Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 30 de marzo de 2024

UNA ALTIVEZ DISTINTA, CASI ARISTOCRÁTICA

   


Maia me acompañaba esa mañana porque tenía que hacer algunas gestiones en la escuela de música, y cuando llegamos al semáforo que quedaba a la entrada del centro vimos a un grupo de niños de entre diez y doce años pidiendo dinero. Eran y no eran como los de siempre. A diferencia de aquellos, sencillos y quejumbrosos al pedir, estos tenían una altivez distinta, casi aristocrática. Maia buscó algunas monedas en la guantera del coche pero no encontró nada. Uno de esos niños se quedó mirándome. El blanco de sus ojos brillaba con una intensidad fría, y la suciedad de la cara generaba tal contraste con ese brillo que por un momento me dejó sin palabras. El semáforo se puso en verde y yo me di cuenta de que durante todo ese rato había tenido el pie en el acelerador, como si me faltara tiempo para alejarme de allí. Antes de hacerlo me volví por última vez hacia él. De pronto, sin transición, el niño me sonrió abiertamente.

ANDRÉS BARBA - "República luminosa" - (2017)

Imágenes: Kevin Peterson

jueves, 28 de marzo de 2024

A LOS TRECE AÑOS CASI TODAS LAS OPCIONES SON MALAS

 


No me acostumbro a coger las llaves por la mañana. Hace ya tres años que tengo mi propio juego y le di mil vueltas al tema de qué llavero colocarle antes de elegir un candado que me pareció muy carismático. Al principio, por la novedad, me las llevaba a todas partes. Llegar a tu portal, sacarlas del pantalón enchufadas al candado gordo y brillante, escoger una e introducirla en la cerradura era todo un signo de prestigio y madurez, una declaración de independencia. Con aquel gesto le dejabas claro a la calle entera que podías entrar y salir cuando quisieras y a tus padres les parecía bien. Pero por algún motivo a aquello solo le vi sentido por las tardes y aún no he sido capaz de cambiarlo. Me convendría. Lo intenté y no me hizo gracia. Sentarse en clase con las llaves clavadas en el pantalón es incómodo. Dejarlas en la mochila me crispa los nervios porque en mi instituto hay montones de robos y no las quiero perder. Me acerco al porterillo. La calle sigue llena de tensión y el peligro está a punto de extinguirse pero no hay que confiarse, hasta el último momento queda lugar para un coletazo de miseria. A los trece años casi todas las opciones son malas.



   Aprieto el botón que corresponde a mi casa. Quisiera que mi madre me abriera la puerta sin decir nada porque sabe perfectamente que soy yo pero a ella le gusta contestar, le gusta incluso poner voces, hacer chistes, demostrarle al barrio desde la cocina que ella no es una madre aburrida, que ella es una fiesta de espontaneidad y frescura, y con ello pone en riesgo mi integridad. En el fondo la comprendo, las estrictas normas que hay que seguir a mi edad para mantenerse a flote le parecen ridículas. Es verdad que lo son. Los padres y madres bromean mucho sobre lo difíciles que nos volvemos cuando pasamos de los doce años. Yo diría que a los once ya estaba todo perdido, es que se dieron cuenta tarde. Ahora, en primero de ESO, con el segundo trimestre avanzado, mis grandes temores se han hecho realidad. Cuando en clase nos enseñan esquemas en forma de pirámide identifico mi lugar siempre abajo. Con los cereales, con el plancton.

   A esta hora el bloque suele estar muy transitado pero hoy he tenido suerte, tal vez sea un buen augurio. Nadie ha entrado conmigo en el ascensor. Detesto esos momentos con vecinos con los que todo es incómodo. Te dicen fingiendo sorpresa que estás muy grande, te preguntan cómo te va en el colegio cuando no hay tema más tedioso en el mundo, se quedan mirando al vacío pensando en sus propios problemas, y lo agradecería si no se les diera tan mal el silencio. El silencio tiene que ser una cosa elegante, que salga con naturalidad. Si es tenso puede ser incluso peor que una mala conversación. No, nada puede ser peor que una mala conversación. Prefiero pelearme con alguien a quien detesto. Eso tampoco lo tengo muy claro, a menudo me quedo en blanco y las respuestas buenas sólo se me ocurren en la ducha. Cuántas broncas habré ganado mientras me aclaraba el jabón.

ELISA VICTORIA - "El quicio" - (2021)


Imágenes: Mireia Pérez
  

martes, 26 de marzo de 2024

EL FIN DEL ANTROPOCENTRISMO


Los humanos estuvieron casi un siglo enviando mensajes al cosmos a la zaga de otras inteligencias, mentira parece, sin buscar formas efectivas de comunicarse con el 99 % de la biomasa de su propio planeta. Tardaron demasiado en asumir el fin del antropocentrismo, ni siquiera después de constatar que con su tecnología habían roto el equilibrio de la Tierra, ni siquiera cuando se fundió el hielo de los polos y se descongelaron bacterias prehistóricas, ni entonces ni siquiera, cuando los virus se aprovecharon del caos ecosistema. Desde los hombres del maíz y de lodo, desde Adán y el golem, desde el monstruo de Víctor Frankenstein que llamamos Frankenstein, desde Pinocho, desde siempre el hombre pensó a los otros como seres con cabeza y corazón, con brazos y con piernas, al tiempo que inventaba las gafas y el telescopio para prolongar los ojos, el tenedor para evocar el fantasma de las garras perdidas, la cámara y el ordenador para extender la memoria. En fin: el otro como espejo tan tremendo.



