Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 30 de diciembre de 2022

PERO NO CON LOS OJOS


Mi abuela encontraba agua con unas varitas de hierro que parecían unas alas, y su padre sabía cuándo llovería y cuándo no, y la gente, que no quería nada a mi bisabuelo porque les daba miedo, iba a verlo, a preguntarle si había que sembrar. Un día estaba recogiendo hierbas con mi abuela y le pregunté qué eran las cascadas. Yo las veía desde siempre, colgando entre el cielo y la tierra, como las nubes. Unas más gordas, otras más delgadas, de un azul disimulón, bonito y transparente como el del río. La abuela miró la parte del cielo que yo señalaba y exclamó: «¡Ay, Virgen, hija mía! ¡La hemos hecho buena!» Y no dijo nada más. Mi abuela se llamaba Dolors. La abuela Dolors no me dijo que debajo de las cascadas hay pozos y ríos subterráneos. No me dijo que las cascadas indican agua ni que solo las veíamos mi bisabuelo, ella y yo. Ni que por eso encontraba agua ella. Ni me dijo que quien ve cascadas ve más cosas. Pero no con los ojos. Con el vientre y con todos y cada uno de los pelos de los brazos y del colodrillo, y con el hígado, con la pleura, el corazón y la hiel, y con todas las partes del cuerpo sensibles al miedo y a las penas. Ni dijo nada de la oscuridad de las esquinas. Ni de las cosas tristes que son como una bofetada. Ni de las cosas que no se pueden hacer nunca, bajo ninguna circunstancia. Ni de los que mueren y no se van. Ni de los agujeros por los que respira la tierra. Ni de la balanza.



A veces, en broma, mi marido me llama Reina de las Nieves. Porque me llamo Neus. Y siempre sé cuándo va a nevar. A mi marido lo llamo Agustí, que es el nombre que le puso su madre, pero todo el mundo lo llama alguacil. Menos nuestras hijas, que lo llaman papá. En el cuento de la Reina de las Nieves, la Reina de las Nieves tenía un espejo. Un espejo en el que solo se veían cosas tristes y malas si te mirabas en él. Una vez, unos duendes tenían que transportar el espejo al palacio de invierno, pero resbalaron, se les cayó y se les rompió en mil pedacitos. Y esos mil pedacitos se esparcieron por todas partes. Se les metieron en los ojos a algunos y desde entonces, todo cuanto veían esas personas era triste y feo. Y a otros se les metieron en el corazón, y solo sentían rencor y pena. Y a mí se me metió una esquirla en un ojo y veo algunas cosas tristes, veo el mal que han hecho a algunas personas y noto a los que han muerto y se han quedado atascados. Y si me atrevo y tengo energía o si están cerca de los que quiero, les explico que se tienen que marchar.

IRENE SOLÀ - "Canto yo y la montaña baila" - (2019)


Imágenes: Markus Kay

lunes, 26 de diciembre de 2022

EL GRAN SORTEO PRENATAL DE LAS ALMAS

 


Últimamente estoy pensando, aquí sentado, junto a la ventana, que las personas felices son sociables por naturaleza. Se reconocen entre ellos mediante señales sutiles. En este barrio abundan. Durante los fines de semana se arraciman y apretujan en los jardines traseros y en los parques, sonriendo y meneando la cola como perros. 

He estado pensando que en el gran sorteo prenatal de las almas yo fui a parar a la especie equivocada. Estaba destinado a algo más pequeño, más término medio, más solitario: un vil insectito, quizá, como el personaje del gran relato de Kafka, que se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en una cucaracha enorme. Claro que «en el fondo» siempre lo había sido, solo que un día se despierta y se entera. 

Lo he aprendido poco a poco. Un largo descenso a la vileza. 

Piel reseca de serpiente perdiendo las escamas, barriga hinchada de sapo, piernas descarnadas como patas de pájaro, oliendo a chivo, cara de camello, mente de alce enloquecido que los lobos derriban. Cojo, arrastrando los pies, tropezando en las grietas de la acera.

Tengo una pistola. 

Horas, días, semanas enteras transcurren sin dolor. En su mayor parte, los desperdicio durmiendo; he llegado a dormir veinte horas al día. Si no, miro por la ventana, deseando atestiguar todo lo que ocurre en este barrio tranquilo, o bajo arrastrándome hasta el río, recurriendo a un bastón, o me quedo sentado contándome historias. 

Las mismas historias viejas, siempre sobre «el camino de la vida», el hombre que emprende el camino de la vida lleno de esperanza y de buenos augurios y se adentra en un bosque tenebroso, se pierde en la espesura, despellejado por las zarzas, hasta que al final, merodeando a oscuras, cae por un barranco, se queda despatarrado sobre las hojas secas y las ramas del fondo, moviéndose apenas, y así sucesivamente. 

Las enfermedades podrían nombrarse, tienen nombre, no voy a nombrarlas. Esto no va de enfermedades. A no ser que contemos entre ellas la idea de la muerte. 

Roy nunca pensó en la muerte, subió hasta ella meneando la cola.

SAM SAVAGE - "El camino del perro" - (2011)


Imágenes: George Peters

viernes, 23 de diciembre de 2022

UN HILO DE SALIVA


Apenas Rodrigo cierra la puerta, un hilo de saliva empieza a descender por mi labio inferior. A través de la ventana veo desaparecer su moto por la esquina de Mosqueto. Hay nubes negras en el cielo.

