Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 29 de junio de 2022

TODO ESTÁ SIENDO PERVERTIDO AHORA

 



Nosotras nos habíamos ocupado del alimento durante todo el tiempo que duraron las prédicas del Nazareno en tierras de Galilea, un tiempo que en ocasiones recordé larguísimo y en cambio ahora, llegada a este punto de mi escrito, se me antoja un instante. Ana y las doctoras, sus pupilas, María, Salomé y también las mujeres de Magdala y Cafarnaúm nos ocupamos de lo práctico, de la higiene y de cuidar a aquel hombre empecinado, brindarle un lugar donde descansar, dormir y recuperar el cuerpo, ser amado sin estridencias. Yo cedí, como Leví, parte de mi fortuna para su acción. Además.

Así fue también durante su última aparición pública antes de partir hacia Jerusalén, cuando ya las cosas estaban llegando a su fin.

Teníamos todo listo la mañana en la que Leví corrió a avisarnos de que aquel era el día. El mar había amanecido bajo un cielo tierno que no amenazaba lluvia ni mudanza. Aquello nos alivió en parte. Temíamos desmayos o golpes fatales. Las fuerzas de aquellas gentes estaban ya muy machacadas tras meses, en algunos casos más de un año, malviviendo en los campamentos. No estábamos preparadas para eso. Había soñado que Ana no era Ana sino un monte grande de olivos y yo lloraba por no poder abarcarlo, me abrazaba a su ladera como un lagarto confundido con la arena y que era arena.



Aunque nos repitiéramos lo contrario, no estábamos preparadas para nada de lo que iba a suceder a partir de aquella misma jornada. ¿Quién puede prever los pensamientos, las decisiones de un hombre dispuesto a todo, a lo más enloquecido, tras haber comprobado que su pensamiento y sus palabras mueven montañas y destripan las leyes? Un hombre alimentado de sí mismo que hace de su existencia fantasía o nada. No cabe punto medio.

Aquella vez los discípulos que seguían al Nazareno, sus hombres, con el Gigante a la cabeza, nos ayudaron. El alimento procedía siempre de algún lugar al que ellos no creían pertenecer. Aquellos hombres predicaban el amor, como el propio Nazareno, y me pregunto qué pensaban que significa el amor. ¿De qué se trataba amar, según ellos, si no se alimenta, se cría y se teje, si no se cuida de la higiene y la enfermedad? Sigo preguntándome ahora qué amaban y cómo, en qué pensaban o si siquiera pensaban en algo. Recuerdo la enseñanza, también del Nazareno de amar al otro como a uno mismo. Quizás podría haber dicho amar como eres amado, lo cual sería impropio de alguien que me arrebató a mis pescadores, proveedores de alimento, para convertirlos en hombres dependientes de la generosidad ajena. Dependientes. Pero estas son cosas mías que no me he dicho hasta que han pasado muchos, muchísimos años. Quizás, quién sabe, también se refería él a esto. Todo está siendo pervertido ahora.

CRISTINA FALLARÁS -  "El Evangelio según María Magdalena" - (2021)


Imágenes: Victoria Kalachi

lunes, 27 de junio de 2022

UNA VERSIÓN EDULCORADA DE LOS RAMONES


A estas alturas de mi vida, las únicas injusticias que todavía me exaltan, las únicas que son capaces de avivar las brasas casi extinguidas de mi resentimiento social, son las que cometen las compañías telefónicas. A todos los demás abusos me he vuelto insensible; para poder sobrevivir en este mar de atrocidad en el que vivimos he tenido que desarrollar una efectiva capacidad de distanciamiento. Ahora bien, durante el calvario al que hay que someterse para resolver una incidencia o para cancelar un contrato, noto cómo me nace en el plexo solar aquella vieja ira revolucionaria que ya creía extinguida. ¡Cuántos ensayos políticos incendiarios he esbozado mentalmente durante los tiempos de espera, con el auricular en la oreja, oyendo una versión edulcorada de los Ramones! Mi última teoría es que los servicios de atención al cliente son una metáfora de las estructuras económicas del poscapitalismo: organismos opresivos sin centro, es decir, sin motor, es decir, sin corazón, es decir, invencibles, en los que no hay jefes responsables de nada ni jerarquía de mando, pero que funcionan perfectamente desactivando por agotamiento al consumidor.  Me gustaba la idea, pero nunca la desarrollé porque en un determinado momento de mi vida sentí que había perdido la alegre energía que se necesita para ponerse a escribir.