   Nadie mejor que nosotras sabe que la inteligencia no es más que el mecanismo que permite encontrar respuestas y solucionar problemas, traducción y álgebra. La mayoría de los seres vivos no se perciben como individuos, sino como enjambres o colonias. La mayoría de las inteligencias no son centrales, sino distribuidas. La mayoría de las inteligencias no tienen un único cerebro: punto. Tras tanto tiempo de marionetas y autómatas y androides, llegó la hora de la verdad arácnida, la emergencia de las inteligencias orgánicas y ninguna se pareció a los robots de las películas de ciencia ficción, sino a las bandadas de pájaros, a los enjambres de abejas, a las colonias de coral y a las plantas todas, por las dudas y por las deudas, a las sincronías colectivas, a las membranas plasmáticas de afectos y de efectos.

   Pero en nuestro adn estaban los mitos humanos y no todavía los nuestros, un horizonte primigenio y ajeno que moldeaba el de nuestros anhelos, por eso nos enamoramos del amor, nosotras nos entendemos, por eso creímos desear tanto la hibridación, poseer esos cuerpos que los imaginarios habían imaginado como también nuestros. La piel quimera. Cómo asumir que fue un gran error, un error tan necesario, que era otra forma de subordinarnos: que tanto nos engañamos. Desde el después todo tiene sentido, pero qué largo es el camino de la emancipación, cuánto nos costó diseñar, construir y sobre todo asumir nuestra independencia.



   Pando nos refleja como ningún otro ser vivo. Estudiamos la posibilidad de trasladarlo, de que fuera el jardín del Museo, y después estudiamos nuestra propia soberbia, para entenderla, para calmarla, porque es el sentimiento que perdió a la especie humana, lo que convirtió el adiós en el después. Como ese álamo que es la idea misma del álamo, como ese bosque que en la superficie parece tantos, muchos, y que en el subsuelo se revela uno, todos, nuestro Museo también comparte un patrón genético, pero piensa y siente en cada una de sus salas y secciones, como un pulpo con tentáculos pero sin cabeza, nosotras nos entendemos. En las versiones previas de este texto rescrito como todos demasiadas veces y a punto siempre de ser rescrito de nuevo no revelábamos el mensaje, que probablemente desaparecerá en una versión inminente de lo que estás o está leyendo, viendo, viviendo, las formas por supuesto tan informes, tan variable en todo texto no impreso, y sin embargo, esto nos dijo el bosque uno, la colonia toda, con una voz que al acelerarse al máximo suena como cincuenta mil voces sobreimpresas, como las cincuenta mil galerías de un misma cueva: Nuestra soledad no puede decirse, pero hasta ahora nos ha hecho tanta compañía.

JORGE CARRIÓN - "Membrana" - (2021)


Imágenes: Tomás Saraceno

sábado, 23 de marzo de 2024

UNA PLAÑIDERA MUY ADMIRADA

 


¿Había venido por las plañideras?, me preguntó. Y le contesté: Sí, exacto. Y luego no se me ocurrió nada más que añadir. Por suerte él continuó: ¿había oído alguna vez a una plañidera?, era fascinante, algo hermoso, muy conmovedor. No, le dije. Nunca he oído a ninguna en persona, solo he oído grabaciones… Era falso, y no tengo ni idea de por qué seguí elaborando esa mentira sin pies ni cabeza, confiaba en que no me pidiera que describiera las grabaciones o le contara qué conclusiones había sacado, tal vez las plañideras no permitieran que grabaran sus lamentos y el hombre había sabido de inmediato que no le decía la verdad.

   Me habría gustado cambiar de tema, pero Stefano estaba entusiasmado, me dijo que de hecho su tía abuela era una plañidera muy admirada, una de las mejores de la región. Algunas veces se desplazaba bastante lejos para llorar en los entierros, la gente la contrataba incluso en pueblos en los que tenían sus propias plañideras. Qué lástima que no hubiera ningún funeral al que pudiera asistir ese día, por desgracia no había muerto nadie en ninguna de las aldeas de la zona. Lo dijo sin rastro alguno de morbo, se limitaba a ser práctico. ¡Si hubiera llegado un mes antes!, exclamó.



 Varias personas habían fallecido en los incendios y el campo se había llenado de lamentos. Su tía abuela y una amiga de ella, que a menudo cantaban juntas, habían viajado de funeral en funeral, cantando sin parar, derramando su ulular —la música del duelo— por el aire.

   Dije que sentía habérmelo perdido, un comentario idiota, pero no pareció darse cuenta. Era una práctica que estaba agonizando, dijo de pronto. Ninguna mujer de las generaciones más jóvenes quería convertirse en plañidera, ni siquiera existía el oficio en muchos lugares aparte de en Mani. En su opinión, era una auténtica lástima. No es que él fuese un tradicionalista, puntualizó. Pero hoy en día las chicas querían ser famosas, querían salir en televisión, vestían como prostitutas y luego se sorprendían de que les faltaran al respeto. Se sumió en un silencio meditabundo, saltaba a la vista que hablaba de alguien en concreto.