Tendré que bajar al almacén de Don Rata, un hombrecillo silencioso que desparrama su tedio sobre el mostrador de su madriguera siempre abierta, siempre atiborrada de golosinas un poco añejas y empolvadas. Es repugnante, pero no tengo otra opción. Bajo las escaleras corriendo. Cuando alcanzo la calle me detengo. No puedo aparecer así, Don Rata con sus ojos vigilantes descubrirá el sudor en mis manos, el corazón acelerado de ansiedad, mi boca seca añorando un alimento para enjuagarse. Debo guardar la calma, intentar una sonrisa, idear una buena estrategia. Hay un silencio irreal, debe ser el viento tibio y violento que levanta las hojas de los plátanos orientales anunciando la lluvia. De pronto siento unos pasos que en pocos segundos se hacen más fuertes. El frío que he sentido todo el día se agudiza. Escucho una voz de mujer que grita mi nombre. Alguien me ha descubierto. Quiero esfumarme, desaparecer, morir. Me doy vuelta. Veo sus ojos punzantes sobre los míos.



—¿No van al bar esta noche? —me pregunta. Ahora la reconozco, es una alumna de la escuela de teatro que siempre ronda a Rodrigo; la ahorcaría, pero no sé qué fuerza divina me detiene.

—Ya estuvimos ahí. Qué pena, te lo perdiste —le respondo con sequedad y me quedo mirándola. La chica esboza una sonrisa y desaparece con la misma rapidez con que surgió. Estoy nuevamente sola en la calle. Veo mi monstruoso reflejo proyectado sobre el escaparate; aparto la vista, respiro hondo y entro.

—Por suerte su almacén está siempre abierto —le digo a Don Rata—. Rodrigo acaba de decirme que invitó a una tracalada de amigos y no tengo nada que darles. ¡Imagínese, a esta hora! Quiero tres paquetes de papas fritas, de los grandes, y cinco de maní, ¿tiene otra marca que no sea ésta? Ah, y unos cuatro paquetes de ramitas, de esas saladas que tiene allá arriba, y esos quequitos envasados, unos seis estarán bien. Deme también un pan de molde, mantequilla y unos trescientos gramos de queso. Además, necesito un pote de helado, hay uno de chocolate con avellanas que dicen no está nada de mal, un par de paquetes de galletas para el café y tres botellas de Coca-Cola. 

Si bien yo no bebo, saco dos botellas de vino para hacer la visita de mis amigos más creíble. Salgo con tres bolsas grandes de plástico, dos con alimentos y otra con botellas; el asistente de Don Rata me ayuda a subirlas hasta el quinto piso. Cuando cierro la puerta, mi corazón se vuelve a acelerar, de un envión vuelco las bolsas sobre la mesa, ruedan los bollos, el pan, los paquetes de maní. Los ojos se me nublan, me tiemblan las manos, abro con urgencia los envoltorios, quiero ver ese túnel de alimentos donde solo yo puedo entrar. Miro el reloj, tengo tres horas antes de que llegue Rodrigo, para ese entonces no deberá quedar ningún rastro de todo esto.

CARLA GUELFENBEIN - "El revés del alma" - (2002)


Imágenes: Karlotta Freier

miércoles, 21 de diciembre de 2022

ESA TRADICIONAL ACTIVIDAD BRITÁNICA

 


Al parecer, todo el mundo en el Village, todos los adultos —o, mejor dicho, todas las personas de mediana edad— hacían crucigramas: mis padres, sus amigos, Joan, Gordon Macleod. Todo el mundo excepto Susan. Ellos hacían los del Times o los del Telegraph, aunque Joan recurría a sus libros mientras aguardaba el periódico siguiente. Yo consideraba con cierta fatuidad esta tradicional actividad británica. Por entonces me afanaba en descubrir motivos ocultos —de preferencia los que revelaran hipocresía— más allá de los obvios. Estaba claro que este pasatiempo supuestamente inofensivo era algo más que resolver pistas crípticas y rellenar las respuestas. Mi análisis identificaba los siguientes elementos: 1) el deseo de reducir el caos del universo a una pequeña y comprensible cuadrícula de casillas blancas y negras; 2) la creencia subyacente de que al final todo tenía solución en la vida; 3) la confirmación de que la existencia era esencialmente una actividad lúdica, y 4) la esperanza de que dicha actividad mantuviera a raya el dolor existencial de nuestro breve tránsito sublunar desde el nacimiento hasta la muerte. ¡Parecía abarcarlo!

JULIAN BARNES - "La única historia" - (2018)


Imágenes: Toon Joosen

lunes, 19 de diciembre de 2022

TODOS LOS DOMINGOS CONEJO GUISADO

 


¡Hola, hijo!

   Hoy he ido a la iglesia. Tengo que hacer las paces. Con Dios no. Conmigo. Llevo enfadada mucho tiempo. He estado una hora confesándome. Lo he confesado todo. El cura no me ha entendido. Le cambió la cara en cuanto le dije que me estaba muriendo. ¿Ves?, por eso no puedo andar diciéndole a la gente que me muero. No soporto dar pena. Y después empezó con el sermón de la otra vida. Y cómo decirle que a mí la vida que me importa es esta, la que dejo aquí.

   Por momentos pienso que no he hecho gran cosa en esta vida. No he sido más que la mujer de Caride. Y tu madre. Y cuando muera y pase un tiempo (un tiempecito, como dice mi médico), ya no quedará nada de mí. Mi paso por esta vida quedará en nada. Porque yo nunca he hecho nada extraordinario, más que vivir y dejar pasar la vida. Y qué pronto pasó.

