Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 30 de marzo de 2020

¿TE CREES QUE VAS A VIVIR ETERNAMENTE?


Aún no ha empezado la batalla y la nieve huele a sangre. Al frente de su caballería, muy derecho en la montura, el rey admira lo que en breve será campo de fuego. Desenvaina el sable, vira grupa hacia sus filas para ordenar una carga y sólo entonces descubre lo imperdonable más allá de tricornios, banderas y capotes relucientes. El monarca pica espuela y cabalga entre el vapor de cien alientos hasta alcanzar al oficial que recula y tiembla. La mirada del rey es Desdén Luminoso; su voz, la Voz del Destino; sus palabras, el Martillo del Tiempo:

   —¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?



   El rey es Federico de Prusia. El oficial, uno de tantos. La batalla, Leuthen. «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» El joven oficial sabe inútil cualquier respuesta; domina el miedo, acepta la vergüenza y se lanza contra las filas austríacas para jugar los albures del plomo y del acero. El regimiento sigue con ímpetu y alarido al cobarde transfigurado, y los jinetes pasan ante Federico con estrépito de ventisca. Cuando ya sólo le rodea su guardia y a lo lejos retumba el primer choque, Federico observa los cien caminos de huellas que se unen y deslindan hasta una trémula visión de caballos volcados, humo y súbitas erupciones de escarcha rojiza. No hay imprevistos esta vez; todo fluye según la estrategia. Y la nieve huele mucho a sangre. Y la sangre huele a esturión. A esturión podrido. O a estiércol. O a savia de pino tronchado. O a la espuma enjabonada que, cuando era niño, flotaba en la bañera con curvas de cisne.

   No hay duda: los fervores de la guerra alteran el olfato. Su médico tendrá que verle. Hará llamar a su médico…
FRANCISCO CASAVELLA - "Lo que sé de los vampiros" - (2008)

Imágenes: Christoffer Relander

sábado, 28 de marzo de 2020

EL TURISTA PERPETUO




Enfilando el sendero de la costa estaba el charco rodeado de rocas. No todo el mundo se atrevía a saltar desde lo alto. Paolo acostumbraba a pescar casi todos los días y no le gustaba que los niños enredaran por allí.

   —¿Hay medusas, Paolo?

   —Pocas, pero saben dónde ponerse.

   No era más que una forma de ahuyentarnos, un apercibimiento para que no le espantásemos la pesca. Y, aunque lo tenía prohibido, Santi era siempre el primero en saltar de cabeza. «Un día que esté la marea baja, va a pegarse contra el fondo y se va a quedar parapléjico», decía mi madre. No se daba cuenta de que las oscilaciones de la marea en el Mediterráneo nada tienen que ver con las del mar Cantábrico. 





  A mi madre le desagradaba que yo frecuentase tanto a Santi: «Ese casta es un bicho». Era muy moreno y tenía el ombligo hacia fuera, muy diferente al mío. «Hija mía, en cada sitio les hacen un nudo distinto a los niños cuando nacen», me aclaró. Al de Santi yo le llamaba «ombligo de marinero». Sus padres estaban separados y a mi madre le parecía que el hecho de que sus progenitores no estuviesen juntos tenía mucho que ver con su comportamiento impetuoso, con aquella temeraria determinación que le llevaba a saltar de cabeza desde la roca más alta sin temor a la altura ni a las medusas.

   —Ahora te toca a ti.

   Era una frase que no se cansaba de repetir a los novatos que llegaban por primera vez a la urbanización. A mí no me lo decía, porque yo era chica.

   —Ya sé a qué vamos a jugar tú y yo ahora: vas a ser mi sombra.

HARKAITZ CANO - "El turista perpetuo" - (2017) - 8

 Imágenes: Brad Kunkle

martes, 24 de marzo de 2020

MI VIDA EN HUEL

    

      
     Sáquense la ropa, tarados,

     arránquense la carne,

     tiren los huesos…

 

   Tenía doce años cuando escribí estas líneas. Había escrito otras y ya sabía que quería ser poeta, pero esto era lo primero que me atrevía a leerle a mi mamá. Estaba leyéndoselo por teléfono y de pronto la escuché gritar. Siguió un ruido de chapas y vidrios rotos.

