Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 28 de febrero de 2022

GAVIOTAS Y UN CURSO DE PELUQUERÍA


 Las gaviotas aterrizaron en Athertown el 11 de julio de 1979. Nubes de ellas, en un número nunca visto desde que los ornitólogos empezaron a registrar fenómenos así. Científicos de todo el país aventuraron hipótesis sobre patrones meteorológicos erráticos y desvíos en las rutas migratorias. En un primer mоmento, Nal, malhumorado, apenas si reparó en ellas. Avanzaba ensimismado por la tarima del paseo marítimo botando su pelota de baloncesto sin percatarse de las gaviotas instaladas a centenares sobre Strong Beach, agrupadas tan densamente que desde lejos parecían montículos de nieve. Sus cuerpos cubrían las crestas de las dunas. Si Nal hubiera levantado la vista, habría reparado en un cumulonimbo de gaviotas en lo más hondo del cielo, volando en bandada hacia el mar. Pero no, agachó la cabeza bajo el sucio toldo turquesa de un carrito de comida ambulante y se gastó su último dólar en una hamburguesa; mientras forcejeaba con un sobrecito de mostaza amarilla, una gaviota gigante bajó en picado y le arrancó la carne del pan con un certero tirón. Nal no se dio cuenta hasta después de haber dado un par de bocados de pan con lechuga. La gaviota lo miraba desafiante, alas en jarras sobre el toldo del carrito, embuchándose su hamburguesa. Pero Nal siguió masticando el pringoso bollo y concluyó que no era tan extraño, habida cuenta de su suerte últimamente.



   Durante todo el verano, desde el cese de su madre, había tenido la impresión de que su vida descarrilaba, y justo cuando tocaba fondo, accedió a que su primo Steve le hiciera un corte de pelo avant-garde. El primo Steve estaba siguiendo un curso de peluquería por correspondencia impartido por una escuela de estética de Nevada, Estados Unidos, y para el examen de Metamorfosis Radical II decidió teñirle la cabeza a Nal de azul brillante y afeitarle la parte delantera en forma de flequillo tentacular. «Radical», observó Nal lacónico cuando Steve le quitó el papel de plata. El primo Steve tendría luego que mandar por correo una foto de la escabechinada cabeza de Nal al desierto estadounidense, 17,49 dólares en gastos de envío, para obtener su diploma. En la imagen, parece como si Nal avanzara estoicamente hacia la muerte engarfiado por las fauces de un pequeño pulpo azul.



   A Samson Wilson, el hermano de Nal, le tocó el turno siguiente en la improvisada silla de barbero del primo Steve: un maltrecho banco de iglesia encontrado en la calle con el que había cargado a cuestas hasta su apartamento. Samson le sirvió de conejillo de Indias para «Tijeras Creativas». Empezó con un rapado normal, pero viendo que quedaba muy mono siguió pasándole la maquinilla. Al rato, Samson tenía la cabeza monda y lironda, como una bola blanca de billar. Cuando Steve bromeó sobre el significado bíblico del hecho, Nal confió para sus adentros en que su hermano perdiera verdaderamente su fuerza con las mujeres. Pero para su consternación, Samson acabó atrayendo a rebaños de damiselas más nutridos si cabe que antes. Las chicas lo perseguían hasta el paseo marítimo cloqueando tontamente sobre el nuevo brillo cerúleo de su cabeza. Samson tenía diecisiete años y poseía un atractivo que Nal sólo acertaba a calificar como de bovino: era un chico sanote y robusto, de carcajada franca, con la profunda serenidad de un rumiante pastando. Nal también lo quería, naturalmente —era imposible no quererlo—, pero no se explicaba la soltura de su hermano con las mujeres, con el mundo en general.

KAREN RUSSELL - "Vampiros y limones" - (2013)


Imágenes: Fares Micue

sábado, 26 de febrero de 2022

LOS MONSTRUOS SON LOS OTROS

 


Mi padre nunca quiso tener domicilio fijo y como era un apasionado de las películas se metió de representante en la Paramount. Iba de pueblo en pueblo, del desierto a la selva, del calor a la nieve. Era como si caminara delante de sus propios pasos, aunque quizá no hacía más que huir de ellos. Tenía hormigas en los pies y no estuvo con mi madre ni siquiera el día de mi nacimiento.

   Recuerdo como si fuera ayer el día que regresó de Chile. Mi madre daba una fiesta para sus amigas y de pronto tocó el timbre. Traía un cigarro enorme que dejaba aureolas de humo a su alrededor; estaba espléndido con un sobretodo de pelo de camello, sombrero marrón, traje cruzado y zapatos relucientes. No le faltaba más que ponerse a repartir puros y prenderlos con billetes de mil. Fue a besar a mi madre, aunque eso era asunto concluido y al verme abrió los brazos y me levantó hasta cerca del techo. «Mañana te lo traigo», le dijo a mi madre. Subimos a un Buick flamante que lo esperaba en la puerta y tardamos una semana en volver.



