Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 31 de octubre de 2020

GOYA, CON EL TIEMPO, SERÁ INMORTAL



—¿Y quién podría llevar a cabo semejante proyecto?

 —¡Goya! Goya puede —dijo con tono enigmático—. Es la persona adecuada. Le he seguido de cerca y sé que pinta para esta casa. Él tiene algo... algo insondable que ni él mismo sabe que posee. He atisbado lo que le acontecerá. Goya, con el tiempo, será inmortal.

 —Veo en él a un magnífico retratista y paisajista, y un buen contertulio de los que concurren a mi salón —comentó la duquesa—. Pero, aparte de eso y otros encargos para esta casa de campo, no sé...

 —No es el mismo desde que enfermó —apostilló Arsenio tratando de argumentar su candidatura—. ¿En eso estamos de acuerdo?

 La duquesa asintió.

 —Ha llegado hasta mis oídos que cuando pasó aquello de lo que él apenas quiere o puede hablar, cayó vencido por fuertes delirios —prosiguió el mago—. Y que, a partir de entonces, por más que ha intentado despojarse de ello, su sueño se ha visto perturbado por el atisbo de seres extraños, digámoslo así, que le acechan por las noches. Me cuentan que apenas descansa.

 —Algo he oído...

 —Él no lo sabe, pero posiblemente en ese momento se convirtió en un hombre de cuerpo abierto, en un heteróclito que es incapaz de dominar eso que le ocurre y que, quizá pretendiendo librarse de ello, trabaja en secreto en proyectos que jamás hallarán comprador y que encima pueden traerle problemas serios. Ya me entiende.

 —¿Hombre de cuerpo abierto? ¿Y qué se supone que es eso?

 —Un visionario —dijo haciendo gestos grandilocuentes—. Alguien que posee lo que nosotros llamamos «segunda visión». Con la particularidad de que Goya sabe representar ese mundo siniestro que nos observa a todos desde la profundidad. Tiene ese talento para plasmar lo que ve en la oscuridad y el silencio de la noche agazapado en un rincón de sus aposentos. Ese mal es el mismo que acecha a sus hijos. ¿Es buena su relación con él?

 —Muy buena. Sé que Paco no me negaría este encargo. Y lo sé porque, además, nos une un lazo afectivo importante; tenemos un vínculo de pérdida en común: él también sabe lo que es el dolor de ver morir a un hijo, pues se le han muerto siete. Me lo contó un día que me vio abatida por el recuerdo de los míos.

 —Entonces me reafirmo: Goya es la persona indicada —remarcó Arsenio—. Él sabrá poner todo su empeño en pintar los cuadros del mal.

CLARA TAHOCES - "El jardín de las brujas" - (2020)


Imágenes: Francisco de Goya

miércoles, 28 de octubre de 2020

LA IGLESIA SIN CRISTO

   


    Los tres chicos echaron a andar muy juntos, empujándose mutuamente con los hombros.

   Haze aguardó un segundo y después gritó nuevamente.

   —¿Dónde os ha tocado la sangre que vosotros pensáis que os redimió?

   —Gentuza embustera —dijo el hombrecito—. Una cosa que no puedo soportar es la gentuza embustera.

   —¿A qué iglesia perteneces tú? —le preguntó Haze al chico de mayor estatura que vestía el anorak rojo.

   El chico se rio convulsivamente.

   —¿Y tú? —preguntó Haze con impaciencia señalando al siguiente—. ¿A qué iglesia perteneces?

   —A la Iglesia de Cristo —respondió el chico con voz de falsete para ocultar la verdad.

   —¡Iglesia de Cristo! —repitió Haze—. Pues bien, yo predico la Iglesia sin Cristo. Soy miembro y predicador de esa iglesia en la que el ciego no ve, en la que el inválido no anda, en la que quien está muerto se queda muerto.

   —Es un predicador —dijo una de las mujeres—. ¡Vamos!

   —Vosotros, escuchadme: voy a llevar la verdad a donde quiera que vaya —anunció Haze—. Voy a predicar a cualquiera que me escuche, en cualquier sitio. Voy a predicar que no hubo Caída porque no había nada desde donde caer, que no hubo Redención porque no hubo Caída, y que no habrá Juicio Final porque no hubo Caída ni Redención. Lo único que importa es que Jesús fue un mentiroso. 

