Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 30 de junio de 2020

DESDE EL MÁS ALLÁ


Las cosas ocurrieron más o menos de este modo: un día, luego de diez años muerto, mi papá decidió volver. Era sábado, era junio, era invierno, era después de almuerzo y a esa hora, al otro lado del ventanal, el cielo estaba cubierto por un borbotón de nubes perfectamente blancas desplazándose sobre la bahía de Antofagasta. Algunas eran tan grandes como una familia de ballenas venida desde el poniente. Pero estas observaciones parecen irrelevantes comparadas con el hecho de que mi padre regresara, digamos, desde el más allá, y que lo hiciera del modo como siempre lo hizo cuando estaba vivo: llamando a la puerta con tres golpes secos y decididos.

   Aparte de un ruido en las tuberías, como el que haría algo cayendo con fuerza, no hubo nada extraño anticipando la situación: sencillamente el viejo estaba allí, tal como lo vestimos en el subterráneo de la morgue; estaba parado frente a mí y ese instante se me hizo eterno.



  Era él: sus ojos pardos, su nariz de puente recto y puntiagudo y su sonrisa que, lejos de ser contagiosa, siempre transmitía una seguridad inquebrantable. Parecía el mismo de los días previos a la enfermedad. Incluso diría que un poco más rejuvenecido, y así, parado frente a la puerta, de pronto tuve la sensación de que el enfermo era yo: me vino un estremecimiento, una suerte de calor subiendo por el pecho y luego expandiéndose hacia los brazos como quizás él también lo sintió aquella noche diez años antes, cuando le sobrevino la hemorragia que acabó por tumbarlo.

   Pero ahora no había nada de eso: no había convulsiones ni miradas perdidas ni médicos presagiando el final; no había madera de ataúd ni algodones bloqueándole las fosas nasales ni preservantes inyectados con una jeringa de aguja enorme. De pronto ya no hubo muerte ni hubo muerto. Mi papá estaba ahí, había regresado y yo no sabía qué diablos hacer.
PATRICIO JARA - "Geología de un planeta desierto" - (2013)

Imágenes: Lara Kantardjian

sábado, 27 de junio de 2020

LA PÓLVORA APRETADA, MI GRITO


En el porche, la madera cruje bajo mis pies nerviosos. Desde allí mismo, sin perder de vista el lugar en el que el hombre está, palpo la pared interior y, cuando la encuentro, levanto el arma por el tirante. Saco un cartucho de la faltriquera, abro el cañón y aunque juré que nunca más volvería a tenerla cargada en casa, ahí está el brillo gastado del culote de latón taponando el tubo. Solo entonces me acuerdo de Iosif, que me mira fijamente desde su mecedora quieta. Los dientes, apretados; las sienes, tensas. Lo llama alimaña, hijo de mala madre. En el fondo de sus ojos se acumula el cieno, pero en sus pupilas brilla la codicia sanguinaria del cazador. Dirijo mi mirada al huerto y cierro la escopeta. Siento en mis manos el seco chasquido del fiador asegurando el cañón. Un sonido preciso y firme que alienta en mí una confianza de la que no dispongo. El acero estriado del tubo será mi boca, y la pólvora apretada, mi grito.



   «No le voy a decir más veces que está usted en una propiedad particular. Si no se va ahora mismo, le dispararé».

   El hombre no se inmuta. Aprieto con fuerza la garganta de madera, el dedo dispuesto sobre el gatillo. Sé perfectamente que, a menos que intente agredirme, no le voy a disparar. Aun así, me desespera su indolencia. No me mira, no mueve un músculo, no da señales de tener miedo, no ya de una mujer vieja y escuálida, sino de un arma cargada y caprichosa. Una escopeta en manos de alguien que solo ha abatido con ella ánsares y faisanes y, casi siempre, levantados del suelo por ruidosos ojeadores. ¿Qué clase de licores consume esta gente? ¿Por qué se muestran tan displicentes? ¿Dónde está su dignidad?, me pregunto.
JESÚS CARRASCO - "La tierra que pisamos" - (2016)

Imágenes: Dani David
                                       

miércoles, 24 de junio de 2020

TODOS LOS SENTIDOS


Bianquetti se aseguró de tener todos los sentidos en guardia, divididos para cubrir todos los flancos, y no se trataba de una frase hecha.