   Íbamos de un cine a otro y creo que esos fueron los días en que más cosas aprendí. Me compraba una caja de maní con chocolate y ni bien se apagaban las luces me dejaba en la primera fila para que nadie me tapara la pantalla. Se iba a la cabina, pero yo sabía que no se olvidaba de mí porque en algún momento de la función el Corsario Negro aparecía en la pantalla tapando las otras imágenes. Era la señal convenida para que fuera a reunirme con él. Apoyaba el alfiler de la corbata sobre la lente del proyector y lo que yo veía en la pantalla era la sombra del Corsario. Ocurría tan rápido que los espectadores no alcanzaban a protestar y yo salía al pasillo oscuro apenas marcado por las luces en el suelo. Subía la pendiente caminando hacia atrás para mirar la última escena y despedirme de los personajes. Así descubrí los besos apasionados y el inolvidable instante en que Frankenstein toma conciencia de que los monstruos son los otros. Años más tarde mi padre me contó que la primera película que había visto en su vida fue el Drácula de Bela Lugosi y que durante mucho tiempo su mundo había sido denso y sombrío como aquella cinta. Desde entonces me pregunto si no nos parecemos a las primeras historias que nos cuentan, si acaso las cosas no son tan simples como eso.

  OSVALDO SORIANO - "La hora sin sombra" - (1995)

  

Imágenes: Joshua Singh

jueves, 24 de febrero de 2022

EL GENOCIDIO ESTABA BIEN VISTO


 BARBARA .– ¿Qué hace Jean?

   BILL .– Fumar.

   BARBARA .– Ojalá no la hubieras animado.

   BILL .– Yo no la he animado.

   BARBARA .– Dices «fumar» y parece que estás encantado. No sé cómo te gusta que tu hija fume a los catorce años.

   BILL .– ¿Estás preparada para lo que te espera?

   BARBARA .– No. Es imposible.

   BILL .– Bueno. Tómate unos segundos. (Se quedan de pie, inspirando los aromas de la noche, cogiendo aire).

   BARBARA .– Maldita sea, qué calor.

   BILL .– Has perdido la costumbre.

   BARBARA .– Sí. Me he echado a perder en Colorado.

   BILL .– Esa fue una de las razones por las que nos fuimos de aquí.

   BARBARA .– No, no es verdad.

   BILL .– ¿Crees que tu madre habrá puesto el aire acondicionado?

   BARBARA .– ¿Estás loco? ¿No te acuerdas de los periquitos?

   BILL .– ¿Los periquitos?

   BARBARA .– Seguro que te he contado la historia. A mi madre se le ocurrió una vez comprarse un periquito. No sé por qué, pero fue a la tienda y se compró uno. Volvió a los dos días porque se le había muerto, armó la de San Quintín y le dieron otro periquito. Se murió al día siguiente. Así que exigió un tercer periquito y se lo dieron. La chica de la tienda decidió venir a la casa para averiguar qué diablos pasaba con la asesina en serie de periquitos.

   BILL .– ¿Y?

   BARBARA .– El calor, el puto calor.

   BILL .– ¡Jesús!

   BARBARA .– Son pájaros tropicales, ¿entiendes? Viven en el trópico. (Se oye un golpe. Ella mira hacia fuera) ¿En qué estaría pensando?

   BILL .– ¿Quién?

   BARBARA .– La gente a la que se le ocurrió fundar este pueblo. ¡Qué ganas de colonizar! ¿A quién se le ocurriría plantar una bandera en este infierno? Alemanes, holandeses, irlandeses, gilipollas. ¿Por esto jodimos a los indios?

   BILL .– Bueno, el genocidio estaba bien visto en aquel tiempo.

TRACY LETTS - "Agosto" - (2008)


Imágenes: Señora Milton

martes, 22 de febrero de 2022

LA FRONTERA DE CRISTAL

 


Ésta es una historia de la época del auge petrolero en México, fines de los setenta, principios de los ochenta. De arranque, eso ya explica parte de la identificación pena-vergüenza de la que habla Juan Zamora. Vergüenza porque festejamos el auge como nuevos ricos. Pena porque la riqueza fue mal empleada. Vergüenza porque el Presidente dijo que nuestro problema ahora era administrar la riqueza. Pena porque los amolados siguieron siéndolo. Vergüenza porque nos volvimos frívolos, dispendiosos, esclavos de un capricho vulgar y de una cómica prepotencia. Pena porque no fuimos capaces de administrar ni la vergüenza. Pena y vergüenza porque no servimos para ser ricos, sólo nos conviene la pobreza, la dignidad, el esfuerzo… En México siempre ha habido gente corrupta, autoritaria y con exceso de poder. Pero todo se les perdona si al menos son serios (¿hay una corrupción seria y otra frívola?). La frivolidad es lo insoportable, lo imperdonable, la burla a todos los jodidos. De allí la pena y la vergüenza de esos años en que fuimos millonarios de temporada para amanecer al poco tiempo quebrados, en la calle, y llorando de risa antes de reír de dolor.