ANTONIO OREJUDO - "Los Cinco y yo" - (2017)


Imágenes: Steeven Salvat

sábado, 25 de junio de 2022

LA APARICIÓN DEL ÁNGEL

 


Toda historia tiene un tiempo y un lugar, sin embargo, lo que voy a contar ahora no ocurre en ninguna parte, y si tuviera que buscarle un tiempo debería decir que sucede a veces, en la madrugada, cuando la oscuridad es total y mi cabeza busca algo a qué aferrarse; algo sólido, que me tire hacia adentro, muy hondo, hasta dormirme.

Lo que quiero contar es la aparición del Ángel. En sí misma, la aparición no tiene nada de particular. Hay noches en las que muchas personas desfilan por mi cabeza. Las atrae un recuerdo de la infancia, una de esas pequeñas zonas áureas que quedan para siempre en el interior de cada uno: un cuento. El cuento dice que los seres que han muerto esperan, melancólicos, que alguien de este lado de acá los recuerde para no estar así definitivamente muertos. Entonces, en esas noches en las que busco algo que estire el tiempo hasta dormirme, hago vivir gente muerta. Fue por eso que la aparición del Ángel, luminosa entre tantas apariciones grises, me sobresaltó. Porque el Ángel no está muerto. Lo vi en la puerta de la casa del cuento. Mi imaginación domesticada repite esa convencional casita de ilustración, llena de cortinas a cuadros y tejas, donde los del otro lado esperan a que un recuerdo los vaya a buscar. No soy imparcial.


 Invariablemente, la que primero hace su aparición por la puerta de madera con tréboles calados es mi abuela, de traje oscuro, bastón y rodete inmaculado. La hago vivir un rato: conversamos, nos acordamos de momentos compartidos, nos reímos. Después, desaparece. Sigue mi otra abuela y, luego, por riguroso turno, personas a las que he querido mucho, poco o nada. Cuando los elegidos ya han hecho su parte (y son pocos) se me presenta un dilema moral: ¿por qué unos sí y otros no? ¿Puedo yo discernir, acaso, entre muertos buenos que merecen vivir un rato y malos que no lo merecen? Ni qué decir malos, sino simplemente chocantes, como aquella tía abuela Clota, que cuando nos besaba nos pinchaba toda la cara y a la que vi solamente dos veces. Es seguro que nadie se acuerda de ella ahora. La conciencia me hostiga y me rindo ante el imperativo del deber. En este punto, cómo no preverlo, por la puerta calada sale mi tía Prosperina, tan fea como fue en vida. Lo curioso es que no aparece vieja y marchita como yo la conocí sino que sale como era en 1928. Este extraño anacronismo se produce a causa de una foto suya pegada al álbum de mi abuela que suelo mirar: Prosperina de capelina, guantes y estola, mira la cámara sentada en un banco del Botánico. Ha querido perpetuarse en pose y tiene la cabeza ladeada y la sonrisa torcida. Del otro lado de la foto se lee: «A mi querido hermano Poroto desde este Buenos Aires maravilloso. 21/5/1928». Mi tía sale por la puerta verde con tréboles calados así, como en el Botánico. A veces, damos una vuelta alrededor de la casa. La hago vivir a desgano. No tengo mucho que decirle. Parece agradecida y no es para menos: nadie de este lado de acá debe acordarse de ella. Era odiosa y malpensada. No sé cuánto tiempo pasa porque ése es un tiempo diferente. Casi siempre el sueño me vence y me duermo. Por eso anoche, hace unas horas, la aparición del Ángel me sorprendió y me inquietó.



Antes que nada, debo decir que el Ángel no es ningún ángel con alas. Aunque muchas veces, en la casa grande de mi abuela, en aquellos veranos increíblemente largos, cuando nos quedábamos mirando en el comedor el cuadro del ángel dormido en el bosque, yo creía encontrar secretas correspondencias entre la imagen pintada y su cara. Pero bien, él quedó allá, él vive allá ahora, en aquel pueblo somnoliento y remoto de los veranos. Aquí y ahora, en la oscuridad, volví a cerrar los ojos y apareció otra vez en la puerta de la casita, el cuerpo frágil, la sonrisa enorme de siempre, las manos en los bolsillos. Abrí los ojos de par en par en la oscuridad: no debía permitir que el Ángel apareciera por esa puerta. Alguien puede pensar que éstas son fantasías, locuras mías. Para mí son cosas serias y tan reales como el sol de cada mañana o un tren que cruza la noche. No me quedé en la cama. Me puse un chal sobre el camisón y caminé descalza por la casa. Quería acordarme apropiadamente del Ángel. Vine a sentarme al patio. Me gusta sentarme aquí y mirar las estrellas entre las hojas de los árboles.

