Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 30 de noviembre de 2019

EL INFIERNO SON LOS VECINOS


Nada más singular que un vecino. Que uno de ellos mate a otro es moneda corriente de nuestros informativos, como lo es que un vecino de ambos diga del criminal inesperado que era una persona de lo más normal. El otro día alguien fue más lejos y dijo en televisión que el asesino de su escalera le había parecido siempre «un vecino muy natural». Tras oírlo, me acordé de que morir es ley de la naturaleza y me pregunté si se puede morir con naturalidad si nos mata un vecino natural.

   Una ley del régimen de Vichy prohibía a los judíos tener un gato. El de los padres de Christian Boltanski se meó un día en la alfombra de la terraza de los vecinos. Por la noche, éstos, que eran gente muy educada y gentil, llamaron al timbre y dijeron que o mataban al gato o los denunciaban a la Gestapo, pues sabían que eran judíos.


   El infierno son los vecinos. Me acuerdo de los Ezkeitia, unos amigos de Bilbao que acababan de casarse y se instalaron confiadamente en su primer apartamento y no tardaron en oír unos ruidos raros que les llegaban del otro lado de la pared. En el apartamento contiguo tenía lugar todas las noches una extraña ceremonia, lo que podríamos llamar «la repetición constante de lo incomprensible»: se oían risas estremecedoras, ruido de sierras eléctricas, graznidos de cuervos y gritos de horror. Ni siquiera cuando supieron que sus vecinos, con los primitivos efectos especiales de la época, se dedicaban a grabar cuentos de terror para la radio, se quedaron tranquilos. Los vecinos siempre inspiran miedo, aunque tengan explicaciones para todo.
ENRIQUE VILA-MATAS - "Mac y su contratiempo" - (2017)

Imágenes: Arsen Kurbanov

jueves, 28 de noviembre de 2019

¿CREE USTED EN LOS SUEÑOS?




Héctor traga saliva. De repente las paredes avanzan hacia ellos, reduciendo la ya pequeña habitación al tamaño de una celda. La luz fría cae entonces sobre las manos del doctor: finas, de dedos largos como serpientes.
—¿Cómo lo ha hecho? —repite. Y la voz le sale ronca, como si llevara horas sin hablar con nadie.

   —¿De verdad cree que he podido hacer algo? —Se ríe, y vuelve a adelantar el cuerpo para que la luz le enfoque la cara—. Me sorprende gratamente, inspector. El mundo occidental suele burlarse de nuestras viejas supersticiones. Lo que no pueden ver y tocar, no existe. Han cerrado la puerta a todo un universo y viven felices en ese lado. Sintiéndose superiores. Pobres ignorantes.

   La sensación de agobio crece. Héctor no puede apartar la mirada de las manos del otro, que ahora reposan quietas sobre la mesa, relajadas. Ofensivamente lacias.(...)



—¿Cree usted en los sueños, inspector? No, supongo que no. Es curioso cómo ustedes son capaces de creer en cosas tan abstractas como los átomos y luego rechazar desdeñosamente algo que les sucede todas las noches. Porque todos soñamos, ¿no?

   Héctor se muerde el labio para no interrumpir. Está claro que ese cabrón va a contarlo a su manera; el doctor baja tanto la voz que debe esforzarse para oírle.

   —Los niños son listos. Tienen pesadillas y las temen. Pero a medida que crecen se les inculca que no deben tener miedo. ¿Usted tenía pesadillas, inspector? Ah, ya veo que sí. ¿Terrores nocturnos tal vez? Veo que hace tiempo que no piensa en ellos. Aunque sigue sin dormir bien, ¿verdad? Pero, dígame una cosa, ¿cómo si no pude meterme en la cabeza de esa desgraciada y decirle lo que tenía que hacer? Coge las tijeras, acaricia tu estómago con ellas. Sube hasta esos pequeños pechos y clávalas…

