Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 28 de junio de 2021

LA VIDA ES GENIAL

 


Conducía por la negrísima noche de Virginia sobre la cinta de asfalto perfectamente plana que en otra época había ocupado la vía del tren. Cuando llegué al puente elevado que cruza la cañada, me puse a pensar en los detalles de la noche en la que acabaría despeñándome por él. Estaba convencido de que no viviría hasta cumplir los dieciocho, y por eso no me había molestado nunca en hacer planes de futuro. Los dieciocho habían llegado y pasado hacía un año, y yo seguía respirando. Y las cosas iban a peor.

   Verano de 1982. Ese calor repugnante, húmedo, pegajoso con el que la espalda de la camisa se empapa con solo salir a dar una vuelta con el coche. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables una noche en la cocina de casa y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz intentó suicidarse, la primera de una larga lista de tentativas. Se tragó un puñado de pastillas. El corazón se le paró justo cuando llegábamos al hospital, pero consiguieron reanimarla.

   Poco después de todo aquello, Liz y mi madre salieron de viaje para ir a ver a unos parientes y yo encontré el cadáver de mi padre, tendido de lado sobre su cama, vestido como siempre con camisa y corbata y con los pies rozando el suelo, como si simplemente se hubiese sentado para morir, a sus cincuenta y un años. Intenté aprender cómo se practica la reanimación cardio-respiratoria con la operadora del servicio de emergencias mientras cargaba con el cuerpo ya rígido de mi padre por el dormitorio. Se me hacía raro tocarle. Que yo recordase, era la primera vez que teníamos contacto físico, si exceptuamos alguna que otra quemadura de cigarrillo que me había llevado al intentar escurrirme por su lado en el estrecho pasillo.


   Pensaba que saltar del puente con el coche sería la mejor manera de afrontar la desoladora y agobiante sensación de ser yo. Melodramática manera de quitarse de en medio, ¿no? Es que era un crío. Más adelante, lo habitual era que me imaginase usando una pistola, que no es tan espectacular como tirarte en coche por un puente de tu pueblo. Se puede hacer un seguimiento de mi desarrollo a partir de estos datos. Más recientemente he pensado a menudo en las pastillas. El melodrama es para los chavales. Ahora soy un hombre maduro.

   Hacia finales del verano (que yo había empezado a llamar ya «el verano del amor») me fui de casa por primera vez con mi Chevy Nova dorado del 71. El coche, al que yo había bautizado «Oro Viejo», y cuyo suelo oxidado había sido substituido por una señal de STOP, se lo había comprado por cien pavos a la rubia buenorra de mi prima Jennifer, que años más tarde moriría a bordo del avión que se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Era azafata. Aquella mañana había escrito desde el aeropuerto de Dulles una postal en la que podía leerse en grandes letras LA VIDA ES GENIAL.

MARK OLIVER EVERETT - "Cosas que los nietos deberían saber" - (2008)

Imágenes: Geninne D. Zlatkis

viernes, 25 de junio de 2021

LO OSCURO HACE SU NIDO


 La niña comenzó a hablar poco después de que su padre se fuera de la casa para unirse a la rebelión de Orlewen. Se llamaba Rosa y era pequeña y de ojos enormes, la cabeza tan grande que alguna vez su madre había sugerido, preocupada, que quizás fuera hidrocefálica. El padre, esa noche, le dijo que no exagerara, los niños eran así, algunas partes se desarrollaban antes que otras, todo era desajuste y desencuentro. La madre volvió a la carga, insistiendo en que no era normal que ella hubiera cumplido cuatro años sin llorar nunca y mucho menos pronunciar una palabra que se pudiera entender. Esos silencios le roían el alma. Ella misma había sido una llorona, en uno de sus primeros recuerdos estaba en la parte trasera del rikshö de su abuelo, él dando vueltas a la plaza del distrito para ver si ella se calmaba después de dos horas de llanto ininterrumpido. Además la enloquecía esa costumbre de Rosa de irse a una esquina de la sala principal y quedarse ahí sentadita, jugando con una muñeca de trapo o viendo las paredes, extrañada, como si estas respiraran. Ni los juegos de su hermana mayor la distraían de su ensimismamiento. El padre, pequeño granjero, le dijo que a él también le pasaba algo así, cualquier insecto u objeto que veía con detenimiento en la propiedad se ponía a latir, sobre todo las calabazas que cultivaba con tanta dedicación, era un efecto de las cosas o de la mirada o quizás del encuentro de las cosas con la mirada. En cuanto al silencio, solo era cuestión de tiempo, se saltaría la etapa de los balbuceos y cuando hablara lo haría con frases complejas. La madre no se desprendió del rosario mientras hablaban. No lo convencería de llevar a Rosa al médico. Era parte de su fe y ella lo había aceptado así. Con el tiempo, hasta se había convencido de que era lo correcto. La naturaleza del mundo: buscar soluciones sin artificio. Desatino todo lo demás.

