Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 29 de enero de 2021

EL AÑO DEL PENSAMIENTO MÁGICO

   


A grandes rasgos.

   Ahora, cuando me pongo a escribir esto, es el 4 de octubre de 2004 por la tarde.

   Hace nueve meses y cinco días, sobre las nueve en punto de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, pareció experimentar (o experimentó), sentado a la mesa donde los dos nos disponíamos a cenar en la sala de estar de nuestro apartamento de Nueva York, un infarto masivo y repentino que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la División Singer del Centro Médico Beth Israel, (...) donde lo que había parecido un simple caso de gripe estacional lo bastante grave como para hacerla ir a urgencias el día de Navidad por la mañana se había agravado espectacularmente hasta convertirse en neumonía y choque séptico.



 Este es mi intento de asimilar el período que vino a continuación: las semanas y después los meses que se llevaron por delante cualquier idea fija que yo pudiera tener de la muerte, de la enfermedad, de la probabilidad y de la suerte, tanto buena como mala; del matrimonio, los hijos y los recuerdos; del dolor y las formas en que la gente afronta y no afronta el hecho de que la vida se termina; de lo superficial que es la cordura, de la vida en sí misma. Llevo toda la vida siendo escritora. Y en calidad de escritora, ya de niña, mucho antes de que empezaran a publicarme lo que escribía, desarrollé la sensación de que el significado en sí residía en los ritmos de las palabras, las oraciones y los párrafos, técnicas para ocultar lo que fuera que yo pensaba o creía detrás de una pátina cada vez más impenetrable. Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que he acabado siendo, y sin embargo en el presente caso me gustaría tener, en vez de las palabras y sus ritmos, una sala de montaje equipada con una Avid, un sistema de edición digital que me permitiera pulsar una tecla y desmontar la secuencia temporal, mostrarles a ustedes todos los fotogramas de la memoria que me vienen ahora a la cabeza, dejar que sean ustedes quienes elijan las tomas, las expresiones ligeramente distintas, las lecturas variantes de las mismas líneas. En este caso las palabras no me bastan para encontrar los significados. En este caso necesito que lo que yo pienso y creo sea penetrable, al menos para mí misma.

JOAN DIDION - "El año del pensamiento mágico" - (2005)


Imágenes: Regardt Van Der Meulen

martes, 26 de enero de 2021

EL CASO DEL ARTISTA CRUEL

 


Localizaron a Martina al fondo de la sala hablando con un señor bastante calvo, con una impresionante nariz ganchuda sobre la que hacían equilibrios unas gafas de metal con adornos de esmalte de colores.

   —El concejal de Cultura, el doctor Zacharias —explicó Karl a sus amigos—. Un imbécil muy amigo del alcalde que entiende de arte lo mismo que yo de toros. Por eso todo el mundo le toma el pelo y le vende unas cosas horribles para los edificios públicos. Y además, una cosa graciosísima: siempre que inaugura una exposición dice lo mismo, sea quien sea el artista y sea el que sea el estilo en que trabaja. Ahora veréis; dentro de un momento hablará del arte como ecología y de lo telúrico en la pintura y de que los colores que usa el artista son la concreción de las angustias de la civilización moderna y cosas de ese estilo.

  (...) —Todos habéis venido a ver mi arte. Hay entre vosotros amigos que admiran mi trabajo y lo pagan como se merece, hay otros que me odian porque su inteligencia no llega a comprender mi pasión y mi fuerza, miserables burgueses, gente bien, que se escandalizan ante mis materiales y mis asociaciones. No me importan. Ni siquiera los desprecio. No merecen una sola mirada de mis ojos, un solo pensamiento de mi cerebro. Esta exposición es para los que me odian. Dedicada a los que me odian, con el más intenso deseo de que revienten de un ataque al corazón frente a mis cuadros.

  El discurso fue recibido entre risas, aplausos y gritos de adhesión mientras el artista, corriendo como loco de sábana en sábana, iba arrancando las telas que cubrían las pinturas. Conforme caían al suelo, en la sala se iba haciendo el silencio, hasta que finalmente se hubiera podido oír caer un algodón.

