Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 31 de mayo de 2022

ERA LA MUJER MÁS RICA DE AQUELLOS CONTORNOS

 


La casa no había sido siempre un café. Miss Amelia la heredó de su padre, y al principio era un almacén de piensos, guano, comestibles y tabaco. Miss Amelia era muy rica: además del almacén, poseía una destilería a tres millas del pueblo, detrás de los pantanos, y vendía el mejor whisky de la región. Era una mujer morena, alta, con una musculatura y una osamenta de hombre. Llevaba el pelo muy corto y cepillado hacia atrás, y su cara quemada por el sol tenía un aire duro y ajado. Podría haber resultado guapa si ya entonces no hubiera sido ligeramente bizca. No le habían faltado pretendientes, pero a miss Amelia no le importaba nada el amor de los hombres; era un ser solitario. Su matrimonio fue algo totalmente distinto de todas las demás bodas de la región: fue una unión extraña y peligrosa, que duró sólo diez días y dejó a todo el pueblo asombrado y escandalizado. Dejando a un lado aquel casamiento, miss Amelia había vivido siempre sola. Con frecuencia pasaba noches enteras en su cabaña del pantano, vestida con mono y botas de goma, vigilando en silencio el fuego lento de la destilería.



Miss Amelia prosperaba con todo lo que se podía hacer con las manos: vendía menudillos y salchichas en la ciudad vecina; en los días buenos de otoño plantaba caña de azúcar y la melaza de sus barriles tenía un hermoso color dorado oscuro y un aroma delicado. Había levantado en dos semanas el retrete de ladrillo detrás del almacén, y sabía mucho de carpintería. Para lo único que no tenía buena mano era para la gente. A la gente, cuando no es completamente tonta o está muy enferma, no se la puede coger y convertir de la noche a la mañana en algo más provechoso. Así que la única utilidad que miss Amelia veía en la gente era poder sacarle el dinero. Y desde luego lo conseguía: casas y fincas hipotecarias, una serrería, dinero en el banco… Era la mujer más rica de aquellos contornos. Hubiera podido hacerse más rica que un diputado a no ser por su única debilidad: a saber, su pasión por los pleitos y los tribunales. Se enzarzaba en un pleito interminable por cualquier minucia. En el pueblo se decía que si miss Amelia tropezaba con una piedra en la carretera, miraba inmediatamente a su alrededor para ver a quién podría demandar. Aparte de sus pleitos, llevaba una vida rutinaria, y todas sus jornadas eran iguales. Exceptuando sus diez días de matrimonio, nada había alterado el ritmo de su existencia hasta la primavera en que cumplió treinta años.



(...) Ya dijimos antes que miss Amelia había estado casada. Ahora podemos traer a colación aquel curioso episodio. Recordad que todo ocurrió hace mucho tiempo, y que fue el único contacto personal que había tenido miss Amelia, antes de la llegada del jorobado, con este fenómeno, el amor.

El pueblo era entonces el mismo de ahora; la única diferencia es que había dos tiendas en lugar de tres, y que los melocotoneros que bordeaban la calle eran entonces más torcidos y más pequeños. Miss Amelia tenía diecinueve años, y su padre había muerto meses atrás. En aquel tiempo vivía en el pueblo un mecánico reparador de telares que se llamaba Marvin Macy. Era el hermano de Henry Macy, pero no se parecían en absoluto; ya que Marvin Macy era el hombre más guapo de la región; muy alto, fuerte, con unos ojos grises de mirar lento, y el pelo rizado. Se desenvolvía muy bien, ganaba buenos jornales y tenía un reloj de oro que se abría por detrás y se veía un cromo con unas cataratas. Desde un punto de vista externo y social, Marvin Macy pasaba por ser un sujeto afortunado: no estaba a las órdenes de nadie y conseguía todo cuanto se le antojaba. Pero desde un punto de vista más serio y profundo, Marvin Macy no era un hombre envidiable, porque tenía un carácter endiablado. Su fama era tan mala como la del muchacho más perverso de la comarca, o aún peor. Cuando era todavía un niño, llevaba siempre en el bolsillo la oreja seca y en salazón de un hombre al que había matado con una navaja de afeitar en una pelea. Les cortaba las colas a las ardillas del pinar sólo por divertirse, y llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón matas de marihuana (prohibida) para tentar a los que andaban deprimidos y propensos al suicidio. Pero, a pesar de su fama, era el ídolo de numerosas chicas de la región, entre las cuales había siempre varias muchachitas de pelo limpio y dulces ojos, de tiernas formas y modales encantadores. Marvin Macy echaba a perder a aquellas dulces muchachitas. Por fin, a los veintidós años, Marvin Macy escogió a miss Amelia. Aquélla era la mujer que deseaba, aquella joven solitaria, desgarbada, de extraño mirar. Y no la quería por su dinero; se había enamorado de ella.

