Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 31 de diciembre de 2020

NO TE CUENTO TODO ESTO POR PENA

 —Al principio nos contaron que había sido un accidente de tráfico, pero ni siquiera pasaron dos semanas cuando oí una conversación entre mi madre y mi tío. Las llamadas de pésame de los primeros días se convirtieron pronto en llamadas de acreedores: el director de una sucursal se interesaba por la manera en la que pagaríamos el piso nuevo, el director de otra sucursal preguntaba por el préstamo para la reforma del local del centro, el proveedor de la carne se quejaba de que nadie le informaba en ninguno de los restaurantes, los prestamistas se soliviantaron. El negocio de mi padre había crecido deuda sobre deuda, con dinero de bancos y favores, y con él también nuestro nivel de vida. Los pisos, los viajes, los televisores, no los pagaban el menú del día ni el ambiente familiar, sino la extraña lógica financiera de mi padre, convencido de que la ruina del negocio anterior la taparía la ruina del negocio nuevo. Cuando ningún banco le autorizaba un préstamo más y los prestamistas empezaban a reclamar su dinero, a mi padre le pareció una idea brillante salirse de la carretera con el coche y simular su muerte en un accidente; pensaba que todo se arreglaría con el seguro de vida. Pero no logró matarse a la primera y, fracasado hasta en eso, decidió ahorcarse.

»En aquella conversación hablaba mi madre, y el tío Chico le escuchaba. Ella lo explicaba todo: el caos en los libros de cuentas, las advertencias primero por teléfono y luego en casa, mientras la tía Soledad nos entretenía en la piscina a Eva y a mí, la torpeza de mi padre. Me llamó la atención el lenguaje que usaba para referirse a él, los insultos a quien no llevaba ni quince días enterrado: para mi madre, mi padre era un inútil y un imbécil, un pobre diablo que nos había dejado tiradas, incapaz de arreglar sus problemas; me asombró cómo se alejaba de la situación, sus problemas, los de él, un extraño que colgaba de un árbol. Mi tío la interrumpía, a veces, y le pedía que no fuese tan dura, que intentase entenderle; pero mi madre subía el tono, utilizaba palabras que a mí me dolían más y más. Así me enteré, y así se lo conté a Eva antes de venirme a Madrid, cuando aprobé la selectividad. Poco a poco recogí mis cosas, no demasiadas, y pasé en casa del tío Chico el resto del verano. Me hizo gracia. Las metáforas, ¿no? Los símbolos. Pasar mis últimos días en aquella ciudad en la casa en la que había pasado los primeros días de mi vida.

»Hay que reconocer que mi madre lo arregló todo con rapidez y limpieza. Asumió su derrota, y volvió a la casilla de salida. Es lo único que admiro de ella: la dignidad con que se quitó el disfraz de nueva rica. Vendió el piso nuevo, y vendió el piso en el que vivíamos. Nos repartimos en casa de los tíos, de los dos con los que teníamos relación, porque de los hermanos mayores de mi abuela nada se supo, hasta que los inquilinos del piso pequeño lo dejaron libre. Regresamos al barrio, al barrio de verdad: el de los pobres. Cerraron restaurantes, vendieron pisos y un local, liquidaron casi todas las deudas y el resto las pagaron poco a poco; cuando me fui de casa, todavía debían algo a algún banco. El restaurante del barrio se lo quedó mi tío. Y así fue como mi madre, Eva y yo recuperamos la vida que nos habíamos empeñado en evitar. Colorín, colorado.