   —¡Pero qué asco! —dijo Irene sin poderse contener.

   Una mano pesada y peluda se abatió sobre su hombro.

   —¡Bien, muchacha! Tú me comprendes, eres de los míos. ¡Eso es!


  (...)—¿Y siempre pinta cosas así? —preguntó Ian, refiriéndose a un cuadro de gran tamaño, casi terminado, que representaba una ejecución en la silla eléctrica.

   —¿Y qué quieres que pinte? ¿Girasoles?

   —Van Gogh pintaba girasoles y era un gran artista —dijo Karl, calmosamente.

   —Van Gogh se cortó una oreja y acabó pegándose un tiro. Yo prefiero pintar muertos y seguir vivo. Además, esto es necesario, alguien tiene que recordarle a la gente que no todo está bien en este mundo, que hay dolor y enfermedad y miseria, que hay crueldad y tortura, que no todo son rosas y cisnes y lagos con nenúfares. La maldad existe y va en aumento.

   —Pero —intervino Irene, muy impresionada por el tono serio que había usado el artista— para eso que usted dice, ¿no están los fotógrafos, los reporteros?

   —No. Ellos lo hacen también, a su modo, es su trabajo. Pero la gente ya no lo ve, no lo registra porque lo ha visto cientos, miles de veces. Es lo normal en las noticias, en los periódicos, en los documentales. La gente está acostumbrada a cenar mientras ve las peores atrocidades en televisión. Pero si lo ven pintado, si lo ven en una galería de arte, en un museo, donde no se lo esperan, la impresión es más fuerte, la sensación de inquietud, de incomodidad, de vergüenza, es más grande. Yo pinto lo que nadie quiere ver.

ELIA BARCELÓ - "El caso del artista cruel" - (1998)

Imágenes: André Schulze

sábado, 23 de enero de 2021

ADÁN FUE EL MÁS SABIO DE LOS HOMBRES

 


Adán fue el más sabio de los hombres, nadie podrá emular nunca su sabiduría, su clarividencia, su comprensión. Eso se debe a que estaba cerca del origen, más cerca de lo que ningún otro pudo ni podrá estar nunca. Cuando él llegó, el mundo ya existía: de otro modo no habría tenido adónde llegar. Pero era un mundo que sólo había consumado el trámite preliminar de la aparición, y apenas si empezaba a acomodar sus elementos. Los ojos maravillados de Adán, que aprendían a ver, veían cómo los átomos, nuevos, flamantes, empezaban a desplegar sus órbitas, todavía vacilantes, sin saber bien cómo funcionaban. Los colores se encendían uno a uno, en tonos de un flúor suavísimo que no recuperarían cuando maduraran. El espacio se desperezaba, las dimensiones correteaban por pasillos de ozono lustrado, como niñas buscando juguetes. El tiempo no había terminado de enroscar el resorte que después iría soltando poco a poco. Adán casi podía tocar el borde del universo que se expandía como la corola de una flor que se aprestara a ser el Todo. Las formas nacían, envueltas en un brillo de humedad, se precisaban a tientas, adoptaban sucesivamente la línea, el plano, el volumen, se ordenaban en las perspectivas de un trompe l’œil infinito. Intervino la gravedad y las cosas a estrenar se colocaron cada cual en su lugar, montañas y soles, galaxias y rosas. Adán oyó el primer canto de un pájaro.

CÉSAR AIRA - "Artforum" - (2014)

Imágenes: Isabelle Simler


miércoles, 20 de enero de 2021

AL AZAR DEL VUELO


Flecha de Oro, que fuera uno de los emperadores de la dinastía T’ang, reputado ornitólogo y ajedrecista, Jian Chin o Flecha de Oro amaba la casual disposición de las hojas del otoño en los jardines y los dibujos geométricos de las arañas en los rincones oscuros de su palacio de verano. Hombre exquisito, conducía sus placeres íntimos de una manera harto singular: una vez dispuestas sus esposas, concubinas y favoritas en el Pabellón de los Perfumes, cada atardecer, cuando canta la oropéndola y los relojes de agua se oscurecen, hacía venir a sus secretarios con jaulas de mariposas a las que una suavísima música de cuerdas liberaba en grupos de veinte o cincuenta ejemplares. Había danaidas, piérides y ninfálidas, además de melitaeas ocres del Pamir criadas en los huertos imperiales. Aunque había bastante luz en el pabellón como para que las aladas criaturas se animaran a orientarse, cuatro o cinco faroles rojos con el ideograma fu de la felicidad pintado en su centro agregaban al lugar un temblor sutil y misterioso. La inminencia del amor tornaba laxa y redonda la hora.