CARSON McCULLERS - "La balada del café triste" - (1951)


Imágenes: Siya Fatih Gurbaz

domingo, 29 de mayo de 2022

Y LLEGARON LOS TÍTERES

 


¡Con cuánta facilidad el hombre se acostumbra a los artificios! Al principio fueron la cirugía estética y las hormonas las que consiguieron escamotear algunos años a la vejez. Una figura carcomida por el tiempo ofrecía un aspecto joven gracias a los medicamentos, cosméticos y masajes, tal un desvencijado automóvil que, mediante una mano de pintura y algunas reparaciones, ofrece una flamante apariencia.

Y llegaron los títeres.

Los viejos pudieron trasvasijar sus apetitos seniles a un cuerpo robusto y hermoso, capaz de realizar los actos humanos con mayor eficiencia y vigor que un adolescente. Aunque una parte de la humanidad considerase una perversión la titeromanía, el resto la miraba con benevolencia, con mayor benevolencia que los antiguos juzgaban la vejez libidinosa. ¿Y por qué? Porque el hombre siempre se halla dispuesto a contemporizar en las cuestiones de utilidad general. La vejez une a la humanidad, porque nadie puede sustraerse a ella. Todos algún día quedarán reducidos a despojos vivientes, que, en el mejor de los casos, inspirarán veneración. Pero vinieron los títeres a demostrar que, en la práctica, la vida comienza a los ochenta y más años. Para el anciano que no le cabía sino esperar filosóficamente la muerte, contemplando en su cuerpo la erosión del tiempo, viviendo de los recuerdos de otras épocas, o aconsejando a jóvenes cuyos rostros no disimulan la ironía, abríase un nuevo mundo de juventud y potencia, atestado de placeres distorsionados, donde entraban perfectamente dotados para satisfacer sus seniles lucubraciones.



Si la ley no pone atajo a la euforia, decían los antitíteres, el porvenir de la humanidad será tenebroso. Pero ¿quién o quiénes serían capaces de tomar la iniciativa? Comenzaba la era de los ancianos. Así como en otros siglos los viejos integraron el gobierno por mayor experiencia y equilibrio, ahora, desde sus títeres, estaban conformando la humanidad a su gusto. Y lo hacían acuciados por el instinto de conservación llevado a su último extremo: su fatal desaparición ante la vejez, proceso hasta entonces imposible de atajar por medios naturales. Quien más probabilidades tiene de imponer un criterio es aquel para quien dicho criterio le garantiza la supervivencia. Si en otros tiempos los hombres lucharon por acumular riquezas con el único fin de procurarse comodidades y placeres, arriesgando en esa lucha lo más sagrado, en la actualidad, desaparecidos aquellos medios, se perfilaban otros de mayores trascendencias: a través de los títeres disfrutar de la vida y sus goces hasta el último suspiro.

