Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

SONREÍR PARA LOS DEMÁS


     

En muy contadas ocasiones perdía la paciencia con ella. Cuando mi madre no estaba delante, no es que le dedicara grandes elogios, pero nunca la criticaba. En mi presencia no recuerdo ni una sola vez que la descalificara, pero también es cierto que nunca la calificaba. Sólo una vez recuerdo haber oído que le dedicara un adjetivo. Estábamos en el jardín y habíamos cenado. Mamá estaba dentro, quizá metiendo platos en el lavavajillas. Mi hermana pequeña le preguntó de repente a nuestro padre cuál era la primera cosa que se le había pasado por la cabeza cuando conoció a mamá. Él contestó en el acto:

   —Era diáfana —dijo—. Es la primera palabra que me vino a la mente cuando la conocí: «diáfana.»

   —¿Diáfana? ¿Como un local comercial? —dije.

   Él sabía que mamá y yo no nos llevábamos muy bien, y replicó, molesto:

   —Sí, exacto: sin tabiques, sin rincones, sin pasillos… ¡Diáfana!

 


 Así pues, máxima visibilidad, todo a la vista. Eso es lo que el adjetivo significa. Y, ¿qué era lo que se veía? Una actitud siempre afable, una estabilidad a prueba de bomba y una sonrisa leve y plácida que, por entonces me enervaba pero que con el tiempo he aprendido a valorar. No importaba el tema de conversación que estuviéramos tratando, por desagradable que fuera, mamá sonreía. Y no era la sonrisa aprendida y ceremoniosa que esbozan muchos orientales cuando están en tensión, era una sonrisa que parecía corresponder a una dulce serenidad interior. Entonces esa sonrisa me parecía estúpida, ahora me parece balsámica y a veces la ensayo ante el espejo: sonreír para los demás, sonreír como una pequeña ofrenda. Sonreír como ella lo hacía, aunque sepas que eres un cero a la izquierda. Aunque sepas que tu marido te pone los cuernos a diestro y siniestro con mujeres fascinantes y que a tus hijas, encima, les encanta.

   No es que tenga pruebas de ello, pero que papá se ha pasado la vida siéndole infiel es algo que veo con meridiana claridad. Así se lo contaba a mi hermana, y también es cierto que el tema fue para nosotras motivo de entretenimiento. Rut y yo pasamos gran parte de nuestra infancia fantaseando con lo que llamábamos «la vida secreta de papá». Nuestro padre acudía a congresos que se celebraban en lugares remotos llamados Johannesburgo o Vancouver, se alojaba en hoteles que se llamaban Hilton Place o Melrose Terrace, y siempre estuvimos convencidas de que ahí llevaba una vida que le cuadraba, una vida que estaba en consonancia con él, en suma: la vida que se merecía.

IMMA MONSÓ - "La mujer veloz" - (2012)

Imágenes: Lân Nguyen

lunes, 28 de septiembre de 2020

JUGAR A LA GUERRA

   

  Además de soldaditos, mi abuelo Rómulo también fabricaba pesebres. Lo hacía a partir del mismo sistema: moldes de arcilla que llenaba con una mezcla de papel y de cola, los dejaba endurecer durante algún tiempo y luego los pintaba uno por uno. Hacía pastores, ovejas, vírgenes, vacas, san josés, caballos, jesuses recién nacidos, camellos, reyes magos con turbantes, más etcéteras y etcéteras. 

   La guerra y la religión se encontraban en su taller. 

   Y no creo que se trate de una casualidad. 

   Por una cosa o por otra, la guerra y la religión suelen andar demasiadas veces juntas a lo largo de la historia humana. 

   Los soldaditos estaban destinados a los niños, y los pesebres a las católicas familias argentinas. Aunque no me cueste nada imaginar que más de un nene, mientras sus padres dormían las calurosas siestas de diciembre, se pasara la tarde entera jugando con sus soldaditos a hacerles la guerra a los muñecos del pesebre. Por supuesto, los victoriosos siempre serían los soldados, los integrantes del pesebre no tenían armas como para defenderse de ningún ataque. A no ser, claro, que el nene en cuestión de repente descubriera la galería de superpoderes que podía albergar en su turbante un rey mago. O una virgen bajo su manto. Ni que hablar de las posibilidades sobrenaturales que podía ofrecer el pequeño Jesús recién nacido.   


  La guerra y la religión se amontonaban en el taller de mi abuelo Rómulo. 