   Manejaba Claudio, el nuevo novio de mamá. Por primera vez en décadas, este Claudio volvía a la ciudad donde había nacido. Mi mamá lo acompañaba. Apenas dejaron la ruta y tomaron el camino que lleva a la ciudad —cinco kilómetros de asfalto irregular en línea recta—, Claudio reconoció los campos, las primeras casas, los montes de álamos en los que tantas veces había jugado a los cowboys con sus amigos de la infancia, y se largó a llorar emocionado. Las lágrimas le hicieron perder el control del auto. Mordió la banquina. Volcaron. Mi mamá murió.





   Al día siguiente los padres de una compañera de escuela en cuya casa me alojaba hasta que mamá volviese me subieron a un tren. Diez horas después bajé en Huel. Mi papá me estaba esperando. Yo apenas lo conocía. De hecho, lo único que recordaba de él —mis padres se separaron cuando tenía tres años— era una silueta borrosa que me besaba la frente a la hora de dormir. Supongo que se dio cuenta de que yo era su hija porque la única persona que bajó del tren aparte de mí era un conscripto.

   —¿Viajaste bien? —fue lo primero que me preguntó.

   —Sí, lloré todo el viaje de lo más tranquila.

SERGIO BIZZIO - "Mi vida en Huel" - (2016) - 8

 Imágenes: Francisco Benítez

viernes, 20 de marzo de 2020

LA SABROSA FELICIDAD DE ESCASA DURACIÓN




Cuando llega la noche y trae la sorpresa de sus iluminaciones y sus sombras, y exalta la libertad de los tímidos que adquieren audacia y se mezclan con los adictos a la impunidad nocturna, entonces, muchos hombres y mujeres están en sus casas, sin hablarse, mirando sin ver la televisión. Presienten la seducción de la aventura y notan un vacío en sus ilusiones, y ese vacío, al bajar al estómago, creen que es hambre y piden por teléfono una pizza.

   Cientos de llamadas urgentes suenan en los talleres que fabrican este alimento y por el teléfono se oyen voces apremiantes que solicitan el modelo de pizza que prefieren y reclaman rapidez porque no pueden soportar el apetito incontenible de darse a la noche, ni el cansancio de la publicidad repetida en la televisión.




   Para atender estas premuras, los muchachos repartidores recogen los encargos y parten veloces en las motos, sorteando coches y semáforos; lanzados a un viaje en el que nadie les ayudará si hay riesgos que deberán resolver ellos solos; no el riesgo de las calles distantes, con encuentros desagradables sino el de los pisos a los que suben las cajas de cartón, donde les pueden esperar los ataques previsibles a su juventud y su pobreza.

   Cuando pasan las horas, es Carmela la que hace el reparto sin prisas porque dicen que es lenta y su moto no alcanza la velocidad de las otras. Ella se prepara: lleva una camiseta ceñida con la marca de la empresa y pantalón vaquero; se ajusta el casco y cargada con las pizzas se pone en marcha. Es un mensajero que lleva la sabrosa felicidad, de escasa duración mientras se come pero que aplaca los fallidos anhelos de osadía.

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA - "Brillan monedas oxidadas" - (2010) - 6

 Imágenes: Vicki Ling

lunes, 16 de marzo de 2020

PARA MORIR IGUALES




Se abrió la puerta y a la solemnidad de la ocasión se sumó el entusiasmo de aquella salida inesperada hacia un lugar desconocido. La comitiva, con media docena de monjas y veinte niños aturdidos, avanzaba a paso lento, ante el asombro de los españoles de a pie, que todavía no eran las personas atractivas que han llegado a ser, pero llevaban tanto camino andado, que nosotros debíamos de parecerles traídos del rodaje en blanco y negro de algún documental de la segunda cadena. A nuestro paso había quien se santiguaba, quien se quitaba la gorra o el sombrero, quien contemplaba absorto, parado en medio de la calle, como si acabara de acordarse de algo grave y urgente, una sartén puesta al fuego, un grifo abierto o el resultado de un análisis. Nosotros mirábamos con avidez las aceras, los portales, los escaparates y hasta los semáforos; solo salíamos del internado los domingos, vigilados por las monjas, y nunca más allá del parque que había a la vuelta de la esquina, que se llamaba parque de La Cadena, aunque no había ninguna a la vista, solo castaños de indias y acacias, una pequeña colina para jugar a hazañas bélicas, un aguaducho donde se bebían refrescos, gaseosas y botellines, y un kiosco de prensa, atendido por un sujeto antipático, con mitones y un gorro de lana, al que llamaban don Paquito.



