Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 28 de abril de 2022

MÁS VALE LA PANTALLA QUE VERLO SOBRE EL TERRENO

 


En eso andaban mis pensamientos cuando sobrevino ese fenómeno: estrépito descomunal no lejos de aquí, acompañado enseguida de estridencias, aullidos, clamores: me olí un suceso grave, de esos de los que la televisión se hace eco al instante. Me levanté para encender el televisor, me volví a acostar para mirarlo, aguardé un poco y no tardó, interrupción de la programación, flash informativo según el cual un fragmento aeroespacial acababa de destruir un edificio a trescientos metros de mi lecho, de donde en cualquier caso no me moví.

Habría podido vestirme aprisa y corriendo para ir a inspeccionar qué había ocurrido exactamente, pero en ese final de noviembre debía ya de agolparse en el frío una multitud y, dadas mis dimensiones, por encima de los hombros de aquella gente me exponía a no enterarme de nada y pillar un catarro. Preferí verlo descrito en la televisión, ya que las catástrofes son como las aglomeraciones deportivas, y más generalmente como todo: más vale la pantalla que verlo sobre el terreno, se distinguen con mayor claridad los efectos de conjunto y los detalles de la acción, los primeros planos sucediendo a las cámaras lentas que intercalan síntesis para instruir al espectador. Sobre todo, no se expone uno a los movimientos multitudinarios, los empujones y la promiscuidad, que es un factor de fechorías, campo de acción favorito de los carteristas y los manoseadores, por más que yo no sea la pieza ideal de esos predadores, y todavía menos de los otros.

JEAN ECHENOZ - "Vida de Gérard Fulmard" - (2020)


Imágenes: Shaun Downey

martes, 26 de abril de 2022

CATÁSTROFES CARDÍACAS NO AMOROSAS

 


Mi padre está vivo, pienso, está vivo ahí, al interior de su cuerpo. Entonces su voz, la palabra hija, se cuela a través del alboroto de los pasajeros esperando las maletas y en mi tímpano retumba su frase de alivio, tuve que insistir para que me dejaran entrar a buscarte. Imagino que le da una propina al empleado para que se esfume, y dice, como deslumbrado, otra vez juntos, Lucina, hija. Lo dice esperanzado y pesaroso, y sé que el tono esperanzado es para hija y el pesaroso para Lucina. Nadie más que mi padre usa su saliva para juntar ambos en una sola palabra compuesta: la hija está adherida a mí, pegada como una sombra palpitante a mis espaldas. Ese hija y yo somos para él una misma persona en un mismo dilema. Debe estarnos observando muy serio, intentando no sentir nada, mi padre, fingiendo ser un hombre de cartón piedra. Si lo auscultara podría escuchar sus palabras haciendo eco contra las paredes de su cuerpo. Pero el centro de mi padre no está totalmente vacío. A la altura de sus cejas y justo detrás de sus ojos hay máquinas de todo tipo: un grandioso motor que lo propulsa, lentamente, hacia adelante; un reloj de extrema puntualidad, una memoria descomunal apta para detalles indispensables y también inútiles. 


Hay también un corazón castigado en un rincón oscuro que nadie percibe, salvo, tal vez en secreto, mi madre. Pero entre todos esos mecanismos merodea el riesgo de un desajuste. Si sube la tensión. Si alguna emoción aguda. Señal de peligro, y entonces. Me asusta pensar ahora la parquedad de mi padre como un posible corte de circuito. Un corte del habla llamado enmudecer o un recorte de concentración que podría impedirnos llegar a su casa. No es un misterio que mi padre resuelve sus problemas por la vía de la distracción. Se monta en su viejo Dodge como tripulante de una nave espacial y pierde conciencia del exterior, y en ese trance mantiene largas conversaciones consigo mismo, o da lecciones de medicina interna, o dicta conferencias, y discute, argumenta, gesticula, hasta que se encuentra en el estacionamiento del hospital donde todavía trabaja. Ha llegado puntualmente sin saber cómo, qué avenidas tomó, en qué semáforos se detuvo. Podría haber arrollado a un gato y no saberlo. Pero se baja del auto y entonces comienza su verdadera función, la de médico infalible en asuntos del corazón. De corazones orgánicamente en vilo. Corazones necesitados de marcapasos. Carótidas tapadas. Arterias obstruidas. Y porque mi padre se dedica en exclusiva a catástrofes cardíacas no amorosas, no sabe nada de retinas descompuestas.