  (...) Estoy sentado. Al aire libre. No puedo moverme. No puedo hablar. Pero puedo oír. Sólo que ahora no oigo nada. Será porque es de noche. El mundo está dormido. Sólo yo vigilo. Puedo ver. Veo la noche. Miro la oscuridad. Trato de entender por qué estoy aquí. ¿Quién me trajo aquí? Tengo la sensación de despertar de un sueño largo y artificial. Trato de saber dónde estoy. Quisiera saber quién soy. No puedo preguntar porque no puedo hablar. Soy paralítico. Soy mudo. Estoy sentado en una silla de ruedas. La siento mecerse un poco. Toco las ruedas de hule con la punta de mis dedos. A ratitos avanza tantito. A ratitos parece que se echa para atrás. Lo que más temo es que se vuelque. A la derecha. A la izquierda. Comienzo a orientarme de nuevo. Estaba mareado. A la izquierda. Río un poquito. A la izquierda. Ésa es mi desgracia. Ésa es mi ruina. Irme a la izquierda. Me acusan. ¿Quiénes? Todos. Qué risa me da esto. No entiendo por qué. No tengo razón alguna para reír. Creo que mi situación es espantosa. De la chingada. No recuerdo quién soy. Debo hacer un gran esfuerzo para recordar mi cara. Se me ocurre una cosa absurda. Nunca he visto mi propia cara. Debo inventarme mi nombre. Mi cara. Mi nuca. Pero como esto me resulta más difícil que recordar, tengo esperanza en la memoria. Más que en la imaginación. ¿Es más fácil recordar que inventar? Para mí creo que sí. Pero decía que temo volcarme. Rodar no me da tanto miedo. Para atrás sí, me da miedo. No veo a dónde voy. Mi nuca no tiene ojos. Hacia adelante por lo menos me hago la ilusión de que puedo controlar algo. Incluso si ruedo al abismo. Lo veré mientras caigo. Veré el vacío. Entonces me doy cuenta de que no puedo caer en el abismo. Ya estoy en él.

CARLOS FUENTES - "La frontera de cristal" - (1995)


Imágenes: Esther Sarto

domingo, 20 de febrero de 2022

ALQUILO PISOS PILOTO

 


Cinco chavales debajo de una farola. Cinco sordomudos hablando por señas, estaban debajo de la farola porque solo podían verse ahí, no en la oscuridad, donde no habrían podido charlar ni entenderse y no había absolutamente nada ni nadie. Mucho silencio. Las dos de la madrugada. Más fácil todo que comer con las manos.

   Lo reconocí desde la otra punta de la calle. Llevaba los mismos bermudas de tapicería antigua, el reflectante amarillo en la zapatilla derecha, lo había reconocido además por esa forma de caminar de chulo de feria, de guapo gastado, de Sánchez. También sabía que solo podría encontrarlo ahí, en las máquinas expendedoras, que eran el único sitio donde conseguir algo de comer o beber a esa hora de la noche en esa zona de oficinas. Yo lo miraba desde el coche, que había aparcado en la otra acera y donde llevaba un buen rato sentada, con las luces apagadas y los pies sobre el salpicadero, esperando.

   Primero metió una moneda que se tragó la máquina. Metió otra moneda, luego otra más, pero la máquina seguía sin darle nada. Le dio lo mismo. Aún llevaba el pelo grande, rizos, un nido de buitres. A la cuarta moneda la máquina dejó caer una lata. Sánchez apoyó la espalda contra la superficie helada del vidrio, rompió la anilla y los cinco grandes templos mayas del Complejo Azca nos devolvieron el eco en cinco segundos sucesivos.

   Lo llamé:

   —Sánchez.

   Se dio la vuelta. Levanté el brazo para que me viera. Dio un trago largo a la lata mientras me miraba, no hizo ningún gesto hasta que acabó de decidirse y se acercó arrastrando los pies. Parecía cansado, que es lo que se lleva ahora, estar agotado y alerta a la vez. Llevar una vida de hipertenso.



   —Te has maquillado —fue su primer comentario. Esa cara de vuelta de todo.

   —Vengo de una fiesta —dije. Yo seguía sentada al volante, no quería salir si no era necesario—. Unos cafeteros que están de paso.

   —Antes no ibas a fiestas.

   —Me he pintado porque llevo tres días sin dormir —mentí.

   —Tres días sin dormir, dice la tía; y yo cinco, y quince —soltó. Estaba de mal humor, tenía los ojos congestionados y pinta de llevar bastantes días sin darse una ducha—. Un mes. Se me hacen las noches interminables, interminables, Nikki, todo el rato el ruido de la nevera, de la calle, me jode, me siento en la cama, oigo los motores de los coches, los perros, los pasos de las tipas por las esquinas. Oigo arder hasta el filamento de las bombillas.

   —Cómprate un despertador y verás qué rápido te duermes.

   —Como siga así voy a acabar reventando joyerías.

   Bostezó. Dio otro trago a la lata, con el que se enjuagó la boca antes de tragar.

   —¿En qué estás metido ahora?

   No me contestó nada, estrechó los ojos como si estuviera calculando algo muy deprisa. Podría ser elegante, entrar en el mar andando con capa y todo, tenía un dinero por ahí guardado, pero en algún momento de pánico había preferido esta vida de todo en un día, la cosa rápida, los asuntos concretos que siempre salen mal.

   —Alquilo pisos piloto.

   Cómo me gusta Madrid, pensé. Qué buenos somos aprovechando las sobras, lo blanco del filete, los estadios de fútbol, un día nos van a dar un premio internacional al reciclado y ya veremos qué hacemos con él.