»No te cuento todo esto por pena, ni para dibujarte una imagen romántica de lo que soy: una niña rica que un día se despertó pobre. No me interesa lo sentimental. Echo de menos a mi padre, pero también echo de menos algo que nunca he vivido, y que me correspondería: no tener que trabajar, abrir la nevera y encontrarla llena, pasar las vacaciones en sitios que la gente con la que me cruzo no podría pagar. Echo de menos no a mi padre, no aquella vida, sino la imagen que yo tenía de mi padre, y todo lo que yo no he vivido por su muerte. Echo de menos a aquel hombre exitoso que salía en el periódico, al que admiraban sus trabajadores porque pagaba las horas extra con generosidad, que dejaba propina hasta en la papelería en la que nos compraba los libros del colegio. Siento envidia por aquellos a los que les va bien, y me reconfortan aquellos a los que les va mal, porque me permiten no sentirme tan sola. No quiero lástima porque no la merezco. No quiero tu lástima, porque no te conozco de nada: no me sé tu historia, y si quieres cuéntamela, que yo te oigo; en realidad me gustaría irme ahora mismo de tu casa, pero para volver a la mía tengo que enlazar varios nocturnos, hasta dentro de un rato no abren el metro,  y no tengo dinero para un taxi. Estoy atrapada aquí, contigo. Mira: otra metáfora. ¿El restaurante del tío Chico? Sigue abierto, sí. Mi madre está en la cocina, y me parece que mi hermana entró con ellos hace tiempo, a ayudar. Al tío le quedan quince o veinte años para jubilarse, y supongo que para entonces se encargará alguna de ellas. Él hubiese querido ser profesor, ir a la escuela de adultos y sacarse una carrera, pero decidió cargar con el peso de la familia. Nadie se lo pidió. Espero que entonces tenga tiempo, y le dejen descansar. No, nunca le cambiaron el nombre… Sigue llamándose El Rincón de Carmen. ¿Qué esperabas, pantalla grande y final feliz? La vida es otra cosa.

ELENA MEDEL - "Las maravillas" - (2020)

Imágenes: Todd Hido

domingo, 27 de diciembre de 2020

EN LA TIERRA SOMOS FUGAZMENTE GRANDIOSOS

 


 Déjame volver a empezar.

 Querida mamá:

 Escribo para llegar a ti —aunque cada palabra que escribo sea una palabra más lejos de donde estás—. Escribo para volver a aquella vez, en el área de descanso de Virginia, en que te quedaste mirando fijamente, horrorizada, a aquel ciervo disecado colgado de la pared, encima de la máquina de refrescos, al lado de la puerta de los aseos, que te ensombrecía la cara con su cornamenta. En el coche, seguías sacudiendo la cabeza.

 —No entiendo por qué hacen eso. ¿No ven que es un cadáver? Un cadáver debería hacer su camino, no quedarse ahí atrapado de ese modo.

 Pienso ahora en aquel ciervo, en cómo mirabas fijamente sus ojos negros de cristal y veías tu reflejo, tu cuerpo entero, deformado en aquel espejo sin vida. Lo que te conmocionaba no era el montaje grotesco de un animal decapitado, sino el ver que la taxidermia encarnaba una muerte que no acababa nunca, una muerte que seguía muriendo mientras nosotros pasábamos por delante para ir a hacer nuestras necesidades.

 Estoy escribiendo porque me han dicho que nunca empiece una frase con porque. Pero no intentaba formar frases: intentaba liberarme. Porque la libertad, me han dicho, no es más que la distancia entre el cazador y su presa.

   (...) Tengo y he tenido muchos nombres. Perro Pequeño era como me llamaba la abuela Lan. ¿Qué hacía una mujer que se ponía a sí misma y a su hija nombres de flores llamando «perro» a su nieto? Una mujer así mira solo por sí misma. Como sabes, en el pueblo donde creció Lan, al niño más pequeño o débil de la prole, como era mi caso, se le pone el nombre de las cosas más despreciables: demonio, niño fantasma, morro de cerdo, hijo de mono, cabeza de búfalo, bastardo… Perro Pequeño es el nombre más tierno que encontraron. Porque los malos espíritus, errantes por el mundo en busca de niños sanos y hermosos, al oír que llamaban a cenar a niños con nombres de cosas horribles y repulsivas, pasaban de largo de la casa y el niño se salvaba. Amar algo, por tanto, es darle el nombre de algo tan falto de valor que se puede ignorar y dejar intocado y vivo. Un nombre, delgado como el aire, puede ser también un escudo. Un escudo de Perro Pequeño.