 


Sé que me pedirá por rutina los exámenes, y yo, todavía sentada en mi silla rodante, me preparo a que lo haga solo para decirle que no los traje. No traje nada, papá, le digo. ¿Ninguno?, contesta él y yo le contesto que no, que ni las angiografías ni la tomografía óptica ni los fondos de ojo. Dejé allá cientos de imágenes brutales. Dejé la perimetría porque era deprimente. No pedí copia de ningún informe. No te iba a servir de nada tenerlos, le digo cerrando la conversación. Mi padre se queda posiblemente pensativo y luego murmura un así veo, Luci, hija, que es casi un refunfuño. Nunca he querido que seas mi médico, con que seas mi padre es más que suficiente.

LINA MERUANE - "Sangre en el ojo" - (2012)


Imágenes: Giordano Raigada

domingo, 24 de abril de 2022

CON TANTA SINCERIDAD QUE HAY EN UNA CARA

 


Yo te observaba en Zaragoza cuando desvelaste el cartel electoral ante la prensa. Los chicos de imagen lo habían tapado con una tela azul que te llevaste en la mano y luego no sabías qué hacer con ella, con la tela azul. Y allí, delante, tu foto impresa en el papel cartón sobre el caballete, retocadas las facciones hasta hacer desaparecer cualquier arruga y por tanto cualquier rasgo. Con tanta sinceridad que hay en una cara, los diseñadores habían preferido difuminarte las facciones y aclararte el color de ojos.

Lo hacen al modo de las portadas de revista porque la gente le ha cogido miedo a mostrar cualquier imperfección. Por eso me gustaba estar gordo. Era la primera demostración de carácter. Lo de mi tripa de Buda lo dijo Carlota. Pero no era una tripa, era una personalidad. ¿A que tú supiste verlo?

—Tú, con tu tripa de Buda, Basilio.

—Ciento diecinueve kilos no se logran sin esfuerzo —os advertí, para que no se tomara mi gordura por un síntoma de abandono sino de firmeza.

Yo tuve que enfrentarme a todas las dietas, a la dictadura flaca, a los gimnasios de tortura y a las tropas trotonas. Yo me esforcé para no estar en forma, fui un insumiso a la ropa de deporte y a la vulgaridad de un mundo a régimen. 119 kilos eran mi desafío al valor ese tan supremo y memo de la salud. Pero si a todos nos van a asesinar tarde o temprano sin importar demasiado la dieta que sigamos. Decir «hasta mañana» cada noche es un síntoma de autoconfianza excesivo. 



En mi entierro, guarden la piedad para los porteadores del ataúd, que se quebrarán el espinazo, que se jodan por participar en ese rito infame. Los países que honran con tanta pompa fúnebre a los muertos lo hacen para lavar su culpa por el trato que dan a los vivos. Si el mundo fuera decente, iríamos a morirnos a un barranco y nos dejaríamos caer sin ceremonia.

Estar gordo es rebelarse contra el futuro flaco que nos espera. Un futuro en chándal. También llevo gafas, ahora que tantos andan operándose las dioptrías. Y no me importó quedarme algo calvo, esas entradas que me han ampliado la frente como se amplían las pistas de un aeropuerto. La última vez que volé desde Estambul el avión venía repleto de tipos con la cabeza regada de pelos recién implantados y sus calvas, que tanto les avergonzaban, cubiertas de alcohol yodado. En el futuro no habrá calvos, pensé. Estará prohibido tener defectos físicos. Ser guapo será un derecho humano que se exigirá en masivas manifestaciones frente a la sede del gobierno. ¡Todos somos guapos! Je suis Brad Pitt! Esa es nuestra democracia de foto retocada, de filtro embellecedor, de serie juvenil. Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo. ¿Te dije eso alguna vez? Sí, sí, en alguna ciudad te lo dije.