   ¿Qué más le he confesado a ese cura? Que nunca quise a Caride. Que me esforcé. De verdad, hijo. Es duro decirte esto. A fin de cuentas, es tu padre. Pero es que no sabía querer. Hay gente que no sabe. Querer, quería, pero se quería a sí mismo. Más que a nadie en el mundo. ¿Qué comíamos los domingos? Lo que él quería. ¿Qué se veía en la televisión? Lo que él quería. ¿Qué nombre te pusimos? El que él quiso. Que a mí me gustaba Alejandro, como mi padre. «No. Manuel como yo». Y Manuel fue.

   Pues no lo quise, no. Me casé con él, como él quería, pero eso es todo lo que consiguió. Eso y que aborreciese el conejo. Todos los domingos conejo guisado. No lo he vuelto a probar.

   Todo eso le he contado al cura. Me duele más contártelo a ti. Así que aquí estoy ahora, rezando el rosario. Parece ser que esta es mi penitencia. Como si no fuese suficiente con el carallo del cáncer.


ARANTZA PORTABALES - "Deje su mensaje después de la señal" - (2017)

Imágenes: David Álvarez

viernes, 16 de diciembre de 2022

O CONTRA EL DIABLO

 


Ulises le había pedido a Segovia que lo acompañara al jardín para saber qué pensaba sobre dónde era mejor instalar las perreras.

—¿Puede creer que fue lo único que Martín no explicó? —dijo Ulises.

—Este es el jardín de la señora Altagracia, que lo llenó de grama y florecitas —dijo Segovia, por toda explicación.

Solo entonces Ulises reparó de verdad en el señor Segovia. Hasta ese momento, con su presencia sólida y sin aspavientos, había sido una sombra amable.

—Disculpe, Segovia, pero ¿qué edad tiene usted?

Segovia soltó una risa vieja.

Risa de árbol, pensó Ulises.

—Ochenta y nueve años, señor Ulises —respondió, y con un tic se acomodó la manga de la camisa, que le tapaba una pulsera de cuentas.

—Es imposible. O sea, que usted es mayor que Martín…

—Así es. Pero yo soy el menor. Francisco, mi hermano mayor, tiene más de cien.

—Usted me está jodiendo, Segovia. Es imposible. ¿Y por qué sigue trabajando?

—Si dejo de trabajar, ahí sí me muero. Lo mismo mi hermano.

—¿El de cien años? ¿Y qué hace?

—Paco trabaja cuidando el Hotel Humboldt.

Ulises miró hacia la montaña. Recorrió con la vista el perfil del Ávila, buscando a lo lejos la figura del Hotel Humboldt, colocada como un cohete sobre la cumbre despejada del cerro.

—¿Y desde cuándo trabaja allí?

—Pues desde que hicieron el hotel, cuando Pérez Jiménez.

—No puede ser, Segovia. Ustedes deben de haber hecho un pacto con el diablo.

—O contra el diablo —respondió Segovia.

—O sea que fue su hermano quien envió la corona de flores para el entierro de Martín.

—Sí, señor. Ellos se conocieron en la época de los criaderos de perros, allá arriba.

—¿En el hotel?

—Cerca, más bien hacia los lados de Galipán.

—No sabía que allí criaban perros.

—Ya no. Aquella fue una de esas ideas del presidente Chávez, que quiso tener allí un criadero de perros mucuchíes. Como Nevado, ¿sabe?, el perro del Libertador, pero el asunto no prosperó.

El señor Segovia se rascó la cabeza.

—¿Qué pasó? —preguntó Ulises.

El señor Segovia soltó esta vez una risita triste y traviesa y empezó a caminar hacia su habitación.

RODRIGO BLANCO CALDERÓN - "Simpatía" - (2021)


Imágenes: Quint Buchholz

martes, 13 de diciembre de 2022

DECÍA QUE TENÍA ALGO DE LOBA


Una chica del Moridero de Caseros —así había llamado un canal de televisión a las ruinas, y el nombre macabro resultó y acabó siendo el usado habitualmente para referirse al lugar— se acercó un día hasta el Centro de Gestión y Participación de Parque Chacabuco y dijo que quería contar lo que sabía de Vanadis. No quería ir a la policía ni al juez, le dijo a Graciela, porque estaba hasta las manos y no quería ni caer presa ni rehabilitarse. Se quería morir en la calle, no le importaba nada, tenía las piernas y los brazos llenos de llagas y había perdido dos embarazos entre las ruinas de Caseros, no sabía quiénes eran los padres de sus hijos no nacidos, intuía que debían haber sido otros adictos, ella no se acordaba. Y seguramente se había acostado con ellos por plata, para otro paco, porque a ella le gustaban las mujeres. El testimonio no registraba el nombre porque no quiso darlo, pidió que la anotasen como La Loli. Graciela decía que La Loli apestaba, que tenía la ropa tan sucia que tanto los jeans como la remera que llevaba parecían marrones, y se le escapaban los dedos de los pies fuera de las zapatillas. Decía que tenía algo de loba, por lo flaca, con los dientes y la mandíbula sobresaliendo de la cara como las fauces de un animal. Y que le había contado la historia de su vida antes de hablar de Vanadis sólo porque no paraba de hablar nunca, nomás para respirar con un sonido áspero. Era la primera vez que Graciela veía a una persona moribunda pero caminando, a una persona cuya mente no registraba la muerte del cuerpo. La había impresionado mucho.



