Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 29 de mayo de 2023

MI HIJO PEQUEÑO ES ZURDO


Mi hijo pequeño es zurdo, como yo. Cuando lo descubrí, esa coincidencia me pareció un motivo de celebración. Algo singular nos unía, veíamos la realidad desde ese lado oscuro. Fue oscuro para mí porque así me lo enseñaron, pero no iba a ser oscuro para él. Yo haría de su siniestra perspectiva un lugar luminoso desde el que participar en el mundo. La idea de tener algo que construir a partir de su zurdera me hizo disfrutar más que el simple descubrimiento. Esa idea me fortaleció. Durante días estuve diciéndome que tenía un hijo zurdo. No se lo conté a nadie, tampoco a su padre. Podría decir ahora que lo hice por no señalar al niño, pero no hubo estrategias pedagógicas ni nada parecido detrás de esa decisión. Su hermana Inés lo descubriría pronto, el padre seguramente tardaría y era casi seguro que no le iba a importar, vería en ello otra molesta similitud entre el niño y la madre. Era capaz de interpretar mi irracional pero sincera emoción como una tontería. Y yo no quería que nada parecido nublase la alegría de mi descubrimiento.

   Había pasado el tiempo de querer saber y contar todo. Ya no era casi una niña, como cuando nació Inés, y comprendía que no hay necesidad de compartirlo todo con un marido. Guardo como un secreto precioso aquellos ratos a solas con mi hijo, cuando la niña estaba jugando en la calle o en casa de alguna amiga. Me es fácil volver a verlo, delgado, ágil, los ojos como piscinas oscuras y relucientes, el cabello alborotado como los rotuladores y los lápices de cera que se desperdigaban encima de la mesa, de fondo el sonido de los dibujos animados japoneses en la tele, que él miraba a ratos, cuando no se concentraba en las figuras de sus álbumes para colorear. Algunos contenían los mismos personajes que esos dibujos animados. —Goku, Oliver y Benji, Sakura—, cuyos ojos eran también como piscinas nocturnas, iluminadas por ráfagas de luz.


   Me he ejercitado en recuperar aquellas tardes, a las que nunca vuelvo con tristeza ni con nostalgia sino con un instinto de animal que busca cobijarse del frío y cuando encuentra un foco de calor ahí se queda, reconfortada por haber hallado un punto al que poder regresar una y otra vez. No encuentro ni busco en ello felicidad o consuelo, tan solo calor primario. La Bola de Dragón Zeta, mi hijo Lorenzo y su hermosa concentración en manejar la mano izquierda sin salirse de los bordes ni emborronar demasiado el papel. Yo enfrente de él y en la misma postura, de rodillas en la silla, los codos sobre la mesa, en un álbum ya usado que acaba de prestarme, coloreo otra figura y hago esfuerzos por no mirar cómo se mueve su mano sobre el papel. Porque, cuando la miro, veo en la mano de Lorenzo mi propia mano de niña.

   No recuerdo exactamente qué dibujos coloreaba yo cuando tenía su edad, pero sigo escuchando las palabras que pronunciaban otras cuando mi mano se activaba. Así no, miradla, es zurda —zurdita, decía mi hermana—, ¡eso no se hace! Rara, torpona, zocata, siniestra, chota… Chota, esta última palabra sonaba a algo maloliente y sucio, parecía que la pronunciaran con más saña que las demás.

ROSARIO IZQUIERDO - "El hijo zurdo" - (2019)


Imágenes: Conner Griffith

viernes, 26 de mayo de 2023

¡AHORA SÍ QUE TE LA HAS CARGADO!

 


Todo acabó un jueves por la mañana, el 18 de noviembre de 1999, sin que terminara el siglo y cinco días antes de mi cumpleaños. Habría cumplido treinta y siete.

   Eran casi las doce y había quedado a las doce en punto en recoger a mi madre para acompañarla al médico. Llevaba equis horas intentando salir de casa. En el último momento siempre me acordaba de algo: las llaves, la cartera, la luz del baño encendida. Daba lo mismo, lo sabía: cuando estuviera en el ascensor, en el momento equis más uno, me daría cuenta de que había olvidado lo más importante.