(...) Semanas después de que Gramoz me invitara a un bagel de pizza, me compraste mi primera bicicleta: una Schwinn rosa con rueditas de apoyo y gallardetes blancos en el manillar, que tableteaban al aire como pequeños pompones, incluso cuando, como hacía a menudo, no iba a más velocidad que los peatones. El color rosa se debía a que era la bicicleta más barata de la tienda.

 Aquella tarde, estaba montando en ella en el aparcamiento de la casa de pisos donde vivíamos, y de pronto la bici se paró en seco. Miré para ver qué pasaba y vi que unas manos sujetaban con fuerza el manillar. Eran las de un chico de unos diez años, de cara obesa y húmeda encajada en lo alto de un torso imponente y carnoso. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, la bicicleta retrocedió bruscamente y aterricé de culo en el suelo. Tú habías subido al piso a ver cómo estaba Lan. De detrás de este chico surgió otro más pequeño con cara de comadreja, gritando y rociando de saliva el aire arcoíris y la luz del sol, ya oblicua.

 El chico grande sacó un llavero y se puso a rayar la pintura de mi bicicleta. Se desprendía tan fácilmente, en una lluvia de virutas rosas… Seguí sentado en el suelo, mirando cómo se llenaba de ellas el asfalto a medida que el chico iba rayando el esqueleto de la bicicleta. Sentía ganas de gritar, pero aún no sabía cómo hacerlo en inglés. Así que no hice nada.

 Fue el día en que aprendí lo peligroso que podía ser un color. Cómo a un chico podrían quitarle de la cabeza ese color y hacerle entender su transgresión. Aunque el color no sea sino algo que la luz revela, ese «no sea sino…» tiene sus leyes, y un chico en una bicicleta rosa debe aprender, por encima de todo, la ley de la gravedad.

 Aquella noche, en la cocina, bajo la bombilla desnuda, me arrodillé a tu lado y miré cómo pintabas con largas pinceladas de arriba abajo, con precisión de experta, las cicatrices cobalto de las barras de la bicicleta, con el frasco de esmalte de uñas rosa asentado con firmeza en la palma.

OCEAN VUONG - "En la Tierra somos fugazmente grandiosos" - (2019)

Imágenes: Hung Liu   

jueves, 24 de diciembre de 2020

HABLAR SIEMPRE NOS HA RESULTADO DIFÍCIL

 

Jake.

  Hay muchísimas cosas que me gustaría contarte, pero hablar siempre nos ha resultado difícil, ¿verdad?

 Por eso he decidido contártelo por escrito.

 Recuerdo cuando Rebecca y yo te trajimos a casa desde el hospital. Estaba oscuro y nevaba, y jamás en mi vida había conducido con tanto cuidado. Tenías tan solo dos días y te llevábamos en una sillita especial, en el asiento de atrás. Rebecca dormitaba a tu lado y, de vez en cuando, yo os miraba a través del espejo retrovisor para verificar que seguíais bien.

 Porque, ¿sabes?, estaba acojonado. Me crie como hijo único, sin estar acostumbrado a los bebés, y entonces, de repente, me encontré con que me había convertido en responsable de uno que además era mío. Eras tan increíblemente pequeño y vulnerable, y yo estaba tan poco preparado, que me parecía ridículo que te hubiesen autorizado a salir del hospital conmigo. No encajamos desde un principio, tú y yo. Rebecca te cogía con facilidad, con naturalidad, como si hubiese nacido de ti y no al revés, mientras que yo siempre me sentí torpe, asustado de tener aquel peso tan frágil entre mis brazos e incapaz de adivinar qué querías cuando llorabas. No te entendía en absoluto.

 Y eso no cambió nunca.

 Cuando te hiciste algo más mayor, Rebecca me dijo que era porque tú y yo nos parecíamos mucho, aunque no sé si es verdad. Espero que no lo sea. Siempre he deseado un futuro mucho mejor para ti.

 El caso es que, sea por el motivo que sea, somos incapaces de hablar, razón por la cual intentaré contártelo por escrito. La verdad sobre todo lo que pasó en Featherbank.

 Lo del Señor Noche. Lo del niño en el suelo. Lo de las mariposas. Lo de la niña con aquel vestido tan raro.

 Y lo del Hombre de los Susurros, claro está.