HUGO CORREA - "Cuentos reunidos" - (2016)


Imágenes: Christoffer Relander

miércoles, 25 de mayo de 2022

UNA NIÑA ENVEJECIDA NO ES LO MISMO QUE UNA NIÑA PRECOZ

 


El día que mi madre me habló de la experiencia de su parto decidí que nunca tendría hijos. Fue mucho más gráfica la descripción de su parto que la apología de mi nacimiento, aunque ella insistiese en que yo era la niña más hechita de cuantos bebés había tenido la oportunidad de ver de cerca. Mi madre, cuando narra, tiende a ser minuciosa; en cuanto a mí, siempre he sabido escuchar y soy mucho más impresionable de lo que a simple vista pudiera parecer. No recuerdo exactamente la edad a la que se lo pregunté y ella me respondió. Me acuerdo, eso sí, de que yo ya tenía clara la idea del cómo: los huevos, las semillas, el quererse mucho, el no tomarse la pastilla —a propósito—, los besitos, las flores abiertas y la lubricación natural, las cáscaras rotas, los niños-pez y los espermatozoides nadadores. Tampoco recuerdo si el relato fue la respuesta a mi curiosidad o si mi madre tomó la iniciativa. 



Sin embargo, sí puedo fijar el instante en el que formulé en voz alta el primer mandamiento de mi declaración de principios: a los once años y delante de mis amigas, juré solemnemente que nunca sufriría un parto y, por ende, nunca sería una madre. Mis amigas me admiraron y una niña mayor, que había puesto la oreja en una conversación que no era la suya, se rio de mí, diciendo que yo aún era muy joven para asegurar tal cosa y que nunca se podía decir de esta agua no beberé. Era una niña refranera, de las que saben coser sus retalitos —una niña envejecida no es lo mismo que una niña precoz: la primera tiene achaques e inhibiciones prematuras, es represiva y mimética; la segunda es misteriosa, temible, observadora, vital…—, una niña resabiada a quien me alegro de no haber dado la razón. He cumplido mi promesa y no he bebido de esa agua. Ya no me queda tiempo para arrepentirme y sigo en mis trece con más argumentos que a los once años. Ahora acumulo razones de corte moral, filosófico, histórico y sociológico.

MARTA SANZ - "La lección de anatomía"  (Nueva versión) - (2016)


Imágenes: Ondrej Zunka

lunes, 23 de mayo de 2022

VIOLENTOS CORRECTIVOS AJENOS AL SISTEMA

 


No voy a empezar esta historia contando cómo mataron a mi hija. Ni voy a limitarme a contar lo relativo a mi venganza. Aunque sé que es lo que ahora interesa a todo el mundo, para mí, esa historia de venganza es mucho menos importante que la historia de mi hija. Si todos los libros que leí en mi vida han enseñado a esta mujer que no acabó sus estudios de secundaria hasta los treinta a juntar palabras con cierta armonía, y si al leer estas palabras alguien siente que ha conocido, no a mí ni a mi venganza, sino a mi hija Alegría, entonces leer, estudiar y decidirme a escribir este libro habrán sido decisiones acertadas. Porque el público, los medios, lo que quieren saber ahora es dónde conseguí el arma, cómo planeé matarlos. Me preguntan si era necesario hacerlo delante de tanta gente, si realmente me provoca algún alivio saber que han muerto. Si ha merecido la pena. Se cuestiona qué sería del mundo si otras personas me tomaran como ejemplo, qué pasaría si la sociedad al completo empezara a corromper la justicia recurriendo a violentos correctivos ajenos al sistema. Algunos, los más retorcidos, me preguntan por el olor de la sangre, por el fragor de la estampida. Seguramente acabe respondiendo a todas esas preguntas en estas páginas, pero no pienso empezar por ahí. Porque me niego a que la vida de mi niña quede reducida a mi venganza. O a su muerte, a su asesinato, a lo más horrible que le pasó nunca. Eso es lo peor que se le puede hacer a una víctima, reducirla a algo que nada tiene que ver con ella. Mi hija no fue un cuerpo abandonado en un callejón, por mucho que así la describieran tantas palabras escritas sobre ella. Tantas noticias, tantas imágenes recordándome día tras día, año tras año, que mi hija fue un cuerpo abandonado en un callejón.