   O lo que hubiera olvidado se convertiría en lo más importante.

   Así era mi vida.

   En esas estaba, con el abrigo puesto, la puerta abierta y volviendo a entrar por la chequera, cuando oí ruido de pasos.

   Eran dos hombres, uno con vaqueros y anorak, y otro con un traje gris de raya diplomática pero sin corbata, cinturón ni cordones en los zapatos, como los presidiarios.

   Estaban entrando en la casa.

   Mi casa, me refiero.

   El del anorak llevaba una pistola en la mano.

   —Los papeles —reclamó el del traje.

   ¿Que qué hice? Pues qué iba a hacer, se los entregué en el acto, faltaría más. Que conste que no pensaba tanto en salvar mi vida (total, esta vida), como en mi madre, la pobre mujer, pinzada en sus vértebras lumbares y esperándome en el recibidor, sentada con el bolso sobre las rodillas y el abrigo puesto desde las nueve de la mañana.

   Tras examinar la carpeta, el del traje concluyó.

   —Misión cumplida.

   —¿Qué hacemos con esta? —preguntó el del anorak.



   El otro sacó un teléfono móvil del bolsillo, marcó un número y pidió instrucciones.

   —Misión cumplida, pero hay un problema: el pájaro ya le había entregado los papeles a otra persona —dijo.

   Sentí una curiosidad más intensa por saber quién estaría al otro lado del teléfono que por conocer su respuesta. El del traje escuchó con atención y luego dijo:

   —Afirmativo.

   Colgó y se dirigió al del anorak:

   —Sabe demasiado, hay que eliminarla.

   —Vale, Boss.

   Así que el otro debía de ser un esbirro, el que se ocupaba de los trabajos sucios.

   Apoyó el cañón de la automática contra mi sien y apretó el gatillo.

   No oí la detonación. Sentí frío, como si un hilo de escarcha me atravesara la frente para enhebrarse en mi corazón.

   —Andando, Pescas —ordenó el jefe.

   Mi primer pensamiento fue: ¡ahora sí que te la has cargado!

RAFAEL REIG - "Guapa de cara" - (2004)


Imágenes: Ruslan Khasanov

martes, 23 de mayo de 2023

CREÍA QUE ERAS UN NIÑO BUENO


Creía que eras un niño bueno, pero hoy te estás portando muy muy mal. Si llego a saber que ibas a estar así, no te llevo a los lavaderos. Habíamos hecho con tanta ilusión esos barcos con cáscara de nuez y un palito dentro como mástil y una hoja para vela… Las mujeres que estaban pisando la ropa sucia en las pilas te han dicho cosas con voz alegre. Todo estaba tan bonito… Las túnicas, los cinturones y mantos extendidos a orillas del mar, donde el agua devuelve a la tierra los guijarros más limpios, se secaban con el último resplandor del sol. Las nubes eran peces rojizos que pasaban por el cielo, nadando despacio en el viento. ¿Y tú? Tú te has puesto a llorar. Te has tumbado de espaldas y has pataleado. Has gritado con esa voz aguda que pones a propósito. Y no has querido jugar. ¿Sabes qué? No te llevaré más. Pensaba coser una pelota de tela, pero se acabó. Si no quieres mirarme ni darme la mano, no habrá pelota ni lavaderos.

   ¿Y ese grito de mujer? Viene de la cárcel, de la celda en la que han entrado los guardias. Otro grito. Otro más. Y ahora, ese chillido largo largo. Sé lo que pasa ahí dentro, una prisionera está dando a luz, Yulo. Mi madre era partera y la llamaban siempre en los partos difíciles. Yo la acompañaba para ayudarle y aprender el oficio, aunque era muy pequeña entonces. Cuando las mujeres echan un niño afuera, gritan muchísimo. Se retuercen y se estiran de dolor. Aúllan.



   Mi madre sabía cómo arrancarles el niño del regazo aunque su cuerpo se cerrase. Esa mujer de la celda tendría suerte si mi madre entrase a ayudarla, como hacía en Tiro, hasta que ella misma tuvo los dolores y mi hermanito se murió en su vientre y se la llevó.

