Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 30 de septiembre de 2022

RETRATO DE UN BRAZO REBELDE


Retrato de un brazo rebelde que se apoyaba contra las puertas del ascensor cada vez que subían desde el subterráneo. Que no se apoyara ahí, era peligroso, advertía su Padre pero Ella descansaba el peso de su infancia en esas puertas oxidadas que se deslizaban sobre sí mismas, rechinando. Las hojas de acero se abrieron cuando llegaron al sexto piso y entre ellas quedó apisonada la manga de su chaleco, sus músculos blandos, el hueso húmero. Y las puertas trancadas y la Madre gritando rugiendo berridos de cabra, temiendo que el brazo quedara separado del cuerpo cuando el Padre, asiéndola con sus manos enormes, la arrancó de un tirón.

Su Padre le dio una paliza inolvidable que Ella, sin embargo, ha olvidado.

La hija sentada sobre las piernas del Padre. La hija secándose los ojos mientras su Padre le cuenta un cuento que Ella tampoco recuerda. Hay tantos momentos dormidos en su memoria.

LINA MERUANE - "Sistema nervioso" - (2018)


Imágenes: Paloma Rincón

miércoles, 28 de septiembre de 2022

VENTE A VIVIR A MI CASA


Cuando quedó viudo de su segunda mujer (que tampoco era mi madre), supe que mi padre ya no tendría jamás relación con nadie. No me refiero sólo a mujeres, sino a todas las personas del género humano. Salvo conmigo, que le acogí por cierto sentido del deber filial, que no desde luego por afecto: «Vente a vivir a mi casa», le dije. Y vino. Traía una bolsa de plástico, de las que dan en los supermercados, con un par de pantalones, mudas, camisas y calcetines revueltos. Debajo del brazo, la foto de su primera mujer (que no es mi madre), un gran retrato en blanco y negro que arrumbó debajo de la cama nada más llegar. «¿Y el resto de tus cosas?». «No hay más», y se fue al servicio, a vaciar sonoramente la vejiga. «Bueno, sí», me dijo al regresar, mientras se frotaba sus manos recién lavadas, blancas, a las que tanto temía de niño. Todavía recuerdo el vuelo que imprimía al brazo y los tortazos que acompañaban al gesto. Extrajo del bolsillo la cartilla del banco y una tarjeta electrónica: «Ahí me pasan la pensión. Saca para la comida y todo eso», y se alejó arándose un mechón por la calva, con esos dedos largos, largos y nudosos. Desde entonces convivimos como si fuéramos dos huéspedes de una misma pensión, con el trato correcto pero frío de las vidas que coinciden por caprichos de la casualidad. O sea, como siempre. Jamás entro en su habitación, raramente comemos a la vez (aunque siempre cocine yo) y muchas veces no sé si está o no en casa. No he tenido que cambiar ninguna de mis costumbres, lo que era mi mayor temor: y las costumbres de un homosexual de treinta años que vive solo y se dedica al periodismo gráfico (a hacer fotos, para entendernos) no son siempre las más adecuadas para la convivencia con un padre sesentón, al menos con un padre como el mío.

ÓSCAR ESQUIVIAS - "La marca de Creta" - (2008)


Imágenes: Miguel Á. Muñoz Romero

lunes, 26 de septiembre de 2022

SI VAS A SER UNA LADRONA


Si vas a ser una ladrona, lo primero que tienes que saber es que no existes.

Pero tienes que saberlo de verdad. Tienes que interiorizarlo, hacerlo parte de ti. Eso me lo enseñó Bug Eye. Porque, si existes, cualquiera en cualquier momento puede clavar los ojos en ti, sospechar y preguntarse quién eres. Y entonces también querrá saber quién te ha dado permiso para ir por ahí tú sola. Dónde vas a dormir esa noche. Si vas a dormir esa noche.

Si existes, no puedes escurrirte entre una masa compacta de cuerpos, entre brazos y hombros cálidos que huelen a trabajo y jabón. No puedes tomarte tu tiempo para elegir: una señora de grandes dimensiones vestida de rosa y oro. No puedes chocar contra ella y dar media vuelta con su monedero escondido en los pantalones. Si existes, no puedes expulsar todo el aire de tu cuerpo y colarte entre los barrotes de una ventana. El suelo de madera cruje bajo tus pies. Tu sudor huele demasiado fuerte.

Si existes.

Que no es mi caso.

Yo soy la mejor ladrona de esta ciudad.

No existo.

NATALIE C. ANDERSON - "La hija que no existía" - (2017)


Imágenes: Arinze Stanley

viernes, 23 de septiembre de 2022

NO PODÉS ESCONDERTE DEL DOLOR


La noticia se la da su madre, por teléfono, y Hernán la toma como viene tomando las noticias desde hace cinco años: como si un pájaro sin gracia volara casualmente sobre él. No es que a Hernán le sea indiferente, todo lo contrario. Es una limitación química: una medicación que, justamente, lo limita y lo contiene. Y Hernán es consciente de eso en cada instante, lo elige, lo necesita.