  (...) Una tarde Rosa comía un plato de calabaza al horno bañada en miel cuando se puso a pronunciar palabras que a su hermana Ágata, que estaba junto a ella, no le sonaron irisinas ni del dialecto que se hablaba en la región ni de ninguno de los lenguajes de los pieloscra. Seidel, dijo la niña en un acento remoto, como si ella también acabara de llegar de Afuera. Cheiro, dijo, y Ágata se rio, pensando que era mejor cualquier palabra a ese silencio que había avanzado aun más con la partida del padre. La madre vino corriendo, a instancias de Ágata, y se puso a escuchar las palabras que Rosa pronunciaba. Palabras que salían como una explosión de agua desde el centro de la tierra. Seidel cheiro, dijo la madre, y agarró el tenedor y le dio un pedazo de calabaza en la boca. No era bobita su hija. Tenía razón él, solo necesitaba un sacudón. Tu ausencia a cambio de su voz, di. Rosa rio con una risa imprevista y la madre se asustó, aunque no tardó en recuperar la calma.

 Esa noche Rosa llamó Niña grande a su madre. La madre, entusiasmada, salió a buscar a algún vecino para contarle lo que ocurría. Ágata la acompañó. En la oscuridad la madre distinguió la silueta de dos shanz caminando por la calle de tierra, como si con su sola presencia fueran capaces de disuadir a los kreols e irisinos de Temblor-del-Cielo de sumarse a la insurgencia. Iba a entrar a la casa cuando descubrió a Rosa detrás de ella, en el jardín. La niña señaló a las estrellas, y dijo, con una claridad de espanto, Estrellitas altas, tiritan. Todo naciendo. La niña rio, y la madre la abrazó y la besó. Las hormigas caminaban en fila india por el sendero que daba a la calle, y Rosa concluyó: hay que saber seguir. Los glimworms iluminaron el jardín posándose sobre una enredadera, y la niña dijo, están llenos de luz, señalándolos con el dedo.

 Tú estás llena de luz tú, mi niña, dijo la madre.

 Fueron días de jugar con las palabras. Si un pájaro dejaba de cantar, Rosa decía el pajarito desapareció del ruido.Si encontraba una hormiga muerta en el jardín, la alzaba y decía, te visitaré antes de desrecordarte. Salían al pedazo de propiedad, descuidado desde la partida del padre, con calabazas pudriéndose en esos días de sol pleno y sequía, y ella se paraba entre los cultivos y decía algo se sobresalta abajo y viene a vernos. Los lánsès que se posaban en el techo de la casa eran los señores visitas, y cuando comía algo que le gustaba, decía la vida es. A la llegada de la noche ella la llamaba lo oscuro hace su nido.

EDMUNDO PAZ SOLDÁN - "Las visiones" - (2016)

Imágenes: Brad Kunkle


martes, 22 de junio de 2021

LLUEVE


 –¿Cuál es tu poema favorito, Kitty?

   –¿Te refieres a uno que haya escrito yo o de otra persona?