ESTHER GARCÍA LLOVET - "Sánchez" - (2019)


Imágenes: Miron Malejki

viernes, 18 de febrero de 2022

ESA QUE HA VENIDO A VERME


 Esa que ha venido a verme, nadie se lo cree, es mi hija. Se ha quedado así, maltrecha y desquiciada, por culpa de su hijo. O nieto, ahora mismo no recuerdo si el chico era mi nieto o tataranieto o qué. Al paso que se estrecha el tiempo futuro, las personas más recientes se amontonan en un rincón de mi cabeza. En cambio, para el pasado tengo un salón cada vez más espacioso en el que caben con holgura mis padres, abuelos, primos distantes y colegas de la facultad a los que ya había olvidado, con sus respectivos salones repletos de parientes y contraparientes y tipos que se han colado con sus amantes, más las reminiscencias de toda esta gente, hasta los tiempos de Napoleón. Fíjate, ahora mismo te miro, a ti que llevas toda la noche aquí conmigo, tan cariñosa, y no tengo valor para preguntarte una vez más cómo te llamas. Sin embargo, recuerdo cada pelo de la barba de mi abuelo, al que solamente conocí por un retrato al óleo. Y por el librito que debe de andar por ahí, en la cómoda, o arriba, en la mesilla de noche de mi madre, pregúntaselo a la doncella. Es un libro pequeño con una secuencia de fotografías prácticamente idénticas que, si se hojean deprisa, crean ilusión de movimiento, como en el cine. Retratan a mi abuelo caminando en Londres, y de niño me gustaba hojear las fotos de atrás hacia delante para hacer que el viejo anduviera marcha atrás. Es con esta gente tan anticuada con quienes sueño cuando me pones a dormir. 



Si por mí fuera, soñaría contigo en todos los colores, pero mis sueños son como el cine mudo, y los actores llevan mucho tiempo muertos. Hace poco fui a buscar a mis padres al parque infantil, porque en el sueño eran mis hijos. Fui a llamarlos con la buena nueva de que iban a circuncidar a mi abuelo recién nacido, que se había hecho judío sin más ni más. Desde Botafogo, el sueño pasaba a la hacienda al pie de la montaña, donde encontramos a mi abuelo con barba y patillas blancas, enfundado en un frac, caminando frente al Parlamento inglés. Se movía a paso vivo y rígido, como si tuviera piernas mecánicas, diez metros hacia delante, diez metros hacia atrás, igual que en el librito. Mi abuelo fue todo un personaje en los tiempos del Imperio, gran masón y abolicionista radical, pretendía enviar a todos los negros brasileños de vuelta a África, pero la cosa no salió bien. Sus propios esclavos, una vez manumitidos, eligieron permanecer en sus propiedades. Poseía cacaotales en Bahía, cafetales en São Paulo, hizo fortuna, murió en el exilio y está enterrado en el cementerio familiar de la hacienda al pie de la montaña, con su capilla bendecida por el cardenal arzobispo de Río de Janeiro. Su ex esclavo más allegado, Balbino, un hombre fiel como un perro, se quedó sentado para siempre sobre su tumba. Si llamas un taxi, puedo enseñarte la hacienda, la capilla y el mausoleo.

CHICO BUARQUE - "Leche derramada· - (2009)


Imágenes: Johnny Morant

miércoles, 16 de febrero de 2022

EL PROTOTIPO DE ROSTRO DE LAS MADRES DEL MUNDO ENTERO


Recuerdo haber oído contar aquella historia en el club de mamá y también haberla visto por televisión. Pero la confundía con otros casos parecidos, no lograba hallar en mi memoria episodios que se refirieran a Nakajima de un modo específico.

   Su madre jamás se dio por vencida. Salía en todos los programas de televisión, en todas las revistas: se puede decir, sin exagerar, que no había día en que no la vieras. Programas sobre desaparecidos donde personas con poderes sobrenaturales buscaban a su hijo, noticiarios, programas especiales… Aparecía periódicamente ante la opinión pública y no dejaba que la gente olvidara el caso. 

   A mí, lo que me causó una mayor impresión no fue el incidente en sí, sino la madre. Hablaba con un tono sosegado, sólo citaba hechos comprobados, raramente lloraba, siempre mantenía la vista al frente.



   Me daba la sensación de que a aquella mujer, mientras no encontrara a su hijo, ningún alimento podría saberle bien, ningún sueño que tuviera mientras dormía podría ser ligero, sino terrorífico y oscuro, ningún paisaje que mirara podría parecerle hermoso; mantenía siempre los ojos clavados en su hijo, tan lejos. Intentando ponerse en contacto con él.

   Jamás perdía de vista aquel hilo, tan fino como el de una tela de araña que sólo brillaba, muy raras veces, al recibir un rayo de luz, pero la madre concentraba toda su atención en ese finísimo hilo, iba tirando de él sin cesar: su fuerza era prodigiosa, casi terrorífica. Y esa fuerza, que cabía llamar amor, y también voluntad, estaba pintada en el rostro de la madre. En su cara se leía el convencimiento de que debía tener confianza y mantener la vista clavada en aquel punto, porque si llegaba a pensar que su hijo había muerto, el niño moriría de verdad. Era el prototipo de rostro de las madres del mundo entero, la cara de Bodhisattva.