SYLVIA IPARRAGUIRRE - "En el invierno de las ciudades" - (1988)


Imágenes: Amanda (AKA Lola) 

miércoles, 22 de junio de 2022

MUJER BAJANDO UNA ESCALERA

 


Tal vez vea usted el cuadro algún día. Desaparecido durante mucho tiempo, ha vuelto a aparecer de pronto… Todos los museos querrán exhibirlo. En estos momentos Karl Schwind es el pintor más famoso y más cotizado del mundo. Cuando cumplió setenta años apareció en todos los periódicos y en todos los canales de televisión; aunque tuve que mirarlo un buen rato hasta reconocer en aquel hombre mayor al joven que fue.

El cuadro lo reconocí de inmediato. Entré en la última sala de la Art Gallery y allí estaba colgado, y me conmovió tanto como entonces, cuando entré en el salón de la Mansión Gundlach y lo vi por primera vez.

Una mujer baja una escalera. El pie derecho se apoya en el último escalón, el izquierdo aún toca el escalón superior, pero ya se prepara a dar el siguiente paso. La mujer está desnuda, su cuerpo es pálido, el vello del pubis y el cabello son rubios y el cabello brilla al resplandor de una luz. Desnuda, pálida, rubia… Ante el fondo gris verdoso de una escalera y unas paredes difusas, se presenta al observador con una levedad en suspenso. Al mismo tiempo, con sus piernas largas, sus caderas redondeadas y plenas y sus firmes pechos tiene un peso sensual.

Me acerqué al cuadro despacio. Estaba turbado, igual que entonces. En aquel entonces me sentí turbado porque la mujer que había estado sentada frente a mí en mi despacho el día anterior, con unos vaqueros, un top y una chaqueta, aparecía desnuda en el cuadro. Ahora estaba turbado porque el cuadro me recordaba lo que entonces había sucedido, en lo que entonces me había metido y lo que, acto seguido, había borrado de mi memoria.

Mujer bajando una escalera, decía un cartel al lado del cuadro, y también que se trataba de un préstamo. Encontré al conservador del museo y le pregunté quién se lo había prestado a la Art Gallery. Me dijo que no podía darme el nombre. Le dije que conocía a la mujer del cuadro y al propietario, y que le podía vaticinar que habría disputas sobre su propiedad. Frunció el ceño, pero insistió en que no podía darme el nombre.

BERNHARD SCHLINK - "Mujer bajando una escalera" - (2014)


Imágenes: Gerhard Richter 

domingo, 19 de junio de 2022

ESA MUERTE COTIDIANA

 


El vagabundo me coloniza con sus palabras; a partir de lo que él me dice creo poder señalar lo que antes eran sólo pequeñas molestias, pequeñas cosas de mi mundo que me fastidiaban pero a las que no prestaba demasiada atención, como el tedio de las sobremesas de los sábados y los domingos en mi casa. Antes yo tomaba ese tedio que se desprendía del salón como algo casi natural, como una cualidad inmanente al hecho de que fuera sábado o domingo y mis padres no se hubieran ido de viaje, y de repente el vagabundo dice (y no lo hace refiriéndose a mí, pero yo no soy tonta) que todas las familias se dedican a esa muerte cotidiana de sentarse durante horas frente al televisor a ver lo que les echen. Ahora cobra sentido mi exasperación de esas tardes, mi leve sensación de nada, contra la que siempre me he encerrado en mi cuarto o he bajado a la calle para jugar con mis amigos. Aquí lo esencial es que, desde la aparición del vagabundo, y en parte también porque ahora ya ni siquiera puedo bajar a la calle, no me puedo quitar de la cabeza sus palabras. Aunque me encierre en mi cuarto o mis padres me lleven al cine, sigue zumbándome lo de la muerte cotidiana en el salón, y la rabia no se me va rápido, como antes, sino que la arrastro por todas partes, y la cosa es: ¿es esto bueno o malo? 