 No va a ser fácil, y me veo obligado a empezar con una disculpa. Durante muchos años, te dije infinidad de veces que no había que tener miedo a nada. Que los monstruos no existían.

 Siento haberte mentido.

ALEX NORTH - "Susurran tu nombre" - (2019)

Imágenes: Aykut Aydogdu

martes, 22 de diciembre de 2020

¿USTEDES VEN HERMOSA A SU MADRE?

 


 —Hola a todos, bienvenidos a la Cueva del Agua. Me llamo Pepita y voy a acompañarlos por…, vayan pasando, no se amontonen aquí, decía que los voy a acompañar…, cuidado con resbalarse, esta cueva hace honor a su nombre y no está seca nunca, las filtraciones vienen del techo, como podrán comprender, por favor, sigan pasando, aquí la humedad relativa es…, siga pasando, ¿qué mira? —Un joven de cuello rojo tropical observa a Pepita con un hilo de baba—. Pase para dentro, que aquí hay poco que mirar. Por favor, ¿quieren pasar? No se me amontonen encima. Como les decía, la humedad relativa aquí es absoluta. No toquen nada. Niño, aquí no se puede fumar. —Un mocoso se saca el pitillo de la boca y lo tira al suelo sin dejar de mirar a Pepita con el aire de un estibador del puerto—. Por favor, debo pedirles que no se amontonen a mi alrededor, sigan para delante y no se separen, para que me puedan escuchar, circulen, circulen. Verán que la historia de esta cueva los fascinará. Sigan pasando. Oiga, joven, ¿ve donde apunta mi dedo? Pues ese es el sentido que tiene que tomar.


   El atajo de visitantes, entre el despiste y el cachondeo, se adentra en la hendidura de la montaña. Pepita los ve desaparecer, asoma su cara de azucena a la puerta, comprueba que no queda nadie, saluda a la vendedora de entradas y postales con un levantamiento de gorra imaginaria, cierra el portón, se ajusta la falda de tubo y se mete en la Cueva del Agua.

   —En este estrechamiento que llamamos Garganta Profunda del Cine Español observamos esas amígdalas llamadas estalactitas…

   Pepita quiere que observemos las maravillas que la rodean, pero este narrador no puede evitar observarla a ella, y debe hacerlo con precaución, como quien quita el papel de seda a una pieza de porcelana, procurando que no se rompa, no se desconche, no se malogre. Pepita es porcelana fina. Tan fina que resalta como un milagro entre los botijos de carne y muebles de corcho humano que les iré descubriendo si mi prosa cromañonesca no les espanta antes.

   Pepita tiene dieciocho primaveras y unos recovecos iluminados por una grácil ecuanimidad de espora al vuelo y una pureza de sentimientos de plumón de cisne. Una mujer cuya hermosura le da un sopapo de belleza a Stendhal frente a la catedral de Florencia y lo deja seco. Me mareo. Voy a ponerme algo… ¿Problemas de expresión, narrador? Sí, muchos. ¿Cómo describir lo sublime con los archiperres del abecedario? ¿Ustedes ven hermosa a su madre? ¿Sí? Pues ya está. Pepita es como su madre —disculpen la mención—, esbelta, alegre, bondadosa, generosa y esférica en el sentido de redondez que Aristóteles atribuía a la perfección.

PABLO CARBONELL - "Pepita" - (2019)

Imágenes: Olga Zavershinskaya a.k.a. Armene

miércoles, 16 de diciembre de 2020

NOS LO PROMETO

 Tengo miedo de enamorarme de ti y que salga mal. Miedo de tener miedo y negarme a seguir la dirección que lleva a tu boca. Miedo de que cuando logre desnudar el miedo, ya no quede nada. Estoy aterrada por descubrir que todo lo nuevo es ya viejo, que no he aprendido nada. Se me encoge el corazón en defensa propia como si mi cuerpo supiera que entregándotelo lo perdería para siempre. Como si fuera a desvanecerme de nuevo, a olvidarme de mí. Me da pánico decirte que nos he imaginado mil veces haciendo mil tonterías, y que la más grande es no caer en esta historia. He perdido el miedo a decirte que lo tengo, hoy veo mis ojos reflejados en los tuyos y parece que sienten igual. Mi estómago me impulsa a buscarte una y otra vez, como si ya te conociera. ¿De qué sirve pasarlo mal si vamos a convertir lo malo en certeza, en norma?

