Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 28 de marzo de 2022

Y ERA NATURAL

 


El vendaval de la noche anterior había removido las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos.

   —Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:

   —Mi prima y yo nos casamos esta mañana.

   Tuve dos segundos de perplejidad.

   «Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino enlace, Daniel debió haber advertido a su gente», pensé, escandalizada.

   A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.

   Y era natural.

   Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.

   —¿Qué te pasa? —le pregunto.

   —Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco demasiado…

   Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulada que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:

   —Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañera. Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de apendicitis.

MARÍA LUISA BOMBAL - "La última niebla - La amortajada" - (1984)

Imágenes: Cristina Coral

viernes, 18 de marzo de 2022

Y NADA

 


Esta es la declaración del funcionario que nos dio el primer aviso. No hace falta que te la leas, ya te la resumo: el declarante es auxiliar en una administración de Hacienda. Nuestro hombre se detuvo ante su mostrador, esperó su turno y después preguntó. Quería entregar su declaración de la renta, pero el funcionario le dijo que no, que desde este año ya no se puede, hay que descargarse el programa de ayuda desde casa y presentarla en la web. Entonces este tipo que tienes delante le explicó que él no tiene ordenador. Fíjate: no que no tenga Internet. Ni siquiera ordenador. El funcionario, habituado a encontrar analfabetos tecnológicos pero de mayor edad, le propuso ir a un locutorio, pero necesitaría una cuenta de correo para recibir la clave de acceso. Como nuestro hombre le dijo que tampoco tenía correo, el otro, cada vez más impaciente, le explicó que valía con el móvil, por sms. Pero este se encogió de hombros y sonrió. Tampoco tenía móvil.



   Me está usted tomando el pelo, le soltó el malhumorado funcionario, después de que declarase no tener tampoco cuenta bancaria, por lo que no podía hacer el trámite en una sucursal. Me está usted tomando el pelo: ni ordenador, ni móvil, ni banco; vive en la selva o qué. El sospechoso no se molestó, se limitó a esperar, aguantó la mirada enojada del funcionario, que acabó por pedirle sus datos personales con la promesa de que consultaría a sus superiores. Nada más marcharse, el funcionario tecleó sus datos en el ordenador y comprobó lo que ya sabemos: que no había nada destacable en su historia fiscal, todas las declaraciones presentadas en plazo, ni un solo error, ni un expediente.

   Ahí podía haber terminado la historia. No había nada extraño, no todo el mundo tiene Internet o móvil, incluso aunque el tipo sea joven, tenga un sueldo suficiente y viva en una zona de clase media. No había nada extraño, pero el trabajador sospechó. Ya sabes, a nosotros nos pasa a menudo: la intuición, el instinto, llámalo como quieras, ese momento en que te detienes y miras bien la realidad, algo te reclama, un ruido de fondo, un calambre cuando decides que no te vale la explicación sencilla, que algo no encaja, y entonces cavas un poco más profundo hasta que golpeas algo duro. Cloc.



   Algo así le pasó al funcionario. No se quedó conforme. Vio algo extraño en el tipo y decidió comentarlo con un conocido, un policía. No uno de los nuestros, no. Un municipal. Espera, que busco su declaración. Aquí está. Cuando el agente supo de aquel enigmático ciudadano, cumplió con su deber: quiso saber más. Un buen policía, consciente de su responsabilidad como centinela, atento a lo que no está en primer plano, a lo que se desliza por el fondo, a lo que se oculta. El policía hizo sus propias averiguaciones, él dice que por celo profesional, yo lo llamaría curiosidad. Miró en los archivos de tráfico, comprobó que el tipo no tenía ningún vehículo a su nombre. Tampoco había sido multado nunca. Entró en el sistema informático del ayuntamiento, y nada: ni rastro de nuestro hombre, que por lo visto nunca había solicitado nada, ni denunciado, ni reclamado, ni se había inscrito en ningún servicio ni actividad nunca.