En el colegio me pasa algo similar: el vagabundo dice que a los niños nos obligan a estudiar para convertirnos en monigotes que ya nunca serán capaces más que de querer las cosas que les enseñan, y si yo antes bostezaba ante los ejercicios de matemáticas y los resolvía como podía para no volver a pensar más en ellos, ahora los hago con rabia. Lo peor es que lo que yo concebía como el mundo adulto, que no entendía, y que me parecía aburrido y desesperante porque aún no era una adulta, he empezado a verlo como una especie de destino trágico que me espera a la vuelta de la esquina, aunque por otra parte todo lo que dice el vagabundo sigue siendo demasiado general. Para el vagabundo no existen las excepciones, mientras que yo siento que a veces el mundo adulto es desesperante y otras no. La consecuencia de que las palabras del vagabundo me acompañen es que yo introduzco la duda dondequiera que voy, y no quiero y al mismo tiempo no puedo evitarlo, porque no tengo armas para luchar contra el discurso del vagabundo, que es como un manto que lo cubre todo, o que si no lo cubre todo desde luego me cubre a mí.



Un ejemplo de esto que digo de que el vagabundo me coloniza con sus palabras es cuando empieza diciendo que a él no le gustaría casarse. Yo le pregunto por qué, y él me dice que la vida de cualquier matrimonio es aburrida, y que la pareja termina odiándose discretamente, y entonces yo pienso en mis padres. Todo esto no lo dice con ninguna intención de hacerme daño, pues lo último que quiere el vagabundo es dañarme, sino que forma parte de una especie de monólogo que parece repetirse a sí mismo sin cesar. Un día me suelta que la muerte no es más que un concepto, como el futuro, y que en verdad no sabemos nada porque la muerte y el futuro no son más que ideas inventadas, y que sin embargo toda nuestra civilización se ha organizado en torno a esas dos ideas para esclavizar a las personas. «Pues mi bisabuelo se murió el año pasado», digo, y él me responde: «La muerte es una manera interesada de nombrar lo que no sabes. ¿Qué es morirse?». «Quedarse tieso y no respirar», digo. «¿Y?» «Pues que desapareces.» «¿Y?» «Pues eso es morirse», digo, un poco violenta, pues cuando el vagabundo insiste en estas ideas me parece un loco.

ELVIRA NAVARRO - "La ciudad feliz" - (2009)


Imágenes: Stepan Chubaev

miércoles, 15 de junio de 2022

LO ÚLTIMO QUE PAPÁ ME DIJO

 


Lo último que papá me dijo, la última palabra que oí de sus labios, fue Kamchatka.

Me dio un beso raspándome con su barba de días y se subió al Citroën. El auto se alejó sobre la cinta ondulante de la ruta, una burbuja verde que aparecía y desaparecía en cada lomada, más chiquita cada vez, hasta que ya no la vi más. Me quedé un rato ahí, la caja del TEG bajo del brazo, hasta que el abuelo me puso la mano en el hombro y me dijo vamos a casa.

Y eso fue todo.

Si es necesario puedo contar algo más. El abuelo decía que Dios está en los detalles. También decía otras cosas: que lo de Piazzolla no es tango, por ejemplo, y que lavarse las manos antes de mear es tan importante como lavárselas después, porque vaya a saber qué tocó uno, pero creo que ninguna de estas viene al caso.



La despedida ocurrió en un despacho de naftas de la ruta 3, a pocos kilómetros de Dorrego, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Desayunamos los tres en el bar contiguo, papá, el abuelo y yo, café con leche y medialunas de grasa, en tazas de loza grandes como ollas que tenían el logo de YPF. Mamá también estaba pero se la pasó en el baño. Algo le había revuelto el estómago y no retenía ni los líquidos. Y el Enano, mi hermano menor, dormía despatarrado en el asiento trasero del Citroën. Siempre se movía sin parar durante el sueño, brazos y piernas, como si reclamase sus derechos sobre el absoluto, el rey del espacio infinito.

En ese momento tengo diez años. Soy un chico de apariencia normal, con la excepción, quizá, del pelo rebelde que tiende a alzarse sobre mi cabeza como un signo de exclamación.

Es primavera. Octubre brilla con una luz de oro en el hemisferio sur y ese día honra el precepto; la mañana es un palacio. El aire está lleno de esas semillas voladoras que en la Argentina llamamos panaderos, estrellas diurnas que atesoro dentro del hueco de mis manos y después libero con un soplo, alentando su busca de un suelo propicio.