   La vista, concentrada en la calle que tenía a sus pies, atento por si detectaba cualquier movimiento anómalo.

   El oído, pendiente de que al otro lado de la puerta de su domicilio no se produjera ningún sonido que delatase la presencia de algún extraño en el edificio.

   El tacto, consciente del familiar peso del revólver, mientras se repetía una y otra vez que no iba a dejar que le pillasen con la guardia baja.

   El olfato, incapaz de ignorar aquel hedor a tensión acumulada, a sudor y a la grasa del arma que sostenía, todo mezclado para componer una fragancia macilenta que ningún perfumista se atrevería a embotellar.

  El gusto, embotado del sabor amargo que le subía desde la boca del estómago al evocar lo sucedido o, mejor dicho, lo que no había llegado a suceder. Reconoció el sabor del miedo, más evidente cada vez que volvía a pensar en lo que habría pasado de no haberse percatado de la presencia de los malnacidos que le habían seguido hasta Puerto Real.
BENITO OLMO - "La tragedia del caracol" - (2018)

Imágenes: James Zucco

sábado, 20 de junio de 2020

LOS MISTERIOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS


También le explicaron por qué nunca elegían a mujeres para ser Estrellas: había otras Hermanas que se ocupaban de eso. Y también de hacer otro tipo de Estrellas. Las del cine, por ejemplo. El territorio de las Luminosas era sólo el de los chicos y la música.

   Helena estudió los últimos días. Los Aislamientos, los Encierros. John Lennon que caminaba solo, de noche, por la calle. ¿Por qué sin custodia ese hombre tan famoso, tan amado? Así funciona el Aislamiento. De la misma manera, Jim Morrison había sido llevado a París para morir solo, sin que nadie pudiera reconocer su cuerpo. Por eso, cuando Kurt Cobain escapó del centro de rehabilitación, los investigadores privados y su familia lo buscaron por todas partes menos en su propia casa, donde Violeta había organizado un aislamiento flotante, sin tiempo, tenebroso, lleno de sombras que entraban y salían por la puerta, lleno de colchones y cigarrillos abandonados sobre las mesas. Por eso nadie había dado vuelta a Jimi Hendrix en su cama, para que pudiera dormir esa noche. Por eso nadie escuchó los chapoteos agónicos de Brian Jones en la piscina de su casa.


   Y, cuando los humanos investigaban los Misterios de los Últimos Días, notaban la rareza, pero no comprendían su enormidad. No comprendían que esa soledad etérea era imposible, nunca pensaban en algo más. En una intervención. A lo sumo, pensaban en un crimen bien ejecutado y elaboraban teorías vacuas. De la misma manera, no reconocían las caras idénticas, noche tras noche, en las esperas fuera de los hoteles, en las primeras filas de los shows, en todas esas fotos con la misma adolescente que lloraba, una vez con pollera acampanada y melenita, otra vez con el pelo teñido de rubio sucio y una remera destrozada. Pero la misma cara, en cada detalle, esa misma cara joven.
MARIANA HENRÍQUEZ - "Este es el mar" - (2017)

Imágenes: Elliot Brown

miércoles, 17 de junio de 2020

SUAVE EN LA CAMA


Al principio, yo pensaba que Barry era tan suave en la cama a causa de la ternura. Sin embargo, pronto me di cuenta de que no tenía nada que ver con eso. Era un hipocondríaco, una de esas personas que están convencidas de que van a morir pero temen ir al médico porque quizá averigüen que están en lo cierto. O que están equivocados y lo que ocurre es que están locos. Él había sufrido un ataque al corazón algunos años antes, y tenía miedo de que si hacía excesivos esfuerzos durante las relaciones sexuales con alguien mucho más joven que él, pudiera repetírsele y matarlo. Y había leído en su ordenador, de donde sacaba todos sus conocimientos médicos, que habían realizado un experimento que demostraba que producir esperma le costaba mucha energía a los ratones, y que como resultado vivían menos. Barry sacó la conclusión de que a las personas les pasaba lo mismo, así que intentaba no eyacular, porque tenía miedo de perder un mes de vida cada vez que lo hiciera.
JOSEPH TELLER - "El décimo caso" - (2008)

Imágenes: David Hettinger

sábado, 13 de junio de 2020

UN DIOS SOLO E IRRITADO


Me remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada, capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada, en el cual el sonido resultaba inconcebible.