   Mi madre era suave. Calmaba a la parturienta con murmullos y consejos, ponía su cuerpo en la posición adecuada, le decía cómo respirar y la animaba para que empujara. Yo me sabía los conjuros para invocar a la diosa lunar, yo recitaba las palabras y rezaba. Mi madre nunca usaba hierros ni garfios como los guardias de la cárcel.

   Sí, esto que oyes, Yulo, son los gritos de una madre. También tu madre gritó así, Yulo, mientras apretaba los dientes y empujaba y tú venías al mundo a fuerza de desgarrarla por dentro con arremetidas de dolor.

   ¿Quieres que recemos pidiendo a los dioses por la mujer que grita en la celda? ¿Para que la muerte no apague sus ojos en el parto, como le pasó a mi madre? Sí, reza.

   ¿Te he dicho que mi hermanito que se murió sin nacer tendría los mismos años que tú? Lo perdí, pero ahora te tengo a ti.

   Mi madre sabía muchas cosas. Hacía emplastos de hierbas, de miel, de grasa, de pescado, y los untaba a las mujeres embarazadas en el vientre. Eran recetas muy antiguas para ahuyentar a los malos espíritus. También preparaba pomadas para aliviar y dar protección mágica. Y filtros de amor. Y era la única que sabía la fórmula de la poción de mandrágora contra los demonios que hacen estériles a las mujeres jóvenes. Elisa venía a buscar esa poción a casa de mi madre, porque su vientre se negaba a curvarse. Mi madre le daba friegas mientras murmuraba ensalmos. Un día, Elisa trajo una muñeca de trapo y me la regaló. Otro día vino con unas tabas pintadas cada una de un color, y jugó conmigo, enseñándome a lanzarlas igual que dados y a aprender el valor que tiene cada lado de la taba. También trajo un sonajero en forma de cerdito para el niño que mi madre llevaba dentro. Se notaba que les gustaba estar juntas. Elisa acercaba la mano al vientre de mi madre y sonreía con asombro cada vez que sentía los golpes a través de la capa de carne.

IRENE VALLEJO - "El silbido del arquero" - (2015)


Imágenes: Oliver Chalk

sábado, 20 de mayo de 2023

EL MAYOR ENIGMA DE UTICA


Ahora está en su escritorio, dándole sorbos a un café expreso tocado con un poco de anís y contemplando con estupor la luz encendida de su contestador automático. Está a punto de reproducir el mensaje grabado, cuando oye un grito; no ha sido en su cabeza, tiene que haber sido en la calle; el canto rítmico y agudo de un soldado en un campamento militar durante una marcha de instrucción. ¡Hut! ¡Hut! ¡Hut, hut! ¡Hut! ¡Hut, hut! Se acerca a la ventana para verlo aproximarse al foco de luz que proyecta la farola, trotando lentamente bajo la lluvia, el hombre conocido en Utica como el Corredor, quien dos veces al día —una a media mañana y la otra a media tarde— recorre los barrios de Utica, los ricos, los pobres y los de clase media; unas marchas que deben de durar una hora, si bien nadie puede asegurarlo porque ¿quién va a molestarse en seguirlo para cronometrarlo? Siete días a la semana y, sin embargo, está lejos de parecerse a esos tipos espigados y fibrosos que entrenan para correr maratones. El Corredor es fornido, de estatura media, afroamericano, cerca de cumplir los cincuenta —según la ignorante estimación de un caucásico—. Se especula con la posibilidad de que sea un combatiente de la Primera Guerra del Golfo con secuelas psicológicas.



 Los observadores de Utica chismorrean. ¿Lo conoces? No. ¿Sabes cómo se llama? No. ¿Sabes de alguien que lo conozca? No. ¿Dónde vive? Ni idea. Se cotillea más sobre el Corredor que sobre Silvio Conte. ¡Hut! Eliot, que en horario laboral suele estar más en casa que fuera, nunca lo había visto ni oído en Mary Street. ¿Por qué a esta hora? ¡Hut! El Corredor ha sido visto los doce meses del año, haga un calor abrasador o un frío cortante, sobre hielo y sobre nieve, pero ¿con este monzón? ¡Hut! ¡Hut! ¡Hut, hut! Va marcando el ritmo mientras pasa bajo la luz de la farola por la acera de enfrente y, a la altura de la casa de Conte, vuelve a mirarse la oscura silueta del gigantón recortada en la ventana y levanta los brazos en un efusivo gesto: «¡Buenos días!». ¡Lo ha saludado! Conte siente el impulso casi irresistible de salir corriendo con las pantuflas y el batín y unirse a él, recorrer las calles resbaladizas y apenas iluminadas codo a codo con el mayor enigma de Utica.

