Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 31 de julio de 2021

SER TÍMIDA ES UNA MIERDA

   


   Ser tímida es una mierda.

   No es ni mono ni femenino ni atractivo. Es un tormento y es una mierda.

   Me pasé gran parte de mi infancia y adolescencia mirando al suelo. Es un misterio cómo no acabé siendo geóloga. Hablaba en susurros. La gente siempre me decía: «¡Habla más alto! No te oímos».

   Me aprendía de memoria las lecciones y los poemas que mandaban en la escuela y luego lloraba para librarme de salir a recitar. Algunos profesores me juzgaban por no estudiar. Otros me perdonaban por no ser muy lista. Solo unos pocos veían mi timidez.

   —Qué retrasada es —decían algunos familiares.

   —Qué callada y educada —decían los amigos más diplomáticos de mi madre.

   Yo pensaba que era fea y estúpida, torpe y negada para socializar. También pensaba que todo el mundo se daría cuenta de estos defectos si me hacía notar. Quería desaparecer en lugar de eso, crecí hasta medir un metro ochenta. Los chicos, concretamente, parecían dar por hecho que lo de crecer lo había hecho queriendo y que debía ser ridiculizada por ello con tanta frecuencia como fuera posible.

   Me escondí tras un gran cuaderno rosa, uno que contenía una resma entera de papel. En él me construí un universo. Ahí podía ser un caballo mágico, una marciana, una telépata… Podía estar en cualquier sitio menos aquel, con cualquier persona menos aquellas.

OCTAVIA E. BUTLER - ·Hija de sangre y otros relatos" - (2006)

Imágenes: Shawn Theodore

miércoles, 28 de julio de 2021

LA TRANQUILIDAD DE LOS VENCEDORES

 


A las nueve de la mañana el sol pegaba fuerte sobre el aeropuerto de Santiago. Vaya. Estaba pisando suelo chileno luego de dieciséis años por el mundo. ¿Por qué no saliste conmigo, Verónica? ¿Por qué ninguna bruja nos vendió el bálsamo para ver el futuro? ¿Por qué la fiebre de aquello tan inexplicable y que llamábamos consecuencia se interpuso entre el amor y nos dejó en frentes diferentes? ¿Por qué fui tan imbécil? ¿Por qué?

   —Belmonte, Juan Belmonte —dijo el agente de Interpol examinando el pasaporte.

   —Sí. Ese es mi nombre. ¿Pasa algo?

   —Nada. Estamos en democracia. No pasa nada.

   —¿Entonces?

   —Es que se llama igual que un famoso torero, ¿lo sabía?

   —No. Es la primera vez que me lo dicen.

   —Hay que leer. Belmonte fue un gran torero. Caramba, lleva varios años sin venir a Chile.

   —Así es. Soy un turista consuetudinario y el mundo está lleno de lugares interesantes.

   —No me interesa saber qué hizo en el extranjero ni los motivos por los que salió. Sin embargo le daré un consejo y gratis: éste no es el país que dejó al salir. Las cosas han cambiado y para mejor, así que no intente crear problemas. Estamos en democracia y todos felices.


   El tipo tenía razón. El país estaba en democracia. Ni siquiera se molestó en decir que habían, o que se había, recuperado la democracia. No. Chile «estaba» en democracia, lo que equivalía a decir que estaba en el buen camino y que cualquier pregunta incómoda podía alejarlo de la senda correcta.

   Tal vez ese mismo tipo había hecho parte de su carrera en prisiones que nunca existieron o de cuyos paraderos es imposible acordarse, interrogando a mujeres, ancianos, adultos y niños que nunca fueron detenidos y de cuyos rostros es imposible acordarse, porque cuando la democracia abrió las piernas para que Chile pudiera estar en ella, dijo primero el precio, y la divisa en que se hizo pagar se llama olvido.

   Quizás ese mismo tipo que ahora se permitía darme el consejo de no ocasionar problemas fue uno de los que se ensañaron con Verónica, contigo, amor mío, con tu cuerpo y tu mente, y ahora disfruta la tranquilidad de los vencedores, porque nos ganaron, amor mío, nos ganaron olímpicamente y por goleada, sin dejarnos siquiera el consuelo de creer que habíamos perdido luchando por la mejor de las causas. Y como no se puede saltar al cuello del primer sujeto que nos huele a hijo de puta, decidí alejarme rápidamente del control policial.

