Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 29 de julio de 2020

HUBIERAN TENIDO QUE CONTARSE TODO

  


 Hubieran tenido que contarse todo.

   Hubieran tenido que hacer una larga lista de cosas, de sorpresas, de lágrimas, de sonrisas, de sobresaltos, agonías, desencantos, temores, de películas y libros y poemas sabidos de memoria, de casualidades, descubrimientos, de aceptación y de rechazo. Hubieran tenido que pronunciar cientos de miles de palabras que fueran descascarando la soledad hasta dejar el cuerpo preparado para la entrega, para la confianza. Hubieran tenido que atreverse a jugar una carta, el todo por el todo, quitarse la máscara, esconder la reverencia, decir la verdad, sea cual fuere, mostrar las lastimaduras, las arrugas, las vetas de oro, las napas de barro.

   Pero no se animaron.

   Les faltó valor.

   Ellos dijeron que les faltó tiempo. Pero les faltó valor.



   Estaban engolosinados en su propia tristeza, estaban prisioneros bajo el caparazón de la comodidad, no querían tomarse el trabajo de quitarse los siete velos y ver la desnudez de la felicidad… porque temían que después del séptimo velo apareciera de nuevo la soledad, la terrible, la zorra, despiadada.

   Y entonces caminaron juntos unos pasos. Y entonces se estrecharon fuerte, se besaron, cerrando los ojos porque cada uno quería mirarse a sí mismo, nada más que a sí mismo y no al otro.

   Estuvieron acariciando el límite, lo exterior, la impenetrable puerta, la puerta con cien cerrojos; y ninguno de los dos quiso buscar las llaves, ninguno de los dos quiso empezar a abrir, ninguno de los dos quiso saber que había en realidad detrás de la puerta que los separaba.

   Por eso fracasó el encuentro.

   Porque cada uno fue a encontrarse consigo mismo.

   Porque cada uno fue a alimentar con llanto su propia soledad.

   Porque cada uno llevó a su distancia y la puso en el medio.

   Y a pesar de los besos, y a pesar de ser un hombre y una mujer llenos de posibilidades, se dijeron adiós y lloraron, pensando que lloraban por decirse adiós, pero sabiendo que cada uno lloraba por sus viejos dolores, otros adioses, por otros intentos y otras historias. Y porque ya nunca podrían borrar las distancias que los separarían de ellos y de los otros que quisieran, alguna vez, acercarse a ellos.
POLDY BIRD - "Cuentos para leer sin rímmel" - (1971)

Imágenes: David Hockney

sábado, 25 de julio de 2020

LA LÍNEA DIVISORIA ENTRE PLACER Y DOLOR


»La gente cacarea que nos guiemos por aquello que nos proporciona placer, ¡ja! Dicen que ya que estamos en este mundo, disfrutemos, ¡ja! —Su voz subió una octava y comenzó a hablar más deprisa—. Una obesa mórbida, como las monomaniáticas ratas de laboratorio esclavas de un pulsador benefactor, también siente un placer máximo al comer, al engullir sin medida. Sin embargo, apenas se puede mover, padece enfermedades indecibles, y se siente discriminada por el mundo. Es decir, también sufre para mantener su placer. Tal vez, si aspira a tener una vida más placentera, deberá privarse del placer de la comida. Bonita contradicción, ¿verdad? Porque ¿realmente vemos disfrutar de la vida a la rata de laboratorio? No, ni hablar. Tanto la rata como la obesa mórbida se limitan a saciar las necesidades primarias que les impone su bestia interior. O un drogadicto con su dosis. O una ninfómana encadenando un orgasmo tras otro. 


La buena vida es genial, sí, pero ¿alguien ha definido paradigmáticamente lo que suscita placer? ¿Es placer lo que siente el atleta que ha superado la marca mundial de doscientos metros obstáculos? ¿Sí? Pues está extenuado, le duele el cuerpo y ha sufrido mucho para llegar a la meta.