La Loli contó que una noche había salido desesperada del Moridero. No tenía un mango, le dolía todo, no podía pensar, necesitaba plata. Se fue para el lado de Constitución pero con cuidado, porque no quería que la viera ningún policía ni quería pedirle plata a las travestis, que le pegaban a chicas como ella. Tenía que encontrar a alguno que estuviera esperando el colectivo, o nomás caminando por ahí, yendo al kiosko o de vuelta a casa. Tenía el pico roto de una botella escondido en el bolsillo de la campera.

Pasó como una hora, le pareció, y no se cruzaba con nadie que diera para el arrebato. La gente común ya no andaba a esa hora por el barrio, sabían que se ponía peligroso. Y cuando ya estaba perdiendo las esperanzas, la vio a Vanadis. Ella estaba muy loca pero en seguida se dio cuenta de que no era una travesti. Se le acercó de atrás y le apoyó el filoso pico de la botella en la espalda. Vanadis se dio vuelta muy rápido, casi de un salto, estaba mucho más alerta de lo que La Loli creía. Se miraron y Vanadis cedió sin que hiciera falta volver a amenazarla. Le dio treinta pesos, y le dijo: «Pero ahora no me pedís más por quince días, ¿okey? No me rompés las pelotas. Acordate que te di, no seas rata».



La Loli salió corriendo con la plata y con una sensación extraña: no sentía que le había robado a esa chica. Si esa chica le hubiera dicho no te doy nada, Loli se hubiese ido sin apretarla más. No entendía por qué, si ella estaba tan desesperada por la plata, pero era así: la hubiera dejado en paz.

Unos días después —Loli no se acordaba cuándo, el tiempo no contaba entre los del Moridero— la vio otra vez. Vanadis le dijo: «Ni se te ocurra pedirme eh, acordate». La Loli se acordó, y cuando Vanadis le sonrió, se enamoró. Le preguntó si podía quedarse cerca y Vanadis dijo que sí. La Loli le contó su vida, le habló del Moridero y Vanadis se preocupó, ella no se drogaba, le parecía tan triste lo que hacían. Le dijo a Loli que quería verlo, quería visitar el Moridero, pero la Loli se negó a llevarla, era demasiado peligroso y además no quería que viera el terrible lugar donde vivía. Esas noches, cuando fumaban cigarrillos juntas entre cliente y cliente de Vanadis, la Loli pensó que podía dejar el paco, volver a comer, ir al hospital que era gratis para curarse todo lo que seguramente tenía hecho mierda, y confesar su amor; capaz que ella la correspondía, estaba lleno de putas tortas, ella había conocido un montón y hasta había tenido una novia puta antes de empezar a fumar paco.

MARIANA ENRÍQUEZ - "Chicos que vuelven" - (2011)


Imágenes_ Irma Gruenholz

sábado, 10 de diciembre de 2022

LA MALICIA DE LOS ÁNGELES

 


Cuando murió mi padre, en nuestra casa entró por la puerta grande la melancolía y por la puerta falsa la necesidad, ya que el puesto del mercado, al estar gestionado con poca diligencia, daba para lo justo, mientras que la pensión de viudedad era poco más que calderilla. Mi abuelo paterno nos pasaba algún dinero, aunque se tardaba más en contarlo, siendo poco, que en gastarlo. Los sábados por la mañana, mi madre me ponía un guardapolvo blanco que me quedaba un poco grande, con mi nombre bordado por ella en el bolsillo del pecho, y me llevaba al mercado para que le hiciera los repartos a domicilio. Casi todos los días comíamos el sobrante de venta, y, por mucho que se cocinara, yo siempre veía en el plato un pescado muerto, con sus vísceras malolientes y sus ojos de pánico, que en eso a los peces no les gana casi nadie. Por aquel entonces hice el propósito de no llevarme a la boca ningún animal marino cuando me hiciera mayor y pudiera gobernar en mis antojos, y curiosamente es algo que he cumplido con apenas excepciones.



   Uno de aquellos sábados vi una moneda en el suelo, una moneda que había rodado hasta extraviarse debajo del mostrador, ahogada en el agua turbia que se encharcaba allí. Mi madre me había reñido unos minutos antes por una tontería. No sólo compré con aquella moneda un refresco y una chocolatina blanca, sino que también me hizo sentirme poderoso: los deseos podían cumplirse, y su cumplimiento estaba relacionado con el dinero. El sábado siguiente no esperé a que mi madre me riñera ni a que una moneda se extraviase: la cogí directamente del cajón. Y en ese momento empezaron para mí —sin yo sospecharlo— muchas cosas, tal vez demasiadas. Entre ellas, no la maldad, pero sí la inocencia del mal, por ejemplo. El mal que aún no se conoce a sí mismo. La malicia —digamos— de los ángeles. La codicia —digamos— de los ángeles.
FELIPE BENÍTEZ REYES - "El azar y viceversa" - (2016)

Imágenes: Mary Sauer


jueves, 8 de diciembre de 2022

CULTURA ESPAÑOLA


Rosa Casasaies llevaba años en la facultad de Letras. Cuando empezó a dar clases, los estudiantes podían haber sido sus hermanos. Con bastantes de sus primeros alumnos todavía se relacionaba y algunos se habían convertido en buenos amigos. En cambio, con sus actuales alumnos, que por edad podían ser sus hijos, no sintonizaba. Tampoco sintonizaba con Cristina, su hija, a pesar de los esfuerzos para que la convivencia en casa fuera soportable. A menudo tenía que calmar a su marido, que consideraba que si la niña les había salido un poco rana era porque ella la había malcriado siempre. Que se hubiera acostumbrado a ser el centro de todas las atenciones había sido contraproducente. Consentida y egoísta, había ido construyendo a su alrededor un muro que a sus padres no les era posible traspasar.