LUIS SEPÚLVEDA - "Nombre de torero" - (1994)


Imágenes: Astrid Verhoef

domingo, 25 de julio de 2021

EN LA PIEDRA ANGULAR DE LA CREACIÓN

 


Olga ha conocido a un hombre. Es camillero del hospital. Se llama Stefan. Un día, en la sala del té, le preguntó de dónde era y cuando Olga le dijo el nombre de su ciudad natal, el hombre dio un brinco y gritó «¡Dios mío!», de modo que ella pensó que serían del mismo sitio. Pero es lituano. Olga sigue sin saber por qué se emocionó tanto. Stefan mide un metro noventa y siete. Es importante, cuando un hombre tan alto salta en el aire.

   El supervisor ha trasladado a Olga al lugar donde las mujeres van para tener niños. Antes limpiaba las salas de las viejas, las salas grandes y silenciosas al final del laberinto del edificio donde las ventanas no dan a nada, solo a paredes de ladrillos o huecos de escalera o tubos y huecos del sistema de calefacción del hospital, como si alguien hubiera decidido que las viejas ya no necesitan ver el mundo porque de todas formas están a punto de abandonarlo. Las ancianas yacían en sus camas, blancas, menudas y suaves, como hadas pequeñitas y arrugadas. No daban ningún problema. Yacían como bebés en la cuna bajo las potentes luces del techo con alguna fruslería al lado: una fotografía enmarcada, una tarjeta, una revista. Tenían poquísimo, menos de lo que la gente lleva consigo en el bolso cuando sale de compras. Las luces blancas las interrogaban, mostrando su pobreza, limpiando paulatinamente el significado de cada objeto hasta que la fotografía y la postal perdían el derecho a estar allí, obstaculizando la invasión de blancura. Olga solía quitar el polvo a sus baratijas, volvía a colocarlas firmes y triunfantes en las mesillas de noche, alisaba las portadas de las revistas.



   La zona de maternidad no es así en absoluto. Aquí las mujeres tienen ramos de flores gigantes y chillones, y cestas de frutas exóticas y regalos, siempre más regalos, objetos nuevos que las madres desenvuelven de cualquier modo, tirando el papel para que Olga lo recoja. Ella recoge los trozos de papel de llamativos colores, los lazos dorados, las etiquetas y tarjetas, las ruidosas mortajas de plástico que revisten las cosas nuevas. Coge todas esas cosas, tan nuevas y no obstante superfluas, y las mete en la bolsa negra de la basura. Cerca de las camas, los bebés se retuercen como larvas dormidas en sus cajas acrílicas. Al final de su turno, la bolsa de la basura está llena, repleta de desperdicios livianos y crujientes, indescriptibles, de frescura química. No hay palabras para la clase de basura que Olga recoge. Es extraño que una nueva vida llegue al mundo engalanada de basura sin nombre.

   En los pasillos de los paritorios resuenan gritos terribles. Olga pasa la fregona por allí, frente a las puertas cerradas. Dentro, las mujeres braman como animales. Stefan trabaja en esos pasillos: traslada a las pacientes en camilla. Así lo ve Olga, empujando a las sufrientes señoras hacia su destino, su liberación, y luego recogiéndolas, mustias, confusas y calladas, con el bebé enganchado al pecho como una lapa. Stefan es alto, una figura erguida que parece presidir el sufrimiento de las mujeres, casi describirlo, como el pincel del artista describe la imagen que está pintando. Impasible, se descubre no obstante allí, en la piedra angular de la creación, guiado por una mano invisible. Stefan distribuye formas y propiedades; entra y sale de la sala de partos manchado de creación.

RACHEL CUSK - "Las variaciones Bradshaw" - (2009)

Imágenes: Sarah Detweiler

jueves, 22 de julio de 2021

A CABALLO ENTRE UNA TUMBA Y UN PARTO DIFÍCIL

 



(La luz se extingue bruscamente. La noche cae de pronto. Sale la luna, al fondo, aparece en el cielo, se inmoviliza, baña el escenario con luz plateada).

   VLADIMIR: ¡Por fin! (Estragon se levanta y se dirige hacia Vladimir, con los zapatos en la mano. Los deja cerca de la rampa, se yergue y mira la luna). ¿Qué haces?

   ESTRAGON: Contemplo la luna, como tú.

   VLADIMIR: Me refiero a tus zapatos.

   ESTRAGON: Los he dejado allí. (Pausa). Otro vendrá, tan… tan… como yo, pero calzará un número menor, y harán su felicidad.