 Las mujeres adoraban y detestaban a un tiempo ese ritual previo al afortunado destino de una o dos de las presentes, según fueran las fuerzas del Hijo del Cielo. Como nadie sabía, por anticipado, en cuál de las doncellas se posaría la primera mariposa determinando así la elección del emperador, la suspensión de los alientos duraba hasta que los insectos detenían su vuelo atraídos por algún perfume o por el leve almizcle de un sudor. Tanto confiaba Jian Chin en sus mariposas y en el valor del azar, que solía comenzar las caricias y los besos por el sitio en el que se había posado la electora.

 —¿Por qué hará esto?—protestaban algunas concubinas.

 —Su discernimiento, en materia amorosa, es tan pequeño como el de las criaturas de las que se sirve—decían las menos afortunadas.

 Sucedió una vez que una concubina de Lob Nor, cuya familia cultivaba setas en boñigas de cabra, una hábil muchacha de pómulos altos y senos mínimos, se las ingenió para atraer sobre sí a las mariposas que los secretarios del emperador soltaban con puntualidad cada tarde. Cuatro fueron las ocasiones en que no una sino tres mariposas buscaron su frente y rozaron sus axilas antes de posarse en su cabeza. Aquella repetición agradó a Flecha de Oro, pero molestó al resto de las mujeres y a los secretarios, ya que cuando el azar se repite deja de ser lo que es y viola, convirtiéndose en ley, lo aleatorio del devenir.


 En la segunda noche compartida la curiosidad abrió la boca del emperador:

 —¿Cómo haces, cómo haces para que las mariposas vayan a ti?

 —El secreto, mi señor—respondió la concubina de Lob Nor, una región de fríos lagos azules junto a los que prosperan los albaricoques y las ciruelas hijas de la noche—, el secreto estriba en que guardo trozos de frutas que dejo pudrir y macerar junto a mi lecho. De niña aprendí que las mariposas aman los fermentos y la putrefacción, de modo que me unto con esos aromas para atraer su atención.

 El emperador se incorporó asombrado y le miró los pequeños senos. Después, tomándole la barbilla, le dijo:

 —¿No esperarás que me crea tamaño absurdo, verdad?

 —El Hijo del Cielo confía en el azar—respondió la doncella—, yo confío en mi experiencia. El Hijo del Cielo confía en las alas, yo en el apetito.

 —De acuerdo, de acuerdo—dijo, impaciente, Flecha de Oro—. Pero ¿por qué amarán más el fin de las frutas que el néctar de la flor que les dio su volumen?

—Las setas que mi padre cultiva crecen en el estiércol, majestad—contestó la muchacha—. Es probable que el aspecto más exquisito de la belleza consista en posarse sobre el horror.

 Al sonar el primer gong del alba, Flecha de Oro miró a la mujer que dormía a su lado y, tocándole el flanco, comprendió que le haría un hijo. El padre cede los ojos, dicen los sabios en genealogías y herencias; la madre, la inteligencia con que miran.

MARIO SATZ - "El alfabeto alado - (2019)

Imágenes: Victo Ngai

domingo, 17 de enero de 2021

MI MADRE ME LEÍA LIBROS TODAS LAS NOCHES

 


 Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.

 Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.


(...) De niña creía que los libros habían sido escritos para mí, que el único ejemplar del mundo estaba en mi casa. Estaba convencida: mis padres, que durante aquella época de su vida eran gigantes espléndidos y todopoderosos, se habían ocupado, en sus ratos libres, de inventar y fabricar los cuentos que me regalaban. Mis historias favoritas, que yo saboreaba en la cama, con la manta hasta la barbilla, en la voz inconfundible de mi madre, existían, claro está, solo para que yo las escuchase. Y cumplían su única misión en el mundo cuando yo le exigía a la giganta narradora: «¡Más!».