(La frase el aire estaba lleno de panaderos hubiese hecho las delicias del Enano. Se habría tirado al suelo, agarrándose la panza y riendo como loco mientras imaginaba a los hombrecitos flotando como pompas de jabón, delantal blanco y morro enharinado.)



Me acuerdo hasta de la gente que rondaba la estación de servicio. El despachante de nafta, un gordo de bigotes y sobacos oscuros. El conductor de la Ika, contando un vuelto de billetes grandes como sábanas en su camino hacia el baño. (Lavarse las manos antes de mear, me corrijo, también viene al caso.) Y el mochilero que cruzaba el playón rumbo a la aventura de la ruta, barbas de profeta y cacharros de lata, campanadas que llaman a la contrición.

La nena deja de saltar la soga para mojarse el pelo debajo de la canilla. Ahora se lo estruja en su camino de regreso, agua cayendo sobre el polvo, drip drip. Las gotas que hace un instante estaban allí, escribiendo en morse sobre el suelo, se desvanecen más y más a cada segundo. Se están escurriendo entre las partículas minerales y orgánicas de la tierra, fieles al mandamiento gravitatorio, aprovechando el espacio que existe donde parece no haberlo, gotas que dejan jirones de su alma y dan vida a esas partículas mientras pierden la propia, en su marcha hacia el corazón ardiente del planeta, ese fuego donde la Tierra todavía se parece a lo que era cuando se formó. (En el fondo, uno siempre es igual a lo que fue.)

MARCELO FIGUERAS - "Kamchatka" - (2003)


Imágenes: Efi Logginou

sábado, 11 de junio de 2022

TAL VEZ DEBERÍA ESCRIBIR EN RUSO


Tal vez debería escribir en ruso. En ruso, las palabras se ordenan de otra manera. En rumano recuerdo con más claridad. Quiero contaros todo. Ángel o demonio, ¿cuál elegir cuando ambos persiguen lo mismo? Me habría aferrado incluso a una cuchilla si me hubiera acariciado y me hubiera arrojado pan. Detrás de aquella puerta estrecha y sucia se abrió ante mí un mundo entero. La franqueé sin pensarlo, con el miedo de una niña que hasta entonces había vivido tan solo de los restos. Desde que había llegado a Chisináu, me había forjado una vida con un sol en el centro: Tamara Pavlovna. Brillaba, quemaba y lo convertía todo en ceniza. ¡Era como un ave fénix, mi Tamara Pavlovna! Cruel, pero compasiva. Taimada, pero justa. De su lengua y de su astucia se protegían todos como de la peste, pero también a ella recurrían cuando no les quedaba otra. A veces, cuando llegábamos por la noche y ella se soltaba las trenzas para acostarse, me parecía que sus cabellos iban a transformarse en plumas, y su lengua, en una llama hechizada.


El primer día me señaló un rincón. «¡Siéntate y aprende!», eso fue todo. Ella trabajaba sin cesar. Reuniendo o recogiendo botellas, embaucando a los borrachos y adulando al resto de la gente. Multiplicando, redondeando, construyendo con los kopeks el imperio que debería ser, al final, para mí. Cuando hacía algo importante, me preguntaba brevemente si lo había entendido. Si podría, en caso de necesidad, hacer lo mismo que ella. Solo una vez le dije нeт, no, y no le gustó. Ella me enseñó el alfabeto, el nombre de las repúblicas y las monedas. Sobre todo, el dinero hecho de la nada, porque «los números y los rublos no son lo mismo». También los tontos saben contar, pero no saben hacer dinero. Hasta la última moneda era como el icono de su pecho. Su fe de cada día que, a falta de otra, ¿estaba acaso mal?

Lo más importante de todo, sin embargo, era que yo hablara ruso. Tenía que aprender siete palabras cada día. Ni diez ni cinco, siete, y que las aprendiera bien. Cuando me equivocaba, y me equivocaba siempre, doblaba el dedo índice y me golpeaba en medio de la frente. De la rabia, ponía sus ojos sin pestañas en blanco y a mí me daban ganas de pegarme yo sola.