   VLADIMIR: Pero no puedes ir descalzo.

   ESTRAGON: Jesús lo hizo.

   VLADIMIR: ¡Jesús! ¿A qué viene esto? No pretenderás compararte con Él.

   ESTRAGON: Lo he hecho durante toda mi vida.

   VLADIMIR: ¡Pero si allí hacía calor! ¡Hacía buen tiempo!

   ESTRAGON: Sí. Pero te crucificaban enseguida.

   (Silencio)


   (...) ESTRAGON: ¡Mis pies! (Vuelve a sentarse, intenta descalzarse). ¡Ayúdame!

   VLADIMIR: ¿Habré dormido mientras los otros sufrían? ¿Acaso duermo en este instante? Mañana, cuando crea despertar, ¿qué diré acerca de este día? ¿Que he esperado a Godot, con Estragon, mi amigo, en este lugar, hasta que cayó la noche? ¿Que ha pasado Pozzo, con su criado, y que nos ha hablado? Sin duda. Pero ¿qué habrá de verdad en todo esto? (Estragon, que en vano se ha empeñado en descalzarse, vuelve a adormecerse, Vladimir lo mira). Él no sabrá nada. Hablará de los golpes encajados y yo le daré una zanahoria. (Pausa). A caballo entre una tumba y un parto difícil. En el fondo del agujero, pensativamente, el sepulturero prepara sus herramientas. Hay tiempo para envejecer. El aire está lleno de nuestros gritos. (Escucha). Pero la costumbre ensordece. (Mira a Estragon). A mí también, otro me mira, diciéndose: Duerme, no sabe que duerme. (Pausa). No puedo continuar. (Pausa). ¿Qué he dicho?

SAMUEL BECKETT - "Esperando a Godot" - (1952)


Imágenes: Cig Harvey

lunes, 19 de julio de 2021

DE MODO QUE ESTO ERA EL DUELO

                        


  De modo que esto era el duelo. Le llegó como una pesada losa. Como una piedra en la garganta que le impedía tragar. Como una presión en la parte interna de los ojos que obligaba a las lágrimas a salir. Como un peso en el estómago. No podía respirar. No pasaba ni un solo segundo sin recordar.

  La acompañaba en todo momento, se alimentaba de su dolor y nunca estaba satisfecho. A veces se sentaba por la noche con su duelo y lo acunaba, lo acotaba levemente, pero no lo calmaba. Era negro, hambriento y enorme, como una boca gritando eternamente, y se volvía más grande y más profundo cuanto más se concentraba en él, hasta que al final le ocupaba toda la mente y no le quedaba espacio para ningún otro pensamiento o palabra, comida o caras, o la posibilidad de estar sedienta o cansada o necesitar una ducha. No había nada que no fuera esa vasta y creciente oscuridad.

  Y, en su interior, la pérdida, la soledad. No sabía cómo orientarse. Lo único que sabía era que eso no terminaría nunca.

  Todo le llegaba a través de la bruma gris de la pena. Veía que sus manos buscaban un lápiz de labios, o un lápiz normal, y le parecían extrañas e insuficientes porque no podía verlas con claridad por el dolor. Tomaba café y mordisqueaba el borde de algunos alimentos, pero todo le sabía amargo por el dolor. Su propia voz le resultaba irreconocible: sentía que el dolor la empujaba hacia abajo, hacia abajo, por la garganta, y que acababa ahogándose en ella. Había aprendido a simplemente negar con la cabeza cuando las voces de los demás se detenían o se convertían en preguntas. No, no quería comer. No quería acostarse. No quería rezar. No quería que la tocaran. Lo que se veía capaz de hacer era sostener el conejito de Cindy entre las manos y concentrar el dolor en el peluche. No había palabras que pudieran consolarla. Su sufrimiento era infinito, y sus huesos y su aliento no eran ya más que dolor.

EMMA FLINT - "Muertes pequeñas" - (2017)

Imágenes: Henrik A. Uldalen

viernes, 16 de julio de 2021

TRATADO DE CULINARIA PARA MUJERES TRISTES


 Jamás, salvo después del tercer aniversario de su entierro, intentarás imitar las recetas de tu suegra. Con ella en vida sería grave error, pues tu marido dirá que no es igual, que falta o sobra sal, que la sazón no está en su punto, que falla la textura o el color es diferente. Además su madre, si está viva, se sentirá aún más desplazada.