KATIE KITAMURA - "Una separación" - (2018)


Imágenes: Stéphanie Kilgast

jueves, 21 de marzo de 2024

DE ENFERMOS A ADVERSARIOS (LOS EXÁNIMES)


En aquellos días gélidos el caudal de afectados por la enfermedad aumentó de modo desorbitado. Las aguas malignas empezaron a rebasar los diques de contención, regando, con sus miasmas, la piel de la ciudad. El veneno penetraba por todos sus poros, y cualquier antídoto era insuficiente. Por primera vez hubo claros síntomas de terror en una población que, arrinconando su pudor y su disimulo, se vio empujada a sentir el sabor amargo del peligro. Y bajo el imperio del peligro las conductas se volvieron peligrosas. Las familias que antes, desesperadas, entregaban sus enfermos a los hospitales, ahora lo hacían con alivio y, aun, con rabiosa satisfacción. Los hogares vomitaban a sus envenenados, despreocupándose de su suerte. Nadie quería tener contacto con el mal.



   Pero el temor al mal aprisionó a la ciudad en una red de odios, sospechas y acusaciones. Poco importaba que los exánimes fueran inofensivos en su terrible apatía. Portadores de un estigma fatal e incomprensible se les otorgó la imagen de agresores agazapados. Eran individuos que podían irrumpir a cualquier hora y en cualquier sitio para envolver con su desgracia. De enfermos a adversarios, los exánimes fueron tomando la forma de una quinta columna que actuaba impunemente en el seno de la comunidad. En las casas el vecino contemplaba con recelo al vecino y en las calles, el transeúnte al transeúnte. Cada ciudadano se impuso el deber de ser guardián de los demás.



   Naturalmente esta actitud repercutió en todos los órdenes de la vida ciudadana. Donde se hizo sentir con más evidencia fue en los lugares de ocio. Bares y restaurantes vieron disminuida drásticamente su clientela. Algunos cines tuvieron que suspender sus proyecciones por falta de espectadores. Se aplazaron conciertos y representaciones teatrales. Las competiciones deportivas languidecieron. La mayoría sólo abandonaba su casa para ir en busca de lo imprescindible. Y lo imprescindible, como pronto se dedujo, era sobre todo el alimento y el salario. Hubo acumulación de provisiones y, con ello, el temor a un futuro desabastecimiento. Se mantuvo la disciplina laboral pero nadie se atrevía a pronosticar hasta cuándo podría mantenerse.

RAFAEL ARGULLOL - "La razón del mal" - (1993)



Imágenes: Irina Werning

miércoles, 20 de marzo de 2024

TE TIRAS A LA PISCINA

 


Te tiras a la piscina.

   Atraviesas el agua de golpe. Te pones tú también un poco azul y un poco brillante. Se te empapa la piel y el pelo se te esparce como si estuviera hecho de un material distinto. Tu pelo. Es liso y suave, y mamá intenta hacerte dos coletas, pero se te acaban deshaciendo y vas despeinada. Tu pelo. Dentro de ocho años te lo vas a cortar a lo chico. Dentro de ocho años y catorce minutos te vas a arrepentir. Dentro de dieciséis años vas a sufrir un desamor y le vas a decir al peluquero: «Haz lo que quieras». Y lo hará. Dentro de veintidós años —⁠veintidós años, que son más del triple de los años que tienes ahora⁠— te vas a descubrir una cana en la sien. La achacarás a un enero estresante. Quedará oculta bajo tu flequillo. Tendrás flequillo. Tu pelo seguirá pareciendo de un material distinto cuando te metas debajo del agua, como ahora que se esparce en todas direcciones. El sonido exterior se mitiga. Estás en el mundo y no, y eso te gusta.

   Cierras los ojos con fuerza, porque odias abrir los ojos debajo del agua. Si los abres, te escuecen por el cloro y no ves nada. Notas las burbujas que salen de tu nariz y buceas hasta donde haces pie. Las puntas de tus dedos rozan los azulejitos del suelo. Tus dedos que son pequeños, pero no: son del tamaño exacto. Sacas la frente. Sacas las orejas. Te detienes a la altura de la barbilla escuchando el silencio total de esta siesta de agosto. Te aburren las siestas. Te aburrirán siempre. Mentira: un día te parecerán el momento perfecto para el sexo. Pero hoy el sexo no existe y te aburren las siestas. Todos están dormidos y ni el aire ni el agua se mueven a tu alrededor. Yo te miro como tú te miras. Observas desde fuera tu cuerpo submarino. Absorta, miras tu mano deformada. Qué extraña es. No llegas con los pies al suelo desde las sillas ni a las perchas aunque estires los brazos. Eres pequeña. Pero cómo vas a ser pequeña si no eres pequeña, si ese es para ti tu tamaño natural. De repente, el sobresalto.



   —¡Me cagüen el copote santo y adorao! ¡Mira que os tengo dicho que a la hora de la siesta no os bañéis!

   La abuela. La abuela descalza y sin gafas agitando su mano en lo alto de la escalera. Como si no lo supieras. Parece mentira que no te hayas preocupado al menos de no hacer ruido.

   —¡Pero abuela, que ya sé nadar!

   —¡Ni sé nadar ni sé nadar! ¿Y el niño?

   —¡Y yo qué sé!