FLANNERY O'CONNOR - "Sangre sabia" - (1949)

Imágenes: Alejandro Pasquale

domingo, 25 de octubre de 2020

CON O SIN

 


  Victoria dejó que su mente siguiera. Tú preñas y te dices, todo va bien, ya es tarde, tengo una edad y si no tiro adelante ahora me quedo sin descendientes. Tonterías, tonterías y mucha literatura. Tú preñas y tienes dos opciones en las que participa muy poco la cabeza: que la tripa siga su curso o cortarle el rollo. Hay veces en las que lo último no tiene discusión, se corta el rollo. ¿Por qué? Quién sabe. El adminículo delator te da positivo y en el momento exacto en el que lo tiras a la basura sabes que el siguiente paso es pedir hora para deshacer el entuerto. Con o sin ayuda. Con o sin compañía. Con o sin corresponsabilidad. Con o sin. En mi experiencia, siempre sin. Pero hay otras veces, es obvio en mi caso, en el que tiras el puto adminículo a la papelera del baño y dices hum... Y, ¡ah! ese hum, ese hum es ya tu perdición. No hay que pensar, no al menos a cierta edad. Hum quiere decir mañana ya lo decido, y esa noche bajas la guardia y a la noche siguiente te descubres fantaseando tiernos abrazos, y si eres lo suficientemente lista sales corriendo y te agarras un colocón de los que hacen época para poder utilizar la excusa de que aquello que está en la tripa ya ha sufrido una intoxicación irrecuperable y que hay que darle matarile cuanto antes, porque es ya un desecho. Pero si en lugar de ponerte hasta el culo de todo lo tóxico que puedas trajinarte te descubres con una taza en la mano, sea lo que sea que lleve esa puta taza, caldo, té, café con leche o agüita del grifo, has de tener claro que te está mandando de una patada en el culo al blandengue universo de las madres abstinentes.

CRISTINA FALLARÁS - "Las niñas perdidas" - (2011)

Imágenes: Susanna Bauer

jueves, 22 de octubre de 2020

DOS DÍAS DESPUÉS DE LA DESAPARICIÓN

   


    Dos días después de la desaparición, cuando en las redes empezaron a circular las preguntas inquietas de su exesposa, los amigos estuvimos de acuerdo en que Sandoval, tras despedirse de nosotros, se había ido a buscar a su nueva novia, una veinteañera incombustible de tobillos tatuados con la que llevaba saliendo unos cuantos meses, y no era improbable que la noche se hubiera salido de madre y hubiera terminado en algún hotel indulgente, entre botellas de ron vacías y pies desnudos que las patean y fantasmas de cocaína en las mesas de vidrio. (Sus amigos le conocíamos esos excesos, los tolerábamos y a veces los juzgábamos: hipócritamente, pues todos habíamos participado en ellos alguna vez.) Pero en las redes se hizo evidente muy pronto que nadie lo había visto, ni la nueva novia ni su madre ni sus vecinos, y el último testimonio con que se contaba era el del taxista que lo había esperado a primera hora de la mañana frente a un banco del norte, la puerta amarilla abierta como un ala y el motor encendido, mientras Sandoval sacaba de un cajero más billetes de los que parecía aconsejable llevar encima en nuestra ciudad acosadora. Se pensó que lo habían secuestrado; se habló de paseo millonario, y tuvimos que imaginar a Sandoval recorriendo la ciudad y sacando de los cajeros todo lo que pudieran darle sus tarjetas generosas, y luego regresando a pie, aterrado pero a salvo, desde algún potrero insondable del río Bogotá. Las redes nos trajeron mensajes de solidaridad o de ayuda, descripciones de Sandoval —estatura de uno con ochenta, pelo muy corto de canas prematuras— y buenos deseos redactados con palabras que no eran optimistas, cierto, pero todavía no eran luctuosas; y sin embargo ya algunos sugerían una escena en que sus asaltadores siguen a Sandoval desde el banco, esperando que se quede solo, y le roban el dinero y el reloj y el celular antes de pegarle un tiro en la frente.


     Alicia, la ex esposa de Sandoval, se preocupó desde el principio de una manera más intensa, o por lo menos más pública, de lo que hubiéramos esperado. Se habían conocido en la universidad, poco antes de que Sandoval abandonara los estudios, y en su matrimonio hubo algo como un sutil desequilibrio, pues ella parecía llevarlo siempre a remolque. Fue ella quien le sugirió a Sandoval montar una firma de inversiones, fue ella quien le trajo los primeros clientes y contrató a los mejores contadores, fue ella quien consiguió una oficina compartida, para ahorrar gastos, y quien convenció a Sandoval de que no importaba que la oficina fuera vieja, pues el ambiente de mesas con lámina de vidrio y madera olorosa a líquido de muebles no es grave si la gente al salir de la oficina tiene más plata de la que tenía al entrar. Siempre nos pareció a todos que Alicia merecía algo mejor que Sandoval, y las primeras horas de su desaparición fueron conmovedoras por eso: por verla a ella, una mujer mucho más sólida que él, más terrenal y más animosa, usando todo el empuje que le daba su tristeza para preocuparse por un tipo como nuestro amigo: inasible, escurridizo, en continuo movimiento, como si alguien lo persiguiera.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ - "Canciones para el incendio" - (2018)