   De acuerdo, seguimos moviéndonos en un terreno aún comprensible, seguramente no sea el único que evita cualquier trato con la administración más que el imprescindible, que en su caso era la declaración de la renta año tras año. Pero aquel policía tampoco se quedó conforme, y buscó en Google. No era fácil, pues ya has visto el nombre y los apellidos de nuestro hombre: son como él, comunes, le hacen indistinguible entre millones que comparten alguno de sus apellidos, entre miles que repiten esa misma combinación de nombre y apellidos. Aun así el agente se empleó a fondo, usó los pocos datos que tenía de él para afinar la búsqueda, su dirección, su DNI. Y nada.

ISAAC ROSA - "Tiza roja" - (2020)


Imágenes: Efi Logginou

miércoles, 16 de marzo de 2022

ME ASUSTABA ACERCARME A LA DESGRACIA

 


Un par de semanas después me conocía todos los lugares de paso de los indigentes de San Francisco.

   Aunque en esos momentos no me daba cuenta, ya entonces comenzaba a operarse un cambio sustancial en mí. Siempre había tratado de mantenerme fuera de la calamidad, la pobreza o las miserias, como una especie de escudo, de defensa personal. Cuando en las noticias emitían imágenes de guerras o de niños malnutridos, cambiaba automáticamente de canal. Cuando fallecía el familiar de algún amigo, le enviaba mis condolencias junto a flores o algún otro detalle y me excusaba para no tener que acudir al sepelio. Cuando, en fin, las desgracias pasaban cerca de mí, yo cruzaba a la acera de enfrente.

   No es que fuera una insolidaria, no os vayáis a pensar. Ni que me diera igual el resto del mundo. Lo que ocurre es que no le veía sentido a padecer por algo que yo no podía cambiar. A mi manera, aportaba mi granito de arena, o así lo veía yo. Donaba regularmente la ropa que ya no usaba, daba propina a la gente que tocaba música en el metro, dejaba algún paquete de arroz en los mercadillos solidarios, e incluso una vez hice un ingreso ante un huracán que desoló una bella isla asiática. El problema era que me asustaba acercarme a la desgracia, como si ello pudiera contagiarse, y también porque estaba convencida de que me haría sufrir, y era más fácil protegerme de ella manteniéndome lo más lejos posible.



   Y no puedo decir que no me faltara parte de razón. Porque cuando comencé a acercarme a esas personas, cuando perdí el miedo a mirarlas a los ojos y afrontar su desconsuelo, cuando algunas de ellas por fin comenzaron a confiar en mí y contarme sus historias, sufrí. Claro que sufrí viendo las carencias con las que tenían que sobrevivir, claro que me fui a casa muchos días sin poder dormir al conocer su triste pasado, y sin embargo, un sentimiento diferente, desconocido, fue germinando en mí. Un vínculo especial con todas esas personas, como si todos estuviéramos conectados de alguna forma. Sonará extraño, pero sentía que el ser humano no era un sinnúmero de individualidades como nos han enseñado a creer y a comportarnos, sino un concepto mucho más global, y era ese concepto global el que estaba fallando. Sentía que si contribuía a mejorarlo, me mejoraba también a mí misma. Me redimía. Por eso, aunque padecía con sus historias, percibía al mismo tiempo su alivio al contarlas, y eso me consolaba a mí también.

SUSANA MARTÍN GIJÓN - "Náufragos" - (2015)


Imágenes: Mrs White Photoart

lunes, 14 de marzo de 2022

¿DE LA CAPITAL O DE LA PROVINCIA?

   


FELIPE. — Me aplazaron, fue muy triste, mi padre nunca pudo sobrevivir al deshonor, y la hizo suicidar a mi madre. —Yo estoy muy ocupado —argumentó—. Mátate vos que no tenés nada que hacer. —Todavía recuerdo la dulce sonrisa de mi madre mientras tomaba las pastillas de estricnina, y a mi buen padre diciéndole: No tomes demasiado que te puede hacer mal, discúlpame que no me quede hasta el final, pero se me hace tarde, ¿oíste?, ¿che, oíste?, ¿che, che, oíste? podrías contestar por lo menos.