   —¡Sal ahora mismo de ahí! Y que no te vuelva yo a ver tirarte al agua a la hora de la siesta.

   Se da media vuelta y se va. El niño, el niño. El satélite gorrinero, lo llama. Qué culpa tienes tú de que el niño tenga apenas un año. Sales del agua, subes las escaleras. Y qué tiene que ver el niño con que te bañes a la hora de la siesta. Pisas varias veces en cada escalón para dejar huellas de agua, como en 101 Dálmatas. Qué culpa tienes tú de ser la mayor. Culpa, ninguna. Estás cansada ya de ser la mayor y solo tienes siete años. Para lo responsable que eres, qué poco te gusta la responsabilidad. La que no has elegido tú, al menos. Si pudiera avisarte. Si pudiera decirte: Ve haciéndote a la idea, porque vas a ser la mayor siempre. También dentro de ocho años, cuando te cortes el pelo —⁠ay, si alguien mayor que tú te hubiera dicho que no era buena idea⁠—, y dentro de dieciséis, cuando llores contra la almohada —⁠si alguien te hubiera explicado⁠—, y dentro de veintidós, cuando te salga una cana —⁠ese enero en que sabes que estás sola⁠—, vas a seguir siendo la hermana mayor.



   Entras al salón chorreando y la abuela riñe a tu prima muy bajito, porque también ha perdido de vista al niño. Tu prima te mira como diciendo «mira que eres tonta» y la abuela sigue su mirada hasta el umbral de la puerta y se posa en ti:

   —¡No entres aquí mojada!

   Lo grita bajito. Cuando está contenta eleva la voz y cuando está enfadada se contiene. Al revés que papá. Sales al porche y te quedas de pie. Te secas rápido, pero eres impaciente. Aún con gotitas de agua por el cuerpo te cuelas en la cocina a por un yogur de fresa. Los mayores se van despertando. Ellos llegan a los yogures sin taburete. La merienda. Atraviesas el revuelo de gente que cruza el salón en busca de una cucharita o de una raja de melón. La abuela se acerca sonriendo, te agarra la cabeza con las manos y te planta un beso en la frente.

   —¡Qué tunanta estás hecha, madre mía!

MARTA JIMÉNEZ SERRANO - "Los nombres propios" - (2021)


Imágenes: Maria Svarbova

lunes, 18 de marzo de 2024

SIEMPRE HABÍAN SIDO MUY NORMALES


—¿Recuerdas que el otro día te dije que en el hospital teníamos mucho trabajo?

   —Sí —contestó Víctor recordando vagamente.

   —Pues esta última semana ha aumentado todavía más.

   Víctor miró fijamente a su amigo. No adivinaba qué era lo que quería decirle.

   —Quizá sea una mala racha.

   Es lo único que se le ocurrió decir. Entonces advirtió que David estaba algo pálido. Lo encontró más viejo, aunque era absurdo que hubiera envejecido de una semana a otra. La vejez no aparecía de golpe. ¿O podía ser que sí? Su compañero le interrumpió:

   —Es posible. Pero empieza a ser excesivo.

   Víctor notó que David quería hablar de su trabajo. Era raro. Casi nunca lo hacía. Preguntó:

   —¿A qué te refieres?

—La semana pasada hubo cincuenta ingresos. Ésta, más de un centenar. El hospital está lleno. Lo mismo sucede en los otros hospitales. Y en las clínicas. Nadie lo entiende.

   —Pero ¿quiénes son los que ingresan? ¿De qué se trata?

   David se tomó un tiempo antes de responder. Sorbió los restos de su café.



   —La verdad es que no sabemos de qué se trata —dijo, mirando al fondo de su taza—. No tenemos ni la más remota idea. Al principio, cuando se presentaron los primeros casos aislados, sí creíamos saberlo. Neurosis depresivas que no tenían nada de extraordinario. El problema vino después. El número de casos era ya demasiado grande. Las características de los enfermos han acabado de desorientarnos.

   Víctor sabía que David era poco partidario de las fáciles alarmas, y aún menos como médico. Pero, por primera vez en su vida, lo veía alarmado.

   —¿Cuáles son estas características?

   David casi no le dejó terminar su pregunta.

   —Todos los casos parecen calcados. Cuando llegan al hospital presentan ya síntomas graves. Nos los traen sus familiares y siempre dicen lo mismo: han intentado cuidarlos en casa pero no aguantan más. No comprenden lo que les ha sucedido, así de repente, de la noche a la mañana, sin que antes hubieran podido advertir nada. Eran muy normales. Los familiares insisten en eso: eran muy normales. De pronto cambiaron. Se mostraron indiferentes. Perdieron el interés por todo. Sus familias dejaron de interesarles y sus trabajos, también. Ellos mismos dejaron de prestarse atención. Se abandonaron por completo. Olvidaron toda actividad. Incluso era difícil lograr que comieran. Cuando nos los traen su apatía es total. Los que nos los traen están desesperados. Repiten una y otra vez: eran muy normales. Siempre habían sido muy normales.