 He crecido, pero sigo manteniendo una relación muy narcisista con los libros. Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando.

IRENE VALLEJO - "El infinito en un junco" - (2019)

Imágenes: James Bruce

jueves, 14 de enero de 2021

HAY FELICIDADES QUE DURAN SEGUNDOS

 


 La conocí en Madrid, un fin de semana libre, en el bar de copas en el que por entonces ella trabajaba de camarera. Estábamos en primavera, detalle intranscendente, pues a las historias de amor cualquier estación les sienta bien. En cierto modo todo comenzó allí. La piel, las canciones, los tiros. El mundo, mi vida.

Todo.

Fue en 1988. Lo que cuento aquí sucedió, pues, hace ya muchos años, en una época más libre y salvaje, como el jinete de la película de Jane Fonda. En algunos aspectos mejor; en otros, peor. Los de piel fina deberían tenerlo en cuenta. 

(...) Yo iba solo, como de costumbre. Al abrir la puerta me llegaron los primeros acordes de Good vibrations, de los Beach Boys. Ahhh… I love the colorful clothes she wears

Y la vi.

Fue verla y que me hiriera un rayo que todavía no ha cesado. El bar estaba bastante concurrido, pero para mí fue como si solo estuviésemos nosotros dos.

Elsa tenía veinte años y yo, veinticinco. A esas edades, ella se creía que tenía derecho a ser feliz y yo empezaba a dudarlo. Y sin embargo fue entonces cuando encontré la felicidad.

Me duró dos años.

No está nada mal. Hay felicidades que duran segundos.

Si la hubiera visto Ariosto, habría dicho eso de que la naturaleza la hizo y después rompió el molde. Tenía una bonita melena rubia y vestía falda escocesa, blusa blanca y unos zapatos rojos con tacón, más apropiados para atraer las miradas de los varones que para trabajar tras una barra. Mi primer impulso fue huir. Los cinco siguientes, acercarme. Probé un recurso desesperado: imaginarla con cincuenta años. Con sesenta. Con setenta. No surtió efecto. Hasta entonces me había enamorado dos veces, una en el colegio y otra en la universidad. Pero aquello que sentía ahora era nuevo y sospeché que, en realidad, nunca me había enamorado. Desvié la mirada. No quería enfrentarme a sus ojos. No quería saber su nombre. Quería huir. Quería saber su nombre. Quería llevarla a mi pensión.

Se acercó para atenderme. Soy un imán para las mujeres, y más si son camareras. Era delgada y tenía los ojos verdes, de ese verde que a veces se vuelve azul o gris, de ese verde que te hace dudar si es azul o gris, y entonces la chica saca la errónea conclusión de que no te fijas de verdad en ella. Su cara resplandecía, alegre, pero, me pareció, dejaba traslucir que había sufrido. Según Oscar Wilde, en el amor comienza uno por engañarse a sí mismo y a veces logra engañar al otro.

MARTÍN CASARIEGO - "Yo fumo para olvidar que tú bebes" - (2020)

Imágenes: Johan Swanepoel

lunes, 11 de enero de 2021

LAS RELIQUIAS SENTIMENTALES NO MERECEN LA ETERNIDAD

 


Como el dinero, se dice, también el capital erótico se va escurriendo sin que uno se dé cuenta, solo se toma conciencia de él cuando desaparece, y se escudriña en el espejo con una mirada desprovista de piedad, evaluando las partes de su cuerpo o de su cara donde puede radicar el error. Es cierto que desde que está en La Escapa se ha descuidado. Lleva el pelo desarreglado y áspero, la ropa de trabajo no le favorece y las horas bajo el sol, más que broncear su piel, la han enrojecido y resecado. Pero debe de haber algo más. Algo que tiene que ver con la edad, con el peso —más que con el paso— del tiempo.

Prefiere no pensarlo y, como tantas otras cosas, deja la idea aparte, en cuarentena.