 Llevo años escondiéndome de mí misma por miedo a los demás, pero ya estoy aquí queriéndome.

 He aprendido.

 Y te quiero.

 Y todo va a ir bien.

 Nos lo prometo.

SARA BÚHO - "La inercia del silencio" - (2019)

Imágenes: Laura Agustí

viernes, 11 de diciembre de 2020

LOS AMANTES DE HIROSHIMA

 


«Para sobrevivir al sistema hay que engañar al sistema». Sin saber por qué, esta frase se ha convertido en un mantra en los últimos días. Ni siquiera está seguro de dónde la ha sacado, si la ha oído en alguna película o se trata de un lema que alguien ha soltado por ahí en estos tiempos de indignación pacífica, pero se ajusta como un guante a su situación y, a falta de otro mejor o más original, Héctor lo ha adoptado como síntesis perfecta: la única oración que es capaz de pronunciar, la tesis que justifica lo que está a punto de llevar a cabo.

   (...) Le recibió una calle casi desierta. Los primeros cinco minutos sólo se cruzó con un tipo que paseaba a un perro ridículamente pequeño y con otro hombre, más joven y extranjero, que rebuscaba en el interior de un contenedor de basura mientras su esposa, menuda y embarazada, le esperaba junto a un carrito de supermercado al que le faltaba una rueda. Era una imagen que se estaba volviendo habitual. Ésa y los carteles que anunciaban locales en traspaso, negocios que cerraban, espacios vacíos. Durante el día uno no se fijaba tanto, pero de noche, sin nada con lo que distraerse, esos letreros colgados sobre persianas sucias, definitivamente bajadas, llamaban la atención y daban al paisaje urbano un aire de ciudad en venta.

 


 (...) Meneó la cabeza al pensar en esos padres de película americana que se llevan a sus vástagos a pescar al río o a un partido de béisbol; sacar a Guillermo de su cuarto ya era una proeza, conseguida a base de coacciones. «Si quieres, chateamos por Skype», le había dicho él un día en que su hijo se había pasado tantas horas delante del ordenador que había sentido la tentación de desenchufar la máquina y pisotear aquella dichosa pantalla hasta reducirla a un amasijo de cables rotos. El chaval lo había mirado como si la edad empezara a afectarle el cerebro y le había contestado, con lógica aplastante, que pocas broncas podía echarle él que había invertido las mismas horas viendo películas en DVD. Sin embargo, un rato después había abandonado su madriguera y le había sugerido la posibilidad de ir al cine o a dar un paseo, oferta que él, sintiéndose de repente como si le hubiera tocado el trofeo de padre del año, se había apresurado a aceptar.

   (...) Siempre se repetía ese momento de pánico. El instante en que temía quedarse solo, o casi. Era el mismo temor nervioso que sentía a los ocho años media hora antes de que empezara su fiesta de cumpleaños al ver la mesa puesta con servilletas de colores y platos de plástico, la tarta en la nevera, las velas cuidadosamente envueltas y a su madre con la sonrisa ceñida como un delantal apretado con firmeza. ¿Y si no venía nadie? ¿Y si sus amigos, a quienes no sentía como tales, se habían compinchado para ignorar aquella cita? ¿Y si sus padres se enteraban de la triste y vergonzosa verdad?

   Cada vez que le tocaba hacer una presentación de su libro, Santiago Mayart se sentía como aquel chaval inseguro, atacado por una leve tartamudez. Terminaba llegando al lugar del evento media hora antes, se tomaba un té en el bar más cercano y, cual detective privado que desea pasar desapercibido, vigilaba a la gente que caminaba por la calle o la puerta del local, mientras pensaba una y otra vez en la triste posibilidad de descubrirse como único asistente al funeral de un libro. O, aún peor, en que cuatro o cinco conocidos, que habían acudido por simpatía hacia él, fueran testigos de su fracaso. De su entierro como autor.