FRANK LENTRICCHIA - "El sustituto" - (2013)


Imágenes: April Bey

miércoles, 17 de mayo de 2023

UNO NO SABE


Uno no sabe que un día se irá a la cama y, cuando despierte, papá pondrá los cereales en la mesa nervioso y sin haberse rasurado, las hermanas hablarán en voz baja y nadie dirá que mamá no está. Uno se irá a la escuela pensando que la verá al volver, pero será Trini quien abra la puerta del departamento, sirva la sopa de fideo y rezongue porque desde ese día en adelante le toca disponer como si fuera la señora de la casa. Uno piensa que alguien lanzará algo, un quejido, una pregunta, un plato, porque una madre no puede irse así. En vez de eso, las hermanas acarician la cabeza de uno, y papá llega por la noche a preguntar sobre la escuela y el futbol con impostado interés. Sentado al borde de la cama, no se fija en que uno no se lavó los dientes y parece que va a comenzar a explicar algo, pero los ojos se extravían entre las repisas con coches de juguete y suelta un «buenas noches» apresurado. Uno no sabe que el silencio será la explicación, que todos andarán como si la voz de la madre ausente fuera humo, como si los domingos siempre hubieran sido cuatro a la mesa, como si vendieran los calcetines con hoyos y fuese normal que Trini lo llevara al doctor en un taxi. Y uno irá a la escuela con los ojos como platos, con el asombro pegando las pestañas a los párpados porque nadie se ha atrevido a llorar, a patear las puertas, porque el único cambio visible son las fotos removidas. Solo en el buró del padre hay una en blanco y negro donde se miran los dos alegres, sentados en una banca. Vestigios de su madre en el cuarto que poco frecuenta uno, porque más vale no naufragar en el tamaño de la cama, en la doble almohada ni tras las puertas del clóset. Uno ni siquiera sabe si allí todavía cuelgan sus vestidos porque las hermanas se han encargado de echar llave, y son ellas las que van a los festivales de la escuela, firman las calificaciones, hablan con las maestras. El padre, callado, pasea por la casa como telón de fondo; uno supone que es la única forma posible de aceptar que no hubiera un beso de despedida.



   Uno crece y se acostumbra a Trini malhumorada, a las hermanas a oscuras con los novios en la sala, a las reuniones con los abuelos, a las leves alusiones a ciertos rasgos de la madre repetidos en los hijos, como el paso de una franela que recoge el polvo de los muebles. Uno aprende a no visitar a la abuela Nona porque solo habla de papá y su cerrazón, y porque las hermanas disgustadas no resisten que busque razones para la orfandad de sus nietos. Uno no quiere estar en casas ajenas que le recuerden a una madre de rasgos borrados. Pasan los años y uno empieza a mirar las piernas de las mujeres, a imaginarse besándolas y acariciándolas, y uno da todo por rodear una cintura apretada y aspirar un aliento dulce. Uno las besa, y las abraza en la penumbra del cine, y se masturba pensando en ellas y, cuando comienza a desear más allá de su cuerpo, su presencia y su ternura, uno se va sin despedida.