DAVID TRUEBA - "Queridos niños" - (2021)


Imágenes: Eiko Ojala

jueves, 21 de abril de 2022

A VER QUIÉN SUFRÍA MÁS



Por el momento, había conseguido lo que más quería en la vida: hacerme de una famita de cabrón, a los quince años. Me halagaba que se hablara del Kawasaki. A pulso me había ganado mi lugar; parecía tan lejano el chamaquito que fumó mariguana, por primera vez, en la vecindad de la Virgen. Tenía doce años; al Gemelo y a mí nos gustaba ir con la banda que se reunía a grifear frente al altar de la Guadalupana. Siempre me invitaban:

—Órale, Román, date un jalón.

Ninguno de los dos aceptábamos; pero esa mañana, cuando empezó a correr la mota, el Gemelo le dio un jalón. Me admiró su acción. «Achis, y yo, ¿por qué no?» Y le di tres jalones. De inmediato sentí que me liberaba.

—Se me secó la boca —le comenté al Gemelo.

—También a mí.

Me dio confianza sentir los mismos efectos. Me agradó encajar en el círculo y participar en la ensalada de plática. Todos buscábamos destacarnos por algo. Competir a ver quién sufría más, quién cometía más raterías. Pero lo principal es hacerse la víctima.

De pronto, en medio del coto, el calor me pareció insoportable. Sudaba frío. El cuerpo chinito. Me entró pánico. «No lo vuelvo a hacer. Dios mío, que se me quite.» Sentí mucha hambre y sed:

—Ya se me secó la boca —volví a decir espantado, casi gritando.

—Lo que pasa es que te quiere dar el bajón —me dijo un grifo—. Tómate un refresco y se te quita.



Me lo quise ir a tomar, pero no tenía dinero. Desesperado, me pegué a la llave de agua.

—Vámonos —le pedí al Gemelo—. Me estoy asando.

Quería correr. Estábamos en José María Vigil y las calles se me hacían laaargas, inmensas. Parecía tan lejano el 116 de Mártires de la Conquista, el edificio donde vivía la novia del Gemelo. Apenas llegamos, me dijo:

—Cámara, Román, aquí me quedo.

No me moví. No sé si quería disfrutar mi enmariguanada o que se bajara. Me preocupaba que algún conocido me viera. Empecé a sentir que me caía. Las piernas como chicle. El pasón en toda su dimensión. Me sentía extraño; que no era yo, el Román. Algo me faltaba o sobraba Me senté y vi rayitas de colores. Verticales. Quería irme a mi casa y acostarme, pero me detenía el temor de que me vieran en ese estado. Me hundía en un abismo. Iba caer de frente y preferí acostarme. Temblaba. Mi cuerpo como pluma muy ligero. Taquicardia. Sentía que me iba a morir. Me fue venciendo el sueño.

Desperté en el piso del edificio, estirado completamente. Con una cruda espantosa. Me quedé con ganas de repetirlo. Había sido tan emocionante. Tan rico ese olor a petate quemado. Un aroma dulce. Quería volver a sentirme anormal, pesado del cráneo. Drogado. Tonto.

JOSEFINA ESTRADA - "Con la rienda suelta" - (2003)


Imágenes: Nam Das

martes, 19 de abril de 2022

AHORA, DENTRO DE POCO

 


Ahora, dentro de poco.

Sentir miedo no tiene nada de raro. Todo el mundo lo siente. Entonces uno se dice ahora, dentro de poco, y espera en secreto que una vez sea demasiado tarde.

He viajado lejos después de lo que sucedió en aquella ocasión con Eeva-Lisa, y de los dieciséis días que compartí con ella en la cueva de los gatos muertos. Y han pasado muchos años, me he hecho bastante daño, y también se lo he hecho a otros. Durante mucho tiempo pensar en Johannes, en Eeva-Lisa y en mí era como avivar un afilado y ardiente punto de dolor, el grano de arena en el ojo, y me llevó casi toda una vida entender que era ese punto de dolor lo que me decía que estaba vivo. Y que, pese a todo, debía de ser una especie de ser humano.