TONI HILL - "Los amantes de Hiroshima" - (2014)


Imágenes: Cig Harvey

martes, 8 de diciembre de 2020

¿TÚ NUNCA TE HAS SENTIDO COMO UN BICHO?

   

A los veintitrés años hice clases, por primera vez, en un colegio. Como no había estudiado pedagogía, mi única opción era buscar trabajo en colegios privados. Por eso fui a dar a un colegio en Curicó. Debía viajar dos veces por semana para enfrentar a unos estudiantes de segundo, tercero y cuarto medio que eran completamente indiferentes a cualquier cosa que yo les dijera y que demostraban esa indiferencia tirándome papeles a la cara. Pero igual había una alumna, en tercero medio, que me ponía atención. Y yo la cuidaba, claro. Toleraba humillaciones numerosas y constantes, así que la comparecencia en la primera fila de una alumna que me escuchaba con atención me parecía una cierta cortesía del destino, acaso una señal esperanzadora, aunque suponía que la alumna ponía atención en todas las asignaturas, no solo en mi clase: que me escuchaba porque esa era su costumbre, no porque yo lo mereciera o le interesara especialmente lo que decía.  



Una mañana abrí la sesión preguntándoles si habían empezado a leer La metamorfosis. Por supuesto sabía la respuesta: nooooooooo, que dio paso a la dispersión de gritos y a una intimidante serie de conversaciones simultáneas. (...) La única que respondió que sí había leído el relato de Kafka fue por cierto esa alumna semirrespetuosa que siempre me escuchaba. Le pregunté si le había gustado y respondió de inmediato, categóricamente, que no, que cómo iba a gustarle un libro sobre un tipo que una mañana despierta convertido en un bicho. Es asqueroso, me dijo: eso nunca pasó, es totalmente irreal. Es que es una metáfora, le dije, después de tragar un poco de saliva. Me preguntó por qué, o quizás me preguntó de qué. ¿Tú nunca te has sentido como un bicho?, la interpelé. ¿Nunca has sentido que tus papás no te pescan, que eres un estorbo para los demás? La niña se puso a llorar. Y no como en las películas. En las películas las lágrimas salen de a poco, de a una, como los tímidos afluentes de un río tímido. Pero ella se echó a llorar como lloran los niños: primero una expresión confusa y breve de desconcierto y luego la explosión de mocos y lágrimas. 

   Me impresionó su reacción, aunque lo único de verdad impresionante era mi salida de madre. Demasiado tarde pensé que quizás la niña acababa de perder a un familiar y que otros diez o veinte escenarios podrían haber multiplicado por mil la crueldad de mi frase. No era así, al parecer, pero había tocado una vena. Y había trasladado mi sensación de lastre. Porque era yo el que se sentía como un bicho. Era yo el que con mayor intensidad que nadie en esa sala deseaba estar en otra parte. Era yo el que cada vez que podía se encerraba en el baño de profesores no a llorar pero sí a fumar, que es un placer genial y sensual y todo eso, pero que a veces se parece bastante a llorar. Aquí termina la historia. Me gustaría decir que la niña se volvió adicta a la lectura y que ahora cursa un posdoctorado en Kafka o en Clarice Lispector o en Robert Musil o por último en Haruki Murakami, pero no creo. No lo sé, la verdad. Lo único que luego supe de esos niños fue que tres o cuatro años después una de mis alumnas –otra, de las más desordenadas– figuró entre las finalistas de Miss Chile. Igual me sentí orgulloso, no me acuerdo si salió segunda o tercera.

ALEJANDRO ZAMBRA - "Tema libre" - (2019)

Imágenes: Jesús Curiá

AQUELLA NOCHE

 


Aquella noche. Sé que una historia puede empezarse de mil maneras distintas, y soy muy consciente de que el resto de las personas involucradas en esta discreparían sobre mi elección (ya estoy viendo la ironía en la comisura arqueada de mi prima, ya oigo el resoplido de desdén de mi primo…). Pero no lo puedo evitar: para mí todo se remonta a aquella noche, la sombría bisagra oxidada entre el Antes y el Después, la lámina de cristal distorsionante que alguien cuela entre medias, y que a un lado lo tiñe todo con sus colores turbios y al otro lo ilumina y hace que parezca tan cerca que duele, intacto a la par que intocable. Por mucho que pueda demostrarse que no tiene sentido —porque, al fin y al cabo, el cráneo llevaba años metido en aquel hueco, y creo que es evidente que de todas formas habría salido a la luz ese mismo verano—, no puedo evitar creer que, en un plano más profundo que la propia lógica, nada de todo esto habría pasado si no hubiera sido por aquella noche.