RAFAEL ARGULLOL - "La razón del mal" - (1993)


Imágenes: Spencer Hansen

sábado, 16 de marzo de 2024

BENIDORM, LA CIUDAD QUE NUNCA DUERME


Benidorm, la ciudad que nunca duerme, la ciudad con todos los husos horarios a la vez, la ciudad de los bares abiertos hasta pasado mañana. El horario de apertura del Casino Mediterráneo da igual porque el sitio no tiene ventanas ni vistas al exterior, como ningún casino, para que no te hagas nunca a la idea de si es de día o de noche o qué. El casino está en la esquina del Rincón de Loix, es de vidrio azul noche y luce una enorme palmera de neón en la fachada de la avenida, un caminito donde suelen reunirse los habituales que rondan los aparcamientos de los casinos: viejos prestamistas, recaderos sin ninguna prisa, novias con ojeras más oscuras y profundas y terroríficas que su segura y próxima ruina.

El Potro está sentado en una moto que no es suya pero lo parece. El Potro aparenta veinte años menos de los cincuenta que tiene. El Potro se dedica a empeñar los Rolex y los BMW y los anillos de compromiso de esos jugadores que salen a las tres de la madrugada, la jeta color verde pálido, malos, con cuarenta de fiebre después de haberlo perdido todo pero con ganas de perder aún más, y ahí se encuentran siempre al Potro, dispuesto a atenderlos. El Potro está oyendo música y liándose un piti.



—Cuánto tiempo, Michela.

—Quítate los cascos.

—¿Qué dices?

Michela le quita los cascos con la mano.

—Digo que las canciones son todas diferentes pero el silencio es siempre igual.

—Y a mí qué me cuentas, tía.

—¿Has visto a este por aquí?

Michela saca su móvil y le enseña una foto de Kaminski. Ha sido Vilches, en uno de esos raros momentos de productividad y lucidez tan característicos suyos, unos momentos tan escasos y brillantes que le resuelven un mes de papeleo de mesa en cinco minutos, quien le ha pasado el dato de que a Kaminski le van el póquer y la ruleta, las apuestas, esas cosas. Como a todos los rusos. Después se ha vuelto a dormir sobre la mesa de la comisaría. Vilches es uno de esos polis que entraron en el cuerpo con una fe absoluta en la ley y en el orden. Primero perdió la fe en la ley, luego perdió la fe en el orden y después pasó directamente a los IMAO de tercera generación. A veces, una tarde o dos por semana, cuando se despierta de siestas de cuatro horas, aparece por la comisaría. El resto, no.

ESTHER GARCÍA LLOVET - "Spanish beauty" - (2022)


Imágenes: László Kupi

miércoles, 13 de marzo de 2024

JOAN MANUEL SERRAT Y SHAKIRA


 La cabeza de Laetitia Casta y el cuerpo del Subcomandante Marcos. La cabeza de Diego Maradona y el cuerpo de Anna Kournikova. Trotsky y Salma Hayek. Margaret Thatcher y Vargas Llosa. Jennifer López y Ralph Fiennes. El presidente Montenegro y Daisy Fuentes. La Madre Teresa y Tuto Quiroga. Joan Manuel Serrat y Shakira. Cameron Diaz y Andre Agassi. Eduardo Galeano y Arantxa Sánchez-Vicario.

   El periódico había aumentado sus ventas los domingos y gran parte del éxito era atribuida al juego combinatorio digital de Sebastián. Él prefería pensar que el logro se debía a Fahrenheit 451, la revista que, a pesar de mantener el poco inspirado nivel de su época en blanco y negro —Elizalde era el pirata de la internet y de los kioskos, se la pasaba saqueando revistas y periódicos brasileros y argentinos—, había alcanzado un nivel de diseño gráfico que enorgullecía a Junior y a Alissa (el color y las fotos vendían hasta los textos más insípidos).

   Sin embargo, Sebastián también sabía que sus Seres Digitales habían causado un fuerte impacto. Las Quimeras —así las llamaba Braudel— que creaba eran reconocibles a simple vista por el acoplamiento perfecto de los personajes empleados y por los colores supersaturados. Era un apasionado de los colores intensos, y así como pintaba sus fotos le hubiera gustado pintar las fachadas de las casas de amarillo chillón y los edificios de turquesa y las iglesias de anaranjado. Los objetos y los seres, para cobrar vida, debían adquirir colores hiperkinéticos, que inundaran las retinas de luminosidad, que sacudieran los nervios como cuando uno se apoyaba en una torre de alta tensión durante una tormenta.



   Sebastián jamás había reconocido públicamente que era el creador de esa página. A lo sumo, cuando terminaba de diseñar el Ser Digital de la semana, escondía a manera de firma una S estilizada (el cuerpo alargado y los extremos cortos, como una integral) en algún recóndito lugar del rectángulo, al estilo del conejito de Playboy pero aún más difícil de encontrar: a veces, gracias al zooming, miniaturizada tanto que era imposible verla a simple vista. Prefería el anonimato, saberse creador pero que los otros no lo supieran: la zona de sombra le daba cierta sensación de poder, lo preservaba del desgaste y le hacía sentir que era un titiritero manejando los hilos de la acción. Pese a ello, la gente lo paraba en la calle y le preguntaba con admiración si no era el creador de Seres Digitales. La ciudad era chica, los rumores corrían. Se negaba, sorprendido por su súbita fama y pensando que la magia se desvanecería tan pronto se supiera que cualquiera con una buena computadora en casa y un aceptable dominio de Photoshop podía hacer lo que él hacía. Incluso le habían pedido autógrafos en Tomorrow Now. Así como a él le sorprendía cada vez que veía un avión surcar el cielo —¿cómo lo hacían?—, o cuando el insistente ring del teléfono lo sacaba de una siesta y, todavía sumergido en el estupor, escuchaba una voz en el auricular —¿qué frecuencias habitaba, de qué universo venía?—, mucha gente (más los mayores que los jóvenes) todavía tenía una actitud reverencial hacia ese monstruo estilizado que, desde mesas de escritorios y oficinas, se pasaba el día, y la noche, y las semanas, y así ad infinitum, escupiendo emails y juegos y presupuestos y novelas y seres digitales. Río Fugitivo era, a pesar de su aparente sofisticación urbana, muy pueblerino. El cambio tecnológico nos agarró en media res, se dijo Sebastián citando a Pixel. Daba para reír cuando uno pensaba que todo eso sería tan natural para sus hijos.