   Y ahí se acaban sus recuerdos. Lo siguiente es su puño ensangrentado que golpea sin parar la cara de aquel hijo de puta.
TONI HILL - "El verano de los juguetes muertos" - (2011)


Imágenes: Gioxe De Micheli

sábado, 23 de noviembre de 2019

TODO LO DEMÁS, LE DABA IGUAL


   La lista era parte de un plan: Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final. Un empujón emocional, o físico. Y ella no podía darle a su cuerpo nada de eso. Quería morirse, pero todas las mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse. Lo que sí podía hacer, en cambio, era organizarlo todo en esa dirección, aminorar su propia vida, reducir su espacio hasta eliminarlo por completo. De eso se trataba la lista, de eso y de mantenerse focalizada en lo importante. Recurría a ella cuando se dispersaba, cuando algo la alteraba o la distraía y olvidaba qué era lo que estaba haciendo. Era una lista breve:


   Clasificarlo todo.
   Donar lo prescindible.
   Embalar lo importante.
   Concentrarse en la muerte.
   Si él se entromete, ignorarlo.





   La lista la ayudaba a lidiar con su cabeza, pero para el estado deplorable de su cuerpo no había encontrado ninguna solución. Ya no aguantaba más de cinco minutos de pie, y no solo luchaba con sus problemas de la columna. A veces, su respiración se alteraba y necesitaba tomar más aire de lo normal. Entonces inhalaba todo lo que podía, y exhalaba con un sonido áspero y grave, tan extraño que nunca terminaría de asimilar como propio. Si caminaba a oscuras en la noche, de la cama al baño y del baño a la cama, el sonido le parecía el de un ser ancestral respirándole en la nuca. Nacía en las profundidades de sus pulmones y era el resultado de una necesidad física inevitable. Para disimularlo, Lola sumaba a la exhalación un silbido nostálgico, una melodía entre amarga y resignada que había ido asentándose poco a poco en ella. Lo importante está en la lista, se decía a sí misma cada vez que el desgano la inmovilizaba. Todo lo demás, le daba igual.
SAMANTA SCHWEBLIN - "Siete casas vacías" - (2015)

Imágenes: Jakub Kujawa

jueves, 21 de noviembre de 2019

SALVATIERRA


Salvatierra tenía veinticinco años y trabajaba en el Correo cuando conoció a Helena Ramírez, mi madre. Ella tenía veintiuno y trabajaba en la Biblioteca Ortiz, de Barrancales. Salvatierra iba los sábados a la mañana a leer sobre las vidas de grandes pintores y a buscar libros con láminas y grabados. En la tela de esa época hay una lenta transición entre las escenas nocturnas y la claridad de la mañana. Primero aparecen largos pasajes crepusculares donde se ve a mujeres negras lavando ropa en la orilla (el doctor Dávila contaba que a veces, en verano, Salvatierra cruzaba de noche con los pescadores a la orilla uruguaya, donde eran bien recibidos por un grupo de lavanderas). Salvatierra pintó esa hora en que se reflejan en el agua las primeras estrellas y todo se empieza a confundir entre las sombras. En un segmento, alguien enciende un fósforo y apenas en la oscuridad se ve a una mujer que sonríe, provocativa, detrás de las plantas.



(...) En el camino vi uno de esos cielos que pintaba Salvatierra. Uno de esos cielos profundos, cambiantes y poderosos. A veces hacía unas nubes dispersas que se achicaban hacia el horizonte, con lo que conseguía darle verdadera dimensión al cielo. Lograba unos espacios aéreos enormes que daban vértigo. Como si uno pudiera caerse dentro de la tela. Yo sabía —había aprendido— qué tipo de cielos le interesaban y algunas tardes, cuando llegaba del colegio al galpón, le decía «hay un buen cielo afuera» y salíamos a mirar. Es algo que sigo haciendo, sin darme cuenta, aunque Salvatierra haya muerto hace muchos años. Y lo hice esa tarde cuando pedaleaba despacio de vuelta hacia Barrancales: vi el cielo gigante, un cielo de planicie, azul intenso, con nubes como montañas, como regiones, y en silencio le avisé a Salvatierra que saliéramos a mirar.
PEDRO MAIRAL - "Salvatierra" - (2008)