(...) Que se muriera Franco a mí me hizo ilusión porque me gustaban (y aún me gustan) los grandes acontecimientos: explosiones, atentados, guerras y que se mueran presidentes o reyes. Lo pasé estupendamente cuando Carrero Blanco, el almirante, subió a los cielos en su Dodge Dart y las monjas hicieron acopio de provisiones, porque iba a estallar la guerra. Me divertía ver a los mayores ante un gran acontecimiento. Se sentían mejores personas si les conmovía un choque de trenes; más inteligentes, si les preocupaban las consecuencias de la muerte de un jefe de Estado; más humanitarios, si se indignaban ante una hambruna en África. Que pasaran cosas muy gordas, a nosotros nos entretenía y a los mayores les daba la oportunidad de demostrar de qué pasta estaban hechos, así como la de hablar con tono grave e intimidatorio. Desde entonces, siempre he sido partidario de lo que luego se ha llamado la «alarma social»: de no ser por ella, nos desmayaríamos de aburrimiento, porque lo que de verdad hace insufrible la vida, esta vida, no es el dolor ni la desdicha, sino que todos los días haya que volver a hacer la cama. Todos los días, uno detrás de otro.


(...) Éramos niños recelosos y ávidos, que parecíamos recordar de antemano, ya con resentimiento, nuestro porvenir de adultos subalternos y desposeídos. Teníamos «mala índole» y las monjas no permitían que lo olvidáramos nunca.

   Éramos diferentes y lo sabíamos. No teníamos tele, no teníamos padres y muchos ni siquiera teníamos hermanos, en aquella época llena de familias numerosas. Pero dábamos miedo y eso nos enaltecía, ensanchaba nuestro espíritu. Nosotros, de quienes nadie esperaba nada, infundíamos pánico en los chicos de otros colegios, incluso en los de los colegios de pago. ¡Cuidado con los de la Safa!, se advertían unos a otros, y en cuanto saltábamos al terreno de juego, sentíamos su terror como viento en las velas. Nos precedía la ominosa reputación de dar caña, de repartir leña y de jugar sucio. Atizábamos con todas nuestras fuerzas, a la espinilla, donde más duele; regateábamos con los codos hacia afuera, clavándolos en las costillas; y nuestras botas siempre estaban delante de la pierna del que corría, para lanzarlo al suelo de una zancadilla. Podíamos ver el miedo en sus ojos, y aquellos chavales tan atractivos de los marianistas o del Opus se desplomaban entre gritos de dolor, como niños indefensos que llaman a su madre. Nos encantaba. Preferíamos un hueso roto a un gol de cabeza. Parecéis gitanos, lloriqueaban, parecéis salvajes, protestaban, y nosotros nos sentíamos puros y poderosos, esculpidos en bloques de hielo.

RAFAEL REIG - "Para morir iguales" - (2018)

Imágenes: Fred Enaudi 
 

jueves, 12 de marzo de 2020

ODIO EL DENTISTA




Odio el dentista. A veces en casa me hacen ir. Me lleva mi madre.

   Cuando entras lo primero es el olor. Se me revuelve el estómago y me da miedo. Cuando abres la puerta de dentro suena un timbre. En la pared hay una ventanilla y detrás hay una enfermera que corre la ventanilla y te pregunta tu nombre. Luego me siento. Todo está en silencio menos el acuario que tiene burbujas. Del techo sale música. En las paredes hay cuadros de niños que me guiñan el ojo muy muy contentos.

   Se abre la puerta y la enfermera dice mi nombre toda sonriente. Entonces yo tengo que entrar. Entro en el cuarto, hay agua gorgoteando, y ella me sienta en el sillón y lo echa hacia atrás y me pone un babero y una cosa detrás del cuello.

   Delante de mí está el torno, tiene cables y ruedas y mangueras. Se dobla. Hay diferentes puntas que él le pone. Todas son para hacerme daño.