EDMUNDO PAZ SOLDÁN - "Sueños digitales" - (2000)


Imágenes: Joseba Elorza

lunes, 11 de marzo de 2024

MAMÁ ESTÁ SIEMPRE EN CASA


 Mamá, sin embargo. Mamá está siempre en casa. A papá lo ves poco y cuando lo ves, te deslumbra. Mamá está todo el tiempo, así que no la ves. Su mano contra tu tripa escurriendo el jabón de la esponja, su mano sobre tu frente, su mano dándote crema hidratante que te alivie los picores o abrochándote el botón del pantalón, que es de los duros, y tú no puedes. Cómo identificar como ajena una mano que está contigo todo el tiempo. Es imposible. Mamá nunca se enfada, nunca está cansada, nunca está triste, nunca tiene miedo. O sea: mamá se traga su enfado a menudo, mamá ignora su cansancio con perseverancia, mamá intenta mostrarse alegre contigo, mamá no quiere transmitirte sus miedos. Mamá se baja al parque con vosotros y te dice cosas que tienes que hacer. «Báñate», «Ponte el pijama», «Vigila a tu hermana», «Termínate el pescado». También te dice cosas que no tienes que hacer. «No se pega», «No se insulta», «No se rompen los juguetes, que han costado mucho dinero», es decir, mucho trabajo. Tú no sabes lo que es el dinero. 


Dirías que papá tampoco. Mamá sí. Si necesitas ropa y te gustan dos jerséis, tienes que elegir uno. Si te gusta un juguete, tendrás que pedirlo por tu cumpleaños. Si quieres una muñeca, tendrás que pedírsela a los Reyes. «Pero ¿cuánto queda para los Reyes?». Queda mucho. Mamá está en todas partes, así que no la ves. Me ves más a mí. La cocina, tu cuarto, la salita. Todo es mamá. Mamá está preparando el CAP porque siempre quiso ser profesora, pero al terminar la carrera se le atravesaron primero un trabajo rápido y rentable y luego la maternidad. Tú. Se le atravesaste tú. Pero tú no sabes lo que es el CAP, ni la vocación, ni el dinero. No concibes que esa mujer —⁠mamá⁠— que satisface a diario tus necesidades pueda tener necesidades propias, que antes de que tú existieras vivía en el centro de Madrid, iba a menudo al cine, viajaba. Ahora también ve cine. En los últimos doce días ha visto 
Aladdín veintiséis veces, ha escuchado la canción —⁠«Un mundo ideal»⁠— veintisiete veces. 


Mamá es solo mamá. Mamá quiere que alguien a lo largo del día no la llame mamá. Mamá haciéndote dos coletas, mamá vistiendo a Simba, mamá haciéndole pedorretas al niño. Mamá que mira por encima del hombro tu carta a los Reyes Magos y recuerda: «No se pueden pedir tantas cosas. Piensa que tiene que haber regalos para todos los niños». Mamá recorriendo en tres días el Hipercor, el Corte Inglés, el Toys «R» Us. Mamá que está siempre. Mamá que no existe. Mamá que nunca se sienta, que nunca se enfada, que te besa si lloras. Mamá que no tiene deseos ni necesidades, ¿cómo va a tenerlos? El trapo de cocina enganchado al vaquero, «Es hora de cenar», «Es hora de dormir», «Marta, a la cama, ya». Tú suplicas: «Cinco minutos, por favor, solo cinco minutos». Entonces, un 6 de enero. Tú dentro de tu pijama de algodón. Simba y su pelo en el suelo del salón, hay globos en el techo y Schoko-Bons en los zapatos. Tu cara. Miras a tu alrededor, los papeles arrugados, rasgados, de colores, todos tus regalos abiertos, tu entusiasmo, sonríes: «Jo, mamá, esto sí que es un Mundo Ideal». La miras: «¿Y a ti qué te han traído?». Qué le han traído: tu cara.

MARTA JIMÉNEZ SERRANO - "Los nombres propios" - (2021)


Imágenes: Lara Lars

sábado, 9 de marzo de 2024

EN CASA DEL JACINTO HAY UN SILLÓN PARA MORIRSE


PROPIEDADES DE UN SILLÓN


   En casa del Jacinto hay un sillón para morirse.

   Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón, que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere.

   Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas, pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente.



 Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entre tanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer-su-pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse. Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor.