    Y cuando unas líneas atrás escribí que tal convivencia no me parecía una casualidad, no lo hice pensando en la obvia e innumerable cantidad de guerras que tuvieron, y tienen todavía, su origen en las diferencias religiosas que existen entre los habitantes del mundo.

   (...) Los soldaditos que fabricaba mi abuelo Rómulo medían entre diez y doce centímetros de alto. No tenían nada que ver con los de plomo o los de plástico, y bastante más pequeños, que utilizábamos los chicos de la década de los sesenta para jugar nuestras guerras domésticas. Tampoco representaban a soldados americanos o alemanes, eran granaderos y patricios de principios del siglo XIX, la época de la independencia argentina. 

   Jugar a la guerra. 

   Un oxímoron que le permitió a mi abuelo darle de comer a su familia.

FEDERICO JEANMAIRE - "Wërra" - (2020)

Imágenes: Helena Hauss

sábado, 26 de septiembre de 2020

EL SILENCIO JAMÁS ES ABSOLUTO

        

Creo en un número incalculable de dioses que moran en el sonido, en la forma, en el color, en la fragancia.

     Ninguna cosa es más importante que otra.

     Yo no deseaba asombrar a nadie, pero ciertas actitudes mías lograron el asombro.

     En vez de aspirar una flor, la acercaba a mi oído y, ante los trémulos discípulos, decía: «Puedo oír el corazón de esta flor como el vuestro. Ella clama por agua como vosotros por la gracia divina, y vuestra voz es pequeña como la voz de esta flor. Dios tendría que acercarnos a su oído como yo acerco esta flor al mío, pero no existe un dios que atienda a estas cosas».

     «En las flores hay una voz misteriosa y fina como la del violín que escuchó mi madre, en Persia, a los nueve años. ¿No la oyen ustedes? Las flores y todos los elementos que componen la naturaleza tienen voces sutiles. El espacio está tejido por estas voces. El silencio jamás es absoluto. En las noches más profundas oímos siempre un murmullo lejano, revelador de una suma de infinitesimales voces: todos los pensamientos que se formulan en el mundo vibran en esas voces. En una piedra podemos oír, si escuchamos con atención, el trayecto del tiempo; en el ruido de la lluvia podemos oír el diálogo vacilante de los primeros hombres; en ciertas plantas podemos oír a las mujeres de la antigüedad elaborar secretos; en el estruendo de las olas que se elevan en los mares podemos oír la aclaración de algunos hechos históricos; ciertas alondras nos traen anuncios del futuro más próximo. Si ustedes no se dignan oír estas voces ¿cómo podría un dios oír las vuestras?».   


  A veces en medio de nuestros diálogos instaba a mis discípulos a cerrar los ojos y a estudiar la oscuridad (éste era uno de nuestros ejercicios diarios). Era penoso al principio. Los ojos cerrados, las moradas de nuestros ojos cerrados eran mundos luminosos donde existían flores, pájaros, rostros, paisajes, objetos imprecisos. Mis discípulos tenían que describir estos mundos, uno por uno, detalladamente. Era difícil, casi imposible precisarlos: se interponían imágenes indefinidamente variadas, y al final intervenía siempre el sueño. En El Libro de la Oscuridad aparecen más de mil láminas detalladas, más de mil formas distintas, que me transmitieron mis discípulos y que yo mismo estudié en largas meditaciones. Todas tienen un significado. Tratábamos vanamente de hacer coincidir las formas que veíamos en cada una de nuestras oscuridades.

     Uno de mis discípulos descubrió en mi mano, al abrir los ojos, una hierba amarilla que nació en los dominios de la oscuridad. Él solo la había visto y la encontró en mi mano. Éste fue tal vez el milagro más involuntario que realicé en mi vida. ¿Por qué no elegí un rostro, o aquel jardín con grutas azules, o aquel océano incendiado, para trasladarlos a este mundo, en vez de aquella hierba minuciosa cuyo origen nadie conocerá?

     Esta planta se llama «Planta dorada». El viento llevará sus semillas al Monte del Líbano y a las sendas que conducen a Damasco. Florecerá en mayo y será invisible durante el día. La buscarán los alquimistas porque puede transmutar los metales.

     He vivido mucho; demasiado. Veré morir a mis discípulos. Un día penetraré en las regiones que se extienden más allá de la vida. Las visitaré antes de morir. Para eso he estudiado.