  (...) Se levanta pero no se decide a hacer nada en concreto. Sobre la mesa está la traducción por donde la dejó, una página con una reflexión acerca del silencio, de notre silence en particulier, une qualité de silence en particulier. Pero si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio en particular? ¿No deberían ser iguales todos los silencios, como es igual siempre el color blanco? Es obvio entonces que lo que distingue a los silencios es todo aquello que los rodea, empezando por las causas. El silencio de Andreas cuando el sexo acaba, ¿es el mismo que el de ella? Nat intuye que no, que está hecho de otra pasta.



   (...) A menudo, cierra los ojos y se aferra a la imagen de sus manos recorriéndole los costados. El tacto de sus dedos la primera vez, en su cintura. La camiseta puesta que acentúa la desnudez restante. La oscuridad destacando el dibujo de sus cuerpos. El repiqueteo de las gotas de lluvia, rebotando en la chapa. Piensa que un solo instante —por ejemplo, ese instante— basta para justificar una vida completa: hay quien no tuvo ni siquiera eso. Pero otros recuerdos han perdido ya su validez. Los descarta uno a uno, hasta quedarse solo con ese primer día.

  Su memoria se ha encogido. Su memoria, ahora, es tan pequeña que le cabe en un puño. Las reliquias sentimentales, se dice, no merecen la eternidad.

SARA MESA - "Un amor" - (2020)

Imágenes: Gertrude Abrcrombie

viernes, 8 de enero de 2021

EL IDIOMA MATERNO

 


  A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más. 

  Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.

FABIO MORÁBITO - "El idioma materno" - (2014)

Imágenes: Sebastian Errazuriz


martes, 5 de enero de 2021

EL SIGNO DE LA SOLEDAD

 


Fue el inicio. A cada oportunidad lo buscaba para platicarle su idea de encontrar una mina y con el oro poder viajar.

   —¿Verdad que sí se puede, profesor? Y también seré pintor como usted.

   El profesor sonreía. Y por esa sonrisa él pedía que le dibujara en su cuaderno y el profesor tomaba el montón de hojas blancas y ahí, enfrente de él, se realizaba aquel acto sorprendente. Le parecía increíble que de esos dedos naciera tanta luz, que de ahí la vida se dibujara: contornos, cuerpos, torres, muslos, manos queriendo abarcar todo, y aquella tarde el resultado fue una mujer.

   —Parece una Virgen —le dijo.

   —Es una Virgen.

   —¿La va a pintar aquí en Cholula?

   —No, ésta pienso dibujarla en México.

   —¿Allá no hay vírgenes?

   Silencio. Aquello significaba que su tiempo de hablar con el profesor había terminado, así se lo confirmó el cuaderno que éste le devolvía. Lo miró irse lento, muy lento, como una imagen que el recuerdo no quiere desaparecer.

   Su destino era la cantina en donde esperaba hasta verlo salir para seguirlo por las calles empedradas.

   Pero el profesor no sólo era un mago que dibujaba infinitos en el universo de las hojas blancas; así lo demostró aquella noche al aparecer, con un simple tronido de sus dedos, una flauta que suavemente comenzó a tocar.

   ¿Qué le obligaba a seguirlo tras aquella melodía? Y, ¿por qué tuvo que suspenderla, voltear sin darle tiempo a esconderse, y mirarlo ahí en medio de la calle?

   Lo que pensaba que sería una reprimenda se volvió invitación.

   —Ven, acércate.

   Cuando lo hizo, el profesor, ofreciendo la flauta le dijo:

   —Te la regalo. Me la dio mi hermano, ahora yo te la regalo. Tómala.

   —Gracias.

   —No me lo agradezcas, hijo. He visto tu frente y tienes el signo de la soledad.

   Lo vio dar media vuelta y perderse en lo oscuro de la distancia.