Pero mi hija no fue eso. Mi hija fue los mejores diecinueve años de mi vida. Mi hija fue la mariposa más bonita que haya existido nunca. Y eso que, como ella misma me enseñó, existen mariposas en este mundo con tantos colores que ni siquiera tenemos palabras para describirlos. Mi hija fue la dueña de unos hoyuelos que sigo echando de menos cada día, los que aparecieron en sus mejillas la primera vez que me dijo su nombre. Mi hija fue una manita buscando la mía bajo la colcha cuando seguía teniendo pesadillas con lo que nos hizo su padre, fue la dueña de los mechoncitos puntiagudos que formaban sus pestañas mojadas después de llorar. Fue también la niña de la que se enamoró este país gracias al fenómeno viral del vídeo en el que aparecía bailando como Shakira, con cuatro años, mientras comía patatas fritas sobre la barra del Burger King en el que yo trabajaba por aquel entonces. Morirse fue lo menos importante que mi hija hizo en su vida, aun cuando su muerte transformó la vida de tantas personas.



Se supone que somos las madres las que enseñamos a vivir a nuestras hijas, pero a mí fue Alegría la que me enseñó el mundo. La que me hizo verlo de una manera que jamás hubiera imaginado, tan lleno de cambio, de posibilidades, de renacimiento. La que me hizo entender la vida como una constante e interminable transformación. Mi hija solía contar que entendió lo que era la belleza la primera vez que vio emerger una polilla del capullo en el que había entrado un gusano de seda. Lo vio ocurrir en una simple caja de zapatos en la que yo había metido cuatro gusanos que me había regalado una de sus tías del centro de acogida, pero Alegría aseguraba que ser testigo de aquella metamorfosis a quien transformó de verdad fue a ella.

Así era mi hija, capaz de identificar la belleza aunque se manifestara dentro de una vieja caja de cartón. Esa tarde, mientras ella observaba fascinada el milagro de la metamorfosis, señalándome con su dedito la mariposa blanca que extendía sus alas en una esquina de la caja, yo le dije que el verdadero milagro de mi vida era ella. Y, al besar su manita, noté el sabor de las moras que había comido, cogidas del mismo árbol del que arrancábamos las hojas para alimentar a los gusanos, como si ella también fuera una oruga destinada a convertirse en mariposa. Algo que, de alguna manera, acabó haciendo. Y que supone el único final feliz que puedo encontrarle a esta historia que no lo tiene.

PAUL PEN - "La metamorfosis infinita" - (2022)


Imágenes: Lester Lee 


viernes, 20 de mayo de 2022

LO ESCRIBIRÉ TODO



Me he retirado para escribir la obra de mi vida.

Soy un gran escritor. Nadie lo sabe aún puesto que todavía no he escrito nada. Pero cuando lo haga, cuando escriba mi libro, mi novela…

Por eso me he retirado de mi trabajo de funcionario y de… ¿de qué más? De nada más. Porque amigos nunca he tenido y amigas aún menos. No obstante, me he retirado del mundo para escribir una gran novela.

El problema es que no sé cuál será el tema de mi novela. Se ha escrito ya tanto sobre todo y sobre cualquier cosa…

Intuyo, siento que soy un gran escritor, pero ningún tema me parece suficientemente bueno, importante, interesante para mi talento.

Por lo tanto espero. Y, mientras espero, sufro evidentemente la soledad, y el hambre también, a veces, pero confío en que con ese sufrimiento tal vez llegue a un estado de ánimo que me permita descubrir un tema digno de mi talento.

Por desgracia el tema tarda en aparecer y la soledad me pesa cada vez más, el silencio me rodea, el vacío se propaga, y eso que mi casa no es muy grande.

Pero esas tres cosas horribles —la soledad, el silencio y el vacío— revientan el techo, estallan hasta las estrellas, se extienden hasta el infinito y ya no sé si es lluvia o nieve, foehn o monzón.

Y grito:

—Lo escribiré todo, todo lo que se puede escribir.

Y una voz me responde, irónica, aunque por fin hay una voz:

—De acuerdo, chaval. Todo, pero nada más, ¿eh?