Imágenes: Igor Morski

martes, 20 de octubre de 2020

PRISIÓN PREVENTIVA


 7 de setiembre de 2017

   

             Centro penitenciario Charnworth    


   Querido señor Wrexham: 

   No se imagina cuántas veces he empezado esta carta y arrugado el desastroso resultado, pero me he dado cuenta de que no existe ninguna fórmula mágica para esto. No hay forma de que yo lo OBLIGUE a escuchar mi caso. Por lo tanto, tendré que exponer los hechos lo mejor que pueda. No importa el tiempo que me lleve, ni cuántas hojas tenga que descartar: seguiré adelante y le contaré la verdad. 

   Me llamo... Y al llegar aquí me detengo, con la tentación de volver a romper la hoja. 

   Porque, si le digo mi nombre, sabrá la razón por la que le escribo. Mi caso ha salido en todos los periódicos. Mi nombre aparece en los titulares; mi angustiado semblante, en todas las primeras planas; y no hay ni un solo artículo que no insinúe mi culpabilidad de una forma que raya en el desacato. Si le digo mi nombre, tengo la terrible sospecha de que me descartará por ser una causa perdida y tirará mi carta a la papelera. En parte, yo no se lo reprocharía, pero le ruego que, antes de hacer eso, escuche lo que quiero decirle. 

   Soy una joven de veintisiete años y, como ya habrá visto por el remite, me encuentro recluida en la cárcel para mujeres de Charnworth, en Escocia. Nunca he recibido ninguna carta de nadie que estuviese en la cárcel, de modo que no sé cómo son cuando le llegan al destinatario, pero imagino que, antes de abrir el sobre, debió de adivinar usted mi situación actual. 

   Lo que seguramente no sepa es que estoy aquí en prisión preventiva. Y lo que no puede saber es que soy inocente. 

   Sí, ya lo sé. Todos dicen lo mismo. Todas las mujeres a las que he conocido aquí son inocentes, al menos según ellas. Pero en mi caso es cierto. 

   Supongo que ya se habrá imaginado qué voy a decirle a continuación. Le escribo para pedirle que me represente como abogado defensor en el juicio. 

   Comprendo que esto es inusual, y que no es así como los acusados se dirigen a sus abogados. (En un borrador anterior de esta carta, lo llamaba «jurista» por equivocación; yo no entiendo nada de leyes, y menos aún del sistema escocés. Lo único que sé, incluido su nombre, lo he aprendido de las mujeres con las que estoy en la cárcel.) 

   Ya tengo un procurador, el señor Gates, y, si lo he entendido bien, será él quien nombre un abogado defensor para el juicio. Pero también es la persona que me trajo aquí. 

   Yo no lo elegí: lo escogió la policía cuando empecé a asustarme y por fin tuve la sensatez de quedarme callada y negarme a contestar cualquier pregunta que me hiciesen hasta que tuviera un abogado. 

   Pensé que él lo aclararía todo, que me ayudaría a exponer mi caso. Pero cuando llegó... No lo sé, no me lo explico. Lo único que hizo fue empeorar las cosas. No me dejaba hablar. Cada vez que yo intentaba decir algo, él me cortaba diciendo: «Mi clienta no tiene nada que decir de momento», y sólo consiguió que yo pareciese aún más culpable. Tengo la impresión de que, si hubiese podido explicarme debidamente, no habría llegado hasta aquí. Pero, no sé por qué, los hechos se me enredaban en la boca, y la policía hacía que todo sonara fatal, muy inculpatorio. 



   Y no es que el señor Gates no haya oído mi versión de la historia; no es eso exactamente. Claro que la ha oído, pero, de alguna forma... Jo, es tan difícil explicarlo por escrito. Se ha sentado a hablar conmigo, pero no me escucha. O, si me escucha, no me cree. Cada vez que intento contarle lo que pasó, empezando por el principio, me interrumpe con una serie de preguntas que me confunden, y mi historia se enreda, y sólo me dan ganas de gritarle que «cierre la puta boca». 