   (...)  Mi mano, con un aparatoso y desconcertante arreglo de vías, tubos y vendas pegadas al dorso, embutido en la carne como una especie de parásito grotesco. Mi padre apoyado contra una pared, sin afeitar y ojeroso, soplando a un vaso de papel; había un animal que le pasaba por delante una y otra vez, un bicho color pardo de largos músculos que parecía un perro salvaje o algo similar, un chacal quizá, pero no conseguía enfocarlo medianamente bien para poder asegurarme; mi padre no parecía verlo y pensé que quizá debía avisarlo, pero habría sido una tontería, cuando lo más seguro era que lo hubiera traído él mismo, para animarme, que no era precisamente lo que estaba haciendo, pero a lo mejor luego se acurrucaba conmigo en la cama y me aliviaba de algún modo el dolor… Era un dolor tan intenso y difuso que parecía un elemento intrínseco del aire, algo que había que aceptar porque siempre había estado allí y nunca desaparecería. Aun así, cuando pienso en esos primeros días, no es el dolor lo que recuerdo con más intensidad, sino la sensación de estar siendo partido a trozos metódicamente, tanto de cuerpo como de mente, con la facilidad con la que se desgarra un pañuelo empapado, y que no podía hacer nada en absoluto por combatirlo.

TANA FRENCH - "El secreto del olmo" - (2019)

Imágenes: Fabio Interra

sábado, 5 de diciembre de 2020

EL SILENCIO ES BLANCO

 


 Revolotea una gran agitación alrededor de la muerte. Enfermeros, médicos, auxiliares se mueven con diligencia, sin titubeos. La medicación de las ocho, la de las cuatro, la de las doce, el cambio de gotero, el cambio de bolsa, bolsas transparentes que contienen líquidos, líquidos dorados, cobrizos, impúdicos. La cuña, el lavado de genitales, levantar el cuerpo en un, dos, tres. A la muerte se la ahuyenta con ritmo. Bandejas con puré de verduras, con pescado hervido, con yogur desnatado, con pechuga a la plancha. A la muerte le pirra la grasa. Todo parece consistir en aguardarla con orden germano, para así tratar de despistarla, como si la rutina pudiera vencerla, como si la inmortalidad se compusiera de pequeñas acciones cotidianas enlazadas una tras otra sin fin. Como si eso no se pareciera sospechosamente al infierno.

 —Parece que por fin ha llegado tu hora —le susurro.

 Tiene el aspecto de un anciano Leonardo, apoyado sobre la baranda del tiempo, meditando. La luz lechosa que entra por la ventana empapa su barba, sus cabellos más sedosos que nunca, más blancos que nunca, líquenes derramados sobre la roca sumergida.

 No responde. Hace dos días que no habla, que ha entrado en un estado comatoso que bien podría confundirse con la paz interior. Yo creo que ha optado por cerrar los ojos como la única forma de permanecer dentro cuando ya todo lo suyo quedó fuera: sus líquidos, su resistencia, su dignidad. Los párpados son esa última persiana que puede echar.

 —¿Tienes miedo ahora? Di, ¿tienes miedo, cabrón?

 No responde. La enfermera entra y revisa tubos, revisa niveles, revisa constantes. Su culo redondo y blanco va y viene ante mis ojos. La asepsia es importante, aquí el blanco es importante. Las paredes son blancas, la mesita de noche blanca, la cama blanca, las sábanas, las pastillas son blancas. Aunque también las hay rosas. El silencio es blanco.

BÁRBARA BLASCO - "Dicen los síntomas" - (2020)

Imágenes: Astrid Verhoef