(...) Bellpuig solía afirmar que la asignatura que impartía a los Erasmus era una especie de cajón de sastre chino, especificaba, puesto que en Occidente sastres ya no quedaban. Bajo el nombre de «Cultura española», les podía hablar tanto de Velázquez como de la paella valenciana, de «Cultura española», les podía hablar tanto de Velázquez como de la paella valenciana, de Almodóvar o de Cervantes… Había escogido la asignatura para cuadrar el horario y porque sentía cierta curiosidad por saber si la opinión de los jóvenes europeos sobre España era diferente de la que tenían los extranjeros de su época o si todavía pensaban que somos un país de toros, faralaes y castañuelas, en exclusiva… Por eso a menudo interrumpía sus explicaciones para preguntar a los estudiantes su punto de vista.

CARME RIERA - "Naturaleza casi muerta" - (2012)


Imágenes: Okuda San Miguel

lunes, 5 de diciembre de 2022

EL TRABAJO LOS DEJABA INSATISFECHOS


Formaban una parejita joven. Se habían casado no hacía mucho y trabajaban para una editorial catalana, vendiendo a domicilio libros de arte, diccionarios, enciclopedias, etcétera. A veces iban los dos de gira; otras veces, uno se quedaba en Madrid, mientras el otro salía de viaje, o si no, trabajaban zonas diferentes al mismo tiempo, en equipos diferentes, etcétera. Ganaban bien pero el trabajo era bastante duro, y les resultaba difícil afincarse, tener hijos, organizarse como una verdadera familia.

Aunque parezca extraño, el trabajo los dejaba insatisfechos, no desde el punto de vista financiero o en cuanto a la dignidad profesional, sino en un sentido ético: no estaban seguros, en ciertos casos, de que incitar a la gente a endeudarse para comprar enciclopedias interminables y costosas, no era una especie de chantaje. Muchos las compraban creyendo que un porvenir brillante o un cambio de situación social se manifestarían con la posesión de esos enormes volúmenes ilustrados, la mayor parte de cuyo contenido les era indiferente y caducaría tal vez mucho antes de que hubiesen terminado de pagarlos. Venderle a quien no tiene muchos recursos lo superfluo, haciéndole creer que le es indispensable, se parece bastante, para ser francos, a una estafa.

JUAN JOSÉ SAER - "Cuentos completos - Lugar" - (2000)


Imágenes: Stéphanie Kilgast


sábado, 3 de diciembre de 2022

LAS MANOS SUPONÍAN UN PROBLEMA


Las manos suponían un problema. No era capaz de mirarse las manos, por ejemplo. Practicaba pequeños gestos como los que hacía su hermana, pero con los ojos cerrados. ¿Qué haces, Anne? Nada. No hago nada. Pues pareces boba con los ojos cerrados y palpándote la cara. Vale, no lo cuentes, pensaba Anne. Mantén la boca cerrada, Anne, se decía. Y abría los ojos y cerraba la boca y se sentaba quieta para evitar llamar la atención. Algo imposible.

Las manos de Suzie, en cambio, las manos de Suzie eran preciosas como pajarillos. Nunca quietas, siempre revoloteando arriba y abajo, anidando en su pelo, volando a ras de sus pechos a estrenar, bebiendo a sorbitos de las comisuras de su boca. Arriba y abajo, arriba y abajo, tenían vida propia, atareadísimas. Anne deseaba unas manos como aquellas, manos como pajarillos calvos, que teclearan igual con sus picos lacados. Pero las manos no eran su único problema. La habitación compartida suponía un problema, porque Anne no tardaba en tropezar con la cama o con el tocador, o volcaba la lamparita o daba contra el ropero.



Anne aparta tu culazo de esa condenada ventana que la habitación se está helando, por ejemplo. ¿Qué es lo que quieres asomada a la ventana a estas horas de la mañana?

Quería ver cosas. Para empezar, quería ver a su padre. No le habría importado que él hubiese mirado hacia arriba y la hubiese visto, pero estaba demasiado ocupado con la oscilación del primer pedaleo, metiendo por encima del hombro el almuerzo en la mochila. A su padre todo se le hacía difícil. Lo tenía todo en contra: mantener la bici en equilibrio al coronar la colina, y la mochila, cuya solapa siempre estaba del revés, trasteando con ella a la hiriente media luz de camino a la nave avícola. Tenía el cogote como un pollo desplumado y movía la cabeza al ritmo de la bicicleta, adelante y atrás, adelante y atrás, y la bicicleta zigzagueaba como hacían los pollos, hasta que se ponía en marcha. Ahora era una mujercita, caray si era una mujercita. Ya no le hacía falta ningún padre. Ella lo sabía. Adiós, Annie. Adiós, papá. Sé buena.

Nada, ya ni siquiera eso.

Pero si su padre no le brindaba ninguna compañía, no era el caso de la luna. La luna no quitaba ojo a Anne. Se habría conformado con la luna, si Suzie no se hubiese quejado. La luna le gustaba porque tenía la cara blanca igual que ella y porque sabía cómo empequeñecer. Adiós, luna. Adiós, Anne, que pases buen día.

LAURA BEATTY - "La poda" - (2008)


Imágenes: Mike Howat

lunes, 28 de noviembre de 2022

LA GENTE SIEMPRE QUIERE UN PRINCIPIO


La gente siempre quiere un principio. Imagina que si una historia empieza en un momento dado debe tener un final. Que la tormenta se ha detenido, que pueden regresar a su rutina, que se han salvado.