     FISCAL. (Indignado.) — ¡Pero su padre es un asesino! ¡Esto es una barbaridad! ¿dónde está su padre?

     FELIPE. — Murió.

     FISCAL. (Bajando la cabeza.) — Entonces está fuera del alcance de la justicia de los hombres.

     FELIPE. (Con aire ausente.) — ¿Cómo?

     FISCAL. — Digo que si murió…

     FELIPE, (Alarmado.) — ¿Murió papá?

     FISCAL. — Pero usted acaba de decirlo.

     FELIPE. — Perdón, es que tengo tan mala memoria, en eso salgo a papá. 

       Mientras hablan. Felipe ha caminado hasta quedar junto al ventanal. En éste aparece un silueta lejana de la torre Eiffel y la perspectiva de una calle parisiense. Simultáneamente Felipe está diciendo:   

       Siempre fue así, me acuerdo una vez en París que vi un hombre que caminaba hacia mí y yo pensé: este tipo debe ser sudamericano, entonces lo paro y le pregunto: —Perdón, señor, ¿el señor es sudamericano? Un hombre ha aparecido y contesta a Felipe. 

  


     HOMBRE. — Sí. ¿Cómo se dio cuenta?

     FELIPE. — No sé, tiene un aire, casi diría que argentino.

     HOMBRE. — Precisamente soy argentino.

     FELIPE. — Yo también.

     HOMBRE. — Bueno, qué sorpresa.

     FELIPE. — ¿Y de qué parte de la Argentina?, seré curioso.

     HOMBRE. — De Buenos Aires.

     FELIPE — Pero yo también. ¿De la capital o la provincia?

     HOMBRE. — De la capital.

     FELIPE. — Yo también.

     HOMBRE. — ¿De qué barrio?

     FELIPE. — Barrio Norte.

     HOMBRE. — Yo también.

     FELIPE. — ¿En qué calle?

     HOMBRE. —Juncal.

     FELIPE. — Mire qué casualidad, yo también.

     HOMBRE. — ¿A qué altura?

     FELIPE. — Al novecientos.

     HOMBRE. — Pero mire lo que son las cosas, yo también, ¿qué número?

     FELIPE. — Novecientos cincuenta y seis.

     HOMBRE. — No puede ser.

     FELIPE. — Sí, novecientos cincuenta y seis.

     HOMBRE. — Pero parece cosa de brujos, yo también.

     FELIPE. — ¿Y en qué piso vive usted?

     HOMBRE. — Segundo.

     FELIPE. — ¿Segundo?

     HOMBRE. — Sí, segundo.

     FELIPE. — Yo también. ¿A la calle o al fondo?



     HOMBRE. — A la calle.

     FELIPE. — Yo también.

     HOMBRE. — ¿Pero cuál es su apellido?

     FELIPE. — Metileno.

     HOMBRE. — Yo también, ¿y su nombre?

     FELIPE. —Felipe.

     HOMBRE. — Yo también.

     FELIPE.— ¡¡Papá!!

     HOMBRE.— ¡¡Hijo!!

     FELIPE. — Te creía durmiendo en el hotel.

     HOMBRE. — Bueno, me iba a acostar y me puse a buscar el pijama, abrí la puerta del placard y acá estoy.

     FELIPE. — Es que esto no es el placard, papá. La puerta del placard estaba pintada de verde, ¿no te acordás?

     HOMBRE. — Sí, claro, es que tengo tan mala memoria.

     FELIPE. — Yo también.

     HOMBRE. — ¿Vos también tenés mala memoria?

     FELIPE. — Sí, cuando me acuerdo.

     HOMBRE. — ¿Y cuando no te acordás?