AGOTA KRISTOF - "No importa" - (2005)


Imágenes: John Dikstra 

lunes, 16 de mayo de 2022

AL SUBIR A UN AVIÓN SONREÍMOS

 


Al subir a un avión sonreímos sin saber muy bien por qué. La posibilidad de tentar al destino hace que seamos más supersticiosos que racionales: no sonreímos por dicha, sino como un conjuro contra la adversidad.

Pensé esto al tomar un avión de hélice de Zacatecas a la ciudad de México.

En la fila para documentar me había llamado la atención un hombre con el pelo a rape, camiseta de basquetbolista y botas de una piel que no supe reconocer, una piel de reptil con crestas diminutas. En su brazo, un Cristo tatuado lloraba lágrimas azules. Tres cadenas de oro le pendían del pecho y dos celulares del cinturón de pita. Lo escuché hablar en buen inglés por uno de sus teléfonos. Luego sonó el otro y habló en susurros. Su equipaje era una bolsa verde, como las que usan los soldados norteamericanos. Parecía un ranchero que hizo negocios al otro lado de la frontera y empacó de prisa. Iba acompañado por su mujer y un hijo pequeño, que tenía en los brazos calcomanías que semejaban tatuajes.

Antes de documentar, me encontré a un conocido y sobrevino uno de esos diálogos de esmerada cortesía que los mexicanos sostenemos con personas que no volveremos a ver. La mujer me vio con curiosidad.

Aunque éramos pocos pasajeros, la azafata nos dijo que debíamos respetar los asientos asignados para mantener el equilibrio de la nave. Me tocó el 12D, en la última fila, donde el respaldo no puede reclinarse. A mi lado se sentó la mujer del hombre de los collares de oro.



He oído a conocedores encomiar los aviones de hélice, que pueden planear en caso necesario. Para el viajero común, la cabina estrecha, su tendencia a surfear en las corrientes de aire, y el hecho de que las aspas pertenezcan a una tecnología anterior, sugieren un ambiente algo precario.

Me persigné y abrí una novela para evadirme.

Después de una bolsa de aire, la mujer de al lado preguntó:

—¿Puedo hablar con usted?

Me quité los lentes para escuchar, como si lo hiciera por los ojos. La siguiente pregunta me tomó por sorpresa:

—¿Usted cree que un enemigo puede perdonar? —Sus ojos me vieron con preocupación.

A diferencia de su marido, ella vestía con sencillez: pantalones de mezclilla, sandalias, camisa a cuadros.

—¿A qué se refiere? —le pregunté.

Enrolló con nerviosismo su pase de abordar en el dedo índice y me contó que su marido tenía que respetar un acuerdo hecho por sus jefes. «Hay gente a la que no le gusta lo que uno hace, gente que se mete con uno», dijo de manera enigmática.

Desvié la vista al hombre que dormía plácidamente. «Él es leal», la mujer hacía pausas para encontrar las palabras correctas: «Siempre ha trabajado para la misma gente. Ahora le dijeron que ya no podía trabajar así. Tuvo que aclarar cosas con otro grupo, gente que no lo quiere. Hizo cosas que no le gustaban a esos señores.» Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas: «Sus jefes lo mandaron a verlos.»

—¿Y qué pasó? —pregunté.

—Le dieron una chanza.

Yo acababa de leer en Proceso un escalofriante reportaje de Ricardo Ravelo sobre el narcopacto entre los cárteles del Golfo y de Sinaloa. De acuerdo con esa información, entre mayo y junio de 2007 las bandas habían celebrado siete encuentros para negociar una tregua. Las ejecuciones perjudicaban su negocio. El pacto tenía una cláusula para tratar a los traidores: «El grupo agraviado decidirá qué hacer con ellos: si los castiga o los ejecuta.»

—¿Un enemigo puede perdonar? —la mujer repitió su pregunta.



El atuendo de su marido y la fuerza magnética del reportaje de Ravelo me hicieron pensar en una trama del narcotráfico. ¿Qué hacer en una situación donde se mezclan el miedo, el dolor de una mujer, la imposibilidad de entender, el inesperado contacto con datos oprobiosos?