BANANA YOSHIMOTO - "El lago" - (2005)


Imágenes: Shiori Matsumoto

lunes, 14 de febrero de 2022

INSTITUTO PARA EL ARTE SINIESTRADO

 


Alena, junto con otro artista amigo suyo, Peter, que también era abogado, llevaba tiempo trabajando en un proyecto —no un proyecto artístico, insistía ella sin parar— que me había descrito a menudo, pero que yo siempre me había tomado por una mera fantasía: estaban intentando convencer a la mayor aseguradora de arte del país de que les regalase las obras declaradas «siniestro total». Cuando un cuadro valioso sufre algún desperfecto durante un traslado, incendio, inundación, ataque, etcétera, y un perito conviene con el propietario de la obra que esta no puede restaurarse debidamente o que el coste de dicha restauración excedería al valor de la reclamación, entonces la compañía aseguradora paga el valor total de la obra de arte dañada, que acto seguido se declara legalmente de «valor cero». Cuando Alena me preguntó qué pensaba que pasaba con el arte siniestrado, le dije que suponía que lo destruían, pero resultó que la aseguradora poseía un almacén gigante en Long Island repleto de esos objetos indeterminados: obras de artistas, muchos de ellos famosos, que, tras sufrir algún deterioro, eran degradadas formalmente de la categoría de arte a la de mero objeto y retirados de circulación, expulsados del mercado, relegados a aquel limbo extraño.



   Desde que Peter, que tenía un amigo en una compañía de seguros, le había conseguido una visita al almacén, Alena estaba obsesionada con la idea de adquirir alguna de aquellas obras supuestamente carentes de valor, muchas de las cuales consideraba más convincentes —estética o conceptualmente— que antes de sufrir los daños. Su plan, que a mí me parecía ingenuo, había consistido en decirle al agente de seguros que Peter y ella habían fundado un instituto «sin ánimo de lucro» para el estudio del arte siniestrado y animar a la compañía a hacer una donación. Redactaron una declaración de objetivos que yo corregí, se afiliaron a una organización artística sin ánimo de lucro presidida por una de las amistades de Alena, se vistieron de adultos responsables y consiguieron una cita con la directora de la aseguradora, que resultó que también era pintora. La directora coincidía con ellos en que las obras de arte declaradas siniestro total poseían un interés tanto estético como filosófico y —para sorpresa de Alena y Peter— se mostró receptiva a la idea de donar una selección de las mismas para una exposición a pequeña escala y un debate crítico del tema, ya pulirían los detalles. Peter dedicó varios meses a preparar un acuerdo que sonara lo bastante oficial con la aseguradora (no se divulgarían los datos personales de las partes, etcétera) y Alena visitó varios locales donde podrían exponer los objetos y organizar debates sobre aquellas exobras de arte y sus implicaciones para artistas, críticos y teóricos. Al final, todo un bombazo, la aseguradora decidió donar una galería entera de obras de «valor cero» al «instituto» de Alena e incluso corrió con los gastos del transporte. Esa mañana había recibido un mensaje de Alena diciéndome que a Peter y a ella les encantaría que fuera el primer visitante del «Instituto para el Arte Siniestrado».

BEN LERNER - "10:04" - (2014)


Imágenes: Aurelio Riello

sábado, 12 de febrero de 2022

EN EL CIELO NO SE CUMPLÍAN AÑOS

 


Mi madre se marchó poco después de que mi hermano Juan muriera ahogado en la piscina del jardín. Fuimos mi padre y yo los que nos quedamos en aquella casa enorme, con esa piscina vacía que se convirtió en un eterno símbolo de duelo.

     La piscina nunca volvió a conocer los rumores del agua. En otoño se llenó de hojas secas y más tarde fui añadiendo a sus profundidades juguetes que ya no me servían, como esa pelota de goma que se pinchó o el triciclo de mi hermano. No la llenamos de agua sino de ruinas, de objetos inservibles. Sé que a mi padre le molestaba que me sentara en la escalera de metal a la que Juan no había llegado a agarrarse. Pero a mí me gustaba hacerlo. Me quedaba ahí. Con mi uniforme y el abrigo azul, con mi libreta de dibujo en las rodillas. Miraba la piscina embelesada, fascinada por aquel agujero inútil. Cuando llegaba mi padre, corría para dentro de casa con las manos heladas y la nariz roja por el frío.

     Él trabajaba mucho. Supongo que no quería volver a casa porque estaba llena de cosas ridículas como una piscina vacía, fotos de un hijo muerto y una hija que acumulaba desperdicios en un extraño hueco del jardín.

     Mi madre me llamaba de vez en cuando por teléfono. Escuchaba su voz frágil y quebradiza. Hizo como las aves migratorias a las que yo tanto admiraba. Supongo que necesitaba un tiempo.



     Yo iba a la escuela. Me acostumbré a vivir de la compasión que me tenían los demás. Los niños me ofrecían sus bocadillos a la hora del recreo y las maestras me daban chocolatinas a escondidas. Lo notaba: me tenían lástima. Como a un polluelo que se ha quedado solo en el gallinero.

     No tenía amigos. Y sí, respondiendo a la pregunta de aquel despacho de abogados, fui una niña muy solitaria.