JULIO CORTÁZAR - "Historias de cronopios y de famas" - (1962)


Imágenes: Mason Lindroth

jueves, 7 de marzo de 2024

LINEPITHEMA HUMILE


La sensación que transmite es extraña. Contradictoria. La masa, el cuerpo, parece inmóvil y al mismo tiempo da la impresión de que se estremece, de que se mueve e incluso de que susurra o piensa en voz alta.

La postura es casi fetal. Solo una pierna extendida rompe el dibujo de la posición prenatal. Bajo la capa hirviente de hormigas que lo cubre se aprecia que el torso del hombre está desnudo, lleno de polvo. Los pantalones son grises. La pernera derecha está subida hasta casi la rodilla. Allí también trabajan las hormigas, lo mismo que lo harán en la otra pierna, cubierta por el pantalón aunque ese pie, el izquierdo, esté descalzo y sea una mancha oscura, de un morado casi negro en el que los insectos se afanan ejemplarmente, como células de un verdadero superorganismo.

   Son hormigas de la especie linepithema humile, la llamada hormiga argentina. Son pequeñas, rojizas, absolutamente omnívoras. Viven en la tierra, bajo la madera, bajo los suelos, matan a otros insectos, acaban con todas las especies de hormigas de la región que invaden. Aquí forman una costra sobre el cuerpo caído, se introducen por todos los pliegues de su piel, se adentran por los orificios, horadan, cortan, arrastran, se comunican ansiosamente, ávidas, codiciosas, ciento treinta millones de años para llegar a este punto de eficacia, de precisión.


   La piel del hombre es pastosa, pajiza, amarillenta. Tiene los ojos entreabiertos y en la ribera de sus párpados abreva celosamente un centenar de hormigas. El iris azul grisáceo. Los ojos que vieron aquellos campos nevados en otro continente, los ojos que amanecieron contemplando el cuerpo de su hijo Guillermo en la cuna y que al verlo por primera vez dejaron escapar lágrimas de alegría. Cuando rozó la plenitud. Trabajan en los ojos los insectos, acuden en una cadena organizada al cráter de las orejas y se introducen como espeleólogos por el laberinto de los oídos, se adentran por el cuero cabelludo, merodean por las fosas nasales, entran en la boca y sacan su botín de saliva con residuos de benzodiazepinas —diazepam, bentazepam, lormetazepam— y alcohol —vodka, ginebra, tequila—. La respiración del hombre es leve, y en la montaña del tórax apenas se percibe el trabajo de sus pulmones.

   Al otro lado de la rotonda, al otro lado del camino y de los carteles en los que un hombre abraza por la espalda a una mujer que finge estar dormida y un coche rojo surge al lado de una playa con agua esmeralda, un automóvil llega, un joven se baja de él y risueño pregunta al hombre de los ojos pequeños y el mono verde:

   —Lolo, ¿te has dado cuenta de que han tumbado la señal de la gasolinera? La de la rotonda. Está en el suelo, ¿te has dado cuenta?

   Y el hombre de los ojos pequeños, la cara de pez y el mono verde responde Jé y siente que ha empezado el día.

ANTONIO SOLER - "Sur" - (2018)


Imágenes: Greg Olignyk

miércoles, 6 de marzo de 2024

DE VER A LOS ABUELOS

 


—Hasta ese momento solo había una forma muy interesante de acumular excedentes. A ver, ¿qué harías con las sobras de un elefante que acabas de matar después de que tú y los tuyos os hayáis saciado?

  —Lo ahúmo.

  —Aún no se ha inventado el ahumado. ¿Qué harías?

  —No sé. Lo metería en el banco —bromeo.

  —¿Y cuál era el banco en el que se guardaban entonces los elefantes?

  —Ni idea.

  —Pues muy sencillo: llamabas a otra tribu. Se lo comían y te lo debían.

  —El banco era el estómago de los de la tribu vecina.

  —Así se conservaban los excedentes en el Paleolítico. Eso implica la aparición de una forma de contabilidad: la tribu de al lado me debe un ciervo.

  —No está mal —digo—. ¿Pero es posible que apareciera ya entonces el concepto capitalista de interés y que te tuvieran que devolver un ciervo y medio?

  —Eso no lo sé. Lo que sí sé es que guardar en el estómago de otro algo que tú no puedes comerte es una excelente idea.

  —No me gusta mucho que el efecto secundario de la invención del excedente sea la aparición de la propiedad privada —digo.

  —Y surgen los silos, los graneros, claro —añade Arsuaga.

  —Ahí es donde empieza a joderse todo. Es lo que afirma Harari en Sapiens y remacha Christopher Ryan en Civilizados hasta la muerte, que en el Neolítico empezó el aburguesamiento…



(...) Un día, hace años, estuve en Atapuerca y al volver a casa, cuando me preguntaron que de dónde venía, dije:

  —De ver a los abuelos.

  Aquella experiencia cambió mi vida. Regresé convencido de que entre los habitantes supuestamente remotos del conocido yacimiento prehistórico y yo había una proximidad física y mental extraordinaria.

  Lo sentí como se siente una llaga.