   Entonces, por mis necesidades, el dios creador tomaba la figura de un hombre, pero no podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de melena y barba blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el universo mudo.

   Sus cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz. Aciaga.


   Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que este los creara.

   Creó entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta cólera que la soledad había puesto en su corazón.

   Después realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.

   Pero el dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al primero, no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre.

   El dios quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; pero no eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban.
ANTONIO DI BENEDETTO - "Zama" - (1956)

Imágenes: Agnes Cecile

miércoles, 10 de junio de 2020

AMÉRICA, AMÉRICA


Fui a centros de enseñanza públicos, verdaderamente públicos. Todo el mundo iba: el listo, el tímido, el gordito, el larguirucho, el futuro genio de la electrónica, el futuro polizonte que una noche patearía, hasta matarlo, a un diabético, bajo la errónea impresión de que era un borracho que necesitaba serenarse; los pobres, que olían a lana agria, tenían en casa al bebé siempre empapado en orines y se alimentaban de guisos políglotas; y los más ricos, que llevaban abrigos con cuello de piel, aunque fuese arratonada, sortijas de cumpleaños con ópalos engastados y papás con coche («¿Qué hace tu papá?» «No trabaja, conduce un autobús». Risas). Allí estaba: la Educación, que se nos ofrecía gratuitamente a todos nosotros, una buena muestra de pueblo americano víctima de la depresión, aunque nosotros, por supuesto, no estuviésemos deprimidos. Eso lo dejábamos para nuestros padres, que producían con dificultad un hijo o dos, y que, después de la jornada de trabajo y de la frugal cena, se desplomaban mudamente junto a la radio para escuchar las noticias de su «país natal» y de un personaje de bigote oscuro llamado Hitler.



   Pero en la camorrista ciudad costera —gran batiburrillo vociferante de católicos irlandeses, judíos alemanes, suecos, negros, italianos y, rara avis, esa excepcional gota incontaminada, procedente del Mayflower, algún inglés— donde recogí, como si fueran pelusa, mis primeros diez años de enseñanza, lo que nos sentíamos, por encima de todo, era americanos. Y en aquel conglomerado de ciudadanos infantiles quedarían grabadas, gracias a las escuelas gratuitas y comunales, las doctrinas de la Libertad y de la Igualdad. Aunque casi podíamos llamarnos bostonianos (el aeropuerto de la ciudad, con su hermosa flota de aviones y dirigibles plateados, gruñía y resplandecía al otro lado de la bahía), los iconos que adornaban las paredes de nuestra sala de estudios eran los rascacielos de Nueva York, la misma Nueva York y la gran reina verde que alzaba una lamparita de noche símbolo de la Libertad.
SYLVIA PLATH - "Johnny Panic y la Biblia de Sueños" - (1977)


Imágenes: John Baloyi

sábado, 6 de junio de 2020

NOS CUENTA QUE


Nos cuenta que caminabas por las calles y los ojos machete de los hombres te seguían sin pudicia rasgándote hasta el alma. Nos dice que de un día para otro, y a pesar de no contar con más de quince años, los chiquillos, los jóvenes, los viejos de la cuadra tenían tu nombre en los labios como una fruta recién caída del árbol, la más jugosa tal vez, la más deseada. Que encontraste la manera de disfrazarte de mujer sin que las huellas de tu niñez te traicionaran. Es más, que esas reminiscencias infantiles afloraban desconcertantes, oportunas, con encantadora naturalidad.