   Ya debía saber que él era su poeta favorito. Por eso estaba ella allí. Sus palabras estaban dentro de ella. Las comprendía antes de leerlas. Pero él jamás lo reconocería. Siempre se mostraba alegre. Tan jodidamente alegre que ella pensó que posiblemente él estuviera en tremendo peligro.

   –Me refiero a si te gusta Walt Whitman o Byron o Keats o Sylvia Plath.

   –Ah, vale. –Tomó otro sorbo del cóctel–. Pues no hay color. Mi poema favorito es de Apollinaire.

   –¿Y cuál es?

   Inclinó la silla hacia delante y cogió la pluma estilográfica que él siempre llevaba enganchada a su camisa como un micrófono.

   –Dame la mano.

   Cuando depositó su mano en la rodilla de ella y su palma dejó una huella de sudor en el vestido de seda verde, ella le clavó la punta en la piel con tal fuerza que él se sobresaltó. La chica era más fuerte de lo que aparentaba, porque le había sujetado la mano y él no podía o no quería apartarla. Le hacía daño con su propia estilográfica según iba imprimiendo un tatuaje de letras negras en la piel.

                                                  L

                                                     L

                                                        U

                                                           E

                                                              V

                                                                 E

   


   Se quedó mirando su mano escocida.

   –¿Por qué te gusta tanto?

   Se llevó la copa de champán a los labios y deslizó la lengua en el interior, lamiendo los últimos posos de pulpa de fresa.

   –Porque siempre llueve.

   –¿Ah sí?

   –Sí. Tú lo sabes.

   –¿Ah sí?

   –Siempre llueve cuando te sientes triste.

   La imagen de Kitty Finch bajo una lluvia perpetua, caminando bajo la lluvia, durmiendo bajo la lluvia, comprando, nadando y recogiendo plantas bajo la lluvia, le intrigaba. Todavía tenía la mano en la rodilla de ella. Ella no había puesto el capuchón a la estilográfica. Él quería pedirle que se la devolviera, pero en lugar de eso, se encontró ofreciéndole otra copa. Ella estaba ensimismada. Sentada muy erguida en el sillón de terciopelo con la estilográfica en la mano. La punta dorada señalaba el techo. Pequeños diamantes de sudor caían por su largo cuello. Él se dirigió a la barra y apoyó los codos en el mostrador. ¿Tal vez debería rogar al personal que le llevaran a casa en coche? Era imposible. Era un flirteo imposible con la catástrofe, pero ya había ocurrido, estaba ocurriendo. Había ocurrido y volvía a ocurrir, pero debía luchar contra ello hasta el final. Observó la lluvia negra que ella le había tatuado en la mano y se dijo que estaba ahí para suavizar su determinación de luchar. Era lista. Ella sabía lo que hacía la lluvia. Ablandaba las cosas duras. Vio que estaba buscando algo en su bolso. Tenía un libro en la mano, uno suyo, y estaba subrayando algo en la página con su estilográfica. ¿Tal vez fuese una escritora extraordinaria? No se le había ocurrido. Quizá lo fuese, sí.

DEBORAH LEVY - "Nadando a casa" - (2011)

Imágenes: Mitch Dobrowner

sábado, 19 de junio de 2021

LA TIERRA SUFRÍA UNA PLAGA

 


Aunque las nuevas y jóvenes viudas desfilaban de luto en cantidades extraordinarias y a la vista de todos, ningún dirigente había reconocido todavía que la tierra sufría una plaga. La prensa y la población en general, inmunizadas contra un mundo que se había vuelto loco, tampoco habían caído en la cuenta de que el asunto había empeorado en los últimos tiempos. Las noticias estaban llenas de muerte. Las noticias siempre habían estado llenas de muerte. Las compañías de seguros de vida fueron las primeras que notaron lo que pasaba, y tenían buenos motivos para ello; habían asegurado a millones de personas con índices basados en una esperanza de vida de sesenta y ocho años, pero ahora, en un período de seis meses, la expectativa vital de los hombres casados de Estados Unidos con más de veinte mil dólares invertidos en un seguro de vida había caído a la atroz cifra de cuarenta y siete años.