   »Ya lo veis. La línea divisoria entre placer y dolor es demasiado elemental, porque la bestia también es muy elemental. Para mí sólo existe el placer refinado, la virtud ajena a la bestia, y esa virtud, esa sensación benefactora, no se sustenta ni en el placer ni en el dolor, si no en los planes, en los objetivos, en los propósitos, en las ilusiones. Ya que estamos aquí, proclaman los gañanes, disfrutemos, sí, oprimamos el pulsador del éxtasis inducido y reventemos de gozo.
SERGIO PARRA - "Jitanjáfora" - (2006)

Imágenes: Ai-Wen Wu Kratz

miércoles, 22 de julio de 2020

COMO LA AGUJA ENLOQUECIDA DE UNA BRÚJULA

   

  
 Y en esta soledad terminó la primera parte.


   La segunda, constituía casi cuatro quintas partes del libro. Desde el inicio se notaba que el relato corto que la antecedía no era sino un pretexto anecdótico. Ésta era una confesión larga de un exacerbado lirismo, entremezclado con poemas, de máximas enigmáticas y de un sortilegio blasfemo. Apenas comenzaba a leer Vincent Degraël cuando sintió un malestar que le fue imposible definir, y que no hizo más que crecer a medida que pasaba las páginas del libro con una mano que cada vez se tornaba más temblorosa. Era como si las frases que él tenía frente a los ojos se convirtieran repentinamente en familiares, inevitablemente se puso a repetir cualquier palabra, como si la lectura de cada una se viniera a imponer, o más bien a superponer; los recuerdos, al mismo tiempo precisos y fluidos de una frase que era casi idéntica y que ya había leído en otra parte; como si estas palabras más tiernas que las caricias o más pérfidas que los venenos, estas palabras una a una límpidas o herméticas, obscenas o cálidas, deslumbrantes, enigmáticas, que oscilaban sin parar como la aguja enloquecida de una brújula, entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozaran una configuración indefinida en la cual se creía encontrar en desorden a Germain Nouveau y Tristan Corbière. Viiliers y Banville, Rimbaud y Verhaeren, Charles Cros y Léon Bloy.
GEORGES PEREC - ·El viaje de invierno" - (1993)

Imágenes: Alex Chinneck

sábado, 18 de julio de 2020

INDIGNO DE SER HUMANO


Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano. Como nací en provincias, en Tohoku, la primera vez que vi un tren ya era bastante mayor. Me dediqué a subir y bajar, una y otra vez, el puente elevado de la estación, sin que se me ocurriera que lo habían construido para cruzar las vías; me parecía que su función era dotar a la estación de un lugar de diversión de tipo occidental. Eso pensé durante mucho tiempo. Me lo pasaba estupendamente subiendo y bajando el puente, que era para mí una diversión de lo más elegante y el mejor servicio que ofrecía la compañía de ferrocarriles. Cuando me enteré de que no era más que un medio para que los viajeros cruzaran al otro lado, mi interés se desvaneció.

   También, cuando de pequeño había visto ilustraciones del metro, pensaba que era un juego la mar de entretenido y no me cabía en la cabeza que sólo sirviera para transportar personas.

   Yo era un niño enfermizo, que con frecuencia debía guardar cama. Cuando me tocaba estar acostado, solía pensar en lo aburridos que eran los estampados de las fundas de los edredones y las almohadas. Hasta los veinte años no supe que estas fundas tenían sólo un uso práctico y me desmoralizó lo sombría que era el alma humana.



   Nunca pasé hambre. No quiero decir con esto que me criara en una familia próspera; no tengo una intención tan estúpida. Me refiero a que nunca conocí la sensación de hambre. Parece una expresión un poco rara, pero aunque tuviera hambre no me daba cuenta. Cuando volvía del colegio, la gente de casa daba por supuesto que tendría mucho apetito. Ya de más mayor, en la escuela secundaria, recuerdo que me ofrecían jalea de soja, bizcocho o pan, organizando un revuelo. Dejándome llevar por mi tendencia a complacer, balbuceaba que tenía hambre y me tragaba diez dulces de jalea de soja, preguntándome sin entender cómo sería la sensación de tener hambre.