SILVINA OCAMPO - "Autobiografía de Irene" - (2011)

Imágenes: Luis Toledo

DIOS ES COMO EL SOL


  
 En la iglesia reformada del dique siempre nos sentamos en el primer banco —por la mañana, por la tarde y a veces incluso a la hora de comer, para la misa de los niños—, de modo que todo el mundo nos ve entrar y sabe que, a pesar de nuestra pérdida, seguimos acudiendo a la Casa de Dios, que creemos en él a pesar de todo. Aunque a medida que pasa el tiempo tengo menos claro que Dios me caiga lo bastante bien como para querer hablar con él. He descubierto que se puede perder la fe de dos maneras: hay gente que pierde a Dios cuando se encuentra a sí misma, otros pierden a Dios cuando se pierden a sí mismos. Creo que formo parte del último grupo. La ropa de domingo me tira en los brazos y las piernas, como si todavía estuviese adaptada a las medidas de la antigua versión de mí misma. La abuela compara lo de tener que ir tres veces a misa con atarse los cordones: primero haces un nudo plano, después un lazo y al final un doble nudo, para estar seguro de que no se suelte. Pues con este tema es lo mismo: para retener el mensaje hay que ir tres veces. Y los martes por la tarde Obbe, un par de excompañeros de primaria y yo tenemos que ir a catequesis a casa del reverendo Renkema para prepararnos para la confirmación. Cuando acabamos, su mujer nos da limonada y una rebanada de pan de jengibre. Me gusta ir, pero más por el pan que por la palabra de Dios. 

   

Durante la misa deseo, con mucha frecuencia, que vuelva a desmayarse o que se encuentre mal algún viejecito del último banco (los viejos se sitúan todos al fondo para irse a casa antes que nadie). Ocurre con frecuencia, se oye el bum sordo de un viejo que se dobla como un libro de himnos, y si hay que sacar a peso a alguien de la congregación, una oleada de confusión invade siempre la iglesia, una confusión que une más a los feligreses que todas las palabras de la Biblia juntas. Es la misma oleada que me invade a mí. Pero en la iglesia no solo tiene que ver conmigo. Girando a medias el cuello nos fijamos en quien ha caído hasta que desaparece a la vuelta de la esquina, solo entonces retomamos el salmo. La abuela también es vieja, pero a ella nunca se la han llevado de la iglesia. Durante el sermón fantaseo con que se desploma, yo la saco en brazos heroicamente y todo el mundo retuerce el cuello para mirarme. Pero la abuela está fuerte como un toro. Según ella, Dios es como el sol: siempre está contigo, por muy rápido que pedalees, siempre te sigue. Sé que tiene razón. Alguna vez he intentado desembarazarme del sol adelantándome a él, pero siempre lo tenía a la espalda o lo veía con el rabillo del ojo.

MARIEKE LUCAS RIJNEVELD - "La inquietud de la noche" - (2018)

Imágenes: Nihil Veilleur

jueves, 24 de septiembre de 2020

TODO CAMBIA


    Todo cambia. Mis amigos y conocidos, por ejemplo, cambian las cortinas del cuarto de estar como cambian de empleo, cambian de domicilio, cambian acciones ordinarias por bonos del Estado, o viceversa, y bicicletas por motos; truecan sellos, postales, monedas, los buenos días, ideas y opiniones; algunos intercambian también sonrisas.

   En un barrio de Jerusalén conocido por el nombre de Shaare Jesed vivió en un tiempo un cajero que, en el transcurso de sólo un mes, cambió de hogar, de mujer y de aspecto (se dejó crecer un gran bigote pelirrojo y patillas del mismo color), cambió de nombre propio, de apellido, cambió sus horarios de comidas y de descansos; por decirlo de un plumazo, cambió absolutamente de todo. Un buen día cambió incluso de trabajo, se convirtió en batería en un club nocturno y dejó su empleo en el banco (si bien no es éste, por cierto, un asunto que tenga mucho que ver con los cambios, sino más bien algo parecido a darle la vuelta a un calcetín).


   Incluso mientras nos paramos a reflexionar sobre ello, el mundo alrededor cambia sin cesar. Aunque la transparencia azul del verano aún pende sobre la tierra, aunque aún hace calor y el cielo resplandece aún sobre nuestras cabezas, con eso y con todo, cerca del atardecer se percibe una nueva tibieza: de noche llega una cierta brisa que trae consigo el aroma de las nubes.