   Pero cuando fallezca la suegra y su recuerdo esté también desfalleciendo, cuando pasen los meses y su tumba ya pocos se acuerden de adornar con flores, será una sorpresa bienvenida revivir sus sabores. Saldrá igual la receta, ni sosa ni pasada de sal, bien sazonada, la textura en su punto, idéntico el color. Y en vez de desplazarla, habrás resucitado lo mejor de ella.

   (...) La mujer grávida anda llena de antojos, y excelente cosa es hacer cuanto en tu mano esté para satisfacerlos. La embarazada halla también definidas y pertinaces repugnancias que si no desaparecen al tercer mes después del parto, luego ya durarán para toda la vida.

   Cuando un antojo no se puede satisfacer —pues a veces los caprichos no coinciden con estaciones, tiempos y cosechas— se puede preparar un sustituto universal que no reemplaza el antojo, pero atenúa el ardor por comerlo ahora mismo. Consiste en lo siguiente:

   No ha de decirse a la grávida lo que está comiendo. Ella no quiere cocinar; no quiere ver carne cruda (la cocida se la evoca), ni colores fuertes, ni olores picantes, ni aromas seductores. Haz, entonces, lo siguiente, en secreto.

   Pon a hervir un litro de agua. Déjalo enfriar. Congélalo. Dale a la grávida el hielo: es lo único que nunca le repugna; es lo único que hace que olvide sus antojos por un rato.

   Si después del hielo el antojo persiste y no es posible satisfacerlo, chamanes hay que recomiendan (aunque yo desconfío de sus sugerencias) que la mujer se pasee desnuda por la casa, muy despacio, cantando una canción que se sepa desde niña, cubriéndose el pecho con el brazo derecho y el vientre con el izquierdo.

   Muchas veces hice probar esta receta a las embarazadas sin obtener satisfacción alguna para sus antojos. Si la repito es porque siempre es bueno, de vez en cuando, dar un paseo desnudas por la casa, incluso sin taparse pecho y vientre. Como también es bueno, embarazadas o no, desnudarse en la parte de la casa que equivalga al ombligo, y sentarse allí, a esperar nada, a pasar diez minutos sentadas en el suelo.

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE - "Tratado de culinaria para mujeres tristes" - ( 1996)

Imágenes: Newsha Tavakolian

martes, 13 de julio de 2021

LO DIFÍCIL DE SER GEMELA

 


 —¿Usted cree que pueda hacerme una pintura medicinal? —insistió.

   —¿Para qué?

   No supo qué contestar. Mallory explicó que tendría que saber para qué, y hacer algunas cosas para invocar la ayuda de Estsanatlehi, «la mujer que cambia»; no se pedía un cuadro de arena por simple curiosidad. Le indicó que se sentara dentro del círculo para pensar por qué creía necesitar medicina pintada. Oralia se sentó cruzando un pie sobre el otro, y cerró los ojos.

   Pensó en lo difícil de ser gemela. Cuando niñas era divertido celebrar los cumpleaños juntas. Las ropas son iguales y causa gracia tener una repetición. Jugar al espejo, hacerle bromas a los niños que no saben de la otra. Todavía a los once años, sin contarse todo, una siente que sabe el doble de la gente común. Si una iba a la playa con las tías, y la otra se quedaba en el puesto cerca del mercado con la mamá, sentían que habían estado en ambos lados. «Yo vi el mar», cuenta una, la que estuvo en el mercado. «Yo vi a Pepito Gigante» cuenta la otra, que estuvo en la playa. Y ambas cosas entran en la memoria, el océano, y el loco del barrio. Pero a los catorce años, a una le gusta el baile a otra la música. Parece lo mismo. No lo es.

   El baile es para afuera, la música para adentro.

   A Oralia le gustaba la música, a su hermana el baile. Por eso era sorprendente que su gemela cantara blues.

   El tiempo, el tiempo se le había enfermado.

   Repitió lo último en voz alta. También necesitaba curarse siete años desde que había roto su espejo.



   —¿Estás convencida de que curarte será para dominar a tus enemigos o salvar tu vida? —indagó al ver que abría los ojos.

Oralia asintió. Iba a decirle qué opción tomaba, cuando él le hizo la señal de que no le contara nada. Sin decir palabra, el navajo le hizo otra seña para que lo siguiera al coche. Ella caminó y tuvo que frotar una de sus pantorrillas: se le había quedado dormida, le hormigueaba dolorosamente. Ya no sabía si había cerrado los ojos cinco minutos o media hora. Le pidió la pulsera de conchitas, ya que se requería un objeto personal.