Deshacerse del dolor supondría que este habría sido en vano. Entonces simplemente habría dolido.

PER OLOV ENQUIST - "La biblioteca del capitán Nemo" - (1991)


Imágenes: Jon Foreman

domingo, 17 de abril de 2022

LA CENA FUE TRANQUILA

 


La cena fue tranquila, y la conversación insustancial, lo mejor que podría pasar dadas las circunstancias. Eran las once cuando Solange dijo que estaba cansada y se fue a su habitación, aunque a buen seguro no tenía ninguna intención de acostarse; tal vez encendería el ordenador para conectarse a alguna de esas redes sociales que hacen furor entre los adolescentes. Cuando oía hablar de ellas, Victoria se alegraba de no tener hijos por los que angustiarse ante los múltiples peligros de Facebook, Tuenti y demás inventos 2.0. Los chicos y las chicas competían por el número de amigos que lograban incluir en sus listas de contactos, sin sospechar que aquellos perfiles inocentes podían ocultar a desaprensivos, estafadores y delincuentes sexuales. Y a ver cómo se para eso, se decía. A ver cómo le explicas a tu hijo de dieciséis años que no puede tener una cuenta en Twitter o comoquiera que se llame esa mandanga que sustituye a la plaza del pueblo o al patio del recreo en el inmenso páramo del tiempo libre de los jóvenes del siglo XXI. Ella y Jan habían hablado de eso la última vez, pues su amigo acababa de claudicar en su campaña en contra de las redes. Así que, después de muchos ruegos y muchas súplicas, Solange se había salido con la suya y tenía su hermoso perfil a merced del mundo entero.



—¿No estás cansada? —La voz de Marga la devolvió al mundo. Había estado ayudándola a recoger los restos de la cena y a poner a buen recaudo lo que había sobrado.

—Un poco… ¿Y tú?

—Agotada… Pero no tengo sueño. Me siento como si me hubiesen dado una paliza, pero no soy capaz de dormir. Y eso me da pánico, ¿sabes? Meterme en la cama y quedarme despierta durante horas mirando al techo.

Se le saltaron las lágrimas.

—Es normal. Deberías tomar algo que te ayudara…

—Eso dicen todos. Pero las pastillas no me sientan bien. Parece que tengo la cabeza llena de corcho. —Se secó las lágrimas con un trozo de papel de cocina y metió en un recipiente los restos del ajoblanco—. Acuéstate si quieres, Victoria… Ya acabo yo con esto.

Qué tentación. Estar sola un rato. Pensar en lo que le apeteciese sin interrumpir sus divagaciones. Llorar por Jan, si le apetecía. Añorar su casa, su ciudad. El tráfico de Nueva York. La vista sobre el parque. Su vida, tal como era hasta que una llamada en plena noche había interrumpido la placidez de su rutina. Oh, sí, la suya podía ser una existencia mediocre, pero era la que ella había elegido.

—No. Prefiero esperar un poco. Si me duermo ahora, estaré despierta a las seis de la mañana. Deja eso, ¿quieres? —Detestaba el trabajo doméstico, por nimio que fuera, pero no hubiera estado bien escaquearse si Marga seguía de fregoteo—. Charlemos un poco. Voy a preparar unas infusiones.

MARTA RIVERA DE LA CRUZ - "La vida después" - (2011)


Imágenes: Rain Szeto

sábado, 16 de abril de 2022

SI LLUEVE PORQUE LLUEVE...

 


Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos, como un animal amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo: 

—¡Bendito y alabado! Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía. Este año ni una gota de agua, y el pasado fue un inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente… Está visto que no hay manera… Si llueve porque llueve… Si no llueve porque no llueve…

Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado en el fondo de la vereda y alzó los ojos.

Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas, fijo y abstraído, mirando el suelo.