   Y a medida que las hojas empiezan a enrojecer, asimismo se torna el mar un punto más azul, la tierra algo más ocre, hasta las colinas más lejanas se diría que están más lejos aún.

   Todas las cosas.

   Y en cuanto a mí, que tengo más o menos once años y dos meses, he cambiado por completo, cuatro o cinco veces, en el curso de un solo día. Así que ¿por dónde empezaré a contar mi historia? ¿Por el tío Zémaj o por Esti? Cualquiera de los dos serviría. Pero creo que empezaré por hablar de Esti.

AMOS OZ - "La bicicleta de Sumji" - (1978)

Imágenes: Khasoul

martes, 22 de septiembre de 2020

VÍSPERA DE REYES


 
Por segunda vez en un breve período de tiempo, el inspector Héctor Salgado vuelve la cabeza de repente, convencido de que alguien le observa, pero sólo ve caras anónimas e indiferentes, personas que andan como él por una Gran Vía atestada y se detienen de vez en cuando ante alguno de los puestos tradicionales de juguetes y regalos que ocupan la acera. Es la víspera de Reyes, aunque nadie lo diría a juzgar por la agradable temperatura, ignorada por unos paseantes convenientemente vestidos con ropa de abrigo; algunos incluso con guantes y bufanda, tal como corresponde a la estación, contentos de participar en un simulacro de invierno al que le falta el ingrediente principal: el frío.

   La cabalgata ha terminado hace un buen rato y el tráfico llena la calzada bajo las guirnaldas de luces brillantes. Gente, coches, olor a churros y a aceite caliente, todo aderezado con los villancicos, supuestamente alegres, cuyas letras rozan el surrealismo, que los altavoces lanzan contra los transeúntes sin el menor decoro. Según parece, nadie se ha molestado en componer canciones nuevas, así que un año más los peces siguen bebiendo en el mismo puto río. Debe de ser eso lo que jode de la Navidad, piensa Héctor: el hecho de que, en líneas generales, sea siempre igual, mientras nosotros cambiamos y envejecemos. Le parece de una desconsideración rayana en la crueldad que ese ambiente navideño sea lo único que se repita un año tras otro sin excepción y haga más evidente nuestra decadencia. Y por enésima vez en los últimos quince días desearía haber huido de todo este jolgorio a algún país budista o radicalmente ateo. El año que viene, se repite a continuación como si fuera un mantra. Y al cuerno con lo que diga su hijo.

TONI HILL - "Los buenos suicidas" - (2012)


Imágenes: Eduardo Úrculo

domingo, 20 de septiembre de 2020

CONCENTRADA EN EL DÍA A DÍA


   

Con cuarenta y cinco años, Jodi todavía se considera una mujer joven. No piensa en el futuro, sino que vive el presente, concentrada en el día a día. Da por hecho, sin habérselo planteado siquiera, que las cosas continuarán así siempre, de forma imperfecta y, sin embargo, completamente aceptable. Dicho de otro modo: ignora que está en el mejor momento de la vida, que su juvenil capacidad de recuperación (que los veinte años de matrimonio con Todd Gilbert han ido erosionando poco a poco) se acerca a una etapa final de desintegración, y que sus conceptos de quién es y cómo debería comportarse son menos estables de lo que cree, dado que bastarán unos pocos meses para que se convierta en una asesina.



Si se lo dijeran, no se lo creería. La palabra «asesinato» apenas existe en su vocabulario; es un concepto sin significado, del que se habla en las noticias y que atañe a personas a las que ella no conoce ni conocerá nunca. La violencia doméstica le parece particularmente inverosímil; no concibe que la fricción cotidiana en el marco familiar pueda alcanzar niveles tan graves. Esa incomprensión tiene sus motivos: Jodi no es idealista, cree que lo bueno siempre conlleva algo malo, no le gusta discutir y no se deja provocar fácilmente. Además, tiene un buen autocontrol.

A.S.A. HARRISON - "La mujer de un solo hombre" - (2013)


Imágenes: Gilbert Garcin

viernes, 18 de septiembre de 2020

VERSIONES DEFECTUOSAS

 «Si pudiera enseñarme cómo llevarme bien con las mujeres, me sería muy útil».

   «Puedo decirte algunas cosas».

   «Acepto cualquier ayuda que me quiera ofrecer».

   «Las mujeres piensan que los hombres son, en cierto sentido, versiones defectuosas de las mujeres», empezó.