     FELIPE. — Entonces tengo una memoria buenísima, me acuerdo de cualquier cosa, una vez en Buenos Aires por ejemplo.

     HOMBRE. — ¿El señor es de Buenos Aires?

     FELIPE. —Sí.

     HOMBRE. — Mire qué casualidad, yo también y seré curioso, ¿de la capital o la provincia?…

DALMIRO SÁENZ - "¿Quién, yo?" - (1969)


Imágenes: Ethan Murrow

sábado, 12 de marzo de 2022

UNA CIERTA ESPERANZA

 


No fue producto de un plan: sucedió. Nos sucedió. Yo tenía catorce años y encontré a mi madre fuera de la casa. Estaba sonriente, preciosa, con cola de caballo, montada en la parte de atrás de una motocicleta Harley-Davidson, abrazada a un hombre, diciéndome adiós con la mano. Se iba a Guatemala, se fue. Nos dejó. La historia debiera terminar ahí. Sería una novela perfecta, con todas las de la ley. Hay enigma inicial, hay personajes, hay situación climática, hay drama. Pero no hay conclusión ni razones que expliquen por qué. No hay un «esto es consecuencia de esto otro», la mínima advertencia de que tu mamá se va a ir. A veces pienso que todo lo que vino después es la verdadera novela.

   El hombre era su amante. Recuerdo que después de verlos partir me quedé pensando en la palabra amante. La conocía en teoría pero no en la práctica. Pensé: tengo catorce años, no soy fea ni bonita, tengo barros en la cara y el pecho casi plano. Me entusiasma la idea de huir abrazada a la cintura de un hombre, montada en una Harley-Davidson. Recuerdo que también pensé: con esos indicios no voy a llegar a ninguna parte.

   Hasta entonces yo había sido una adolescente en vías de transmutar en algo mejor, o eso pensaba. Pero un viaje, cualquier viaje, supone convertirse en otro y a veces convierte en otros a los que se quedan. Su viaje me obligó a actuar en un teatro ajeno y por eso desde su partida empecé a vivir una vida que no era la mía: mi madre me convirtió en Sherlock Holmes. De pronto, todo lo que me rodeaba se volvió un posible indicio. ¿Qué de todo lo que había ocurrido en mi infancia era ya un síntoma de que se iría? Y sobre todo: ¿qué de lo que hallara a partir de ese momento me serviría para encontrarla?

   Esto último me dio una cierta esperanza.

ROSA BELTRÁN - "Radicales libres" - (2021)

Imágenes: Kristine Nydahl

jueves, 10 de marzo de 2022

UNA VALIJA VACÍA COMO SU CORAZÓN

 


Durante una semana, mientras los militares golpistas limpian las calles de Chile de todo brote opositor, reacondicionan los estadios deportivos como cárceles e imponen el aserramiento de manos como escarmiento para cantantes populares, él casi no hace otra cosa que ver a su ex novia llorar. No es algo que se proponga. No tiene otro remedio: si los cinco meses de su noviazgo han sido el gran acontecimiento sentimental del primer año del colegio secundario —cinco meses blancos, por otra parte, como es de esperar de una chica chilena de familia católica de derecha y un argentino fruto de una pareja de dubitativos pioneros del divorcio, trémulo y paciente, para quien el deseo, además, empieza a ser no un impulso sino la fase terminal, menos buscada que inevitable, de un proceso de saturación que si fuera por él podría durar meses, años, siglos—, la ruptura, y sobre todo el modo brutal en que él ha decidido consumarla, cuando nada en la relación ni en él mismo, hasta entonces de un comportamiento intachable, la ha hecho prever, no pueden no caer como una bomba y ocupar el centro de la escena.