   —Ha caído hasta los cuarenta y siete años… y sigue cayendo —dijo el director de la American Reliable and Equitable Life and Casualty Company de Connecticut—. El propio director sólo tenía cuarenta y seis años, demasiado poco para dirigir la octava compañía de seguros más importante del país. Era un joven ambicioso, escuálido y sin sentido del humor a quien el director anterior había descrito como «horripilantemente capaz». Se llamaba Millikan.

   El director anterior, al que habían pegado una patada hacia arriba para llevarlo al puesto de presidente de la junta directiva, estaba en ese momento con Millikan en la sala de reuniones de Hartford. Era un caballero viejo y afable, un solterón que se llamaba Breed.

   El doctor Everett, un joven epidemiólogo del Departamento de Salud y Asistencia Social de Estados Unidos, era el tercero de los presentes. El doctor Everett había sido quien dio a la plaga el nombre que finalmente se quedó. La llamó «la epizootia».

   —Cuando dices cuarenta y siete años, ¿es un dato exacto? —preguntó el doctor a Millikan.

   —Me temo que andamos algo cortos de datos exactos en este momento —ironizó Millikan—. Nuestro actuario de seguros se suicidó hace dos días; se lanzó por la ventana de su despacho.

   —¿Un hombre de familia? —dijo el doctor.

   —Por supuesto —respondió el presidente de la junta—. Y gracias a un seguro de vida, su familia goza ahora de todas las ventajas… Sus deudas se han pagado, su esposa tendrá un salario adecuado hasta que muera y sus hijos podrán ir a la universidad sin tener que trabajar para pagarse los estudios. —El viejo caballero lo dijo todo con un sarcasmo pesado y triste—. Los seguros son algo maravilloso; sobre todo cuando han pasado más de dos años desde el momento en que entran en vigor. —Se refería a que, en la mayoría de los casos, las aseguradoras no pagaban por suicido hasta que transcurrían más de dos años desde la firma del contrato—. Todos los hombres de familia deberían tener uno.

   —¿Dejó una nota? —preguntó el doctor Everett.

   —Dejó dos —dijo el presidente—. Una dirigida a nosotros, en la que sugería que lo sustituyéramos por una pitonisa gitana, y una dirigida a su esposa e hijos que decía, sencillamente: «Os amo más que a nada en el mundo. He hecho esto para que podáis disfrutar de todas las cosas que merecéis». —Guiñó un ojo con gesto compungido al doctor Everett, la mayor autoridad del país en la epizootia—. Me atrevería a afirmar que ese tipo de sentimientos te resultan familiares a estas alturas.

KURT VONNEGUT - "Mientras los mortales duermen" - (2011)


Imágenes: Stamatis Laskos

miércoles, 16 de junio de 2021

¿DÓNDE ESTÁ AHORA LAIKA?

 


Además de la cabra había comunistas, muchos comunistas —por entonces había muchos, al parecer—, un montón de comunistas que venían a la casa de Picasso a comer de gorra y a hablar del Partido Comunista. Actores, actrices, otros pintores, escritores, cineastas: todos hablando del dichoso Partido Comunista, y yo me pregunto: ¿qué hizo el Partido Comunista por nosotros, los perros? Vale, lo de Laika y todo eso, pero ¿dónde está ahora Laika? ¿Comiéndose un hueso en el cosmódromo de Baikonur? ¿Moviendo la colita cada vez que pasa alguien y le echa un hueso de Dios-sabe-qué, un yak o algo así? No, está achicharrada y congelada después, dando vueltas por el espacio, con su destino simétricamente invertido al de una pizza congelada barata. Ah, y en un sello postal, pero eso es poco consuelo. ¿No podían enviar un gato, un conejo, quizá una jodida cabra? ¿Qué tal un comunista como los que venían a arruinarnos la noche a la casa de Picasso? ¿Alguna actriz francesa con pinta de no saber aún lo que son los antidepresivos y el jabón? Vale, los perros tenemos un olfato muy sensible, pero podría haber tenido sinusitis y sin embargo haber sabido cuándo un actor francés salía de París camino a nuestra casa, así de mal olían todos. Vale, Picasso no olía mejor, pero era Picasso: es decir, uno de los mejores pintores del siglo XX. Podría haber metido ambos pies en una charca de mierda y todos los pintores tendrían que habérselos besado. Todos menos Egon Schiele y Lucien Freud, que son los dos segundos mejores pintores del siglo XX.