   «Los hombres, en cambio, piensan que las mujeres son versiones defectuosas de los hombres. Ambos sexos están atrapados en el engaño de que sus puntos de vista personales son universales. Ese punto de vista —que cada sexo es una versión defectuosa del otro— está en el origen de todas las desavenencias».

   «¿Eso cómo me ayuda?», pregunté.

   «Las mujeres se definen por sus relaciones y los hombres se definen por a quién ayudan. Las mujeres creen que el valor es el producto del sacrificio. Si estás dispuesto a sacrificar tus actividades favoritas para estar con ella, confiará en ti. Si estar con ella te resulta demasiado fácil, desconfiará de ti. Puedes hacer tus sacrificios de forma simbólica al principio: saliendo antes del trabajo para comprarle flores, cancelando tu partido de fútbol para salir con ella; esa clase de cosas».

   «¿Por qué parece que los tipos ricos y famosos son los que atraen a todas las mujeres?», pregunté.

   «En parte porque los ricos y famosos son capaces de hacer mayores sacrificios. El hombre corriente podría sacrificar una noche de televisión para estar con una mujer. El hombre rico y famoso podría sacrificar una semana en Tahití. Se podría hablar mucho de la atracción que ejerce el poder y la confianza que rezuma el hombre rico y poderoso, pero la capacidad de sacrificio es lo más importante».

   «¿Qué valoran los hombres?», pregunté.

   «Los hombres creen que el valor se genera por medio de los logros, y tienen objetivos para las mujeres en sus vidas. Si una mujer cumple esos objetivos, él cree que lo ama. Si no los cumple, él creerá que no lo ama. El hombre cree que si la mujer lo amara, se habría esforzado más, y siempre cree que los objetivos que fija para ella son razonables».

   «¿Qué objetivos?».

   «Los objetivos son diferentes para cada hombre. Es muy raro que compartan estos objetivos, porque si lo hicieran estarían invitando al desastre. Ninguna mujer toleraría que le diesen objetivos que cumplir».

   «Entonces, ¿qué debe hacer un tipo si la mujer que forma parte de su vida no cumple estos objetivos secretos? ¿Cómo puede conseguir que ella cambie?».

   «No puede», contestó.

   «La gente no cambia para cumplir los objetivos de otras personas. A los hombres se les puede moldear en algunos aspectos insignificantes —en la ropa que llevan, el corte de pelo, los modales— porque son aspectos que no resultan importantes para la mayoría de hombres. A las mujeres no se les puede cambiar para nada».

   SCOTT ADAMS - "Los escombros de Dios" - (2001)  

Imágenes: Jarek Puczel 

martes, 15 de septiembre de 2020

HISTORIA DEL DINERO


 
Con el correr del tiempo, él cree comprender que la vida —eso que parece tan común, tan ecuánimemente distribuido— es en realidad un bien escaso y aflora donde él en principio no habría esperado encontrarlo: niños, mendigos, perros vagabundos, dementes —los únicos, según su padre, que cumplen con la única condición que la vida exige para ser vida verdadera: atreverse a desafiarlo todo. El chico descalzo que mete su mano sucia por la ventanilla del auto parado en el semáforo, el pordiosero aullando en un zaguán envuelto en bolsas de basura, el cachorro que olisquea sin pudor la vulva de la afgana arrogante, el loco y su mundo privado de soles incandescentes y órganos que se devoran a sí mismos: son las únicas anomalías felices que su padre parece reconocer en ese teatro unánime de muertos. Hay más vida ahí, dice, en esos cuerpos llenos de callos, costras, cicatrices, en esa intemperie humana, que en cualquier otra parte.


   (...) Sin duda: el dinero no cambia. Es una de sus leyes secretas, milagrosas. Todo lo demás sí. Él, por lo pronto: más viejo, más vil, más cobarde. Como siempre que decide quedarse solo, en esa oscuridad húmeda pero siempre acogedora que conoce tan bien, que no tarda en volvérsele irrespirable pero a la que vuelve periódicamente sin esperanzas, con una sed de adicto o de huérfano, sabe que si cuenta con alguien, ése es su padre. De modo que va a la agencia de viajes, deposita el fajo de dólares sobre su escritorio y le pide que le arme un viaje a Europa a medida. De modo que el dinero vuelve a desaparecer, a traducirse: países, puentes, pocilgas, periódicos, paraguas. Vuelve enfermo, más gordo, con una muela partida (un falafel criminal, preñado de durezas no identificadas), una tendinitis en el tobillo derecho (semanas caminando con el canto del pie para no mojarse la suela agujereada del zapato con las lluviosas veredas europeas) y sin ropa (su valija varada en el purgatorio de los equipajes).