   Entonces me quedo sentado y no pasa nada pero al lado grita un niño. Luego viene la enfermera y dice «Abre». Habla muy bajo. En el dentista todos hablan muy bajo, y yo me muero de miedo. Luego ella me clava cuchillos en las encías y me rasca los dientes.




   Luego el doctor Stahl entra muy rápido, lleva mucha prisa y finge estar muy muy contento pero yo sé que no lo está porque una vez le di una patada en los huevos. Fue cuando tenía cinco años. Pero ahora sé que en el dentista debes guardar la compostura. Él tiene un torno y yo no. El doctor Stahl mira mi papel, luego me mira la boca. Tiene un espejo pegado a un palito y me mira la boca (a veces yo finjo que soy él con una cuchara pero te hace aparecer cabeza abajo) y yo le pregunto si tengo alguna caries pero lo único que él dice es «Abre».

   Luego él saca todos los instrumentos y me hace ruido en los dientes y dice «Tratrán tratrán pasa el tren por la ciudad» pero no hace ninguna gracia. Dice: «Avísame si te hago daño» pero yo no puedo porque me tiene la cara sujeta. Luego coge una cosa puntiaguda y me la mete en la muela y escarba y a mí me da como una electricidad y duele tanto que me retuerzo todo. Luego él dice: «Ahora veamos cómo está la planta baja».

   Mira mi papel y apunta cosas. Yo le pregunto: «Por favor, ¿tengo caries, me va a poner el torno?». Y el doctor Stahl responde: «Abre».

   Me atornilla en la boca una cosa de metal con algodón y me pone el aspirador bajo la lengua que me chupa toda la boca y coge el torno y me lo mete en la boca y empieza dentro de mí un ruido como de aviones a reacción y todo se calienta mucho y me da vueltas la cabeza y duele tanto que me caeré y él está inclinado encima de mí y yo le miro la cara pero ya no sonríe. Duele muchísimo. Intento decirle que pare solo un segundo pero no puedo porque él venga con el torno y si me muevo puede cortarme la lengua. Duele tanto que casi me levanto, y él me aguanta con el codo. Entonces oigo una sirena dentro de la cabeza, viene a buscarme una ambulancia. El torno me atraviesa la boca hasta la cabeza y llega a los ojos y me duele la sangre. Nadie me ayudará. Nadie me ayudará.

   Cuando salgo del consultorio mi madre dice: «¿Has visto que no era tan terrible?».

HOWARD BUTEN - "Cuando tenía cinco años, me maté" - (1981)

Imágenes: Kate Miller-Wilson 

sábado, 7 de marzo de 2020

REGALOS ÚTILES



Habían llegado a una etapa, ocho años después de iniciar su relación, en la que habían empezado a hacerse regalos útiles, que, más que expresar sus sentimientos, reafirmaban su proyecto de vida en común. Mientras desenvolvían juegos de perchas, botes de cristal para la despensa, un aparato para deshuesar aceitunas o un sacapuntas eléctrico, comentaban: «Justo lo que necesitaba», y lo decían en serio. Incluso si el regalo era ropa interior, ahora ya tenía un sentido más práctico que erótico. En una de las celebraciones de su aniversario de boda, él le había entregado una tarjeta en la que ponía: «Te he limpiado todos los zapatos», y en efecto lo había hecho, rociando todo el ante con impermeabilizador, frotando con una crema blanqueadora unas viejas zapatillas deportivas que ella todavía usaba, dándole a sus botas un brillo militar y tratando el resto de su calzado con betún, cepillo, trapo, trabajo duro, devoción y amor.

   Ken había decidido renunciar a los regalos ese año, ya que su cumpleaños caía tan sólo seis semanas después de que se mudaran a la nueva casa, pero ella no quiso ser exonerada. Así que el sábado al mediodía, él palpó con cuidado los dos paquetes que tenía ante él, tratando de imaginar lo que contenían. Solía hacerlo en voz alta, pero si lo adivinaba, ella se mostraba visiblemente decepcionada, y si conjeturaba alguna tontería, ella mostraba otro tipo de decepción. Así que ahora cavilaba para sus adentros. El primero era blando: tenía que ser una prenda.

   —¡Guantes de jardinero! Justo lo que necesitaba.