Tiene sentido, no digo que no. Y además tranquiliza un poco. Y es necesario que así sea, porque lo que pasó ese año preocupó a más de uno. Los habitantes del valle siguen todavía hoy contando la historia en los mercados y en las ferias. En realidad, se inventan la mitad, cada uno añade sus pequeños detalles, que modifican a medida que pasan los meses. En su lugar, yo haría lo mismo: son temas de conversación y, al fin y al cabo, todo el mundo busca algo que contar, de lo contrario no existiríamos. Es humano. En resumen: cuando la gente habla de lo que sucedió, siempre empiezan por lo que se contó por la televisión.

El 19 de enero.

El día en que Évelyne Ducat desapareció.



Yo me enteré al día siguiente. El invierno se había instalado definitivamente, la nieve cubría mi montaña como un paño excesivamente blanco y los vientos no cesaban de barrer las laderas. Por la noche se los oía ulular alrededor de la granja. Esa mañana, con la calefacción al máximo para desempañar el parabrisas, conducía lentamente, porque, si bien utilizaba las cadenas, sabía que las carreteras eran peligrosas. Me deslizaba serpenteando al ralentí entre los bloques de granito apilados en las laderas y que, como una niña, imaginaba caídos del cielo durante una gran tormenta.

Había estado pensando en mi jornada desde el día anterior, y por eso no presté atención a los vehículos azules estacionados a lo largo de la carretera, ni tampoco a los atareados gendarmes de alrededor con sus mapas y sus móviles sin apenas cobertura. En otra ocasión, habría intentado averiguar qué había sucedido, repitiéndome a mí misma: «No es asunto tuyo». Sin embargo, ese día conduje casi sin detenerme para entrar al pueblo y aparcar cerca del mercado.



No había mucha gente, tres o cuatro puestos de productores en pie calentándose en la parte de arriba de la calle peatonal. Me crucé con algunos viejos conocidos, hombres a quienes conocía desde niños y a quienes había visto crecer a lo largo de los años, hombres con los que solo intercambiaba unos breves buenos días, lo suficiente para demostrar que aún recordábamos de dónde veníamos, aunque ahora ya no tuviéramos mucho en común. Fue allí, en el frío del mercado, cuando me di cuenta de que no era un día como los demás. Los comerciantes se frotaban las manos frente a sus piezas de cordero o sus mermeladas de castañas, los clientes envueltos en sus parkas, todos contaban lo mismo. Las conversaciones resonaban en las pequeñas nubes de vaho congelado y, por supuesto, Éliane estaba allí, con su cesta de verduras bajo el brazo. Me saludó, diciéndome: «No pinta bien, en mi opinión, nunca la encontrarán». Al darse cuenta de que yo no sabía lo que había ocurrido, me miró fijamente como si acabara de salir de una hibernación. Finalmente, mientras tomábamos un café en el único bistro de la ciudad abierto durante el invierno, me soltó a bocajarro lo que había pasado. Éramos las únicas clientes.

—Una mujer ha desaparecido. La policía la está buscando. ¿No viste las noticias anoche?

No, no había visto la televisión. Michel sí, estaba pegado a la pantalla para seguir el telediario local y el programa meteorológico. Lógicamente, como todos los criadores locales, estaba preocupado preguntándose qué suerte le depararían los días siguientes a ellos y a sus animales. Sin embargo, yo, ensimismada como estaba, no había prestado atención a lo que decía la televisión.

—Évelyne Ducat, ¿te suena?

—Ducat… Es un apellido de aquí, ¿verdad?

—Sí. Y créeme, no es una don nadie.

COLIN NIEL - "Solo las bestias" - (2017)


Imágenes: Alastair Magnaldo

TRADUCIR VERSOS EN SILENCIO


«Traducir versos en silencio… ¿para qué?», le preguntó él poco después de conocerla. La veía permanecer largos ratos inmóvil y callada, y ella le explicó a qué se debía: «Leo», dijo. «¿Sin libro?», dijo él. «No me hace falta: leo los versos que desfilan por mi cabeza y los traduzco». «¿Y no los escribes?». «Nunca», dijo ella. «Tan sólo suenan en mi cabeza… Es gustoso, leerlos en silencio y también leerlos de viva voz en silencio, es decir, de viva voz imaginaria». Él dijo: «Me parece fascinante». Y a continuación: «Aunque lo cierto es que no acabo de entenderlo». Ninguno de los dos entendía al otro, cosa que les intrigó y, por tanto, interesó. A ella, que tenía una vida interior tan movida y una vida exterior complicada, la cautivó de inmediato conocer a alguien que parecía tan desprovisto de fantasía y que era extremadamente metódico: podía permanecer en un andén largo rato tras bajar del tren por la simple razón de que nunca daba un paso sin conocer el itinerario a la perfección. A él le fascinaba la actividad que bullía en la cabeza de ella, le fascinaba que la llevara en secreto, le gustaban sus juegos absurdos y sus enigmas, le encantaba que se pusiera a andar siempre sin saber adónde iba y que arrancara a hablar sin saber qué decir.

—También traduzco cuentos, relatos, capítulos de novelas, frases que se me quedan incrustadas en la cabeza, proverbios, refranes, eslóganes, y, en fin… Por lo general, prefiero los textos con métrica. O al menos con algún tipo de ritmo.

Hablaba muy deprisa y cuando acababa se quedaba muy quieta, en silencio, como si se hubiera atragantado por hablar tan atropelladamente y estuviera a punto de desvanecerse.