   (...) La escena se repite tres veces, idéntica, a lo largo del viaje, pero su nube de incógnitas lo persigue durante años. Nunca termina de explicarse cómo su padre puede llamar «amigo» a alguien que le debe dinero. El problema no es la condición de deudor, que de hecho no le resulta desconocida. Cuántas veces escucha a su padre gritar que le deben dinero. Todos, todo el tiempo, le deben dinero. Es como si el mundo se dividiera en dos: su padre, solo, y una vasta marea de deudores que lo martirizan. Lo que se le hace difícil de entender es por qué lo proclama de ese modo. Hay algo allí de queja (como si el dinero que le deben fuera una maldición que sólo pudiera conjurar gritándola), pero también cierta desconcertante vanagloria que hace de su condición de acreedor un privilegio, uno de esos dones milagrosos —ser fértil en un mundo esterilizado por la radiación atómica, poder hablar o razonar en un planeta de bestias— con los que la providencia bendice a los héroes de las películas de apocalipsis. En realidad, lo que lo perturba es el dinero mismo. No consigue hacer coexistir la amistad y el dinero sin escandalizarse. Es como si, por efecto de un desarreglo cósmico insólito, dos reinos radicalmente extranjeros se intersectaran en una provincia inaudita, de la que quién sabe qué especies, qué plantas aberrantes nacerán. Y como no se lo explica, naturalmente, empieza a hacer conjeturas.

ALAN PAULS - "Historia del dinero" - (2013)

Imágenes: Trash Riot

sábado, 12 de septiembre de 2020

EL DOLOR DE LA LIBERTAD

   Fernanda la vio acercarse y cerró los ojos. Algo estaba haciendo ese cuerpo de rama detrás del suyo. Un aliento vaporoso se derramó sobre su nuca y, después, sintió las cuerdas aflojándose alrededor de sus muñecas. El dolor de la libertad llegó con una tibieza que le recorrió los brazos en el preciso instante en el que pudo dejarlos caer a ambos lados de sí misma. Intentó desatar la cuerda que le amarraba los tobillos, pero sus manos respondieron con una rigidez y una torpeza similares a la de una máquina oxidada. El exterior, mientras tanto, se dilataba ensanchando sus ojos dolorosamente. ¿Por qué?, se preguntó cuando la cuerda cedió y pudo separar sus piernas hasta que la falda del colegio se le abrió como un abanico. ¿Por qué mierda estoy aquí?

   Frente a ella, Miss Clara la miraba con la autoridad que le daba el revólver a sus espaldas.

   —Levántate.

   Pero Fernanda-liberada se mantuvo quieta en su lugar. Sabía que no tenía sentido negarse, sin embargo, no pudo evitar reaccionar del mismo modo que cuando Miss Clara o Mister Alan o Miss Ángela la expulsaban del aula y ella, sin moverse de su silla, los miraba a los ojos esperando a que se atrevieran a tocarla porque sabía muy bien que nunca lo harían. Esa seguridad, ahora que había sido secuestrada, ya no existía. Por primera vez no era invulnerable o, mejor dicho, por primera vez tenía conciencia de su propia vulnerabilidad. Su mente parecía un barco llenándose de agua, pero el hundimiento podía ser una nueva forma de pensar.

   —Levántate. No me hagas volver a repetirlo.

   Obedecer. Su pecho era un roedor huyendo hacia las alcantarillas durante el día. Aún le resultaba incómodo flexionar los dedos de las manos, pero esta vez pudo apoyarlos en el suelo y ponerse de pie con torpeza. Evitó mirar el revólver que reposaba detrás de su profesora. Tal vez, reflexionó, si no lo miro ella creerá que no me he dado cuenta.

   Pero Miss Clara señaló con su mentón la silla a un extremo de la mesa.

   —Tú y yo vamos a tener que hablar sobre lo que hiciste.