Jesuso avanzó sin ruido y, sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese instante, de entre sus dedos mugrientos el niño dejaba caer una hormiga.

—Y se rompió la represa… y ha venido la creciente… bruuum… bruuuum… bruuuuuuum… y la gente corriendo… y se llevó la hacienda de tío sapo… y después el hato de tía tara… y todos los palos grandes… zaas… bruuum… y ahora tía hormiga metida en esa aguazón…



Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.

Era fino, elástico; las extremidades, largas y perfectas; el pecho, angosto; por entre el dril pardo, la piel dorada y sucia; la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y ágil.

Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.

—¿De dónde sales, muchacho?

—De por ahí…

—¿De dónde?

—De por ahí…

Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.

—¿Y qué vienes haciendo?

—Caminando.

La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.

—¿Cómo te llamas?

—Como me puso el cura.



Jesuso arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña.

El niño pareció advertido y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.

—No seas malcriado —comentó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más íntimo—. ¿Por qué no contestas?

—¿Para qué pregunta? —replicó con candor extraordinario.

—Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.

—No, señor.

Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como jugando un juego.

—O has echado alguna lavativa.

—No, señor.

—O te han botado por maluco.

—No, señor.

Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:

—O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah, vagabundito?

El muchacho no respondió; se puso a mecerse sobre los pies, los brazos y la espalda, chasqueando la lengua contra el paladar.

—¿Y para dónde vas ahora?

—Para ninguna parte.

—¿Y qué estás haciendo?

—Lo que usted ve.

—¡Buena cochinada!

El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados frente a frente, sin que ninguno de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal enorme y torpe, casi como si quisiera imitar el paso de un animal fantástico; advirtió que lo estaba haciendo y le ruborizó pensar que pudiera hacerlo para divertir al niño.

—¿Vienes? —le preguntó simplemente. Calladamente, el muchacho se vino siguiéndolo.

En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo el fuego. Soplaba con fuerza sobre un montoncito de maderas de cajón y papeles amarillos.

—Usebia, mira —llamó con timidez—. Mira lo que ha llegado.

—Ujú —gruñó sin tornarse, y continuó soplando.

El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas sobre los hombros finos:

—¡Mira, pues!

Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos del humo.

—¿Ah?

Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.

—Ajá. ¿Quién es?

Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.

—¿Quién eres?

—Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este sinvergüenza no contesta.

Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que escapaba a Jesuso. Luego, muy despacio, se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla pálida como metal, de dura y vieja. La dio al niño, y mientras este mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó contemplándolos, a él y al viejo, alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia. Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.

—¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.

La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los acercaba.

—Ca-ci-que… —dijo el viejo, como aprendiendo a deletrear.

El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos, tímidos y sorprendidos.

ARTURO USLAR PIETRI - "Los cuentos de la realidad mágica" - (1992)


Imágenes: Z. H. Field

martes, 12 de abril de 2022

LA GOMITA Y LOS BEACH BOYS


 Agustín disuelve la morfina en agua fría y se la alcanza con una expresión compungida, de la que Manuel se desentiende mientras habla y acaricia al gato:

—¿Sabés lo que más voy a extrañar, aunque te parezca raro? A mi cuerpo. Me cuesta imaginarme fuera de este cuerpo. Es lo único que conservo de lo que fui viviendo, porque los pocos recuerdos que tengo de estos años —fotografías, cartas, poca cosa en realidad— los dejé en Buenos Aires. Ninguno vino conmigo en este viaje. Bueno, excepto un amuleto, algo tan ridículo que hasta me da vergüenza decirlo: una gomita de pelo. Una cola de caballo, como dicen las nenas, de color fucsia. El nombre viene de un botánico alemán, un tal Fuchs. En serio. Daniela, mi novia, la perdió en un bar de Buenos Aires donde habíamos ido a jugar al pool; uno de esos bares a los que entrás por la avenida o la calle trasera y preparan sándwiches de bondiola. Los hombres de esos bares te reprochan con los ojos, detrás del humo de sus cigarrillos, que hayas traído a una mujer. Hasta que se acostumbran y siguen jugando como si nada, como si dijeran: ni vale la pena protestar.