El hombre dormía, como si cayera dentro de sí mismo. ¿El peligro representaba para él algo elemental? ¿Estaba tan extenuado que al fin su organismo se rendía?

¿Hasta qué punto yo quería interpretar de más? Tal vez las noticias de los últimos meses habían activado mi paranoia y me llevaban a buscar coincidencias donde no las había. Tal vez los problemas del hombre se referían a dos grupos de rancheros y no perdería otra cosa que su problemas del hombre se referían a dos grupos de rancheros y no perdería otra cosa que su empleo. ¿Acaso un ranchero no se harta y se deprime y desea cambiar de aires?

Vi el pase de abordar con el que había jugueteado la mujer: su lugar era el 10D. No había sido asignada a la fila 12 ni estaba por comodidad en ese espacio donde los asientos no se reclinan. Aunque nos prohibieron cambiar de sitio, ella se había trasladado, en pos de una respuesta.

—Un enemigo puede perdonar —le dije.

Entonces ocurrió lo más raro del viaje:

—Gracias, padre —contestó.

Yo era tan exótico para ella como su marido para mí. Reparé en mi atuendo y mi conducta: iba vestido enteramente de negro y el cuello blanco me asomaba como un collarín, llevaba en las manos El día de todas las almas de Cees Nooteboom (ella no tenía por qué saber que se trataba de una novela), me persigné durante el despegue y en la cola para documentar hablé con un conocido en un tono que —ahora me daba cuenta— era bastante sacerdotal. Dos realidades ilusorias se cruzaban en el vuelo. Yo le atribuía a su marido un drama de sangre y ella me atribuía una espiritualidad difusa. Pero su angustia era genuina. Hubiera sido terrible revelarle a esas alturas (nunca fue más lógica la frase) que mi verdadero oficio me lleva a escuchar sin sacramento de por medio.

La mujer necesitaba creer en la palabra empeñada por un adversario y en la respuesta de un extraño en la realidad suspendida del avión. Por la ventanilla, se veía la tierra a la que bajaríamos pronto, donde la gente se entendía tan poco como los pasajeros de los asientos 12C y 12D. Pensaba en esto cuando la mujer sonrió y me mostró su pase de abordar, confesando que había cambiado de sitio:

—Hace demasiado que no hablaba con un padre. —Me vio con una confianza inmerecida.

Me había regalado un artículo de fe.

JUAN VILLORO - "¿Hay vida en la Tierra?" - (2014)


Imágenes: Victo Ngai

viernes, 6 de mayo de 2022

TRATOS CON LOS MALIGNOS

 


Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las grandezas del genio a que éste mantenía estrecho «pacto con el diablo».

Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.

Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los malignos. Así, su célebre Sonata del diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella, conocida también por «El ensueño de Tartini», se atribuyó a la directa inspiración del propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes.



De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres cantantes por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo y, en medio de su éxtasis, había tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a santa Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya le cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal, de Dryden, alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con cuerdas, arrastrando, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.



El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga, porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que con su instrumento despertaba en sus auditorios que se dice que el gran Rossini lloró como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin desmayarse al punto. La magia de su arco permitíale al gran artista determinar a voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente —y esto no se decía por nadie sin terror y de oído a oído— que todo aquello se debía no más a que las cuerdas de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia.

H. P. BLAVATSKY - "La cueva de los ecos y otros cuentos ocultistas y macabros" - (1892)


Imágenes: Shawn Huckins

martes, 3 de mayo de 2022

ME DEDICO A MIS LIBROS

 


Ah, también me gusta la gente. Me gusta que vengan a verme para charlar un rato, o para jugar al ajedrez o a tomar una copa, o para todo junto. Me gusta estar un par de horas en Smiley’s o, en otra taberna, alguna que otra vez al cabo de la semana. También me gusta jugar al póker de vez en cuando.

Pero normalmente, una tarde cualquiera, me dedico a mis libros. Dos paredes de la sala de estar están cubiertas de libros, y ya la invaden otras dos estanterías de la alcoba, e incluso hay un estante en el baño. ¿Qué quiero decir con incluso? Creo que un baño sin estantería está tan incompleto como lo estaría uno que no tuviese retrete.