   Por supuesto, como bastante; pero no recuerdo haberlo hecho nunca por hambre. Me gusta comer cosas especiales y lujosas. Cuando estoy invitado, me lo como casi todo, aunque me cueste un esfuerzo. En realidad, de pequeño los momentos más duros del día eran las comidas.

   En mi casa, en provincias, toda la familia —éramos unos diez— comía junta, con nuestras mesillas individuales alineadas en dos hileras paralelas frente a frente. Como yo era el último hermano, me tocaba el asiento de menor rango.


   En la semipenumbra de la sala y en silencio total, almorzaban y hacían las demás comidas unas diez personas. Esto siempre me produjo una sensación de frío. Debido a que éramos una familia tradicional de campo, los platos de acompañamiento siempre eran de lo más austero, y no cabía esperar nada especial ni lujoso.

   Con el paso del tiempo, creció mi horror por las horas de las comidas. Sentado en el peor lugar de esa habitación oscura y temblando de frío, empujaba boca adentro un pequeño bocado tras otro mientras me preguntaba por qué las personas tenían que comer tres veces al día.

   Todos comían con la mayor seriedad. Llegué a pensar que era una especie de ceremonia familiar, celebrada tres veces al día: a la hora determinada, nos reuníamos todos en la habitación mal iluminada ante las mesillas alineadas en orden y, con o sin ganas de comer, masticábamos los alimentos en silencio, quizá para apaciguar a los espíritus que pululaban por allí.

   Suele decirse que si no se come, se muere; pero a mis oídos esto suena como una intimidación maligna. Esta superstición —hasta ahora no he dejado de pensar que de eso se trate— siempre me produce inquietud y temor. Si las personas no comen, mueren; y por lo tanto están obligadas a trabajar para comer. Para mí, no había nada que sonase más difícil de entender y más amenazador que esas palabras.
OSAMU DAZAI - "Indigno de ser humano" - (1948)

Imágenes: Miho Hirano

jueves, 16 de julio de 2020

ESTÁBAMOS VIVOS


Estábamos vivos.

   Los atentados, los accidentes, las guerras y las epidemias no nos concernían. Podíamos ver películas que frivolizaban el acto de morir, otras que lo convertían en un acto de amor, pero nosotros quedábamos fuera de la zona que contenía el significado propio de perder la vida.

   Algunas noches, en la cama, envueltos en el confort de enormes almohadones mullidos y desde la arrogancia de nuestra juventud tardía, veíamos las noticias en la penumbra, con los pies entrelazados, y era entonces cuando la muerte, sin nosotros saberlo, se acomodaba azulada en los cristales de las gafas de Mauro. Ciento treinta y siete personas mueren en París a causa de los ataques reivindicados por la organización terrorista Estado Islámico, seis muertes en menos de veinticuatro horas en las carreteras en tres choques frontales diferentes, el desbordamiento de un río causa cuatro víctimas mortales en un pequeño pueblo al sur de España, al menos setenta fallecidos en una cadena de atentados en Siria. Y nosotros, que nos estremecíamos un momento, quizá soltábamos cosas del tipo «Vaya, cómo está el patio» o «Pobre, qué mala suerte», y la noticia, si no tenía mucha fuerza, se disolvía aquella misma noche dentro de los límites del dormitorio de una pareja que también se estaba extinguiendo.



   Cambiábamos de canal, y veíamos el final de una película mientras yo concretaba a qué hora llegaría al día siguiente, o le recordaba que pasara por la tintorería para recoger el abrigo negro, o, si era un día bueno, ya en los últimos meses, tal vez intentábamos hacer el amor con desgana. Si la noticia era más sonada, sus efectos se alargaban un poco; se hablaba de ello en el trabajo a la hora del café o en el mercado, haciendo cola en la pescadería. Pero nosotros estábamos vivos, la muerte pertenecía a los demás.