Imágenes: Karen Hollingsworth

sábado, 16 de noviembre de 2019

LA MEMORIA DE LOS POBRES


Decía sí, tal vez fuera no, había que remontar el tiempo a través de una memoria en sombras, nada era seguro. La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos.



(...) De color naranja, o rojos, en España. En Argel eran terrazas, pintadas a la cal, en las que se colgaba la ropa. Durante el verano el sol allí abrasaba las casas resecas. No se podía vivir más que a la sombra de las persianas cerradas, en una penumbra llena de partículas que competían en brillo y colores. En París, en cambio, los tejados eran negros o de un gris tan sombrío como los cielos invernales que cubrían la ciudad durante buena parte del año. Inaccesibles, sin respuesta. Las pizarras habían amanecido húmedas y ahora estaban blancas. Envueltos en aquella luz, los pájaros parecían aún más oscuros. Pasaban como proyectiles que se perdían en busca de un objetivo invisible, remotísimo. París es una ciudad sucia, llena de palomas y de patios negros, había escrito hacía unos años. La gente aquí tiene la piel blanca. Y, cuando cae la noche, se meten en sus casas. En mi tierra, cuando anochece, uno se apresura a salir. Se decía que aquélla era una de las ciudades más hermosas del mundo, pero a él le fatigaba, y su deseo más hondo hubiera sido volver a su tierra, un país de hombres, rudo, inolvidable. Pero, por diferentes razones, no era posible.
BERTA VÍAS MAHOU - "Venían a buscarlo a él" - (2010)

Imágenes: Daniel Barkley

martes, 12 de noviembre de 2019

SIN AMOR NO MERECE LA PENA VIVIR


—Sin amor no merece la pena vivir.

   Ángela había pronunciado las palabras en voz alta, como el juez que dicta la sentencia definitiva sobre su propio destino.

   Y a continuación se entregó al dolor de manera voluptuosa, casi suicida.

   Al dolor y a la vergüenza. Porque, ¿qué era peor en un rechazo sentimental, la pérdida del proyecto luminoso con el otro, o la tortura añadida de sentir tu bochornosa falta de atractivo, tu inadecuación e insignificancia? No había mayor humillación imaginable que el desdén o la indiferencia del amado, que por añadidura reflejaban la indiferencia y el desdén del Universo entero. Ángela tragó el buche de hiel de su último fracaso y tuvo la certidumbre, una vez más, de que ella era incapaz de suscitar cariño. Y de que el mundo la volvería a señalar con burla, como siempre.



   Un cuchillo de pena.

   Los pedazos de su corazón cayendo al suelo con tintineo de lata.

   No, no había logrado que su amado la amara. Ni siquiera había conseguido que la tomara en cuenta. Había hecho de nuevo el ridículo, y el ahogo de su propia ignominia la dejó boqueando. No podía soportar pensar en ello y, sin embargo, no podía apartarlo de su cabeza. El hermoso futuro que había imaginado junto a su amado se estaba derrumbando en estos momentos sobre ella con fragor de avalancha. Ángela contempló las paredes del cuarto con estupor: ¿cómo era posible que los muros no temblaran, que no se rajaran ante tal cataclismo? Se abrazó a sí misma, sintiéndose incapaz de seguir adelante. ¿Qué iba a hacer ahora con sus días? ¿Cómo iba a aguantar la pena de existir? ¿Y cómo lograría no despreciarse a sí misma?
ROSA MONTERO - "Los tiempos del odio" - (2018)