   Se los probó, admiró su combinación de flexibilidad y resistencia, valoró las tiras de cuero que reforzaban la tela rayada en determinados puntos. Era la primera vez en sus vidas que tenían jardín y éste era su primer par de guantes.

   El otro regalo era algún tipo de caja rectangular; cuando estaba a punto de sacudirla, ella le advirtió que contenía piezas delicadas. Arrancó las tiras de celo con cuidado, porque guardaban el papel de envolver para reutilizarlo. Una vez abierto, encontró un maletín verde de plástico. Con el ceño fruncido, lo abrió y vio una hilera de tubos de ensayo de cristal con sus tapones de corcho, un juego de botellas de plástico que contenían líquidos de diferentes colores, una larga paleta de plástico y un surtido de misteriosas semillas y plantadores. Si se hubiese puesto a conjeturar a lo tonto, quizá hubiera planteado que era una versión avanzada de un equipo de detección de embarazo casero que utilizaron en una ocasión, cuando todavía tenían esperanzas de tener un hijo. Pero sabía que era mejor no hacer la comparación. En lugar de eso, leyó el título del manual de instrucciones.

   —¡Un equipo para analizar la tierra! Justo lo que necesitaba.

JULIAN BARNES - "Pulso" - (2011)
Imágenes: Elena Gualtierotti

jueves, 5 de marzo de 2020

LA MEMORIA DEL ÁRBOL



Un día mis padres fueron a verme a mi cuarto mientras hacía los deberes y me miraron con cara de estar a punto de decirme algo importante. Se sentaron en la cama.

   —Ven, siéntate aquí en medio, Jan, hijo.

   —Tu padre y yo tenemos que contarte algo.

   —Algo bueno.

   No parecía que fuera nada bueno, por las caras que ponían.

   —El abuelo Joan y la abuela Caterina van a venir a vivir con nosotros a partir del mes que viene.

   Esperé a ver si sonreían, pero nada. Para mí era una buena noticia, digna como mínimo de un «¡Viva!» y un abrazo. Los abuelos en casa con nosotros, como en vacaciones pero al revés.

   —¿Puedo ponerme contento?

   —Pues claro, hijo.

   —¿Y vosotros por qué no estáis contentos?

   —Aún tenemos que hacernos a la idea del cambio —contestó papá cogiendo a mamá muy fuerte de la mano.

   Cuando se fueron, acabé los deberes de inglés con una letra que no era del todo mía, las aes y las oes se me habían desinflado.



(...) —Chico, menudas prisas.

   El abuelo no puede seguirme el ritmo al andar. Hoy llevo el paso de mis padres cuando aún tienen la cabeza llena de trabajo.

   —Así no te fijas en nada.

   —Pero ¡si me sé el camino de memoria!

   —Eso te crees tú.

   Se para y mira a su alrededor. Se acerca a un plátano. Primero dirige la vista a las raíces y luego la va subiendo hasta que no puede doblar más la nuca.

   Entonces yo lo imito y no veo nada especial. Él se queda así un buen rato, hasta que le tiro de la mano:

   —Abuelo, ¿qué has visto?

   —Miro sin más. No hace falta ver nada.

   Y su cara me dice que me guarde esa frase, que no diga nada más, que mire hacia arriba y espere, que ahora mismo me estoy fabricando un recuerdo.



(...) De pequeño decía que papá en el trabajo se dedicaba a contar historias, pero ahora ya sé que lo que cuenta es la Historia, con hache mayúscula, grande, importante. Él dice que es la hache de la humanidad, la hache de los hombres, y que la escribimos en mayúscula porque aguanta mucho peso, el peso del mundo desde que es mundo. Y ese peso es lo que explica en sus clases de la universidad. Cuando no investiga.

   Papá lo que querría ser es investigador. Y yo cuando dice eso me lo imagino entre pirámides o con un microscopio y una bata blanca. Pero él investiga con guantes blancos y libros antiguos que huelen como a iglesia. Dice que la Historia ya ha pasado, pero que hay que investigarla, entenderla y saber explicarla para que no se repita, para que la humanidad vaya hacia delante y no en círculos.

TINA VALLÉS - "La memoria del árbol" - (2017)

Imágenes: Zoe HS