   Utilizábamos expresiones como «Estoy muerto» para señalar el cansancio después de un día duro de trabajo sin que el adjetivo nos pinchara el alma, y cuando aún éramos nuevos, casi por estrenar, lográbamos flotar en el mar, en nuestra cala preferida, y bromear, con los labios llenos de sal y de sol, acerca de un hipotético ahogamiento que acababa con un boca a boca de escándalo y carcajadas. La muerte era algo lejano, no nos pertenecía.
MARTA ORRIOLS - "Aprender a hablar con las plantas" - (2018)

Imágenes: Rene Chaffins

sábado, 11 de julio de 2020

ESA RABIA QUE NUNCA SE VA


Durante una cara de casete Curro se siente bien. Mejor que en mucho tiempo. Cuarenta y cinco minutos de paz. Hace tiempo que su madre no aparece; tal vez estén funcionando los cada vez más complejos cócteles de medicamentos con los que experimenta Skorzeny. Tal vez esté… ¿curado? Curro teme usar esa palabra. Estar curado no es su normalidad. Pero es innegable: se trata de una buena época. Por un momento se olvida de sus ansias de fuga, de las apariciones de la fantosmia materna, de su infancia y su dolor. Nunca escuchó mucha música en su vida, y ahora se arrepiente. Algo le obliga a mover los dedos de los pies sobre la arena, y piensa que quizás la música le habría podido arrancar el caparazón. Pero no la escuchó, no estuvo atento a las notas que sonaban; la apartó de él, decía que era banal e inútil. Lo que hizo fue hincar su nariz en más y más libros, y aferrado a ellos meterse cada vez más hacia dentro, hacia abajo, por la espiral de la cáscara, hasta quedar encajado contra el último rincón. Atascado en el cuerno, brocha en mano, el suelo pintado y su culo contra la pared. Y todas las pesadillas que le atenazaban: madres muertas vestidas de boda, cucarachas decapitadas, ciegos arrebatos de violencia; muerte, locura y sangre, chorros de ella, abriéndose hacia el cielo como algún tipo de rara planta marciana.


   El alcohol. El alcohol, a veces, parecía ayudarle; le desagarrotaba los brazos, le soltaba la lengua, le hacía sacar la cabeza y mirar hacia fuera. Pero era como el aliado traidor de las películas: el que te da la mano en el acantilado para luego soltarte cuando te confías y sonríes y piensas que ya estás salvado. Y barranco abajo vas. Cuando bebía, de joven, la mente de Curro bailaba la yenka: un pasito adelante, sí, una débil mejora, pero luego otro atrás, y otro y otro, un, dos, tres, hasta que al final trataba de romperle una botella en la cara a alguien. Le dijeron que era culpa de la medicación, que los antidepresivos no podían mezclarse con alcohol, pero Curro sabe que no era por eso. Era por esto de aquí; lo que lleva dentro: la sed de destrucción que le inocularon. Esa rabia que nunca se va.
KIKO AMAT - "Antes del huracán" - (2018)

Imágenes: Eric Hubbes

martes, 7 de julio de 2020

Y NO PUEDO TOCARLA


Ahora, varios años después, Madelaine mira el paisaje por la ventana del Jaguar y no puedo tocarla porque ya no me quiere. Es abril, es de noche, el camino es la autopista que va a Ezeiza. A esta altura Valmont, el pequeño perro Valmont y yo, hemos establecido una amistad inquebrantable y viajamos juntos en la parte trasera del coche. Mientras que el otro Valmont, el segundo Valmont, viaja adelante, conduciendo mi Jaguar y Madelaine, en el asiento de acompañante, sonríe y le dice cosas dulces al oído. Yo, con el campo oscuro hacia los lados y la mirada constante de Valmont, me pregunto si habremos tomado el camino correcto, si será verdad que, como informó mamá, en ese pueblo pequeño vive la mejor bruja de Buenos Aires y si esa señora estará dispuesta a arreglar de una vez por todas estos problemas que arrastramos desde hace tanto tiempo.