     Me invitaban a los cumpleaños porque las madres se apiadaban de mí y de mi pobre padre, aunque no me extrañaría que cualquiera de ellas se hubiera querido ir a la cama con él, como compensación, también, para que no estuviera triste. Qué extraña manía tenemos los seres humanos de querer reparar cosas ajenas.

     A veces echaba de menos a Juan. Había sido un incordio para mí porque era pequeño y, ya se sabe, los hermanos pequeños molestan a las hermanas mayores. Yo tenía seis años cuando desapareció. Él, tres. Recuerdo que en mi séptimo cumpleaños le pregunté a mi padre si él habría cumplido ya cuatro. Me contestó que en el cielo no se cumplían años.

LAURA FERRERO - "Piscinas vacías" - (2016)


Imágenes: Dimas Kusvianto

jueves, 10 de febrero de 2022

BELLO PERO UNA FÁBULA DE TERROR


Siento que abre la puerta y se asoma a mirarme, siento eso en el aire moviéndose, el aire amigo mío advirtiéndome su presencia mediante un breve soplido en mis pestañas, siento que es el rostro de mamá, desde la puerta, flotando sobre su olor hasta mí, como un reto. Estoy a punto de caer vencida, es como si mamá ordenara: «Abre los ojos de una vez, sé que estás despierta», y después dijera, fríamente: «Ambas lo sabemos», y luego un hielo: «Despierta». Pero me esfuerzo por ignorar la orden, no muevo un solo párpado. El rostro de mamá es un globo brillante, pegado a mis narices, oyéndome respirar, un globo de agua helada oyéndome el corazón, metiéndose en mi cabeza para averiguar lo que pienso, así imagino su rostro, bello pero una fábula de terror, hielo hielo hielo hielo. Yo procuro por todos los medios parecerle profunda, profundamente dormida, y me veo yo misma durmiendo, profundísima, igual que cuando ella viene a despertarme cada madrugada, a las seis, los días de colegio, o cuando nos vamos de viaje. 



Y ahora no puedo más, el hielo de su rostro me ha vencido, no resisto y cuando abro los ojos y voy a decir «Qué quieres, mamá, ya estoy despierta» veo que la puerta se cierra lentamente; es mamá, pienso, que la acaba de cerrar: sólo vi sus dedos blancos desapareciendo cuando aparecieron mis ojos. Y sé que no volverá a entrar en mi cuarto porque la escucho repetir, con voz aguda: «Aquí no, abajo», y porque después hay un silencio extrañísimo, un silencio de ropas y respiraciones difíciles donde no se escucha la voz de Esteban sino sus pasos de hierro, arrastrándose pesados, como si mamá se lo llevara cargado sobre las espaldas, por la fuerza. Espero un minuto y ya no los escucho. Salgo de la cama y en eso me acuerdo de papá y no sé por qué siento un tremendo deseo de llorar. «No voy a llorar» pienso, y digo en voz alta:

   —Entonces no voy a pensar en ti, papá.

   Pienso por eso en mamá y Esteban forcejeando en el pasillo, a manera de sombras y de voces como gemidos desiguales repitiéndose igual que alambres sacudiéndose por toda la casa. Creo por todo eso que mamá y Esteban debieron haber sido perros. Perros. Y entonces me acuerdo de Camila hablándome de perros, no quiero acordarme pero me acuerdo, recuerdo la primera tarde que fui donde Camila.

EVELIO ROSERO - "Juliana los mira" - (1987)


Imágenes: Julien Pacaud

martes, 8 de febrero de 2022

ALGO EN SU MODO DE COMPORTARSE

 


Pensé que el chiquillo sufría maltratos, lo pensé enseguida, quizá no los primeros días pero no mucho después de la vuelta a clase, era algo en su modo de comportarse, de sustraerse a la mirada, sé lo que me digo, sé perfectamente lo que me digo, una manera de fundirse con el entorno, de dejarse traspasar por la luz. Solo que conmigo eso no funciona. Los golpes los recibí cuando era cría y las señales las oculté hasta el final, o sea que a mí no me la dan. He dicho el chiquillo porque lo cierto es que hay que verlos, a los chicos de esa edad, con su cabello fino como el de las chicas, su voz de pulgarcito, y esa indecisión consustancial a sus movimientos, hay que verlos asombrarse abriendo ojos como platos, o aguantar un rapapolvo con las manos entrelazadas en la espalda, el labio temblequeante y cara de no haber roto un plato. Sin embargo, es indudable que a esa edad empiezan las gilipolleces de verdad.