MÓNICA OJEDA - "Mandíbula" - (2018) 


Imágenes: Alisa Monks

miércoles, 9 de septiembre de 2020

UNA VIDA SIN COMPLICACIONES


 Siempre he pensado que una vida sin complicaciones no es realmente una vida. En la vida se tuercen las cosas, todo cambia, y no puedes hacer nada para remediarlo. Los amigos te traicionan, la familia te hace sufrir y los amores duran poco. Esa es la norma, ¿no cree? —sonrió como si se acordara de algo que venía al caso—. ¿Se imagina un mundo donde nada se torciera ni cambiara y la vida siguiera un camino prefijado: una familia adorable, y amigos y amantes fieles? —hizo una pausa—. Creo que no me gustaría vivir en un mundo así. Los humanos estamos hechos para tener complicaciones. En cualquier caso, ese mundo tan perfecto no existirá nunca, no al menos en este pequeño planeta.

WILLIAM BOYD - "El amor es ciego" - (2019)

Imágenes: May Parlar

sábado, 5 de septiembre de 2020

REINVENTAR A DIOS

 


-Les hemos robado la honradez, esa virtud que siempre te hace superior… Les hemos robado la satisfacción de saber que quien la hace la pagará… Les hemos prometido un mundo de soluciones mágicas que nunca llegarán, porque la magia nunca llega. Les hemos robado el alma, porque los convencimos de que tan solo son un cuerpo corruptible que cuenta los segundos para la descomposición final. Les hemos robado el placer de sentirse superiores ante los deshonestos, porque estos nunca entrarán en el reino de los cielos y ellos sí. Les hemos robado a Dios para dejarles un salario bajo, una familia llena de exigencias, un cuerpo con el que nunca estará nadie contento y una sensación de que la buena vida es la que se evade de la que realmente llevas. Hablo de la gente, Carlos. Esa gente a la que todos apelamos. Ese sentir común que todos creemos que captamos y que estamos capacitados para representar, y cuyo bien buscamos como servidores públicos, como intelectuales… Esa gente que verá cosas que les hemos hecho ver. Y sentir. Quizá tendríamos que reinventar a Dios, Carlos. Se lo hemos robado. Solo de esa forma volverá definitivamente la justicia.

   Me quedé allí, mirándolo. Viendo su angustia por haberle fallado a alguien, su pesar, su responsabilidad por la vida de otros… Como si fuese uno de esos santones a los que les duele su gente y las injusticias. No sabía si era un psicópata desquiciado, un hombre decepcionado o alguien que jugaba conmigo, que sabía más del bien y del mal de lo que yo sabría nunca. No podía preguntarle. Me daban ganas de consolarlo. Afligido, pálido y con la amargura de los que han sido derrotados, se levantó y volvió a su celda.

   Y yo tenía un día menos para acabar mi trabajo y parecía seguir oyendo el adagio del cuarteto de cuerda de Samuel Barber.

MIGUEL CONDE-LOBATO - "Los lobos no piden perdón" - (2019)

Imágenes: Zdzislaw Beksinski


miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL ÚLTIMO DÍA DE MI VIDA


Me despierto sobresaltado y tardo unos segundos en saber dónde estoy. Me siento como si acabase de aterrizar tras una caída de más de un millón de kilómetros de distancia. Miro la hora y veo que son las ocho y treinta de la mañana. Más de quince años padeciendo insomnio y precisamente hoy a mi cuerpo le ha dado por dormir como un lirón. Maldigo mi mala suerte, como llevo haciendo por lo menos desde los últimos treinta años.

   Me doy una ducha rápida y me hago un café doble. Mentalmente repaso todo lo que quiero hacer hoy. Es mi último día. Mi último día de vida. Y lo quiero aprovechar. Tengo bastantes cuentas pendientes que necesito saldar. Empezando por arreglar las cosas con mi familia y acabando por encontrar a la persona que me ha hecho esto.

   Salgo de casa y me dirijo al trabajo, el mismo que llevo haciendo desde los últimos veinte años. Odio mi trabajo. Llevo odiándolo prácticamente desde el día que empecé y sentí ese putrefacto olor que desprendían las máquinas cocinando la harina y la levadura que más tarde se convertirían en panecillos, sándwiches, donuts y un montón más de porquería alimenticia empaquetada. Menos mal que al poco tiempo de entrar ascendí y me hicieron encargado de sección. Y que unos años después, conseguí llegar a jefe de planta. De todas formas eso nunca cambió las cosas. Yo continué odiando mi trabajo y a mis jefes, a los que estaban por encima de mí.
DAVID ORANGE - "El último día de mi vida" - (2018)

Imágenes: Pia Kintrup