   Varios años atrás, en una ruta parecida pero camino al entierro de un amigo común, yo había tomado la mano de Madelaine y ella, por primera vez, había dejado de mirar el paisaje para mirarme. Más tarde le ofrecí un café frente a la casa de San Fernando y días después veraneábamos juntos en una playa cerca de Atlántida, en Uruguay. Nos casamos cuando comenzó el invierno y en la luna de miel ella eligió recorrer la costa mediterránea de Europa, empezar por Portugal y terminar en Grecia. Pero no llegamos a Grecia: una predicción nos detuvo en Sicilia.



   Nunca suceden acontecimientos inútiles, pero sí acontecimientos que no debieran suceder, y quizá los últimos años de mi vida sean fiel ejemplo de esta observación. En la feria de una plaza de Catania, en un domingo nublado de poca actividad, Madelaine hermosa se acercó a las carpas de visiones y profecías. Me dijo que entráramos, que era sólo por curiosidad, que nos divertiríamos un rato y después comeríamos algo en algún café. Luego, en una carpa dorada, una mujer tomó sus manos y las apoyó sobre un almohadón cubierto por un pañuelo. Cerró los ojos y frunció el ceño. Madelaine la imitó. Las conclusiones a las que llegó la gitana no podían ser peores: la mía era una mujer sensible y yo un hombre racional que nada entendía del amor. Es decir que yo era el hombre equivocado y Madelaine conocería al correcto de un momento a otro. Alto y atractivo, buen compañero, cuidaría de ella para siempre. Un extranjero leal, lo más probable un italiano de Sicilia que ella reconocería sin esfuerzo. Y yo, compañero de su luna de miel, pagué por la predicción y me esforcé en divertidos temas de actualidad para que el café con tostadas ayudara a olvidar todo y nos trajera el resto del día.
SAMANTA SCHWEBLIN - "El núcleo del disturbio" - (2002)

Imágenes: Ryan Shorosky

sábado, 4 de julio de 2020

VERGÜENZA, SANGRE Y DEGRADACIÓN


Salí del hotel para buscar afanosamente un boticario o un médico, pero me sorprendí a mí mismo pensando en las mujeres y el amor. Nunca había estado con una mujer más de una noche, y siempre había sido con putas. Y aunque en todos esos encuentros fugaces intenté mantener una relación cariñosa con las chicas, sabía que en el fondo era falsa, y después siempre me sentía frío y derrumbado. Desde hacía aproximadamente un año había dejado por completo las relaciones con prostitutas, convencido de que era mejor vivir sin esa pantomima de cariño. Y aunque no era realista para un hombre en mi situación pensar esas cosas, no pude evitarlo: vi mi gruesa figura reflejada en los escaparates de las tiendas frente a las que caminaba y me pregunté: ¿Cuándo logrará este hombre ser amado?


(...) Mi núcleo interior empezaba a expandirse, como siempre me sucedía antes de un estallido de violencia, como un bote de tinta que se vuelca y cubre todo el marco de mi mente con su contenido incesante e infinito. Empecé a notar un picor y un hormigueo en la piel y el cuero cabelludo, y me convertí en una persona diferente de mí, o en un segundo yo, y esa persona estaba encantada de salir de las sombras hacia el mundo de los vivos donde podría hacer lo que e diese la gana. Me sentí a la vez perdido y desgraciado, y me pregunté: ¿Por qué me entusiasma esta transformación en animal? Empecé a respirar agitadamente, mientras que Charlie seguía silencioso y tranquilo, y con un gesto me indicó que también yo permaneciese callado. Estaba acostumbrado a controlarme así, provocándome y controlándome en la batalla. Qué vergüenza, pensé. Vergüenza, sangre y degradación.
PATRICK DeWITT - "Los hermanos Sisters" - (2011)

Imágenes: Cheryl Tarrant