INMA MONSÓ - "El aniversario" - (2016)


Imágenes: Karina Juárez

jueves, 24 de noviembre de 2022

SOLO ME SALÍAN LLANTO Y FRASES SUELTAS


Cien años antes de mis tiempos, Edward Munch pintó un cuadro titulado Tarde en la calle Karl Johan. Recuerdo que aparecía en alguno de los libros del instituto y que, ya en esos momentos, me causó una profunda impresión. El cuadro muestra una muchedumbre que sube por la acera de la calle Karl Johan en dirección al Palacio Real. La gente tiene la cara pálida, casi un poco verdosa, y los ojos grandes y vacíos. Dan la impresión de haberse levantado recientemente de la tumba. Y por la calle desierta, en dirección contraria a todos los demás, vemos una figura vestida de oscuro. Como con tantos otros cuadros de Munch, al mirarlo me invade una sensación de soledad, casi me duele el estómago. Creo que aquel debió de ser mi primer encuentro con el mundo de Munch y, tal vez precisamente por eso, la imagen me conmocionó especialmente. Hasta entonces creía que los cuadros eran algo que se colgaba en la pared para adornar un poco. Que pudieran hacer algo con uno era una noción absolutamente desconocida para mí. Pero, de un modo extraño, me reconocía en aquel cuadro. Sabía que era yo el que bajaba por la calle, alejándome de los demás, alejándome de la corriente principal. Bajo mi piel había la misma atmósfera, por decirlo así. Naturalmente, en clase se rieron del cuadro. Los bromistas criticaron la elección de colores de Munch y señalaron que no era ese el aspecto que tenía la gente en la realidad. Muchos años más tarde, al leer un artículo sobre Munch en el suplemento cultural de El Periódico Obrero, descubrí que los contemporáneos del pintor habían dicho exactamente lo mismo. 



Estuve a punto de echarme a llorar al leerlo, porque de pronto comprendí lo solo que debió de estar. En el mismo artículo aparecían, además, algunas citas de los diarios del pintor. Una de ellas versaba precisamente sobre el mencionado cuadro, Tarde en la calle Karl Johan: Munch escribe que acaba de tener un romance desgraciado. Solo y abandonado baja por la calle, alejándose de la comunidad. Escribe que de pronto todo se volvió muy silencioso a su alrededor, que la realidad se desvaneció de alguna manera, y que las pálidas caras lo miraban fijamente.

Tanto con aquellas palabras, como con el propio cuadro, Munch describía lo que yo no había sido capaz de describir, pero sí había sentido muchas veces en mis propias carnes. El decorado que me rodeaba era distinto, ciertamente, pero mi vivencia de la realidad había sido sugerentemente cercana a la del gran artista. A veces, de camino a la tienda, con el carrito de mamá en una mano y la lista de la compra en la otra, me sobrevenía la sensación de que a mi alrededor se hacía el silencio y de que las caras de quienes caminaban entre los bloques de pisos se deformaban. Se me metía en la cabeza que querían hacerme daño, que de alguna manera iban a por mí. También es verdad que con frecuencia realmente era así, había por ejemplo una pandilla de chicos que solía merodear por el centro comercial, les encantaba obligarme a meter la cabeza en el carro de la compra. Pero también en otras ocasiones, aunque no me amenazara ningún peligro real, de pronto me descolgaba del contexto y quedaba paralizado por el pánico. A veces, simple y llanamente dudaba de mi propia existencia, o mejor dicho, sentía que me estaba desvaneciendo para mí mismo, que me desintegraba. En tales ocasiones solía intentar dañarme a mí mismo. O tal vez eran más bien los demás quienes lo interpretaban así, incluso mi propia madre era incapaz de comprender que cuando me fustigaba a mí mismo con ramas de serbal, o me pegaba bofetadas en la cara, era para retomar el contacto conmigo mismo. Pero es que yo era incapaz de explicarme de un modo sensato, solo me salían llanto y frases sueltas.

INGVAR AMBJORNSEN - "Elling" - (1996)


Imágenes: Edvard Munch

lunes, 21 de noviembre de 2022

ASÍ ES COMO TERMINÓ LA HISTORIA


Jule creía que cuanto más sudas en el entrenamiento, menos sangras en el campo de batalla.

Creía que la mejor manera de evitar que te rompan el corazón es fingir que no tienes.

Creía que la manera en la que hablas es, a menudo, más importante que cualquier cosa que tengas que decir.

También creía en las películas de acción, en el levantamiento de pesas, en el poder del maquillaje, en la memorización, en la igualdad de derechos y en la idea de que los vídeos de YouTube pueden enseñarte un millón de cosas que nunca aprenderás en la universidad.

Si confiara en ti, Jule te contaría que estuvo un año en Stanford con una beca de atletismo.

—Me inscribieron —explicaba a la gente que le caía bien—. Stanford es División Uno. El colegio me dio dinero para la matrícula, para los libros y para todo lo demás.

¿Qué pasó?

Jule se encogería de hombros.

—Quería estudiar literatura victoriana y sociología, pero el entrenador era un pervertido —diría—. Tocaba a todas las chicas. Cuando me tocó a mí, le golpeé donde más duele y se lo conté a todos los que quisieron escucharme: profesores, estudiantes, el Stanford Daily. Lo grité desde lo más alto de esa estúpida torre de marfil, pero ya sabes lo que les pasa a los atletas que cuentan historias de sus entrenadores.

Chasquearía los dedos y bajaría la mirada.