 Unas semanas antes de la vuelta a clase, pedí ver al director para hablar sobre Théo Lubin. Tuve que explicárselo varias veces. No, ni indicios ni confidencias, era algo en la actitud del alumno, una suerte de enclaustramiento, una manera sui géneris de hacerse el distraído. El señor Nemours se echó a reír: hacerse el distraído, pero ¿no era ese el caso de media clase? Sí, claro, sabía a qué se refería: esa costumbre que tienen de encogerse en el asiento para que no se les pregunte, de fijar los ojos en la mochila o de abstraerse de pronto en la contemplación de su mesa como si fuera en ello la vida de todo el distrito. A esos los detecto sin siquiera alzar la vista. Pero no era ese el caso. Pregunté qué se sabía del alumno, de su familia. Seguro que habría alguna referencia en el expediente, observaciones, una notificación anterior. El director repasó con atención los comentarios aparecidos en los boletines de notas, varios profesores habían observado en efecto su mutismo el año anterior, pero nada más. Me los leyó en voz alta, «alumno muy introvertido», «ha de participar en clase», «buenos resultados pero alumno muy silencioso», y un largo etcétera. Padres separados, el muchacho en custodia compartida, todo de lo más normal. El director me preguntó si Théo había trabado amistad con algún otro chico de la clase, imposible negarlo, andan siempre juntos los dos, hacen buena pareja, la misma cara angelical, el mismo color de pelo, la misma tez clara, parecen gemelos. Los observo por la ventana cuando están en el patio, forman un solo cuerpo, hirsuto, una suerte de medusa que se contrae de golpe cuando se acerca alguien y vuelve a estirarse una vez pasado el peligro. Los raros momentos en que veo sonreír a Théo se producen cuando está con Mathis Guillaume y ningún adulto traspasa su perímetro de seguridad.

DELPHINE DE VIGAN - "Las lealtades" - (2018)


Imágenes: Stefan Doru Moscu

domingo, 6 de febrero de 2022

¿NO ES LO FALSO MÁS VERDADERO QUE LO AUTÉNTICO?

 


Durante cuarenta años, la recta e inabordable Enriqueta Macedo había hecho pasar por auténticas obras falsas. Por cada pintura espuria que certificaba como original se llevaba una comisión, pero no lo hacía por el dinero, su accionar, como lo definía ella usando términos policíacos, levantaba la vara del arte: falsas, según ella, eran las obras de calidad discutible.

«¿Una buena falsificación no puede dar tanto placer como un original? ¿En un punto no es lo falso más verdadero que lo auténtico? ¿Y en el fondo no es el mercado el verdadero escándalo?», me disparó a quemarropa esa primera vez sin esperar mi respuesta. Era «La Uno», la eminencia gris de la oficina de tasación, ¿cómo iba yo a refutarla?

La primera charla no duró más de veinte minutos, el tiempo reglamentario que uno puede quedarse dentro de un sauna antes de que la cosa se ponga pesada. Pero volveríamos varias veces. Pronto entendí por qué los capos del hampa arreglan sus asuntos privados en esos lugares; ni el soplón más asqueroso puede cablearse si está desnudo. ¡Ah! ¡La justicia igualadora del sauna! Con su panza al aire, el millonario no se distingue del pobre, el criminal del hombre honrado.

Desde entonces, las cosas importantes solo las hablábamos en ese cuartito. Había días, cuando el vapor del ambiente estaba por demás espeso, en los que la figura de Enriqueta parecía evanescerse y yo sentía que en realidad estaba sola y que la voz que escuchaba salía de adentro de mí.

MARÍA GAINZA - "La luz negra" - (2018)


Imágenes: Mara Light

viernes, 4 de febrero de 2022

UNA FASCINACIÓN ANCESTRAL

 


—Le conoció usted en África, ¿no es cierto?

   —Sí —respondió el profesor—. Edmond tenía un gran pesar. Creo recordar que su mujer había muerto. Edmond se lanzó como loco al estudio de los insectos.

   —¿Por qué los insectos?

   —¿Y por qué no? Los insectos ejercen una fascinación ancestral. Nuestros antepasados más lejanos temían ya a los mosquitos que les transmitían fiebres, a las pulgas que les provocaban picazones, a las arañas que les picaban, al gorgojo que devoraba sus reservas de alimentos. Eso ha dejado una huella.

   Jonathan estaba en el laboratorio 326 del centro CNRS de entomología de Fontainebleau, en compañía del profesor Daniel Rosenfeld, un agradable anciano peinado con cola de caballo, sonriente y voluble.

   —El insecto desorienta, es más pequeño y más frágil que nosotros, y sin embargo hace befa de nosotros e incluso nos amenaza. Además, pensándolo bien, todos acabamos en el estómago de los insectos. Unas larvas de mosca son las que se regalan con nuestros despojos…

   —No había pensado en ello.

   —Al insecto se le ha considerado durante mucho tiempo encarnación del mal. Belcebú, uno de los secuaces de Satán, se representa con cabeza de mosca. Y eso no es por casualidad.

   —Las hormigas tienen mejor reputación que las moscas.

   —Depende. Cada cultura habla de ellas de forma diferente. En el Talmud, aparecen como símbolo de la honestidad. Para el budismo tibetano representan lo irrisorio de la actividad materialista. Para las gentes de Costa de Marfil, una mujer encinta a la que muerda una hormiga dará a luz un niño con cabeza de hormiga. Algunos polinesios, por el contrario, las consideran minúsculas divinidades.



   —Edmond trabajó antes de eso con bacterias, ¿por qué lo dejó?

   —Las bacterias no le apasionaban ni la milésima parte de lo que le apasionaron sus estudios sobre los insectos, especialmente las hormigas. Y cuando digo «sus estudios», hablo de un empeño total. Fue él quien lanzó la requisitoria contra los hormigueros-juguete, esas cajas de plástico puestas a la venta en todos los grandes almacenes, con una reina y seiscientas obreras. También luchó por la utilización de las hormigas como insecticidas. Quería que se instalasen sistemáticamente ciudades de hormigas rojas en los bosques, para limpiarlos de parásitos. No era ninguna tontería. En el pasado ya se había utilizado a las hormigas para combatir a la procesionaria del pino en Italia y a la panfílida del abeto en Polonia, dos insectos que arrasan los árboles.