 


No vamos a dejar que esto (esto que ni merece nombrarse) nos arruine el partido. Viéndolos ahí, ellos mismos parecen vivir en un mundo de hombres las veinticuatro horas, sin hermanas, ni esposa, ni hijas, sin haber salido tampoco del vientre de una mujer… pero te estaba hablando de otra cosa. Ah, sí: la gomita de pelo fucsia que llevo en la muñeca desde ese día, ¿ves? Me sentía libre y feliz entre el humo de las mesas, veinte años recién cumplidos, llevándola al bar donde me llevaba a mí la tía Mirta. Fue nuestra primera salida juntos. Ella se olvidó la gomita sobre la felpa verde y nunca se la devolví. Estaban pasando una canción de los Beach Boys, me acuerdo, algo insólito en un bar de tangos. Cuando miro la gomita en mi muñeca izquierda, es como si esa canción instantáneamente se activara, unida al color fucsia. Donde otra gente usa un reloj, a mí me alcanza con la gomita y los Beach Boys, el tiempo del amuleto, el único recuerdo que tiene un espesor y viaja en mi cuerpo. Quisiera que me enterraras con la gomita, aunque esté desteñida y sucia; porque a esta altura de las cosas supongo que vos te vas a encargar de esos asuntos, ¿no es cierto?

MARÍA CARMAN - "El pájaro de fuego" - (2013)


Imágenes: Silvia Brum

sábado, 9 de abril de 2022

DIEZ VECES MÁS


 —Hace un año o dos —dijo Shmuel—, leí un artículo titulado «Los límites de la fuerza o el soldado número once». He olvidado el nombre del autor. Pero aún recuerdo lo que se decía en el artículo: cuando Stalin invadió Finlandia, a finales de los años treinta, el comandante finlandés, el mariscal de campo Von Mannerheim, se presentó ante el presidente de Finlandia, Kallio, e intentó tranquilizarlo: cada soldado finlandés puede vencer a diez mujiks rusos. Somos diez veces mejores que ellos, diez veces más cultos que ellos, y también estamos diez veces más motivados para proteger nuestra patria atacada. El presidente Kallio reflexionó un instante sobre eso. Al parecer se encogió de hombros y dijo, quizá a sí mismo y no al mariscal: Quién sabe, tal vez sea así, tal vez realmente cada soldado finlandés valga como diez soldados soviéticos, todo eso por supuesto está muy bien, pero ¿qué haremos si Stalin envía contra nosotros a once y no a diez?

AMOS OZ - "Judas" - (2014)


Imágenes: Señora Milton

miércoles, 6 de abril de 2022

PRONTO TODO TERMINÓ

 


Escuchó toser tras ella desde la nada más negra de aquel callejón y salió corriendo del parque arrojada por un terror perentorio, un miedo tal que se le cosía a la piel fría y le entorpecía los pasos. Dio de bruces contra un coche, y de él asomó una cara que le era familiar:

   —¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?

   —Señor Ramón, había alguien escondido ahí, en la callejuela del parque. Le he escuchado toser y he salido corriendo.

   —Sube, te llevo a casa. Este parque nunca me ha gustado. Estoy esperando a un amigo.

   —He quedado al otro lado de la plaza.

   —Pues sube, te acercaré en coche. —Montó en el asiento del copiloto—. Mira, ahí viene… Es un chico que me ayuda a veces con los muchachos.

   Un chaval de veinte años llegó hasta el auto, y al ver el asiento ocupado montó en la parte de atrás.

   —¿Qué tal, Frank? —preguntó Ramón.

   —Bien, don Ramón, bien —dijo. Y luego tosió.

   Ramón miró a la chica, que abrió los ojos como un pez. Desde atrás una mano le tapó la boca y le cubrió la cabeza con una bolsa de plástico que precintó con brusquedad. Pronto todo terminó.