—Las otras chicas del equipo lo negaron —diría—. Dijeron que estaba mintiendo y que el pervertido nunca había tocado a nadie. No querían que se enteraran sus padres y les daba miedo perder la beca. Así es como terminó la historia. El entrenador mantuvo su trabajo y yo dejé el equipo, lo que significó perder la ayuda económica. Así es como una estudiante sobresaliente se convierte en alguien que abandona los estudios.

EMILY LOCKHART - "Todo es mentira" - (2017)


Imágenes: OMD

viernes, 18 de noviembre de 2022

LO QUE SUCEDIÓ ESE DÍA


Lo que sucedió ese día nunca lo hablé con nadie, ni con Chino, que lo vivió conmigo. Ni siquiera con Virginia, que es mi prima preferida. Y si he de ser sincero, creo que no pensé mucho en ello, hasta hoy.

Chino y yo no éramos amigos de la infancia ni nada parecido, apenas llevábamos un año juntos cuando conocimos a la camarera, y en cualquier caso no era mucho de hablar Chino, era más bien de hacer cosas, con lo cual no resultaba muy fácil ser su amigo íntimo. Ni siquiera sé si había algo remotamente íntimo en él; era más bien un tipo de puertas afuera, enredado en una multitud de tareas a las que se entregaba con gran entusiasmo. Montaba a caballo, iba de caza, esquiaba, practicaba eso que se hace con una cometa y una tablita de surf y que no sé ni cómo se llama. Era lo que se dice un hombre de acción. Con las chicas le iba de maravilla, eso sí, y le encantaba contarlo, pensaba que sus aventuras sexuales eran lo más interesante del mundo. Ahí sí que se le soltaba la lengua. Y no solo me lo contaba a mí con toda clase de detalles, sino que lo compartía con cualquiera que quisiese (o no) escucharle. En eso era la mar de generoso. En cuanto conocía a una chica le contaba lo que había hecho con otra, lo cual nunca me pareció apropiado, pero a él, en cambio, no le iba mal el método, pero que nada mal. Los dos bebíamos y fumábamos muchísimo, pero lo de las chicas se le daba mejor a él.



Todo tenía gracia más o menos hasta que conocimos a la camarera. Vives como si nada hasta que algo se te clava, y después se trata de sacarse esa espina, más que de seguir viviendo. Sale en todos los cuentos, no es algo que se me haya ocurrido a mí.

Nunca comprendí muy bien lo que pasó aquel fin de semana, fue todo muy extraño. Solo hoy, casi un año después, empiezo a entender cómo sucedió, aunque no el porqué.

Ahora me doy cuenta de que no teníamos ni que haber empezado a tontear con esa camarera y de que nos equivocamos desde el principio. Tampoco he vuelto a ver a Chino después de aquello, ni ganas. A veces la vergüenza te impide mirar atrás durante mucho tiempo, y la gente que te recuerda algo malo se vuelve rara en la memoria, y uno aparta toda la historia con las manos de dentro de la cabeza como quien espanta moscas. De la chica tampoco he sabido nada más. Estaba loca, supongo, pero era una preciosidad.



Fue en agosto del año pasado, justo después de la fiesta de despedida de mi prima Virginia, cuando por fin anunció que se iba a Francia a estudiar ciencias políticas en la Sorbona y montó aquella fiesta gigante en pleno verano, lo cual era para empezar una idea absurda, absurda para cualquiera menos para ella. Mi prima Virginia es tan encantadora que puede dar una fiesta cuando le dé la gana y vendrán al menos cien personas, aunque sea en Madrid en agosto. Claro que de esas cien personas solo diez serán gente a la que conocemos de verdad; el resto, como pasa siempre, serán amigos de conocidos de conocidos, la clase de colgados que caen por Madrid de vuelta de una playa y de camino a otra y que presumen como locos de lo bien que les están yendo las vacaciones, y que después de dos copas meten la pata y se mean en una alfombra sin dejar de dárselas de importantes. En resumen: auténticos capullos.

RAY LORIGA - "Sábado, domingo" - (2019)


Imágenes: Keita Morimoto

martes, 15 de noviembre de 2022

SE MUERE GENTE QUE ANTES NO SE MORÍA


Los primeros trece casos fueron en Rosario. Hubo siete más en Córdoba y dieciocho en Salta, pero nadie los relacionó hasta que fue demasiado tarde, cuando las muertes se multiplicaron, dejaron de ser «casos» aislados y alguien, un oscuro empleado de la Dirección de Estadísticas e Información en Salud, tras notar que en las grandes ciudades había un incremento extraordinario de defunciones en el rubro Y34, «evento no especificado de intención no determinada», levantó la vista de las planillas y dijo:

—Se muere gente que antes no se moría.

El hombre fue a la Secretaría de la Dirección de Estadísticas, explicó que su trabajo era acomodar a los muertos según las 2054 causas de muerte tabuladas y lo frustraba —así dijo— la cantidad de defunciones inespecíficas.

Para cuando el secretario le comunicó la inquietud al director de Estadísticas y este pidió audiencia con el subsecretario de Salud, los muertos que antes no se morían ya se contaban por cientos y los diarios titulaban: «Una enigmática pandemia hace estragos en los centros urbanos».

Los muertos no tenían nada en común: ni sexo, ni edad, ni oficio, profesión o antecedentes médicos. La mayoría ni siquiera había consultado a un doctor en los últimos meses. La única característica que los hermanaba —además del deceso— era que todos vivían en grandes ciudades del centro y norte del país.

LILIANA ESCLIAR - "Tumbas rotas" - (2020)


Imágenes: Andreas Senoner