MÓNICA LAVÍN - "A qué volver" - (2018)


Imágenes: Jonathan Hateley

lunes, 15 de mayo de 2023

UNA ACCIÓN TÍPICAMENTE AMERICANA


Torció rápidamente la esquina del parque y esquivó por los pelos tres flamantes y humeantes mierdas, recientemente depuestas en el silvestre entorno de un arbusto en flor. Adelantó a la vieja con abrigo de pieles y a su chucho cagón; le lanzó una mirada agresiva y reprobatoria. Le habría gustado preguntarle dónde diablos había metido el recogedor, o al menos hacerle alguna observación mordaz. Precisamente la semana anterior había oído contar que un hombre de la ciudad, presa de un arrebato de ira al tropezarse con la plasta que acababa de echar ante sus narices un enorme danés con las patas torcidas, había sacado de la chaqueta un revólver y dejado tieso allí mismo al bicho. Una acción típicamente americana, pensó mientras cubría el último tramo en descenso antes de llegar a la oficina. Una mirada de desaprobación, una mueca de evidente displicencia, fue lo único que logró esbozar. Este tipo de comportamiento, tan habitual en él, era precisamente lo que quería desterrar. Esta era precisamente la principal razón por la que había decidido abandonar su país y venir a vivir a América. Porque aquí no se conocía la timidez; era una cosa prohibida, fuera de la ley.

   Tal vez estaba exagerando un poco, caviló mientras daba un salto para evitar el choque con un carrito de correos. En América había también mucha gente tímida; sin embargo, lo era de una manera diferente, como si la falta de confianza en uno mismo tuviera un sello peculiar. En cualquier caso, si a él le dieran a elegir entre las distintas maneras de ser tímido, optaría sin dudarlo por la americana.

WILLIAM BOYD - "Barras y estrellas" - (1984)


Imágenes: Barbara Franc

viernes, 12 de mayo de 2023

UN LUJO DESAGRADABLE


El vestido de gitana de mi madre acecha oscuro encima del armario. Es verde con grandes lunares negros. Cuando se lo pone es la mujer más guapa que ha pisado el planeta, pero lleva muchos meses ahí tirado y estoy harta de verlo desde la cama. De día no me inquieta demasiado, pero al quitarme las gafas para dormir los volantes borrosos se convierten en una enorme serpiente enroscada y cada noche me tapo la cabeza con la manta para que no me vea. Sería más fácil confesar que me da miedo, pedir que lo guarden en otro sitio, que sería también mejor para el vestido, tratar de imponer algo de razón al espejismo, pero esas ideas ni me las planteo. Las cosas son como son. Ya da igual de todas formas, en cuanto apago la luz sigo viendo la serpiente por mucho que cierre los ojos.

   Hay ruido en el salón. Mi madre duerme allí porque vivimos en casa de la abuela y no hay cuartos suficientes. Antes hemos pasado por otros sitios, pero apenas me acuerdo. Yo tengo mi propia habitación. Eso me hace sentir muy culpable. Un lujo desagradable. Aunque la pared esté forrada de un papel rosa con nubes blancas, es demasiado tenebrosa y no hago más que empeorarlo cubriendo la ventana de pegatinas. No puedo evitarlo, colocarlas ahí me da sensación de riqueza.



   Tengo miedo, ganas de quejarme, de llorar un poco, más que de saber lo que ocurre. Pero me aguanto y espero. Mi madre entra a oscuras, me coge en brazos y me saca de la cama. Ocupo poco más que un bebé y la altura de su pecho resulta vertiginosa. Me lleva al salón como una ofrenda valiosa. Me cuesta despegar los ojos. Las luces duelen. No sé qué va a pasar y sigo sin gafas. Ella está nerviosa, perdida en una mezcla de cansancio y precipitación. Se nota que no es más que otra niña asustada en medio de un lío del demonio. En el sillón hay algunas cajas de juguetes sin envolver. Mi abuela está junto a la puerta de la casa. Intuyo que lleva puesta la bata azul y que tiene la cara muy seria. Abre la puerta y entran tres hombres con ropas brillantes armando jaleo. Dicen que son los Reyes Magos. Mi madre ni está contenta ni me pide que lo esté ni me suelta. Su pecho palpita como el de un toro. No piso el suelo. Baltasar acerca mucho la cara y habla sobre una cabalgata cargada de regalos que está por venir en mi honor, con tantos camellos que colapsarán la calle. Por qué no hoy, Baltasar, si hoy es el día. Me dan asco sus churretes negros derritiéndose y no quiero que me pringue. Preferiría ir a ver los juguetes de cerca y abrirlos ya, pero todavía no puede ser. Hay que esperar a que amanezca.