   El indio sacó la caja, y la llanta de refacción. Acomodó la cobija y le ordenó meterse: tenía que sudar. Metida en la cajuela, la envolvió con la cobija y cerró, dejando apenas entreabierto para que pasara aire al sofocante interior.

   En la oscuridad de aquel sauna improvisado, Oralia recordaba. A los catorce, se empezaron a peinar cada una de otro modo, a vestirse de maneras opuestas. Sin embargo, como le había sucedido a Mallory y a Ely, apenas las podían distinguir. Y cuando atendían por turno el puesto de fayuca de su mamá, les cambiaban el nombre las otras puesteras sin importarles los dijes y pulseras que tenían grabados en el metal sus nombres correctos. Los verdaderos.

   La semejanza ya no era divertida, ansiaban ser diferentes.

ENRIQUE RENTERÍA - "Cartografía de animales celestes" - (2003)

Imágenes: Emma Larsson

sábado, 10 de julio de 2021

ALGO ROZÓ EL LÍMITE DE ALGO

 


Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.

   Regresando a sus pies, Hans se extrañó al notar que nadie parecía atender a la música del organillo. Los transeúntes pasaban sin mirarlo, acostumbrados a su presencia o demasiado apresurados. Por fin un niño se detuvo frente al organillero. El viejo lo saludó con una sonrisa a la que el niño respondió tímidamente. Dos zapatos enormes se posaron detrás de sus cordones desatados y una voz se agachó diciendo: No mires al señor, ¿no ves cómo va vestido?, no lo molestes, vamos, vamos. Delante del viejo relucía un plato en el que de vez en cuando alguien depositaba una monedita de cobre. Hans observó que quienes tenían esa deferencia tampoco se tomaban un minuto para seguir la melodía, lo hacían como dejando caer una limosna. Pero el organillero no perdía la concentración, la cadencia de la mano.

ANDRÉS NEUMAN - "El viajero del siglo" - (2009)

Imágenes: Inge Morath

miércoles, 7 de julio de 2021

ESTAMOS POR ESTRENAR


He tenido muy pocas primeras veces. Esta es una: es la primera vez que quedo con alguien de quien apenas sé nada, y por eso me he vestido y desvestido varias veces hasta salir a la calle y parar a este taxi infestado de abeto postizo donde ahora voy sentada. Es que he pensado que la falda roja con los zapatos de tacón alto de entrada te harían ver unas piernas de las que me gusta presumir, pero los tacones te presentarían a una Sílvia agresiva que no soy. El vestido verde con el cinturón de piel ceñido en el talle me daba un aire dulce y de chica buena, una inocencia que tampoco acaba de ser verdad, no nos engañemos, y los eternos pantalones de sastre con la americana azul marino de hilo podrían confundirte y hacerte pensar que bajo la indumentaria se esconde una persona responsable que controla sus actos, y lamento decirte que nada se aleja más de la realidad. Tengo curiosidad por saber cómo me imaginas. ¿No te parece increíble que todo esté aún por llegar? Estamos por estrenar, como cuando desenvuelves un regalo y bajo el papel de colores finalmente ves el objeto de deseo recubierto por el plástico protector. Lo tienes al alcance de la mano, pero todavía puedes saborear el anhelo y las ansias, es justo ese momento antes de rasgar el plástico protector.

   Desde aquel «hola» tras el objetivo de mi cámara han pasado solo unas semanas; es curioso cómo un simple «hola» se puede abrir a un sinfín de posibilidades y basta para dibujar un boceto de futuro. Todo lo que viene después es bastante simple: un compañero que menciona tu nombre, me cuenta que eres profesor de literatura comparada, me da tu correo electrónico, y yo te mando unas fotografías con la mía escrita detrás en una caligrafía diminuta que actuó como un ejército de hormigas dispuesto para el ataque. En las fotos apareces dando clase el día que me dejaba la piel con el reportaje que me habían encargado los de la universidad para el centenario, el mismo reportaje que ha cubierto los gastos de la reparación de la caldera y el conjunto de ropa interior que estreno hoy. En caso de que llegues a verlo, espero que te guste.