  La ve llorar en el recreo debajo de la escalera, en cuclillas, cercada por un cordón de amigas que amplifican su condición humillada en un rosario de gestos ampulosos; en el laboratorio de ciencias naturales, vertiendo lágrimas en el saco ventral del sapo que algún compañero piadoso ha aceptado despanzurrar en su lugar; en el comedor, frente a un plato de pastel de papas que se enfría; en medio de una clase de gimnasia, donde, cegada por un acceso de llanto que la sorprende mientras toma carrera, termina llevándose por delante la barra que debería haber saltado; al salir del colegio, cabizbaja, mientras camina hacia al auto arrastrando por el piso el cuero carísimo de una valija vacía como su corazón. La ve llorar incluso cuando no la ve, cuando ella falta a clase sin aviso y alguien, uno o una de los que antes martirizaban con alfileres secretos la foto de ese romance descaradamente longevo, le dice que dicen que ya no come ni duerme, que de tanto moquear y sonarse tiene las ventanas de la nariz rojas, ásperas como la lengua de un gato, y que sus padres, pensando en matar dos pájaros de un tiro, ya especulan con volverse a Santiago, donde el Palacio de la Moneda ha dejado de humear y una hiena de uniforme, bigotes y anteojos ahumados manda fusilar gente sentada en el mismo sillón de donde eyectaron a Allende.

ALAN PAULS - "Historia del llanto" - (2007)


Imágenes: Marco Grassi

martes, 8 de marzo de 2022

EL AMOR TIENE GARRAS

 


Se acuerda de cuando su propio mundo estaba regulado y era finito. Antes de que llegase Layla. Nació por cesárea en urgencias. El médico la sacó de detrás de la pantalla de tela como en un truco de magia, con un cabreo monumental porque acababan de arrancarla de la certeza total que había conocido hasta el momento para exponerla a las luces brillantes de la sala de partos del hospital. Gabi se había sentido igual. Como si el universo se hubiese expandido de golpe, como si desplegase un mapa, de un modo que no hubiera creído posible. Amor. La razón de ser de todo. Tremendo, famélico y salvaje. Nunca había percibido tan claramente el instinto animal que habitaba en ella como aquel día, fruto de la conmoción de aquella criatura desnuda sobre su pecho, hocicando en busca del pezón. Sería capaz de degollar de un bocado a quien se le ocurriese siquiera pensar en hacerle daño a aquella desconocida diminuta aún unida a ella por el cordón sanguinolento. La impactó la cruda violencia de esa sensación. El amor tiene garras.

LAUREN BEUKES - "Monstruos rotos" - (2014)


Imágenes: Carolina Rodríguez Fuenmayor

domingo, 6 de marzo de 2022

PRIMERO ESTABA EL MAR

 


El equipaje iba arriba, en el techo del bus. Eran dos maletas de cuero con la ropa de ambos, un baúl cuadrado con los libros de él, y la máquina de coser de ella. Todo viajaba entre racimos de plátano, bultos de arroz, paquetes grandes con panelas —envueltos en hojas secas de plátano— y otras maletas.

   Elena y J. iban para el mar.

   Pararon en pueblos polvorientos. Elena y J. se bajaban del bus, entumecidos, e iban a tomar café en establecimientos que olían a orinal; individuos ventrudos se sentaban allí a inundar sus infinitas tripas con el color dorado de la cerveza. Pararon en estaciones de servicio desapacibles y sucias en cuyos rincones había filtros desechados y latas de aceite vacías. El bus echaba gasolina y tomaba la carretera de nuevo. Durante el día recogía gente que entraba cargando gallinas aturdidas; por la noche, individuos manivacíos se subían en sitios despoblados y oscuros, y se bajaban, veinte o treinta kilómetros más allá, en sitios también despoblados y oscuros. Eran silenciosos, llevaban machete en la cintura y un sombrero sucio y viejo en la cabeza.