 No importa. Allí estaba, en la casa de Picasso, aguantando a los comunistas y a la cabra y tratando de no llenarme las patas de pintura. Una vez me caí por error dentro de un tarro de pintura o algo así y me tuvieron que lavar con disolvente. Vale, no es gracioso. Así que, cuando no estaba manchándome o huyendo de la cabra, yo hacía lo que todos los perros: movía la cola, jugaba con Paloma y los otros niños, me echaba para que me rascaran la panza, me pillaba pulgas y garrapatas y arrastraba las orejas por el suelo como si fuera un rastreador indio que quisiera averiguar cuán cerca está la caballería. Nada mal para un perro dachsund nacido en Stuttgart en 1956. Una vez me trajeron una perra pija para que me apareara, cosa que no pude. (¿Podrías tú, delante del mejor pintor del siglo XX? Además se llamaba Lolita, y ya sabes que eso es sinónimo de problemas.) 

PATRICIO PRON - "La vida interior de las plantas de interior" - (2013)

Imágenes: Christina Massey

domingo, 13 de junio de 2021

CON TODAS LAS FUERZAS QUE ME QUEDEN

 


Mi nombre es Klara Liboch. Esta no es mi historia, es nuestra historia. La historia de nosotros tres: Jan Bielski, Klara Liboch, Oskar Klein. Repito esos nombres, ellos dos y yo entre ellos, nuestros nombres por siempre juntos, tal como quedaron grabados a punta de navaja, encerrados en un círculo, en una de las mesas del Eden Bar y en el árbol más viejo de la plaza de San Bruno. Esta es la historia de nosotros tres y de nuestra ciudad perdida, nuestro mundo desaparecido, que ahora contemplo como a través de una gasa de hospital, con sangre seca en los bordes.

   Vivimos en la imaginación, y no sabemos cómo somos en verdad, ni cuáles son nuestros verdaderos motivos.

   ¿Quién conoció realmente a Jan? Cuando Jan entró en mi vida, yo tenía diecisiete años. Un periodista, a mi vuelta, me preguntó por él como si se tratara de una leyenda. No supe o no pude o no quise responder. No entonces, no así, con un micrófono delante, de golpe. Resumir todo, toda su vida, nuestras vidas, nuestro amor, en unas pocas frases. 


  Carne de entrevista, carne para envolver pescado al día siguiente. Dije que no, que lo sentía, que estaba muy ocupada, que quizás más adelante. Más adelante ya es ahora, ya no se puede postergar más, ya he vuelto del todo. Aún hay muchas cosas que no sé. Ignoro lo que mi pasado me tiene reservado.

   Jan me dijo una vez: «Cuando escribas algún día sobre todo esto, hazlo como quien de repente rompe a cantar, de noche, en mitad de un camino».

   Jan hablaba poco, pero a veces, después de estar callado mucho rato, te sorprendía con frases como esa. Con Jan te entraban ganas de abrir tu corazón, de caminar mucho rato y sin rumbo, bailar, escuchar música, contemplar las luces sobre el río, vivir de noche, estar atento al mundo.

   Estoy aquí para cantar esa canción, con mi voz de entonces, con todas las fuerzas que me queden.

MARCOS ORDÓÑEZ - "Detrás del hielo" - (2006)


Imágenes: Astrid Verhoef

jueves, 10 de junio de 2021

ME QUEDA POCO DE TI

 


Hay tanto dolor flotando en el ambiente… se respiran las balas, la podredumbre de la herida, el fogonazo de la pólvora, su resuello lento, como quien despluma gallinas al desgaire.