   Él sigue hablándome de lo que declaré aquella espantosa primera noche que pasé en la comisaría, cuando me interrogaron hasta el agotamiento y les dije... Dios, no sé qué les dije. Lo siento, me he puesto a llorar. Lo siento. Perdón por las manchas. Espero que pueda seguir leyendo a pesar de los borrones.

   Lo que dije, lo que dije entonces, ya no tiene remedio. Ya lo sé. Lo tienen todo grabado. Y es un desastre, un auténtico desastre. Pero salió todo mal, y tengo la impresión de que, si me diesen la oportunidad de hacerme entender, de explicarle mi caso a alguien que de verdad me escuchase... ¿Sabe lo que quiero decir? 

   Dios, quizá no, quizá no lo sepa. Al fin y al cabo, usted nunca ha estado aquí. Nunca ha estado sentado al otro lado de una mesa, tan exhausto que lo único que quieres es dejarte caer, y tan asustado que te entran ganas de vomitar, mientras la policía pregunta, pregunta, pregunta hasta que ya no sabes ni lo que dices.

    Supongo que todo se reduce a eso. 

  Soy la niñera del caso Elincourt, señor Wrexham. 

  Y yo no maté a esa niña.

RUTH WARE  - "Otra vuelta de llave" (2019)

Imágenes: Xuan Loc Xuan

viernes, 16 de octubre de 2020

EL SÉPTIMO DÍA


   El séptimo día, cuando todos creían que descansaba, hizo repaso de Sus errores. Su mirada se desplazó a Occidente. Allí había creado una isla en el centro de la inmensidad marina. A esa porción de tierra la rodeaba un anillo de agua no poco generoso y a este, a su vez, lo rodeaba un nuevo anillo, tan lejano que desde las orillas de la isla solo era visible como un fino trazo oscuro que recorría el horizonte. Formaban este segundo anillo paredes verticales de roca que ascendían hasta las primeras nubes; roca nueva, desconocedora de fósiles y erosión, resbaladiza y sin asidero alguno, imposible de escalar para los moradores de la isla.

   En el anillo acuático había permitido Él vivir a los errores cometidos durante la creación de las criaturas marinas, y en la isla, a los cometidos durante la creación de las terrestres, así como durante la creación del primer hombre y de la primera mujer.

   Eran estas últimas criaturas las que provocaban Su mayor fascinación, pues habían surgido en el proceso de engendrar seres a Su imagen y semejanza.

   Las criaturas se alimentaban de lo que encontraban en la isla, formada esta por ciclópeos bloques de roca negra entre los que brotaban unos escasos árboles de tronco retorcido y fruto amargo. Su alimento principal lo constituían seres destinados a poblar los cielos, que Él había condenado a morar en la isla por no considerarlos aptos, por lo que les había atrofiado las alas. 


   

   Y las criaturas se alimentaban también de sus semejantes; de los más lentos y débiles, de los que carecían de piernas y se desplazaban arrastrando el vientre sobre la áspera roca, de los que tenían ojos inútiles, de los que en lugar de brazos poseían extremidades semejantes a aletas, de los débiles de mente, de los desdentados, de los ingenuos. Mucho antes de que lejos de allí, en Oriente, naciera un hijo del primer hombre y de la primera mujer, y después otro hijo, y que estos dos descendientes fueran protagonistas del llamado primer crimen, en la isla eran hechos cotidianos el asesinato, la mutilación en vida y el canibalismo.

   Un orden de líderes y súbditos, de cazadores y presas, surgió de modo natural. Por las escarpadas laderas de roca trepaban seres con torso humano y cuatro piernas, más ágiles que cualquier otro habitante de la isla. En los puntos altos se emplazaban vigilantes encargados de señalar cuanto mereciera ser visto; vigías poseedores de una cabeza sembrada de ojos y un índice leñoso que triplicaba en longitud a sus demás dedos. Por las noches, unos insomnes perpetuos, escuálidos y voraces, merodeaban alimentándose de los durmientes.

   Él observaba todo esto con interés incansable, desentendido de cuanto sucedía en el Edén creado para goce del primer hombre y la primera mujer, pues allí los creía a salvo.