Imágenes: Liu Yuanshou

sábado, 9 de noviembre de 2019

LA PAUSA


Poco tiempo después de que él dijera la palabra «Pausa» me volví loca y tuvieron que ingresarme. No dijo no quiero volver a verte más ni se acabó, pero después de treinta años de matrimonio sólo me bastó escuchar Pausa para convertirme en una lunática cuyos pensamientos explotaban, rebotaban y chocaban entre sí como palomitas de maíz saltando dentro de su bolsa en el microondas. Hice esta penosa reflexión mientras yacía en mi cama del Pabellón Sur del hospital, tan saturada de Haldol que era incapaz de moverme. Las odiosas y monótonas voces que escuchaba se habían atenuado, pero no habían desaparecido del todo, y cuando cerraba los ojos veía personajes de dibujos animados corriendo por colinas rosadas para luego desaparecer entre bosques azules. Al final, el doctor P. me diagnosticó un Trastorno Psicótico Transitorio, conocido también como Psicosis Reactiva Transitoria, lo que viene a significar que realmente estás loca aunque no por mucho tiempo. Si el trastorno dura más de un mes es necesario buscarle otra etiqueta. Por lo visto suele existir un detonante que dispara ese tipo de psicosis o, como se dice en la jerga psiquiátrica, un «factor estresante». En mi caso fue Boris o, mejor dicho, su ausencia, porque Boris estaba tomándose su Pausa.




(...) La Pausa era francesa y tenía un pelo castaño lacio y brillante. Sus pechos eran notables y auténticos, no operados. Llevaba gafas rectangulares estrechas y poseía una mente excelente. Era joven, por supuesto, veinte años más joven que yo, y sospecho que Boris estuvo un tiempo deseando a su colega antes de decidirse a explorar sus zonas más prominentes. Me lo he imaginado una y otra vez. Los rizos blancos de Boris cayéndole sobre la frente mientras agarraba los pechos de la susodicha Pausa junto a las jaulas de las ratas modificadas genéticamente. Siempre me los imagino en el laboratorio, aunque es probable que me equivoque. Pasaban poco tiempo solos, y el resto del «equipo» hubiese notado enseguida cualquier ruidoso escarceo en su entorno. Quizá se refugiaban en una de las cabinas del retrete, donde mi Boris embestía a su colega con los ojos desorbitados al llegar al clímax. Yo lo sabía todo. Le había visto mil veces aquella mirada desencajada. 



La banalidad de todo el asunto (el hecho de que sea algo que los hombres repiten a diario y hasta la saciedad cuando se dan cuenta, de golpe o poco a poco, de que lo que ES no TIENE POR QUÉ SER, y entonces dan el paso necesario para librarse de unas mujeres que ya comienzan a envejecer, después de todo lo que esas mujeres les han cuidado a él y a sus hijos durante tantos años no aplaca la desgracia, los celos ni la humillación que sobrevienen a las esposas abandonadas. Esposas despreciadas. Yo gemía, gritaba y golpeaba la pared con los puños. Llegué a asustarlo. Él quería paz y que le dejara tranquilo para emprender su camino junto a la educada neurocientífica de sus sueños, una mujer con quien no compartía un pasado ni penas ni angustias ni conflictos. Y, sin embargo, Boris había dicho Pausa, no final, para dejar abierta la narración por si luego se arrepentía. Un cruel resquicio para la esperanza. Boris, el Muro. Boris, el que nunca levanta la voz. Boris, el que niega con la cabeza sentado en el sofá mientras te mira desconcertado. Boris, la rata que se casó con una poeta en 1979. Boris, ¿por qué me dejaste?
SIRI HUSTVEDT - "El verano sin hombres" - (2011)

