pasaban, a medida que dejaban de ser niños, los hombres y mujeres se iban volviendo egoístas y sórdidos, iban perdiendo pureza y generosidad, y sus respectivos custodios iban quedando en el camino, tan confundidos como olvidados.



   «Pavadas» decía el tío Eduardo, ateo y materialista, «sólo un zoquete como Sebastián puede creer en esas tonterías. En realidad me importa poco que él se mueva en ese submundo de beatas y santurrones, pero sí me indigna que se aproveche de la candidez de mi sobrina para meterle en la cabeza tales disparates». Y hablaba con su hermano Agustín, padre de Ana María. Pero Agustín tenía demasiadas tribulaciones de primer orden como para ocuparse además de un rubro tan prescindible como el status de los ángeles. Sebastián por su parte hablaba con su hermana Ester, madre de Ana María, para prevenirla contra la nefasta influencia que su concuñado podía ejercer sobre la sobrina de diez años, apartándola de su natural vocación religiosa, pero tampoco Ester tomaba partido.

   En realidad no era una vocación religiosa lo que llevaba a Ana María a esperar a su Ángel. Con la misma expectativa habría aguardado a un marciano o a un lobizón. Sólo que las prédicas de Sebastián hacían más verosímil la presencia del Ángel, que para ella no implicaba ningún sentido religioso sino que tendía a ser la gozosa concreción de un sueño lindo.

   De modo que cuando el Ángel hizo por fin acto de presencia, y Ana María, que aquel lunes iba rumbo a la escuela con su repleta cartera a cuestas, lo vio caminando a su lado, no prorrumpió en grititos de histeria precoz ni se quedó con la boca abierta ni dio tres vueltas de carnero. Simplemente dijo buenos días Ángel, aunque eso sí los ojos verdes se le iluminaron.
MARIO BENEDETTI - "Geografías" - (1984)

Imágenes: Brad Kunkle

miércoles, 5 de agosto de 2020

¿PARA QUÉ SIRVEN LAS QUIMERAS?


¿Para qué sirven las quimeras? Yo no lo sé, pero mi hermano llevó siempre en el corazón —aparte de un centenar de ectoplasmas de mujeres en su inmensa mayoría irreales— su quimera privada.

   Sí, pero ¿qué entendemos por quimera? Bueno, ya saben: a) un monstruo fabuloso que echa fuego por la boca y que tiene cabeza leonina, cola de dragón y vientre de cabra y b) todo aquello que deseamos vanamente y que nos deja en condiciones idóneas para enriquecer a los psicoanalistas.

   La quimera de mi hermano era del tipo b.

   Era ocho años mayor que yo, y, a determinadas edades, ocho años de diferencia son demasiados años para considerar a alguien tu hermano: mi hermano era para mí una especie de vicepadre. Entre nosotros había un abismo generacional, y un abismo es siempre un abismo, por más que se tiendan puentes de complicidad genética sobre él. Cuando yo aún jugaba a los superhéroes mutantes, él ya tenía su colección de cómics de Dan Defensor y del Capitán América abandonada por completo, porque andaba metido en el grupo teatral del instituto, ahuecando la voz y dando vida a seres meditabundos, mitológicos o castizos, que eso a él parecía darle igual; cuando el acné me convirtió en una especie de quimera del tipo a, ya empleaba él argumentos metafísicos lo bastante contundentes como para arrastrar a sus novias a las filas últimas de los cines, al modo de un merlín de dedos mágicos. Y así con todo.



   Por los pasillos de casa se oían a menudo voces impostadas y magníficas: «Mientras Numancia resista, la llama de la patria arderá orgullosa…». Mis padres, no sé por qué razón, aprobaban aquel proceso irreversible hacia el trastorno de la personalidad. Porque el teatro conduce a eso, como es lógico: a pensar que eres quien no eres (un paladín numantino, un pastor sentencioso, un amargado que dialoga con una calavera de plástico) y que todas las muchachas cultas del mundo van a meterse en tu cama con tacones de aguja y con las bragas colgadas de las orejas, maravilladas de tu capacidad de transmutación y de tu vida intelectual compleja y laberíntica. Porque las cosas, en efecto, son así: inescrutables. Te pasas media vida en un gimnasio para trabajarte un torso tipo Orestes y, al final, las chicas te cogen manía por causas inconcretables y te convierten en un galán improductivo que deambula por las fiestas contando chistes verdes puramente teóricos. Recitas en cambio un parlamento de Orestes ante un auditorio perfumado («Hermes subterráneo, en atención al poder que mi padre tuvo, sé para mí, te lo suplico…») y tienes que ponerlas en fila, e incluso puedes cobrarles los preservativos con un recargo del 10 %, en concepto de gastos de gestión y de intereses de demora.
FELIPE BENÍTEZ REYES - "Oficios estelares" - (2009)

Imágenes: Arántzazu Martínez

sábado, 1 de agosto de 2020

HECHO DE AGUA, AIRE Y MIEDO


Estoy hecho de agua, aire y miedo. De nuevo.

   Cuando estaba allí, en el Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo, era el burbujeo de las olas el que arrullaba y adormecía mi miedo a extinguirme. La poliomielitis, ¡la polio!, me afectó a mí, pero cayó como un obús en Terranova. Había una gran epidemia de la que apenas se informaba. Cuando golpeaba cerca, la gente descubría, atónita, que la peste acechaba hacía tiempo. A mí no solo me paralizó piernas y brazos. El aparato respiratorio se olvidó de respirar.

   Me salvó el Pulmón de Acero.

   El cuerpo metido en un tanque cilíndrico. La máquina lo hacía trabajar y recordar. Presionaba para expulsar el aire, cedía para expandir el tórax y animarlo a entrar. Solo la cabeza permanecía fuera, sellada por el cuello. Es curioso. Observar el mundo exterior mientras la vida, tu vida, lucha en la oscuridad. Me sentía en un batiscafo, en una nave a modo de cápsula que parecía hecha a mi medida. El espejo, colocado en lo alto para ver sin tener que mover la cabeza, era mi periscopio. En esa posición, la del enfermo inmovilizado, penosa, tenía a veces la sensación de ver lo que los otros no veían. Lo invisible.
MANUEL RIVAS - "El último día de Terranova" - (2015)

Imágenes: Marcel Caram