JON BILBAO - "Física familiar" - (2014)

Imágenes: Alex Hall

martes, 13 de octubre de 2020

CUANDO LAS COSAS VAN MAL EN LA CÁRCEL

   

Cuando las cosas van mal en la cárcel, cuando alguien o algo llega a romper la cerrada fila de los días y los baraja y revuelca en un desorden que viene de afuera, cuando esto sucede, hay ciertos síntomas infalibles, ciertas señales preliminares que anuncian la inminencia de los días malos. En la mañana, a la primera lista, un espeso sabor de trapo nos seca la boca y nos impide dar los buenos días a los compañeros de celda. Cada cual va a colocarse como puede, en espera del sargento que viene a firmar el parte. Después llega el rancho. Los rancheros no gritan su «¡Esos que agarran pan!», que los anuncia siempre, o su «esos que quieren atole», con el que rompen el poco encanto que aún ha dejado el sueño en quienes se tambalean sin acabar de convencerse que están presos, que están en la cárcel. La comida llega en silencio y cada cual se acerca con su plato y su pocillo para recibir la ración que le corresponde y ni protesta, ni pide más, ni dice nada. Solamente se quedan mirando al vigilante, al «mono», como a un ser venido de otro mundo. Los que van a los baños de vapor perciben más de cerca y con mayor evidencia al nuevo huésped impalpable, agobiador, imposible. Se jabonan en silencio y mientras se secan con la toalla, se quedan largo rato mirando hacia el vacío, no como cuando se acuerdan «de afuera», sino como si miraran una nada gris y mezquina que se los está tragando lentamente. 
 

   Y así pasa el día en medio de signos, de sórdidos hitos que anuncian una sola presencia: el miedo. El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se debaten sobre el helado cemento de las literas y exudan la desventura y el insomnio.

   Así fue entonces. Yo fui de los primeros en enterarme de lo que pasaba, después de dos días, dos días durante los cuales el miedo se había paseado como una bestia ciega en la gran jaula del penal. Había muerto uno en la enfermería y no se sabía de qué. Envenenado, al parecer, pero se ignoraba cómo y con qué. Cuando llegué a mi crujía, ya mis compañeros sabían algo más, porque en la cárcel corren las historias con la histórica rapidez con que transmiten los nervios sus mensajes cuando están excitados por la fatiga. Que era un «tecatero»[1] y que se había inyectado la droga unas horas antes de morir. Que iban a examinar las vísceras y que al otro día se sabría. Al anochecer todo el penal estaba enterado y fue entonces cuando entramos en la segunda parte de la plaga, como entonces la llamé para decirle por algún nombre. 
[1] Adicto a la heroína.

ÁLVARO MUTIS - "Diario de Lecumberri" - (1960)
 
Imágenes: Cormac

domingo, 11 de octubre de 2020

MUDAR DE PIEL

    


   El principal impulso, con todo, se lo debo a Bruno, el hijo de aquellos amigos de mi padre que de vez en cuando nos visitaban. Quizá por lo forzado de nuestros encuentros, durante años nos habíamos tratado con indecisa cautela, pero, a raíz de un complot familiar para enviarnos un verano a estudiar inglés, no nos quedó más opción que intimar. El comienzo, semanas antes de emprender el viaje, fue poco prometedor. Apenas teníamos catorce años, y aún me pregunto qué lo atrajo de mí. Quedamos en una boca de metro para ir a una sesión doble de cine elegida por él y, según me vio, hizo abierta chanza de mi indumentaria aniñada: plumas rojo chillón, reloj digital de pulsera, suéter de manga larga con el logo de la marca bien visible, anodinos pantalones de pinza y mocasines. La suya, consistente en botines gastados, cazadora de cuero, pantalones estrechos y jersey oscuro de cuello alto, era desaliñada a conciencia, y aunque no prefiguraba los rasgos identificativos de ninguna de las tribus urbanas que proliferaban a principios de los ochenta, parecía cuestión de tiempo que adoptara el corsé de una de ellas. Y sí, claro que yo le ofrecía algo: pese a su abuso de una jerga para mí nueva, como llamar viejos a los padres, chupa a la cazadora o peluco al reloj, pese a su mención incesante de películas y de grupos musicales de los que yo no había oído hablar escondía un interior tan frágil como el mío.