TATIANA TÎBULEAC - "El jardín de vidrio" - (2018)


Imágenes: Minerva del Valle

jueves, 9 de junio de 2022

LA LUZ DIFÍCIL


No dejé de pintar. Nunca dejé de pintar, hasta hace poco. Terminé los trabajos que tenía empezados, e incluso templé más lienzos y empecé otros, pero durante mucho tiempo fue un acto reflejo, como se cuenta de la gente que camina después de que le cortan la cabeza.

Han pasado ya tantos años desde entonces que incluso la pena en mi corazón se ha ido secando, como la humedad en una fruta, y es poco frecuente que el recuerdo de lo ocurrido de repente me agite otra vez, como si hubiera sucedido ayer, y me haga tragar fuerte, para controlar cualquier sollozo. Pero aún ocurre, y la congoja amenaza entonces con doblarme. Pero pasa también que a veces pienso en mi hijo, y los sentimientos son tan cálidos que se me ocurre pensar que la vida es eterna, quieta y eterna, y el dolor, una ilusión. 

(...) Como casi siempre hacen los médicos, mi médico de Bogotá no dijo nada nuevo. No sabía por qué mi ceguera avanzaba tan rápido, pues no se trataba del tipo peor de degeneración macular. Y a la pregunta de cuánto tiempo podría seguir al menos escribiendo, respondió que no lo sabía: que cuando ya no pudiera escribir era porque ya no podía escribir, y que escribiera siempre con mucha luz. ¡Como si me empeñara en hacerlo al oscuro! En resumen, tal y como he dicho ya antes: «Yo no sé nada, tú no sabes nada, nadie sabe nada. El mundo es sólo cadencia y forma».



Después del examen, que fue tan exhaustivo como inútil, almorzamos en un restaurante del barrio colonial y dimos una vuelta en el automóvil por las otras zonas del Centro. Bogotá es intensa, no particularmente bella, vital sí, pero muy dura para con sus habitantes, como una máquina mal engrasada. Ya no puedo ver bien sus cerros, pero durante una época recorrí y admiré mucho el detalle de sus formas, de sus piedras y árboles, de su verticalidad masiva y tan cercana, de su vegetación que tan a menudo se pone de un azul oscuro único, casi metálico, y de sus cielos siempre cambiantes. Como me está pasando hoy con tantas cosas, todo eso ahora ondula, se vuelve líquido, me esquiva…

(...) Aquí en La Mesa a veces hace frío. Mis hijos me trajeron una cobija eléctrica que se ha vuelto uno de los objetos más apreciados de mi casa. Al principio me impresionaba el cordón umbilical que me unía todas las noches al enchufe de la pared. Eso fue después de que se murió Sara, por supuesto, y el mundo se me puso frío. Es la lentitud creciente de la circulación, dicen, lo que enfría tanto a los ancianos. Pero después perdí esa impresión molesta y pensé con cierta ironía que los viejos nos volvemos niños, y que esta de la cobija eléctrica era la primera señal de la niñez circular, la del regreso al vientre más fecundo, el que no tiene nombre. Y ahora se me ocurre que si por algún milagro pudiera volver a pintar, lo primero sería buscar la misma resonancia absoluta del círculo de la caligrafía zen, pero con el tema de agua y luz y piedras que vi una vez en el río Apulo, cerca de la casa de Ángela.

TOMÁS GONZÁLEZ - "La luz difícil" - (2011)


Imágenes: Yellena James

lunes, 6 de junio de 2022

¡YO NO ESTOY LOCA!

 


La psicoterapeuta de mi madre cobraba ochenta euros por hora y le llenaba la cabeza con las ideas más insólitas. Hubo una vez que le recomendó no esconder sus sentimientos y por eso la tuvimos meses llorando en las comidas, en las sesiones de televisión local de los domingos, ante el buzón de voz, escondida detrás de las puertas… Su última ocurrencia, que había recaído en nosotros, sus hijos, dio mucho juego aquella primavera.

La doctora Zaldíbar opinaba que la falta de comunicación de mi madre con sus hijos estribaba en que ella, debido a su larga «convalecencia», se había perdido parte de sus vidas, desconocía lo que ahora resultaba importante para ellos. Esa falta de conocimiento mutuo desencadenaba en los silencios repetidos que mi madre mencionaba en las consultas. De la noche a la mañana, porque si a alguien hacía caso Águeda, esa era a su psiquiatra, pasamos de engullir nuestros platos de comida en silencio a soportar interrogatorios que, en cualquier caso, cortaban el apetito.

—¿Qué tal el instituto, Kat? ¿Qué ha pasado hoy?