ÁNGEL GIL CHEZA - "Pez en la hierba" - (2015)


Imágenes: Edina Csoboth

martes, 5 de abril de 2022

MI PADRE LEVANTÓ UNA DE SUS MANOS


De chica, mi madre me contó en varias ocasiones la misma anécdota. Una de cuando recién se habían casado con mi padre. Ellos se casaron muy jóvenes, con dieciséis y dieciocho años pues mi mamá estaba embarazada, un embarazo que perdió a los seis meses. No habían tenido un noviazgo largo, así que no se conocían demasiado. Al poco tiempo de vivir juntos, mientras almorzaban, tuvieron una discusión, alguna tontería de adolescentes, que se fue poniendo acalorada. Entonces mi padre levantó una de sus manos, amagándole una cachetada. Y mi madre, ni lerda ni perezosa, le clavó un tenedor en el brazo que él tenía apoyado en la mesa. Mi padre nunca más se hizo el guapo.

   Cada vez que me la contaba me quedaba pensando cuál de esos tenedores —me encantaba ese juego de cubiertos con mangos de acrílico amarillo que les habían regalado para el casamiento—, cuál de ellos había probado la carne de mi padre.


   No recuerdo ninguna charla puntual sobre la violencia de género ni que mi madre me haya advertido alguna vez específicamente sobre el tema. Pero el tema siempre estaba presente. Cuando hablábamos de Marta, la vecina golpeada por su marido, la que a su vez descargaba sus propios puños sobre sus hijos, sobre todo en el Ale, un nene que dibujaba solamente arañas. A veces nos acostábamos en el pasto a mirar el cielo y si veíamos esas nubes largas, finitas y grumosas, muy juntas entre sí, como ondas, decía: mirá, mi papá estuvo arando el cielo. Su papá era chacarero. El Ale murió en un accidente de moto a los dieciséis.
   Cuando hablábamos de Bety, la señora de la despensa que se colgó en el galponcito del fondo de su casa. Todo el barrio decía que el marido le pegaba y que le sabía pegar bien porque no se le veían las marcas. Nadie lo denunció nunca. Luego de su muerte se corrió la voz de que él la había matado y había tapado todo pasándolo por un suicidio. Podía ser. También podía ser que ella se hubiera ahorcado, harta de la vida que tenía.

SELVA ALMADA - "Chicas muertas" - (2014)

Imágenes: Svetlana Melik Nubarova

sábado, 2 de abril de 2022

NO HAY QUE ANDAR PREGUNTANDO COSAS

 


Descalzo sobre las piedras no precisamente redondeadas del pavimento, dolorido por todas partes, pero sobre todo en lo más hondo de mi dignidad, con un peso en el estómago y otro en el ánimo miré lo que había para mirar. Era un patio ovalado, enorme como un anfiteatro, poblado por grupos de hombres vestidos como yo. Ellos también me miraban. Y ahora qué hago, pensé, y recordé manteos, brea y plumas, y cosas peores, por aquello de los novatos, y yo ahí con las manos desnudas. Qué iba a poder con tantos. Ensayé caras de criminal avezado, pero estaba cosido de miedo. Me dejaron solo un buen rato. Al fin uno se me acercó: muy jovencito, con el pelo enrulado y la cara hinchada del lado izquierdo.

   —Uno de mis deseos más vehementes en este momento —me dijo—, junto con el de la libertad y el perdón de mis mayores, es que su dios le depare horas venturosas y plácidas, amable señor.

   Debí haber contestado algo pero no pude. Primero me quedé absorto, después pensé que era el prólogo a una cruel broma colectiva, y después que era un homosexual dueño de una curiosa táctica para insinuarse. Y bien, no. El chico sonreía y movía un brazo invitador.

   —Me envía el Anciano Maestro a preguntarle si querría unirse a nosotros.

   Dije:

   —Encantado —y empecé a caminar. Pero el chico se quedó plantado ahí y batió palmas:

   —¿Oyeron? —gritó a todo pulmón dirigiéndose a los presos en el patio enorme—. ¿Oyeron? ¡El señor extranjero está encantado de unirse a nosotros!