   No era difícil adivinar que esa misma precocidad de la que se ufanaba y que seguramente lo convertía en el raro de su colegio, provenía de una soledad tan acusada como la que a mí me atormentaba. Necesitaba un comparsa, un discípulo, un cómplice, y no me avergüenza reconocer que me presté a ello halagado pero con un punto de reserva que nunca abandoné. No le disputé su liderazgo, pues ni lo ambicionaba ni me era posible asumirlo, y a cambio me gané el derecho de no atreverme a ir tan lejos como él en las diversas transformaciones a las que nos sometimos con celeridad asombrosa. De Inglaterra, por ejemplo, llegamos cargados de atuendos y complementos punkis, pero mientras que él no tardó en colgarse cadenas, incrustarse piercings y pintarse o raparse el pelo, yo no fui más allá de modelar el mío con laca, calzar botas militares o vestir camisetas con estampados provocativos y, ocasionalmente, pantalones de cuadros escoceses. Y eso solo un breve período, el que tardé en desertar del puesto de batería en un grupo musical que formamos con colegas, tan imberbes como nosotros, reclutados mediante anuncios en fanzines. Si bien no del todo, ya que ni habría tenido sentido ni me lo habrían tolerado mis amigos, atemperé mis estilismos. Mantuve las camisetas, pero las combinaba con americanas de segunda mano y con largos abrigos y pantalones militares teñidos de negro que sujetaba con tirantes; una estética más cercana a The Clash que a los Sex Pistols, los dos grupos pioneros del punk entre los que nos debatíamos. 

  


   Sin duda, mi padre tuvo su cuota de responsabilidad en ello. Satisfecho con mi ganada independencia, pero receloso de mi precario equilibrio, censuraba mis excesos con leves sarcasmos que cundían efecto. Del mismo modo oblicuo me alertó acerca de las drogas. Me señaló cuáles debía evitar y cuáles podía permitirme, y, con una petulancia enternecedora, llegó a ofrecerse a facilitármelas argumentando que todavía eran más nocivas las sustancias con las que algunas se adulteraban. Por supuesto, el día en que fumé mi primer porro no estaba con él, pese a lo cual nunca me recriminó los ojos enrojecidos con que empecé a llegar los viernes y sábados por la noche. Me consentía salir hasta tarde a condición de llamarlo cada cierto tiempo desde cabinas telefónicas, una libertad de la que no disfrutaban todos mis amigos, el que menos Bruno. Y, como con la vestimenta, también en eso correspondí siendo prudente. En un par de ocasiones inhalé speed, y tardé años en atreverme con el LSD y la cocaína. El primero me dio miedo y la segunda nunca me gustó. Frente a la heroína tenía reparos de más enjundia y no di el paso.

MARCOS GIRALT TORRENTE - "Mudar de piel" - (2018)


Imágenes: Sigurdur Olafsson

viernes, 9 de octubre de 2020

CANCIONES DE AMOR A QUEMARROPA

  Lo invitamos a todas nuestras bodas; era famoso. Los tarjetones los enviábamos al rascacielos de su compañía discográfica en Nueva York para que le remitieran esos chabacanos sobres dorados mientras él estaba de gira: Beirut, Helsinki o Tokio. Lugares fuera de nuestro modesto alcance, sitios que no alcanzábamos a imaginar siquiera. Él nos enviaba regalos en maltrechas cajas de cartón festoneadas de sellos extranjeros. De regalo de cumpleaños, elegantes corbatas o un perfume para nuestras mujeres; para nuestros hijos, delicados juguetitos o chucherías: sonajeros de Johannesburgo, muñecas rusas de madera de Moscú o patuquitos de seda de Taipéi. Nos llamaba de vez en cuando por una línea llena de ecos e interferencias que al fondo dejaba oír las risas de un coro de jovencitas, y su voz nunca nos parecía tan alegre como esperábamos. 

   Llegaban a pasar meses antes de que volviéramos a verlo, y entonces aparecía, barbudo y demacrado, con una mirada cansada en la que relucía un alivio feliz. Lee se alegraba de vernos, eso lo notábamos, se alegraba de volver a estar entre nosotros. Siempre le dábamos tiempo para recuperarse antes de volver a hacer vida juntos, sabíamos que necesitaba tiempo para quedarse bien limpio y recobrar el equilibrio. Lo dejábamos dormir hasta decir basta. Las mujeres le llevaban estofado y lasaña, cuencos de ensalada y tartas recién salidas del horno.  

   Le gustaba conducir un tractor por sus propiedades, cada vez más extensas. Nosotros imaginábamos que le gustaría sentir el calor del día, el sol y el aire fresco en esa cara tan pálida. La marcha lenta del viejo John Deere, esa máquina fiable y paciente. La tierra que retrocedía a sus espaldas. Tenía sus campos sin cultivar, por descontado, pero él conducía su tractor por praderas de hierba y flores silvestres con un cigarrillo o un porro entre los labios. Siempre sonriente encaramado al tractor; suelto al sol, su pelo rubio recordaba los vilanos de diente de león.  