Y además son buenos libros. No, no me sentiría solitario esta noche, incluso si Al Grainger no viniera para jugar al ajedrez. ¿Cómo podría sentirme solo con una botella en el bolsillo y con tan buena compañía esperándome? Vaya, si leer un buen libro es algo casi tan entretenido como escuchar a quien lo escribió. Es mejor en cierto sentido, porque uno no tiene porqué ser educado con él. Se puede cerrar y hacerle callar en cualquier momento si se precisa y coger otro distinto. Y uno se puede quitar los zapatos, y poner los pies en la mesa. Se puede beber y leer hasta olvidarse de todo menos de lo que uno está leyendo; se puede olvidar quien es uno mismo y el hecho de que hay un periódico que te cuelga del cuello como una piedra de molino, todo el día y todos los días, hasta que se llega a casa, al refugio y al olvido.

FREDRIC BROWN - "La noche a través del espejo" - (1950)


Imágenes: Tara Mapes

domingo, 1 de mayo de 2022

POR DENTRO, NINGUNO DE LOS DOS SE REÍA

 


Es posible que haya en el mundo gente capaz de leer la mente en contra de su voluntad, y si dichas personas existen, estoy casi segura de que mi marido es una de ellas. Y lo creo por lo que ocurrió la semana en que supe que no tardaría en marcharme, cosa que él ignoraba; sabía que tenía que decírselo, pero no se me ocurría cómo conseguir que mi boca pronunciara esas palabras, y puesto que mi marido es capaz de leer la mente sin querer, aquella semana bebió mucho más de lo habitual, sobre todo ginebra, y también jarras de cerveza que compraba en la tienda gourmet. Entraba en casa dando un sorbo a una lata escondida dentro de una bolsa de papel, y sonreía como si fuera una broma.

Yo me reía.

Él se reía.

Por dentro, ninguno de los dos reía.

La mañana en que me marché, él se levantó de la cama, se vistió y salió del dormitorio. Yo permanecí totalmente despierta con los párpados cerrados hasta que oí cerrarse la puerta principal. 



Me fui del apartamento a mediodía con la mochila a la espalda, y me sentí tan asqueada y absurda que en lugar de entrar en el metro me metí en un bar. Pedí un bourbon doble, a pesar de que es algo que nunca bebo, y cuando el camarero me preguntó de dónde era, le dije que alemana sin motivo alguno, o quizá se lo dije para que no intentara entablar conversación, o a lo mejor porque necesitaba vivir otra historia durante media hora: ser una solitaria mujer alemana que había venido a ver la Estatua de la Libertad y la Square of Time y el Park of Central (en lugar de una mujer que coge un vuelo solo de ida hasta un país donde solo conoce a una persona, la cual solo en una ocasión le había ofrecido su cuarto de invitados, cosa que, al pensarlo detenidamente, parecía ser la clase de invitación que solo se hace a sabiendas de que no se aceptará, solo que ahora era demasiado tarde porque yo la estaba aceptando y… yo qué sé, yo qué sé).

Un hombre sentado en un taburete, a mi lado, a pesar de que ya tenía delante una larga hilera de botellas vacías, pidió un zumo de arándanos a palo seco.

¿Qué problema tienes?, me preguntó. Dime cuál es tu problema, nena.

Lo miré como si no tuviera ningún problema que contar, porque ese es mi problema, me dije, no saber cómo contarlo, y por eso lo que más me gusta del control de seguridad del aeropuerto es que lo puedes pasar sin parar de llorar y lo único que les importa es si llevas una bomba. De todas maneras, te registran si les apetece. Y te hacen pasar por el detector de metales. Y siguen chillando instrucciones acerca de los portátiles y líquidos y geles y zapatos, y no te preguntarán qué va mal porque ya todo va mal y no te mirarán dos veces porque solo les pagan para mirarte una. Y a veces hay gente que da gracias por eso.

CATHERINE LACEY - "Nunca falta nadie" - (2014)


Imágenes: Seth Armstrong