   No es desamor ni soledad, es que el aire —el mundo— está “ocupado” por el dolor, la bala, el fuego, el grito.

   No hay espacio para “sacar” lo otro, para expresar esa compasión por los difuntos, los que se perdieron de la vida; ni por los padres, las madres, las novias, los hijos… esa ternura, esa caricia que se mueve, vibra en la piel, y que la mano no atina a procurar… ese rezo que se ahoga en la garganta quiere salir, pero no halla el intersticio. Está copado el tránsito de un extremo al otro, entre tú y yo, entre el resto del mundo y yo.

   Estúpido amor mío, te fuiste a vivir la “vida”, que no fue otra cosa que a vivir la muerte sin sentido. No cambiaste al mundo. No descubriste una cura milagrosa, no sembraste un árbol, ni tuviste un hijo, ni escribiste un libro.

   No tatuaste una historia de amor en mi piel, no acariciaste suficientemente mi ombligo.

   Nadie se acordará de ti. Sólo yo, y no por lo que hiciste, sino por todo lo que no hiciste…

   Estoy atada a una vida que no viví contigo, a una memoria vacía porque no tengo contenido que ponerle. Me aferro a uno que otro momento en el que tú y yo brillamos juntos y que pasa como ráfaga ante mis ojos, como un pájaro raudo que sólo deja la esencia de su perfume animal, incapaz de asirse, porque se percibe, apenas, cuando ya ha desaparecido.

   Me queda poco de ti. Y dentro de esa menudencia, la culpa, que ocupa casi todo mi espacio interior. Si no te hubiera soltado, si no te hubiera “dado permiso” de ir a vivir la vida, permanecerías a mi lado, atado a la vida natural de dos jóvenes enamorados. Claro que nunca me lo pediste ni te lo di. Pero pude haber insistido, echado mano de los recursos femeninos que tenemos, de antiguo, las mujeres, para obligar a nuestros hombres, por debajo del agua.

   Me sentí moderna dejándote libre. Y sólo fui más estúpida que tú. ¿Habríamos llegado a lo mismo diez o veinte años después? No importa. Habrían transcurrido diez o veinte años bien vividos, con hijos y desgarraduras, con reproches y amores marchitos entre nosotros. Pero habríamos tenido una historia que contarnos. Una historia qué recordar. Una memoria que llevarnos a la muerte.

ETHEL KRAUZE - "El país de las mandrágoras" - (2016)


Imágenes: Jeanette Jarville

lunes, 7 de junio de 2021

NATURALEZA MUERTA

  


La señorita Jane Neal se reunió con su Creador en la niebla matinal del domingo de Acción de Gracias. Fue una auténtica sorpresa para todo el mundo. La de la señorita Neal no fue una muerte natural, a no ser que uno sea de la opinión de que todo sucede como se supone que tiene que suceder. De ser así, Jane Neal llevaba sus setenta y seis años avanzando hacia aquel momento final en el que la muerte la sorprendió en el luminoso bosque de arces que bordeaba el pueblo de Three Pines. Había caído con las extremidades completamente separadas, como si estuviera dibujando ángeles entre las hojas relucientes y quebradizas.


   El inspector jefe Armand Gamache, de la Sûreté du Québec, se arrodilló; sus articulaciones crujieron como el estallido del rifle de un cazador, sus manos, largas y expresivas, se cernieron sobre el diminuto círculo de sangre que había echado a perder la mullida rebeca, como si fuera un mago que pudiera eliminar la herida y curar a la mujer. Pero no podía. No era ése su don. Afortunadamente para Gamache, tenía otros. El olor del aire le recordó el de las bolas de naftalina, el perfume de su abuela. Los ojos amables y tiernos de Jane lo miraban como si se sorprendieran de verlo.