   Cuando el bus llegó al puerto, el mar no apareció magnífico y azul. Aquel era un puerto sobre una bahía que más parecía un canal, y aquel canal era sucio, medía tres kilómetros y desembocaba en el mar. A las cuatro de la tarde el bus entró a la plaza. No se veía el agua por ninguna parte, aunque se sentía el olor del salitre mezclado con el hedor de aguas negras. En el centro de la plaza había unos almendros grandes, sobrevolados por miríadas de golondrinas. Alrededor de los árboles, sentada en los espaldares de las bancas, había gente conversando. Las bancas eran de granito y parecían erosionadas por debajo. En los quioscos, bajo los árboles, se vendían jugos de frutas; papayas abiertas, rodeadas de moscas, mostraban vientres repletos de semillas; frascos grandes contenían la carne de los mangos partida en cubitos, lista para ser puesta en las licuadoras.



   (...) Diez minutos después pasaban frente al cementerio. Alrededor de cincuenta tumbas se veían diseminadas en un terreno que más parecía la continuación de la playa que tierra propiamente dicha. La mayoría estaban señaladas por cruces de madera; algunas ostentaban lápidas de cemento. Dos o tres estaban construidas en forma de bóveda, pero el terreno, poco firme, había cedido al peso del material, el concreto se había rajado y todo el bulto de la sepultura se veía semisumergido en la arena, como un naufragio.

   Sin embargo, el cementerio no tenía apariencia siniestra. Muy próximo al mar, durante las mareas fuertes el agua lo inundaba y lo llenaba de espuma. La manera alegre como la vegetación trepaba sobre las cruces y lápidas y se metía entre las grietas del cemento, la visión de los cangrejos asomándose desde los túneles cavados entre las tumbas, la visión de lagartijas centelleantes, le dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte. Sin tomarlo como una premonición de lo que sería el destino de sus huesos, pensó que de todos los cementerios conocidos hasta entonces era éste, precisamente, el que menos horror le había causado.

TOMÁS GONZÁLEZ - "Primero estaba el mar" - (1983)

 

Imágenes: Calida Garcia Rawles

viernes, 4 de marzo de 2022

LAS PALABRAS MÁGICAS

 


Por alguna extraña razón, nunca pensé que llegaría a los cuarenta años. A los veinte, me imaginaba con treinta, viviendo con el amor de mi vida y con unos cuantos hijos. Y con sesenta, haciendo tartas de manzana para mis nietos, yo, que no sé hacer ni un huevo frito, pero aprendería. Y con ochenta, como una vieja ruinosa, bebiendo whisky con mis amigas. Pero nunca me imaginé con cuarenta años, ni siquiera con cincuenta. Y sin embargo aquí estoy. En el funeral de mi madre y, encima, con cuarenta años. No sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, ni hasta este pueblo que, de repente, me está dando unas ganas de vomitar terribles. Y creo que nunca en mi vida he ido tan mal vestida. Al llegar a casa, quemaré toda la ropa que llevo hoy, está empapada de cansancio y de tristeza, es irrecuperable. Han venido casi todos mis amigos y algunos de los de ella, y algunos que no fueron nunca amigos de nadie. Hay mucha gente y falta gente. Al final, la enfermedad, que la expulsó salvajemente de su trono y destrozó sin piedad su reino, hizo que nos puteara bastante a todos, y claro, eso se paga a la hora del funeral. Por un lado, tú, la muerta, les puteaste bastante, y por otro lado yo, la hija, no les caigo demasiado bien. Es culpa tuya, mamá, claro. Fuiste depositando, poco a poco y sin darte cuenta, toda la responsabilidad de tu menguante felicidad sobre mis hombros. Y me pesaba, me pesaba incluso cuando estaba lejos, incluso cuando empecé a entender y aceptar lo que pasaba, incluso cuando me aparté un poco de ti al ver que, si no lo hacía, no sólo morirías tú bajo tus escombros.