JUAN HERNÁNDEZ LUNA - "Quizá otros labios" - (2005)

Imágenes: Nihil

sábado, 2 de enero de 2021

EL ARTE DE MATAR DRAGONES

  

La línea caudal de la frontera francesa se había convertido desde hacía un mes en un escenario de separaciones dramáticas, decisiones irrevocables y últimos pensamientos. Y los funcionarios galos que ejercían su policía, en el silencioso auditorio de aquella otra España roja que, en un gota a gota de hombres, huía de la depuración nacional. Soldados y civiles malvestidos y malcomidos se coagulaban frente a las garitas de las aduanas, hostigados por los aviones que seguían su rastro. La multitud lo infestaba todo. Delante se les presentaba una travesía infinita para sus flacas fuerzas; detrás quedaba el borde de una edad que se cerraba para siempre.

   La noticia del cruce de la frontera del gobierno republicano apenas diez días después de que las tropas franquistas entraran en Barcelona, había acelerado el tránsito. El espectáculo de la carretera desde un par de kilómetros antes de La Junquera resultaba desolador: coches y camiones abandonados, bidones de gasolina, cadáveres… Los cuerpos, como casas de nadie, continuaban su camino decididos no tanto por tener un claro destino como por una necesidad perentoria de huir. Aquí y allá se aislaban estampas que resumían en un par de trazos toda aquella derrota: un hombre abrazado con firmeza a un muerto, como si temiese que alguien se lo fuera a robar; una madre empeñada en amamantar la boca quieta de un bebé; un individuo barbudo arrastrando un sillón.


   Algo apartados, en una linde descampada, cuatro hombres contemplaban el laborioso trabajo de la muerte. Miraban y remiraban sin saber qué hacer. En el centro del semicírculo, otro individuo yacía con la cabeza apoyada en un macuto. Un reguero de sangre le caía del cuello. Los silbidos encharcados que se escapaban por el agujero practicado en su tráquea no hacían más que acentuar la impotencia del corrillo. Era una muerte estúpida. Apenas media hora antes compartían unos pedazos de pan empapados en aceite, aceitunas y una bota de vino. Cuando le pasaron la bota al ahora moribundo, la hinchó de un soplido y dejó que un hilo escarlata inundara su boca. Nadie, ni siquiera él, intuía que aquel sería su último trago. A puñaditos, se fue llenando de nuevo la boca con aceitunas, escondiéndose del frío en una piojosa manta cuando, de súbito, se levantó descompuesto y echó las manos a la garganta. Congestionado, con las venas a punto de explotar, cayó desplomado. Los hombres se arremolinaron a su alrededor e intentaron en vano sacarle la bola de comida que se le había atorado. Su rostro seguía adquiriendo una tonalidad azulada y uno de ellos, apuradísimo, sacó una navaja y ordenando que le sujetasen, intentó practicarle una incisión por debajo de la nuez. El estropicio que causó hizo que mudara el gesto y se detuviese. Se levantó en silencio. «Eso es todo», dijo. Los demás comprendieron y se irguieron; si hubieran sido hombres capaces de llorar, lo hubieran hecho, pero el único tributo que le fue rendido fue acomodar su cabeza sobre un macuto.


   Y el charco de sangre crecía como un ser vivo.

   Delicado, con esa delicadeza torpe de quien no la ha usado en mucho tiempo, uno de los hombres puso su mano en un brazo del que apretaba la navaja. «Habría que decir algo, una oración, algo», dijo.

   El otro lo buscó y lo fulminó con la mirada.

   —Qué oración ni qué hostias, si es anarquista —le respondió.

   —Algo habría que decir —insistió.

   —Pues di algo alegre, joder, las oraciones son tristes, la religión es triste y éste era un tipo alegre que amó, luchó…

   El hombre fraseó igual unas oraciones. El moribundo, con los ojos ya en blanco, pareció reaccionar e incorporarse un poco.

   —¿Ves? —le reprochó—. Cuando llega la Gran Puta no hay ateos —y continuó con sus preces.

   Desde el pequeño taifa de su muerte, el yacente le sonrió. Una sonrisa devastada de dientes, de una alegría infantil. Extendió su mano y, cuando el suplicante fue a tomarla, levantó con saña su dedo corazón de muerto. Rígido, muy rígido. Después ya pudo ser lo que era. Ya fue nada.

IGNACIO DEL VALLE - "El arte de matar dragones" - (2004)

Imágenes: Sabine Pigalle