   —Enfrentar unos insectos contra otros, ¿es ésa la idea?

   —Bueno, él decía que eso era «inmiscuirse en su diplomacia». Se hicieron tantas tonterías en el siglo pasado con los insecticidas químicos. Nunca hay que atacar al insecto de frente, y aún menos hay que subestimarlo y tratar de tomarlo como se hizo con los mamíferos. El insecto plantea otra filosofía, otro espacio-tiempo, otra dimensión. Por ejemplo, el insecto tiene un recurso contra todos los venenos químicos: el mitridatismo. Ya sabe usted que si nunca hemos conseguido acabar con las invasiones de langosta es porque se adaptan a cualquier cosa. Endílgueles insecticidas y el noventa y nueve por ciento morirán, pero un uno por ciento sobrevivirá. Y es ese uno por ciento de supervivientes el que no sólo queda inmunizado, sino que hace que nazca un cien por cien de langostas vacunadas contra el insecticida. Así, hace doscientos años se cometió el error de ampliar sin límites la toxicidad de los productos. Tanto que éstos mataban a más seres humanos que a insectos. Y hemos creado cepas superresistentes capaces de consumir sin dificultad los peores venenos.

   —¿Quiere usted decir que no hay manera de luchar contra los insectos?

   —Constátelo usted mismo. Sigue habiendo mosquitos, langostas, pulgón, moscas tsé-tsé y hormigas. Las hormigas son resistentes a todo. En 1945 se vio que sólo las hormigas y los escorpiones habían sobrevivido a las explosiones nucleares. ¡Incluso a eso se adaptaron!

BERNARD WERBER - "Las hormigas" - (1991)


Imágenes: Jill Bliss

miércoles, 2 de febrero de 2022

VA A SER OTRO DÍA AGOBIANTE

 


Calor, calor. Un calor que despierta a Gretta justo al amanecer, la arroja de la cama, la impulsa escaleras abajo. Un calor que ronda por la casa como un invitado inoportuno: recorre los pasillos, se arremolina alrededor de las cortinas, se apoltrona en sillas y sillones. El aire en la cocina es como una entidad sólida que lo llena todo, que empuja a Gretta contra el suelo y contra la mesa.

   Sólo a ella se le ocurre ponerse a hornear pan con este calor.

   Fijémonos en ella: está abriendo el horno para sacar el molde del pan y hace una mueca ante la abrasadora ráfaga que la asalta. Va en camisón, con los rulos todavía en el pelo. Retrocede dos pasos y echa la humeante hogaza en el fregadero. Su peso le recuerda, como siempre, a un bebé, un recién nacido, ese bulto de calor húmedo.

   Lleva toda su vida de casada haciendo pan casero tres veces a la semana, y no va a dejar que una minucia como una ola de calor se lo impida ahora. Como en Londres es imposible conseguir suero de leche, tiene que apañárselas con una mezcla mitad leche, mitad yogur. Una mujer le contó en misa que funcionaba, y funciona hasta cierto punto, pero no es lo mismo.

   Al oír un chasquido en el suelo de linóleo a su espalda, dice:

   —¿Eres tú? El pan está listo.

   —Va a ser… —comienza él, y se interrumpe.



   Gretta aguarda un momento antes de volverse. Robert está entre el fregadero y la mesa, con las manos tendidas, las palmas hacia arriba como si llevara una bandeja. Tiene la vista clavada en algo. El cromo deslustrado del grifo, tal vez, los regueros del escurridor, esa oxidada sartén de esmalte. Todo alrededor de ellos resulta tan familiar que a veces es imposible saber en qué se ha posado la mirada, como el que ya no oye las notas individuales de una canción conocida.

   —¿Va a ser qué? —pregunta. Él no contesta. Gretta se acerca y le apoya una mano en el hombro—. ¿Estás bien? —Últimamente se encuentra con asiduos recordatorios de su edad: el repentino encorvamiento de su espalda, su expresión levemente aturdida.

   —¿Qué? —Robert vuelve la cabeza para mirarla, como sobresaltado por el contacto—. Ah, sí. Decía que va a ser otro día agobiante.

   Se acerca arrastrando los pies, como ella sabía que haría, hacia el termómetro, colgado mediante una ventosa humedecida con saliva en la parte exterior de la ventana.

   Ya hace diez días que la temperatura excede los treinta y cinco grados. No llueve desde hace días, semanas, meses. Tampoco pasan nubes lentas y majestuosas como navíos sobre los tejados.

   Con un chasquido metálico semejante al de un martillo hundiendo un clavo, un punto negro aterriza en la ventana, como atraído por una fuerza magnética. Robert, todavía mirando el termómetro, da un respingo. El insecto tiene el abdomen estriado y seis patas tendidas hacia fuera. Aparece otro detrás del cristal, luego otro, y otro.

MAGGIE O'FARRELL - "Instrucciones para una ola de calor" - (2013)


Imágenes: Helin Bereket