Imágenes: Claudio Bravo

miércoles, 6 de noviembre de 2019

HE DESEADO UN REINO ROJO






He deseado un reino rojo. En él había reyes sangrientos que afilaban sus espadas. Mujeres con los ojos ennegrecidos que lloraban sobre jergones cargados de opio. Varios piratas enterraban en la arena de las islas pesados cofres llenos de lingotes. Todas las prostitutas eran libres. Los ladrones cruzaban las calles bajo una pálida aurora. Muchas jovencitas se atiborraban de golosinas y lujuria. Un grupo de embalsamadoras doraba cadáveres en la noche azul. Los niños deseaban amores lejanos y crímenes extraños. Había cuerpos desnudos acurrucados junto a cálidas estufas. Todas las cosas estaban untadas con especias ardientes e iluminadas por cirios rojos. Pero este reino se hundió bajo la tierra, y me desperté en mitad de las tinieblas.
MARCEL SCHWOB - "El libro de Monelle" - (1894)

Imágenes: Daiva Staškeviciene

sábado, 2 de noviembre de 2019

NO HABÍA CÓLERA EN SUS PALABRAS




Yeruldelgger miró al anciano. Tenía las manos cortadas por las cuerdas y el frío, las mejillas curtidas por el viento de las tormentas, los ojos rasgados de luchar contra los inviernos. Estaba allí, a su lado, inmóvil, con su deel bien ceñido por un cinturón ancho y las botas de montar bien plantadas sobre la tierra. Y no había cólera en sus palabras. Esa cólera contenida que Yeruldelgger sentía crecer en su interior ante cada crimen odioso que debía afrontar, ante cada inocente asesinado, ante cada vida destrozada. Una cólera vengadora que cada día le costaba más reprimir, con los puños metidos en los bolsillos, el cuello hundido entre los hombros y el corazón en llamas. Pero el anciano no dejaba ver más que una calma profunda como un lago e infinita como la llanura. Yeruldelgger tuvo de repente la extraña sensación de que el nómada ya no estaba con ellos. Simplemente permanecía allí, como la estepa, como las colinas en el horizonte, las rocas esparcidas y el viento que las erosionaba desde hacía millones de años. Pleno. Denso. Sólido. Todos se habían detenido y permanecían a la espera de algo, pero él no se movía. El tiempo parecía suspendido. Luego, una brisa los rozó, deslizándose entre ellos, alborotando la hierba, y tal como vino se fue, con un galope alegre por la estepa. Yeruldelgger sintió que toda aquella libertad le golpeaba el corazón, la libertad de aquella llanura salvaje de hierbas irisadas sobre la que corrían caballos enloquecidos. Cuando notó la mano del pequeño anciano sobre su manga, fue como si lo arrancaran de un sueño.



   —Su alma está ahora contigo —dijo el nómada—. Os pertenecéis el uno al otro hasta que la lleves a donde debe ir.



   —Lo siento, abuelo, voy a ocuparme de ella lo mejor que pueda, créeme, pero yo no le pertenezco. Yo no pertenezco a nadie —respondió Yeruldelgger, a quien no le gustaba que le vinieran con misterios.

   Él respetaba las tradiciones y creía en cosas inexplicables. En influencias, en interacciones, en algún tipo de interferencias. Pero no quería ser más que un espectador. Si le costaba tanto mantener unidos todos los fragmentos de su propia existencia, ¿qué ocurriría si tuviera que aceptar que fuerzas ajenas a su propia voluntad se inmiscuían en ella para poner orden? Ya hacía mucho tiempo que su vida se había deslizado hacia una nada fría y muda. Había perdido a su adorada hija pequeña y a la mujer que amaba y que se la había dado. E iba camino de perder a su hija mayor, que odiaba todo lo que él era. Porque él no era precisamente un regalo.

   El comisario Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen hacía tiempo que no era un regalo para nadie. ¿Cómo podía aceptar que el bienestar de una pequeña alma inocente dependiera de él?
IAN MANOOK - "Yeruldelgger, muertos en la estepa" - (2013)

Imágenes: Zorikto Dorzhiev