   Aquí, pensé, empieza el gran lío. Otra vez me equivoqué, dentro de poco eso iba a ser una costumbre. Los demás se desentendieron de nosotros después de aprobar con la cabeza, y el chico me tomó del brazo y me llevó al extremo más alejado del patio.

   Había diez o doce hombres rodeando a un viejo viejísimo y nos acercábamos a ellos.

   —Me mandaron a mí —decía el muchacho hablando con dificultad— porque soy el más joven y puede esperarse de mí que sea lo bastante indiscreto para preguntar algo a una persona, por ilustre que sea.

   Aquí hay algo, concluí. Por lo menos sé que no hay que andar preguntando cosas.

   —Bienvenido sea, excelente señor —el viejo viejísimo había levantado su cara llena de arrugas con una boca desdentada, y me hablaba con voz de contralto—. Su dios, por lo que veo, lo ha acompañado hasta este remoto sitio.

   Confieso que miré a mi alrededor buscando a mi dios.

   Los que estaban en cuclillas se levantaron y se corrieron para hacerme lugar. Cuando volvieron a sentarse, el muchachito esperó a que yo también lo hiciera, de modo que me agaché imitando a los demás, y solo entonces él también tomó su lugar.

   Al parecer yo no había interrumpido nada porque todos estaban en silencio y así siguieron por un rato. Me pregunté si se esperaba que yo dijera algo, pero que podría decir si lo único que se me ocurría eran preguntas y ya me había enterado de que eso era algo que no se hacía.

ANGÉLICA GORODISCHER - "Casta luna electrónica" - (1977)


Imágenes: Laura Fini

viernes, 1 de abril de 2022

UNA INMORTALIDAD DE ANDAR POR CASA


La leyenda de la tumba dice:

  «Luisito Meana González. La Habana 31/12/1926 – Madrid 9/1/1936. Tus padres no te olvidan».

  —Un crío —observo yo señalando la foto del niño—. Pobre.

  —Se libró al menos de la Guerra Civil —señala el paleontólogo.

  Vamos de sepultura en sepultura, en busca de un epitafio que podamos hacer nuestro, y en todas aparece alguien que no olvida a alguien.

  —Una de las formas más comunes de la inmortalidad consiste en seguir vivo en la memoria de los otros —dice Arsuaga—. De ahí la insistencia en la fórmula del «no te olvidan». Tus padres no te olvidan.

  —Pero es una inmortalidad de andar por casa —apunto—, una inmortalidad doméstica. Y realista, por cierto. Nada que ver con la posteridad a la que aspiraban los escritores de otras épocas. Yo creo que hasta muy entrado el siglo XX, la mayoría de los novelistas seguían trabajando para la posteridad, todavía algunos creen en ella.

  —¿Por ejemplo?

  —No sé —titubeo—, Vargas Llosa quizá. Pero la posteridad está muerta. Ahora vivimos en la post-posteridad. El «no te olvidan» sin embargo sigue vigente porque aspira a lo posible. Con que no te olviden tus padres o tus hijos vas que chutas.

  Nos encontramos en el cementerio de la Almudena, en Madrid, adonde Arsuaga me ha traído en su Nissan Juke. Está vacío porque son las once de la mañana de un día cualquiera de una semana de primeros de marzo y los días cualesquiera de las semanas de primeros de marzo, a esta hora, la gente tiene otras cosas que hacer. No obstante, se dan situaciones extrañas: hace poco hemos visto pasar apresuradamente entre las tumbas a una señora con una bolsa de la compra de la que sobresalía una barra de pan. Como este cementerio es, por tamaño y por disposición, una auténtica ciudad, nos hemos preguntado, claro, si habrá en alguna parte un Carrefour para los difuntos que mantengan, por inercia, las costumbres de cuando estaban vivos.

JUAN JOSÉ MILLÁS - JUAN LUIS ARSUAGA - "La vida contada por un  sapiens a un neandertal" - (2020)


Imágenes: Siya Fatih Gurbuz