   Pero no fuiste la primera Lolita del barrio ni serías la última. Ninguna hermosura alcanza para la leyenda, Marina. No podías saber eso, claro, como tampoco podías saber que ciertos venenos son dulces, embriagadores y, por lo mismo, mucho más letales.


   Nos cuenta que te consumía la prisa por recorrer todas las fiestas de la colonia, a las que entrabas en medio de silencios, piropos y murmullos mientras la música de banda reventaba los tímpanos del personal. Y que los polluelos que revoloteaban a tu alrededor terminaron por aburrirte pronto, aun cuando las muñecas de tu cuarto todavía compartían secretos y desencantos. Te volviste inalcanzable, al menos para los malandrines que crecían contigo, apurados por adquirir una hombría de gatillos y navajas. El dinero de tu hermana compensaba su ausencia: el celular que nadie tenía, el vestido que nadie tenía, los zapatos que nadie tenía, el iPod que mucho menos.


   Nos dice que la colonia se convirtió en una jaula y tú en una pantera bella y rabiosa que no dejaba de ver un punto en el horizonte, donde las calles no olían a letrina ni los hombres a sudor y semen. Ni las mujeres eran feas y preñadas, sumisas, tristes, miedosas, siempre a punto de parir o recién paridas. Que había un antro de moda, poco importa su nombre, no muy lejos de allí, y con esa minifalda y ese escote y esos tacones y esos aretes de fantasía, pero sobre todo, con esa actitud de desdén, furia y pestañas largas, sus puertas se te abrieron a pesar de no ser animal de esa granja ni tu estirpe la de las hembras que desfilaban frente a los guardias de la entrada. Que brillabas como un salmón contracorriente en ese río turbio de espejismos, lentejuelas y risas tontas. Que hubo galanes presuntuosos, verbos como montar, mamar, penetrar, acariciar, lamer, tocar, estrujar que astutamente no conjugabas, según nos dice, a pesar de tenerlos en la punta de la lengua, en tus caderas que aún no terminaban de florecer, en tus ojos crepusculares. Solo eras tentación sin epílogo, lo que los hombres en brama conocen como calientahuevos.
IMANOL CANEYADA - "Las paredes desnudas" - (2014)

Imágenes: Aykut Aydogdu

miércoles, 3 de junio de 2020

QUIZÁ NOS LLEVE EL VIENTO AL INFINITO


—Dijiste algo así como que tú misma habías rechazado cualquier explicación. ¿Qué sabemos de Dios? ¿Podemos imponer a su conducta las leyes de nuestra lógica? Hay quienes lo entienden como Razón, pero también quienes lo temen y acatan como Capricho. Probablemente, ambos aciertan, aunque no enteramente; pero no debemos descartar el hecho posible de que Dios se haya manifestado como Azar. ¿Tendría sentido decir que ciegamente? No, no tiene sentido, pero eso, la ceguera, la oscuridad, quizás el azar infalible, fíjate bien, el azar cuyo secreto sólo conoce el que lo crea, pueden servirnos de metáfora. El azar infalible ¿por qué no? La explicación, acabas de decirlo, hay que buscarla en lo contradictorio.


(...) Llegué a la Catedral Rusa con un paquete grande, y, en principio, no supe a quién buscar ni adónde dirigirme: me sentí desorientado entre los oros del inconostasio, las estrellas y soles de la bóveda y el olor meloso de las velas encendidas: también, que me envolvía un espacio en el que me consideraba inexperto, y por el que, sólo visto y asumido, podría transitar tranquilamente. Me arrinconé y dejé que la mirada se empapase de alturas, se demorase en cúpulas, regresara a sí misma ebria de formas y colores: era un lugar para la esperanza sin espera, un ámbito de ésos en que uno se entrega al tiempo y, con el tiempo, fluye; pero eso mismo me había sucedido alguna vez en otras catedrales, más pétreas y más oscuras, sin llegar a aquella emoción.
GONZALO TORRENTE BALLESTER - "Quizá nos lleve el viento al infinito" - (1984)

Imágenes: Mihail Korubin