    ELISA VICTORIA - "Vozdevieja" - (2019)


Imágenes: Barry Underwood

martes, 9 de mayo de 2023

LOS NIÑOS SÍ SE DETIENEN


DIARIO DEL ATLETA

   (Imaginación no rota por la rutina y la repetición, por la estadística) (por la ley de probabilidades) (es decir por los recuerdos, la memoria + lo imaginado).

   Cómo sería ir por la calle sin hacer otra cosa que ir por la calle. Ignorar, avanzar, sin pararse ante nada, no dejar que nada nos afecte (nos desvíe), ver cómo pasa todo sin detenernos como si fuésemos un tren marchando por su vía, todo lo que hay fuera son insectos chocando contra nuestra coraza, andar impulsado por una corriente una energía ajena o por lo menos mucho más fuerte que nuestra curiosidad (la curiosidad es un insecto más, dejarlo atrás). Avanzar sin hacer otra cosa que eso. Cumpliendo miserablemente los horarios.

   Así van muchos. Muchos que conozco. O lo parece. (Como cuando corro en la pista, no hay nada más que la carrera, la zancada, el ritmo y la respiración, dosificar para poder correr más. Todo acaba y todo empieza en ti).

   Los niños sí se detienen. No hacen otra cosa que detenerse. Observan agujeros, le dan la vuelta a un insecto que encuentran en el suelo, le arrancan un ala, luego la otra, luego quieren que vuele. Miran su cara deformada en los tapacubos de los coches, en el guardabarros niquelado de una moto, se miran en las vitrinas sin acabar de reconocerse. Se resultan sospechosos a ellos mismos. Hacen muecas y se observan, como si ellos también fueran insectos, tratan de ver en los reflejos de los escaparates quiénes son, cómo son. Lo que les espera, o lo que no recuerdan.

   Pueden ser cualquier cosa, todo está abierto. Casi abierto. Casi todo. Y sospechan, algunos sospechan. Los que no están demasiado aturdidos (los que no están seguros, esos).

   Hacen bien en sospechar. Yo todavía no estoy seguro. Es mi pureza. Esa es la única pureza que tengo.

ANTONIO SOLER - "Sur" - (2018)


Imágenes: Andrea de Luigi

sábado, 6 de mayo de 2023

SOÑAMOS EN METÁFORAS

 


 —¿Qué estudian realmente? ¿Qué aspectos del sueño? —preguntó.

   —Conciencia y ciclos REM, como dijo Gabe. Hacemos grabaciones fisiológicas…

   —Recuerdo lo que Gabe dijo. —Tomó el encaje de mi cobertor por un momento, luego lo soltó—. Solo pareció un poco simplista. Primero que nada, hay una palabra para lo que están estudiando, es lucidez o sueños lúcidos, cuando una persona está consciente de lo que está soñando. ¿Tengo razón?

   —Así es.

   —Y es por eso que me cuesta trabajo creer que es todo lo que están midiendo —dijo Thomas—. Ya se ha hecho. He aprendido sobre sueños y lucidez en un par de clases de introducción a la física, mucho antes de que ustedes se metieran en este tipo de investigación, supongo. Incluso algunos de los románticos sabían sobre eso: Thomas de Quincey, Coleridge, Keats.

   —Tienes razón, no somos los primeros en estudiar los sueños lúcidos, pero estamos haciendo algo diferente.

   Hice una pausa y Thomas me miró expectante. No estoy segura de cuándo tomé la decisión de contarle más de lo que le había contado a nadie, pero sé que fue antes de ese momento. Quizá cuando lo seguí al segundo piso, dejando a Gabe y Janna en la cocina, o quizá fue aun antes, la primera vez que los vi, cuando volvían a casa en la tormenta.



   —Los registros de sueños lúcidos han circulado desde el siglo V. San Agustín fue el primero en escribir sobre ellos y los budistas tibetanos registraron sus experiencias en un texto funerario. En ese tiempo era usado para alcanzar un plano espiritual superior, incluso para liberar estrés y resolver problemas. Se tomaba como un escape, pero nosotros pensamos en ello como un regreso —dije.