 Pero creo que me querías, ni mucho, ni poco, me querías y punto. Siempre he pensado que los que dicen «te quiero mucho», en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el «mucho», que en este caso significa «poco», por timidez o por miedo a la contundencia de «te quiero», que es la única manera verdadera de decir «te quiero». El «mucho» hace que el «te quiero» se convierta en algo apto para todos los públicos, cuando, en realidad, casi nunca lo es. «Te quiero», las palabras mágicas que te pueden convertir en un perro, en un dios, en un chiflado, en una sombra.


(...) Afortunadamente, los celos caducan, pienso mientras apoyo el hatillo de cubitos de hielo contra mi ojo derecho. El amor no, al menos en mi caso. Sigo queriendo a toda la gente a la que un día quise, no puedo evitar ver, a través de todas las deserciones y de la mayoría de las deslealtades propias y ajenas, a la persona, prístina y clara, de antes de que todo se convirtiese en ceniza. Con cierta heroicidad estúpida, no reniego de ninguno de mis amores ni de ninguna de mis heridas. Sería como renegar de mí misma. Sé que no es así para todo el mundo, el manto del oprobio es grueso y resistente, y muchos llevan sus odios y resentimientos como insignias, espadas en alto, con tanto orgullo y tenacidad como sus afectos. ¡Hace ya tantos años que Guillem y yo nos separamos! Le quiero pero le liberé de mi amor, uno se puede liberar solo, claro, pero siempre es más fácil si el otro tiene la generosidad de darte una patada clara, no es fácil renunciar al amor de nadie; el pobre Óscar, en cambio, arrastra mis grilletes –y yo los suyos– como el fantasma de Canterville, ruidosa y pesadamente.

MILENA BUSQUETS - "Todo esto pasará" - (2014)


Imágenes: Svetlana Melik-Nubarova

miércoles, 2 de marzo de 2022

¿LOS NEGROS LE DAN MIEDO?

 


—Dígame, Alexis, ¿los negros le dan miedo?

   —Pues no, ¿por qué?

   —¿No siente rabia hacia ellos?

   —Pues no, nunca…

   —Si yo le digo que me llamo Simon Birnbaum y que soy judío, ¿representa algún problema para usted?

   —Pues no, ahora ya no…

   —¿Sabe por qué ahora ya no?

   —No.

   —Porque me ha identificado…

   —¿Eh?

   —Lo que a usted le da miedo, Alexis, es que a los homosexuales y a los judíos no puede identificarlos… Un negro está claro que es negro, por eso no le da miedo. Ahora que ha hablado conmigo, que tiene una idea de quién soy, el hecho de que sea homosexual, y encima judío, no le molesta… o, digamos, ¡ya no le molesta! Necesita señales de diferencia. Usted no nació así, Alexis, sé con certeza que usted no era así antes… Pero ¿antes de qué? ¿Lo sabe usted?



   Alexis se sobresaltó. El recuerdo de lo que no quería decir volvió a su memoria. Cuando a uno le duele algo, aunque lo que acaba de oír sea muy complicado, le alivia tener delante a alguien que pueda ayudarle. Con una simple mirada, Alexis pidió ayuda. Era consciente de la clase de persona en que se había convertido. No sabía qué hacer para salir de aquella situación. Se hundió en el mullido respaldo del sofá y echó la cabeza hacia atrás. Simon le llenó un segundo vaso de Chivas Salute de veintiún años.

   —Si lo desea, puede poner los pies encima de la mesa. Es importante que se sienta bien. Pero tenga cuidado con la botella de whisky, por favor…

   Alexis, dócil, extendió las piernas y las puso suavemente en la mesita, procurando no mover la botella. Simon cruzó las manos sobre las rodillas.

   —Alexis… Hábleme de su infancia…

   Alexis tomó apenas un trago de whisky. Lo retuvo en la boca para que sus papilas captaran todos los sabores. Dejó el vaso delante de él y aspiró una gran bocanada de aire para retroceder en el tiempo hasta lo más profundo de sí mismo.

PIERRE SZALOWSKI - "El frío modifica la trayectoria de los peces" - (2007)


Imágenes: Rutu Modan