   Había adoptado un nombre artístico, pero no lo usábamos nunca. Para nosotros era Leland, o Lee a secas, porque así era como se llamaba. Vivía en una vieja escuela, lejos de todo, lejos del pueblo, a cosa de ocho kilómetros de Little Wing, en pleno campo. Las letras de su buzón rezaban: L SUTTON. Había montado un estudio de grabación en el pequeño gimnasio revistiéndolo de espuma y moqueta gruesa. De las paredes colgaban discos de platino y fotografías suyas en compañía de actrices y actores famosos, de políticos, de chefs y de escritores. 

   El caminito de grava que llevaba a su casa era largo y estaba lleno de baches, pero ni así lograba detener a algunas de las jovencitas que lo buscaban. Llegaban de todo el mundo. Eran siempre guapísimas. 

   El éxito de Lee no nos había pillado por sorpresa. Él nunca había desistido, nunca había abandonado la música. Mientras los demás estábamos en la universidad o en el ejército o atrapados en la granja de la familia, él se encerraba en un gallinero destartalado y se ponía a tocar su maltrecha guitarra en ese silencio del crudo invierno que todo lo envuelve. Cantaba en un falsete inquietante, y a veces, junto a la hoguera, entre las traicioneras sombras que proyectaban las llamas, naranjas y negras, y el humo, negro y blanco, te arrancaba una lágrima. De todos nosotros, él era el mejor.  

   Componía canciones sobre nuestro rincón de mundo: los ubicuos maizales, los bosques de repoblación, las colinas jorobadas y las hondonadas llenas de surcos. El frío que cortaba como un cuchillo, los días demasiado cortos, la nieve, la nieve y la nieve. Sus canciones eran nuestros himnos: eran nuestros megáfonos y nuestros micrófonos y nuestros versos de jukebox. Lo adorábamos; nuestras mujeres lo adoraban. Nos sabíamos la letra de sus canciones y a veces hasta salíamos en alguna.

NICKOLAS BUTLER - "Canciones de amor a quemarropa" - (2014)

Imágenes: Hernan Bas

lunes, 5 de octubre de 2020

DÍAS RAROS EN MEDELLÍN

   


   Eran días raros en Medellín. En la televisión mostraban cómo explotaban bombas, mataban gente y no había nada más peligroso que tener que parar en un semáforo y que una moto quedara a tu lado. Cualquier cosa menos eso: si te iba bien te robaban el carro; si te iba mal te mataban por robártelo. No eran más que niños jugando a ser sicarios. Niños de comuna sin nada que perder y algún dinero que ganar por apretar el gatillo. Niños que tenían dos altares en su casa: en uno le rezaban a Pablo Escobar para que les siguiera dando trabajo y en otro a la Virgen de la Milagrosa para que les afinara la puntería. Ambos eran muy efectivos. 

   Eran días extraños que alteraban, incluso, nuestra propia rutina. Había que buscar rutas diferentes para ir al colegio, variar los horarios y cambiar de carro de tanto en tanto para despistar al enemigo. Había enemigos por todas partes, en todos los semáforos, en todas las motos. Había que poner cintas en equis sobre las ventanas de las casas para que no volaran los vidrios cuando explotaran las bombas. Y abrir la boca, hasta el límite, taparse los oídos y quedarse muy quieto después de oír una explosión. Eso me lo enseñaron en el colegio. 

   Solíamos hacer simulacros para aprender cómo actuar en caso de que temblara la tierra, pero, de repente, las explosiones fueron mucho más frecuentes que los temblores y entonces cambió la prioridad de los simulacros. Cuando alguien salía de casa, el resto de la familia se quedaba ansioso esperando la llamada para confirmar que había llegado bien. 

   Yo tenía once años y no le temía a los fantasmas ni a los monstruos. Un poco al diablo, porque las monjas del colegio se mantenían hablando de él; un poco a Dios, porque según ellas era capaz de saber qué estabas haciendo todo el tiempo y nadie capaz de vigilarte todo el tiempo puede ser confiable, pero, la verdad, a lo que yo más le temía era a las motos. Bastaba ver una para empezar a temblar y a percibir en el estómago un abismo de esos que no se llena con nada. Mi propio corazón retumbaba tan duro que parecía tener a alguien adentro pugnando por salir.

SARA JARAMILLO KLINKERT - "Cómo maté a mi padre" - (2019)

Imágenes: Lara Kantardjian

UN VERANO EXTRAÑO

   Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies.

   Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.

   Nueva York era bastante desagradable. A las nueve de la mañana la falsa frescura campestre que de algún modo rezumaba durante la noche, se evaporaba como la parte final de un dulce sueño. Color gris espejismo en el fondo de sus desfiladeros de granito, las calles calientes reverberaban al sol, mientras las capotas de los coches se chamuscaban y brillaban y el polvo seco y ceniciento se me metía en los ojos y en la garganta.  


 Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente. Era como la primera vez que vi un cadáver.

   Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre.

   Sabía que algo raro me pasaba ese verano porque lo único en que podía pensar era en los Rosenberg y en lo estúpida que había sido al comprar toda esa ropa cara e incómoda que colgaba floja como pescado en mi armario, y en cómo todos los pequeños éxitos tan alegremente acumulados en el colegio se apagaban hasta quedar reducidos a nada ante las fachadas de mármol pulido y grandes ventanales de Madison Avenue.

SYLVIA PLATH - "La campana de cristal" - (1963)

Imágenes: Alessio Trerotoli

viernes, 2 de octubre de 2020

SARAH BERNHARDT

  

   Su metro y medio escaso no se consideraba la estatura idónea para una actriz; además, era demasiado pálida y demasiado delgada. Parecía impulsiva y natural tanto en la vida como en el arte; rompió normas teatrales, a menudo se volvía hacia el fondo del escenario para declamar un parlamento. Se acostaba con todos los hombres importantes. Amaba la fama y hacerse publicidad; o, como expresó Henry James con suavidad, era «una figura admirablemente dotada para hacerse ver». Un crítico la comparó sucesivamente con una princesa rusa, una emperatriz bizantina y una begum de Mascate, y concluía diciendo: «Ante todo es tan eslava como se puede ser. Es mucho más eslava que todas la eslavas que he conocido.» Con poco más de veinte años Sarah tuvo un hijo ilegítimo y lo llevaba con ella a todas partes, indiferente a la reprobación. Era judía en una Francia en gran medida antisemita, mientras que en la católica Montreal apedrearon su carruaje. Sarah era valiente y aguerrida. 


   
Naturalmente, tenía enemigos. Su éxito, su sexo, su origen racial y sus despilfarros bohemios recordaban a los puritanos por qué a los actores solían enterrarlos en tierra no consagrada. Y a lo largo de las décadas su estilo dramático, en otro tiempo tan original, inevitablemente se quedó anticuado, ya que la naturalidad en escena no es más que otro artificio, como el naturalismo en la novela. Si bien la magia funcionaba siempre para algunos –Ellen Terry dijo de ella que era «transparente como una azalea», y comparó su presencia escénica con «humo de un papel que se quema»–, otros no eran tan amables. Turguéniev, aunque él mismo francófilo y dramaturgo, la encontraba «falsa, fría, afectada», y condenaba su «repulsivo chic parisino».


  
 (...) Al día siguiente, lo único que impidió a Fred sentirse plenamente exultante fue la pregunta: ¿había sido demasiado fácil? En Sevilla había dedicado muchas horas a aprender el lenguaje del abanico de una solemne señorita andaluza: lo que significaba realmente ese gesto, aquel ocultamiento, ese otro toque. Lo asimiló y practicó la galantería en más de un continente, y descubrió mucho encanto en la coquetería femenina. Lo que hasta entonces no había encontrado era aquella franqueza, la explícita confesión de apetito y la voluntad de no perder el tiempo. Sabía, por descontado, que no todo era totalmente franco. Fred Burnaby no era tan ingenuo como para imaginar que le agasajaban a causa de su mero atractivo personal. Comprendió que Madame Sarah no era distinta de otras actrices, y que esperaba obsequios. Y puesto que Madame Sarah era la más grande actriz de su época, los obsequios debían ser similarmente espléndidos. 


   Hasta entonces, Burnaby había ejercido un pleno control de sus flirteos: había que calmar a la chica, nerviosa ante el vasto uniforme que tenía delante. Ahora las cosas eran al revés, lo cual le dejaba perplejo y le excitaba a la vez. No había que andarse con rodeos para concertar una cita. Él la pedía y ella se la daba. A veces se veían en el teatro, a veces él iba derecho a la rue Fortuny, un lugar que –ahora que tenía tiempo para examinarlo– se le antojaba mitad mansión, mitad estudio de artista. Había paredes tapizadas de terciopelo, loros encaramados sobre bustos, jarrones tan grandes como garitas de guardia y tantas plantas erguidas y fláccidas como en el Jardín Botánico de Kew. Y entre semejante derroche y alarde había las cosas sencillas que el corazón deseaba: comida, cama, sueño y desayuno. Un hombre apenas se atrevía a pedir más. Se oía vivir a sí mismo.

JULIAN BARNES - "Niveles de vida" - (2014)

Imágenes: Sarah Moon