   Era él quien se sorprendió al verla a ella. Ese era su pequeño secreto. No era que la hubiera visto antes. No. Su pequeño secreto era que, a sus cincuenta y tantos años, en la cúspide de una carrera larga y, ahora, aparentemente estancada, la muerte violenta seguía desconcertándolo. Lo cual era raro para un jefe de homicidios, y quizá una de las razones por las cuales no había seguido progresando en el cínico mundo de la Sûreté. Gamache siempre albergaba la esperanza de que, tal vez, alguien había entendido mal y no hubiese cadáver. Pero no había margen de error en la cada vez más rígida señorita Neal. Tras incorporarse con la ayuda del inspector Beauvoir, se abotonó la Burberry forrada para aplacar el frío de octubre y se quedó pensativo.

LOUISE PENNY - "Naturaleza muerta" - (2005)


Imágenes: Darren Holmes

viernes, 4 de junio de 2021

EN LAS CANTINAS

 


Cuando las cantinas ostentaban en los batientes de sus puertas un letrero discriminatorio que prohibía la entrada a las mujeres —además de a menores y uniformados—, el aserrín se esparcía por el piso para absorber todo género de humedades, se acompañaban las bebidas con botanas diferentes para cada día de la semana, se rifaban pollos, se daban toques eléctricos para bajar la borrachera o probar quién carajos es aquí el más macho, y se ofrecían en venta todos los salvaconductos para volver a casa y amortiguar el regaño de la esposa: los discos de Los Panchos, la orquídea natural en su caja de celuloide, la damiana para la potencia sexual.

   La Ópera, como todos los establecimientos de su género, tenía las mesas desnudas, sin mantel, para que pudieran sonar y deslizarse las fichas de dominó. Entonces la elegancia de los sillones de terciopelo, los decorados rococó, el plafón, la seda brocada de los tapices, los candiles de lágrimas, los paisajes de la campiña francesa y la portentosa barra proveniente del antiguo Café Colón contrastaban con la brutalidad de los borrachos, que ocupaban sus lugares desde el mediodía y desde esas horas tan diurnas estaban bebiendo y jugando al dominó, animados por los tríos ambulantes que ahí despachaban sus boleros más sentimentales. En esos tiempos anteriores al ingreso del sexo femenino, La Ópera tenía en la parte de atrás un reservado, al que se entraba por Filomeno Mata, donde podían aposentarse las mujeres, como adelitas urbanas, a esperar el dilatado emborrachamiento de sus hombres.


   Con el levantamiento de la prohibición, algo ciertamente se había modificado en las cantinas, a saber si para bien o para mal. Se había ganado el placer de la compañía femenina en esos antros hasta entonces atrozmente masculinos, la posibilidad de compartir el trago, la plática, la confesión y hasta la euforia con la mujer querida o deseada o ambas cosas. Pero sin duda algo también se había perdido: la confianza, quién lo diría, para hablar precisamente de mujeres sin las distracciones, las reservas, las inhibiciones que su propia presencia imponía. En las cantinas se hablaba de muchos asuntos del corazón pero sobre todo de mujeres: de su belleza, de su gracia, de su condición; se hablaba de los anhelos, los resentimientos, los celos, los deseos, las desilusiones, de todos los estados que la mujer y la pasión de amor provocan, y se hablaba de ellas con pena, con orgullo de conquista, con dolor, con desesperación, con vehemencia, con coraje, sentimientos que se acompañaban, según el caso, con suspiros, risas, muecas obscenas, lágrimas, mocos y siempre con alcohol, con mucho alcohol, compadre, para celebrar o para recordar o para olvidar y mandar todo a la chingada, pinches viejas jijas de su rechingada madre, compadre. Pero con las mujeres ahí, al alcance de la mano y de la palabra, la palabra misma se acalló y las cantinas se morigeraron: blancos manteles afelparon los ruidos de las fichas de dominó, sofocaron sus decibeles las carcajadas y las groserías, se perdieron los pleitos antes de comenzar y el ambiente olió mejor, se hizo más suave y sin duda más inteligente.