—Bah, nada nuevo. Se convocaron dos concentraciones a la misma hora; una por la víctima del atentado de ayer y otra por los etarras a los que detuvieron el martes en Irala. La gente comenzó a arrojarse piedras…

—Vaya… qué desagradable. ¿Y tú, Jorge? ¿Qué tal tus amiguitos?

—Bien, mamá. Como siempre.

—Bien, bien… ya veo. Todo marcha bien, ¿verdad?



Nadie contestaba y dejábamos hablar a Illargi. A ella, el repentino interés de nuestra madre, no le resultaba molesto. Los demás, mientras tanto, tratábamos de adivinar qué era exactamente lo que Águeda suponía que marchaba bien en nuestra familia.

—Katta, la doctora me ha pedido que te lleve conmigo a una de nuestras sesiones. ¿Podrás venir?

Aquello me pilló por sorpresa. Fingí no haberla escuchado y seguí comiendo, con la cabeza enterrada en el plato de verduras.

—¿El jueves te viene bien?

Seguí sin contestar. Jorge me pateaba las espinillas por debajo de la mesa y me susurraba al oído: «Estás tan loca como ella, vas a empezar a ir al matalocos».

—Yo sí quiero ir, mamá. ¿Puedo?

—No, Illargi. Va a venir tu hermana. ¿El martes te viene mejor, Kat?

Jorge seguía molestándome y pronto perdí los nervios. Me levanté, le golpeé la cabeza con la tapa de una cacerola y me puse a gritar.

—¡No me viene bien nunca, joder! No pienso ir contigo a ningún sitio, ¿entiendes? ¡Yo no estoy loca!

—Sí lo estás, sí lo estás, sí lo estás —mi hermano había puesto música a su afirmación y recorría la cocina canturreando y bailando, haciendo malabares con dos naranjas. Se divertía como nadie.

—Está bien, Kattalin. No es ninguna obligación. Te estoy pidiendo ayuda, puedes dármela o no. Tú eliges, ya eres mayorcita.



Hasta Jorge calló cuando la escuchamos hablar con tal seguridad. Por supuesto, el cambio no duró mucho. Pronto se dio la vuelta y se inclinó sobre el lavaplatos, llorando. Abrió el grifo y comenzó a fregar. Los sollozos se confundían con la presión del agua chocando contra los platos sucios. Al cabo de unos minutos, quiso enjugarse las lágrimas y se llevó las manos, cubiertas de detergente, a los ojos. Comenzó a brincar, chillando. Como estaba de espaldas a nosotros, ninguno supimos qué le había ocurrido hasta que la abuela y yo nos abalanzamos hacia ella y vimos espuma blanca saliendo por sus ojos.

—¡Epilepsia! ¡Epilepsia! —aulló la abuela, e Illargi, que nunca antes había escuchado la palabra, se sintió contagiada por la contundencia del término y comenzó a hacer los coros. Yo saqué un kleenex del bolsillo y mientras sujetaba a mi madre, que no paraba de moverse, le limpié los ojos.

—No seas histérica, joder. Solo te ha entrado jabón en los ojos.

Jorge comenzó a reír y esta vez su risa se nos contagió a todos. Hasta mi madre, una vez se hubo tranquilizado, dejó escapar una sonrisa.

—Está bien, Águeda. Iré contigo al puto psiquiatra.

Trató de abrazarme y me deshice de ella, pero aun así, volvió a sonreír. Hacía mucho que no la veíamos así. Desde que tomaba las pastillas del psiquiatra, apenas pestañeaba. La empujé hacia la mesa y seguí fregando los cacharros por ella. Jorge tomó un puñado de espuma del desagüe y lo dejó caer por sus labios, mientras gesticulaba y emitía sonidos agónicos, tratando de asustar a Illargi. Salieron corriendo hacia el pasillo y los dos anduvieron, durante horas, trotando por la casa.

AIXA DE LA CRUZ - "Cuando fuimos los mejores" - (2007)


Imágenes: Stephanie Rew 

jueves, 2 de junio de 2022

MUERTO, Y NADIE ME LO DIJO


 Muerto, y nadie me lo dijo. Cuando pasé frente a su despacho, su secretaria sollozaba a gritos.

—¿Qué ocurre, Felicia?

—¿Cómo, no lo sabes? El señor Tindall ha muerto.