   —¿Adónde?

   —A uno mismo. Soñamos en metáforas. Si tienes problemas automovilísticos, te sientes impotente. ¿Reprobar un examen? Eres inseguro y estás poco preparado. ¿Atrapado? Bueno, ese es obvio. El cerebro es como un excelente escritor de ficción: cada parte de un sueño está cargado con un significado que puede ser desbloqueado, analizado y comprendido. Escondemos nuestras más grandes esperanzas ahí, nuestros más profundos miedos. Y cuando aprendemos a leer nuestros sueños, por así decirlo, no en retrospectiva cuando despertamos, sino ahí mismo, en el momento, estamos leyendo la historia de quiénes somos realmente. —Respondí.

   —¿Eso no es simplemente Freud? —preguntó Thom.

   —En parte. —Me senté junto a él, con mis palmas sobre mis muslos—. Las ideas de Freud consituyen la base de la interpretación de los sueños, así que sería imposible para nosotros evitar su influencia, aunque tampoco lo intentamos. Freud fue el primero en sugerir que los sueños nos dan acceso a la mente inconsciente. Él lo llamaba el camino real, la carretera del rey. Los sueños son casi enteramente visuales, pero él nos dio un lenguaje con el que hablar sobre ellos y aún se mantiene. El análisis es esencialmente un acto de traducción.

CHLOE BENJAMIN - "Anatomía de los sueños" - (2014)


Imágenes: Graciela Iturbide

miércoles, 3 de mayo de 2023

ESAS COSAS QUE SE DICEN CUANDO MUERE ALGUIEN


Cuando murió mi suegra, mi mujer dejó de tocar el violonchelo. No me sorprendió y casi me conmovía esa forma de luto que significaba no acercarse a un instrumento que siempre había tocado en compañía de su madre. Era una manera hermosa de reconocer su falta, de honrar el hueco que dejaba, pensé. Me pareció una muestra de delicadeza por mi parte no decirle que debía volver a tocar, que la vida sigue y esas idioteces que se dicen cada vez que muere alguien. Además, todos tenemos un ritmo distinto para el duelo. Mi hijo, por ejemplo, cuando murió su abuela, durante el entierro, no dejó de jugar con su pistola de agua, disparando a sus amigos y a las cruces del cementerio; y antes de cerrar el ataúd incluso se atrevió a disparar al rostro de su abuela muerta, como si estuviesen jugando a que él la mataba con los disparos y yo pensé que el niño no entendía lo que era la muerte y que probablemente esperaba que la abuela dejase de fingir de un momento a otro y saliese de su escondite. Pero mi mujer era otra cosa, ella se volvió gris de un día para otro, en serio, perdió color, el esmalte de sus dientes se volvió opaco, el pelo se le quedó lacio. Pobre, decía yo, pobre. Y me apenó tanto el día que la vi llevando el violonchelo al desván; entonces sí dije esas cosas que se dicen cuando muere alguien, pero para entonces ya había pasado más de un mes y me pareció apropiado, espera, cariño, no lo guardes, a lo mejor un día vuelves a tocar, todo se pasa, en serio, todo, ahora te parece insoportable pero empezarás a olvidarte poco a poco, habrá incluso días en los que no pienses en ella. Y cuando menos lo esperes, sacarás el instrumento del estuche, comenzarás a tocar, a disfrutarlo como antes.

   Ella escuchó mis palabras con un pie en el primer peldaño de la escalera. Confieso que me había emocionado a mí mismo con mi breve discurso sobre el dolor y el olvido, y que las lágrimas volvían borroso el rostro de mi mujer. Deja, deja el violonchelo en el salón, hasta que un día él te llame para que lo abraces.

   Me limpié las lágrimas. Vi los ojos secos de mi mujer. Odio el violonchelo, dijo, lo he odiado desde niña. Y ya no hay nadie que me obligue a tocarlo.

   Subió la escalera con el violonchelo en brazos y lo dejó en el desván. Ahí sigue. Ni siquiera se lo llevó el día que se marchó de casa.

JOSÉ OVEJERO - "Mundo extraño" - (2018)


Imágenes: Xiao Wang