MARTA ORRIOLS - "Anatomía de las distancias cortas" - (2016)


Imágenes: Sebastián Mesa

domingo, 4 de julio de 2021

TAJOS CON VASOS ROTOS Y ESTILETES

 


Magda apareció por fin. Bajó la escalera metida en un vestido rojo que de inmediato hizo pensar a Alfredo en la Nochevieja. Sólo para acudir a fiestas de fin de año había esperado antes a mujeres vestidas así. Pero en aquellas otras ocasiones el destino no era la residencia del embajador de Francia, sino lugares como la Sala Lisboa, en el paseo de Extremadura, entre un bingo y un restaurante chino, donde a menudo Alfredo terminaba metido en peleas porque los chicos contratados para la puerta y la seguridad interior eran pupilos suyos del gimnasio a los que no podía dejar de ayudar cuando los camorristas se detectaban en el radar los unos a los otros y se tiraban tajos con vasos rotos y estiletes. Las chicas iban como Magda ahora, pero con telas que amenazaban con inflamarse si se les arrimaba demasiado un cigarro. Las chicas iban como Magda ahora, pero con tatuajes de elfos, de Iron Maiden y de Betty Boops asomando en los hombros descubiertos. Las chicas iban como Magda ahora, pero gritaban con estridencia cuando se metían en las peleas, azuzaban y arañaban rostros en vez de mantenerse aparte mientras sus hombres se arreglaban.

DAVID GISTAU - "Golpes bajos" - (2017)


Imágenes: François Fressinier

jueves, 1 de julio de 2021

PONGAMOS QUE HOY SE ACABA EL MUNDO


 Abro la nevera y está llena. Tanto para nada. La última vez que tuvimos que viajar saqué todo de la nevera, lo metí en una bolsa, salí a la calle y se lo di a una amiga, papas y cebollas incluidas, pero me temo que si fuera el fin del mundo no habría a quién darle la bolsa para evitar que la comida se pudra, porque todos nos vamos a ir de viaje. Eso suponiendo que se trate de un viaje, que lo dudo, pero en cualquier caso los que nos vamos a pudrir somos nosotros o quizá no haya tiempo ni para eso. Martin Luther King, con su optimismo anacrónico, decía que aun si supiera que mañana se acaba el mundo, hoy todavía plantaría un árbol. Yo no lo he plantado ni con toda la vida por delante. Hoy me siento en el sofá, aprovechando que todos duermen, y por un minúsculo instante me imagino el único ser humano sobre la tierra. Me encantan esas películas en las que hay un único superviviente del Armagedón que empieza a caminar por una ciudad, que casi siempre es Nueva York. Me gusta cuando se ve a los animales del zoo sueltos caminando por el puente de Brooklyn, y el único tipo sobre la tierra se encuentra de repente con una chica que también se sentía única. Y todo vuelve a empezar.


   Cómo nos gustaba contarnos historias, pienso, y sin darme cuenta conjugo en pasado. La vida es una buena historia porque no tiene un final feliz. Todo el mundo sabe que las pelis buenas no pueden terminar en boda. Lo dijeron los mayas. Lo anunció Nostradamus. Hasta está en el I Ching y en el horóscopo chino. El fin del mundo es la más grande de las ficciones, hasta que ocurre. Pero nuestra obsesión por las megacatástrofes no deja ver las pequeñas desgracias. Por mi parte, como decía Ortega y Gasset, he reducido mi mundo a mi jardín y ahora todo es más intenso. Enciendo la televisión y ahí está la presentadora de los informativos, diciendo algo con la misma sonrisa con la que anuncia que nació un niño con cinco piernas y que Europa se hunde, pero no me entero de nada porque mantengo el volumen en mute, solo la veo mover los labios delante de mí. Podría estar dándome la peor noticia de todas, como que en unas horas nos fundiremos en negro. O que ya estamos muertos y que esto es una grabación que solo veo yo. La frontera entre la ciencia ficción y la vida doméstica es más fina de lo que pensaba.

 (...) Pongamos que hoy se acaba el mundo pero que comprendemos que no nos da tanto miedo el planeta que se acerca a la tierra o la ola gigante presta a devorarnos, sino el fin de esas pequeñas cosas, reales o posibles, que una al lado de la otra conforman nuestros días. No hay ningún mundo más allá del que se inventa cada uno para olvidar los finales. Por eso, el fin de los tiempos podría ocurrir hoy o mañana, el 2012 o el 2013 o el 2050. Ese día en que las partículas elementales de tu pijama vuelen por el cosmos.

GABRIELA WIENER - "Kit de supervivencia para el fin del mundo" - (2012)

Imágenes: Pam Hawkes