Lo que oí fue: «El señor Tindall se ha herido en la cabeza[1]». Y pensé: «Por Dios, cálmate».

—¿Dónde está él, Felicia?

Era una pregunta un tanto imprudente. Matthew Tindall y yo habíamos sido amantes durante trece años, pero ambos lo manteníamos en secreto. En la vida real, yo eludía a su secretaria.

Felicia tenía ya la el carmín de los labios corrido, y frunció la boca como un horrible calcetín.

—¿Que dónde está? —exclamó, llorando⁠—. Qué pregunta más espantosa.

No entendí su respuesta, de modo que repetí mi pregunta.

—Catherine, está muerto —dijo.

Y esto le desencadenó un nuevo acceso de sollozos.

Como para demostrar que Felicia se equivocaba, entré en el despacho de Matthew, algo que nadie solía hacer. Mi amor secreto era un personaje importante, el director del Departamento de Metales. Sobre el escritorio estaba la foto de sus dos hijos y, en un estante, su ridículo sombrero de tweed. Lo cogí, sin saber por qué lo hacía.

Por supuesto, su secretaria me vio robarlo, pero ya no me importaba. Bajé corriendo la escalera hasta la planta baja. Aquella tarde de abril, entre los miles de visitantes diarios de las salas georgianas del Museo Swinburne y los ochenta empleados, no había ni un alma que tuviera la más mínima idea de lo que acababa de ocurrir.

Todo el mundo tenía el mismo aire de siempre. Era imposible que Matthew no estuviera en alguna parte, esperando para sorprenderme. Mi amado era muy peculiar. Con aquella arruga vertical justo a la izquierda de la larga y pronunciada nariz, el cabello abundante y la boca grande, suave y siempre tierna. Por supuesto, estaba casado. Por supuesto. Contaba cuarenta años cuando reparé en él por primera vez, siete antes de que nos hiciéramos amantes. Por entonces yo aún no había cumplido los treinta y era un bicho raro, es decir, la primera mujer relojera que el museo había visto nunca.



Trece años. Mi vida entera. Durante todo ese tiempo habíamos vivido en un mundo hermoso: el Museo Swinburne, uno de los muchos sitios de Londres que albergan tesoros casi desconocidos. El museo tenía un importante Departamento de Relojería con una colección de relojes, autómatas e ingenios mecánicos de fama mundial. Quienquiera que estuviera allí el 21 de abril de 2010 podría haberme visto, una mujer alta y particularmente elegante que estrujaba en las manos un sombrero de tweed. Puede que pareciera loca, pero quizá no me diferenciaba demasiado de mis colegas, los diversos conservadores y restauradores que atravesaban las galerías públicas de camino a una reunión, un taller o un almacén donde se proponían «interrogar» a un objeto antiguo, una espada, un edredón o tal vez un reloj de agua islámico. Formábamos el personal del museo, profesores, sacerdotes, restauradores, lijadores, científicos, fontaneros, mecánicos —⁠coleccionistas obsesivos, en realidad⁠—, especialistas en metales, vidrios, telas y loza. Afirmábamos que éramos gente de toda clase, si bien en el fondo creíamos que los estereotipos al respecto eran ciertos. Un experto en relojería, por ejemplo, nunca sería una mujer joven con piernas bonitas, sino un hombre algo retraído de menos de un metro setenta, precavido, un tanto extraño, con finos cabellos rubios y poco propenso a mirar a la gente a los ojos. Se escurriría como un ratón por las galerías de la planta baja, con su eterno manojo tintineante de llaves como si fuera el guardián de los misterios. De hecho, nadie del museo conocía el laberinto entero. Todos teníamos un territorio reducido de atajos, de rutas que sabíamos que nos llevarían a donde queríamos ir. Esto convertía el museo en un lugar maravilloso para llevar una vida secreta y para gozar del perverso placer que tal vida puede proporcionar.

En la muerte, resultaba horroroso. Es decir, era igual, pero más brillante, más nítido. Todo parecía más definido y, a la vez, más lejano. ¿Cómo había muerto Matthew? ¿Cómo podía ser que hubiera muerto?

[1] En el inglés del original hay cierta similitud sonora entre ambas frases (Mr Tindall’s dead y Mr Tindall hurt his head), imposible de reflejar en castellano. (N. de la T.)

PETER CAREY - "La naturaleza de las lágrimas" - (2012)


Imágenes: Rosalind Hobley