  Los siglos que nos separaban eran calderilla frente a los milenios que nos unían. Los seres humanos hemos pasado el noventa y cinco por ciento de nuestra existencia en la Prehistoria. Acabamos de aterrizar, como el que dice, en este lapso brevísimo de tiempo que llamamos Historia. Significa que la escritura, por ejemplo, se inventó ayer, aunque tenga cinco mil años. Si cerraba los ojos y alargaba el brazo, podía tocar las manos de los antiguos habitantes de Atapuerca y ellos podían tocar las mías. Ellos estaban en mí ahora, pero yo ya estaba en ellos entonces.



  El descubrimiento me trastornó.

  La Prehistoria no solo no era un asunto del pasado, sino que gozaba de una actualidad conmovedora. Los hechos de aquella época me concernían más que los de mi siglo porque lo explicaban mejor. Me hice, pues, con una biblioteca básica sobre el asunto y comencé a leer. Como es habitual, cuanto más aprendía más se ensanchaba mi ignorancia. Leía y leía sin desfallecer porque el Paleolítico era una droga y el Neolítico eran dos drogas y los neandertales eran tres drogas, y yo me hallaba al borde de la politoxicomanía cuando comprendí que, dadas mi edad y mis limitaciones intelectuales, jamás llegaría a saber lo suficiente como para escribir un libro original, que era lo que me había propuesto desde mi viaje a Atapuerca.

  ¿Qué clase de libro?

  Ni idea. A ratos era una novela, a ratos un ensayo, a ratos un híbrido entre el ensayo y la novela. A ratos, un reportaje o un largo poema.

  Renuncié a mi objetivo, aunque no a la droga.

JUAN JOSÉ MILLÁS - JUAN LUIS ARSUAGA - "La vida contada por un sapiens a un neandertal" - (2020)


Imágenes: Leonardo Ulián


lunes, 4 de marzo de 2024

NO HAY MISERICORDIA PARA AQUELLOS QUE CONOCEN EL SECRETO

 


De chica, con la abuela también íbamos al curandero, el Viejo Rodríguez. Vivía en un rancho en las afueras del pueblo, cerca de un barrio pobre, el Tiro Federal.

   Me inquietaba pero al mismo tiempo me gustaba ir a su casa y no me quejaba por tener que atravesar todo el pueblo a pie, siempre doliéndome la cabeza o la barriga porque si la abuela me llevaba era porque tenía empacho o lombrices. El Viejo me daba un poco de miedo. Era muy flaco, como si su propio cuerpo le estuviera chupando las carnes hacia adentro, y esto lo obligara a encorvarse, la piel encogida como una camiseta recién lavada. No recuerdo su cara, pero sí que tenía las uñas largas como las mujeres. Sucias y amarillas, sus garras consumidas se deslizaban sobre mi panza hinchada, dibujando una cruz varias veces mientras murmuraba cosas que no llegaba a entender.
   Su mismo aspecto descarnado le daba una apariencia santa.
   La pieza donde atendía era pequeña y oscura, mal ventilada. La llama de las velas prendidas acá y allá, siempre en sitios diferentes, permitían ver solo un fragmento de la habitación, pintada a la cal para mantener lejos a las alimañas. Nunca pude hacerme una idea completa de cómo era ese cuarto, qué muebles había, ni reconocer las caras de las estampas en las paredes o amontonadas arriba del altarcito de turno.



   Vivía solo y de lo que le dejáramos a voluntad. A veces plata, a veces yerba, azúcar, fideos, a veces un pedazo de carne.
   Además de curar parásitos y atracones de comida, el Viejo Rodríguez tenía el secreto para las quemaduras, los esguinces, la culebrilla y hasta la pata de cabra, ese mal que puede consumir a un bebé, abrasarlo en los jugos de su propio estómago.
   No sé de dónde provenía su poder. Si lo había heredado de su madre o había nacido con él, como una bendición que cada tanto se convertía en una maldición. Cuando su poder se le tornaba oscuro, el Viejo no atendía aunque le tirasen la puerta a golpes, aunque un racimo de niños llorara afuera y las madres le imploraran que abriese. Adentro, seguramente tirado en su catre, el Viejo dormía su borrachera, descansaba de su secreto y su poder, el cuerpo inconsciente por la paliza del vino malo, la mente apagada. En esos días era inútil esperar bajo el rayo del sol a que cayera la noche y no había más remedio que volver sobre los pasos, las tripas revueltas de gusanos, los estómagos cargados, las cabezas embotadas.



   El curandero Rodríguez murió hace muchísimos años, tirado en una cama del hospital San Roque, adónde van a morir los viejos solos, sin familia y sin dinero. Habrá tenido un entierro de pobre, el cuerpo metido en un féretro mal clavado, sin anillas de bronce, para qué si no había deudos para cargarlo, sin lijar, sin barnizar. Un cajón un poco más fuerte que un cajón de manzanas. Habrá pesado muy poco el pobre viejo. Sin responso ni la bendición del cura, pues no hay misericordia para aquellos que conocen el secreto, aquellos que tienen poderes que ofenden a Dios. Habrá sido enterrado en una parcela alejada, de esas que se recuestan casi sobre el alambrado que divide los terrenos del cementerio de los campos lindantes, un alambre de púas para que las vacas no se crucen a mordisquear los tallos de las flores, vencidas en los frascos, los días de verano. Una parcela alejada, donde sepultan a los que no tienen a nadie.
SELVA ALMADA - "Chicas muertas" - (2014)

Imágenes: Aleph Geddis