GONZALO CELORIO - "Y retiemble en sus centros la tierra" - (1999)

Imágenes: NVM

martes, 1 de junio de 2021

PARA PROBAR EL RIESGO

 


Un muro alto cierra el jardín. La cima del muro está recubierta por cascos de vidrio de diversos colores pegados con cemento. Desde aquí, desde donde los veo, me recuerdan dientes. Este feroz artificio no impide que, de vez en cuando, algunos niños salten el muro y roben aguacates, nísperos y papayas. Colocan una tabla en el muro y después levantan el cuerpo. Me parece una tarea demasiado arriesgada para tan escaso provecho. Quizá no lo hagan para probar las frutas. Creo que lo hacen para probar el riesgo. Quizá mañana, el riesgo les sepa a nísperos maduros. Imaginemos que uno de ellos llegue a hacerse zapador. En este país no falta trabajo para los zapadores. Aun ayer vi, en la televisión, un reportaje sobre el proceso de desminado. Un dirigente de una organización no gubernamental lamentó la incertidumbre de los números. Nadie sabe, a ciencia cierta, cuántas minas se enterraron en el suelo de Angola. Entre diez y veinte millones. Probablemente haya más minas que angoleños. Supongamos, pues, que uno de esos niños se haga zapador. Siempre que rastree un campo de minas le vendrá a la boca el remoto sabor de un níspero. Un día se enfrentará a la inevitable pregunta, lanzada, con una mezcla de curiosidad y horror, por un periodista extranjero:

   —¿En qué piensa cuando desactiva una mina?

   Y el niño que todavía lleva dentro responderá

sonriendo:

   —En nísperos, colega.


La vieja Esperança, por su parte, cree que son los muros los que engendran ladrones. Oí que se lo decía a Félix. El albino la miró a la cara, divertido:

   —¡Pero si hay una anarquista en casa! Dentro de poco la sorprendo leyendo a Bakunin.

   Dijo esto y no le prestó más atención. Ella nunca ha leído a Bakunin, claro; de hecho, nunca ha leído libro alguno, apenas si sabe leer. Con todo, estoy aprendiendo muchas cosas de la vida, en general, o sobre la vida en este país, que es la vida en estado de embriaguez, oyéndola hablar a solas, ahora murmurando dulcemente, como quien canta, ahora en voz alta, como quien reprende, mientras arregla la casa. La vieja Esperança está convencida de que no morirá nunca. En 1992 sobrevivió a una masacre. Había ido a casa de un dirigente de la oposición a buscar una carta de su hijo más pequeño, de servicio en Huambo, cuando irrumpió (desde todas partes) un fuerte tiroteo. Insistió en salir de allí, quería regresar a su barrio, pero no la dejaron.

   —Es una locura, vieja, haga como si lloviera. Dentro de poco parará.


   No paró. El tiroteo, como un temporal, fue haciéndose más fuerte, más cerrado, fue creciendo en dirección a la casa. Félix me contó lo que pasó aquella tarde:

   —Llegó una tropa bulliciosa, una pandilla de amotinados bien armados, muy bebidos, entraron en la casa a la fuerza y apalearon a todo el mundo. El comandante quiso saber cómo se llamaba la anciana. Ella le dijo, «Esperança Job Sapalalo, señor», y él se rió. Se burló de ella, «Esperança será la última en morir». Alinearon al dirigente y a su familia en el patio de la casa y los fusilaron. Cuando llegó el turno de la vieja Esperança no quedaban más balas. «Lo que te ha salvado», le gritó el comandante, «ha sido la logística. Nuestro problema siempre es la logística». Después mandó que se fuera. Ahora ella se cree inmune a la muerte. Quizá lo sea.

   No me parece imposible. Esperança Job Sapalalo tiene una fina tela de arrugas en el rostro, el pelo completamente blanco, pero mantiene las carnes duras y los ademanes firmes y precisos. En mi opinión es la columna que sustenta esta casa.

JOSÉ EDUARDO AGUALUSA - "El vendedor de pasados" - (2004)

Imágenes: Louise Richardson