La mujer, entonces, se muere: le llegó el momento. Un cáncer en los huesos que la castigaba sin piedad desde hacía dos años ahora le había vuelto rancio el cuerpo: «Está viva, pero alrededor de ella ya huele a descomposición». Algo así, brutal, le dice ahora su madre.

—Es muy triste para la familia, Hernán, es muy injusto también —le está diciendo su madre y él piensa en el cáncer: un depredador. Un depredador comiéndose a otro depredador. Un depredador más implacable, un depredador perfecto.

Luego la voz de su madre es la voz del informativo. Impersonal, vocera de tragedias ajenas. Hasta que dice lo único que tiene para decir: que la mujer, en un momento de lucidez, ha pedido verlo. Su madre lo dice así y después agrega:

—Tenés que hacer lo que se debe hacer, Hernancito.



Luego con muchas palabras más de las que hubieran hecho falta dice que a la mujer le quedan horas de vida ligada a un respirador. Y algo de la urgencia de empezar las despedidas.

Hernán corta el teléfono y respira con tranquilidad. No logró expulsar nada. Se da cuenta de que la noticia parece tener vida, y si bien antes había sido el pájaro y todo eso, ahora se mueve y camina por dentro de él, corre por sus venas envenenando la sangre. Exhala largo, una vez más, hasta la última molécula de aire. Cada vez que respira profundo el fármaco lo estabiliza. No hay extremos ni ansiedad: esa pelotita negra, que antes rebotaba enloquecida contra las paredes de su cabeza y de su pecho, se va apaciguando. No porque haya dejado de ser una pelotita enloquecida sino porque las paredes en las cuales habitualmente rebota se ciñen obligándola a trayectorias más cortas, a impactos más débiles y controlados. Las paredes se ciñen más y más, hasta que la pelotita cae, sola e impotente, ahogada entre las paredes de litio. Y es entonces cuando Hernán deja de sentir, y no sentir es, justamente, sentirse bien. Perfectamente bien.

Finalmente su madre corta y él sale al trabajo. Logra olvidarse y pasa dos días enteros metido en su trabajo, sin pensar en su madre, sin pensar en la mujer. Pasados esos días, el mensaje desesperado de su madre casi intimándolo a «hacer lo que debe hacer».

—Hernán, no podés esconderte del dolor, hijito.

PABLO RAMOS - "El camino de la luna" - (2012)


Imágenes: Noritaka Minami

lunes, 19 de septiembre de 2022

SIN UN ÁPICE DE DESESPERACIÓN


La tarde flotaba sobre la tienda y el crepúsculo se hundía en los rincones. Butkins se tragó un bostezo, abstraído junto a la ventana. Morgan construía una especie de elaborada hélice, destinada a impedir que las ardillas accedieran al comedero de pájaros. Lijó cada paleta cuidadosamente y la encajó en su sitio. Con este tipo de trabajos se sentía satisfecho y útil. Le hacían pensar en su padre, un hombre metódico que hubiera sido mucho más feliz como carpintero que como profesor de lengua en un instituto. «Una cosa en la que nuestra familia siempre ha creído», solía decirle, «es en la calidad de las herramientas. Compra siempre las mejores: acero forjado y troquelado y mangos de madera dura. Y luego cuídalas bien. Cada una en su sitio y todas engrasadas.» Era la única filosofía que había formulado abiertamente. Ahora Morgan se adhería a ella como si fuera algo grabado en piedra. Su padre se había suicidado durante el último año de bachillerato de Morgan. Sin un ápice de desesperación ni de mala salud (aunque siempre había sido un tanto sordo), había cogido una habitación en el Motel Parpadeo Somnoliento, una brillante tarde de abril, para rajarse las muñecas con una hoja de afeitar.

 


Morgan había pasado gran parte de su vida intentando comprender por qué. Lo único que buscaba era una buena razón: deudas, cáncer, chantaje, un amorío ilícito; nada le habría impresionado. Cualquier cosa hubiera sido preferible a esta nebulosa ambigua y difusa. ¿Acaso su padre había sido desgraciado en su matrimonio? ¿Había caído en las garras de algún chantajista? ¿Cometido un asesinato? Morgan registró su correspondencia, robó la llave de su escritorio y su archivador de cartón. Interrogó a su madre sin piedad; pero ella no parecía saber más que él, o quizá simplemente no quería hablar del tema. Iba de un lado a otro silenciosa y agotada. Se había puesto a trabajar en la guantería Hutzler. Poco a poco Morgan dejó de preguntar. Últimamente había comenzado a posarse sobre él, de forma tan imperceptible como una capa de polvo, la idea de que, posiblemente y después de todo, quizá no existiera razón alguna. Tal vez el interés de su padre por la vida había ido menguando hasta agotarse del todo. ¿Era eso? Morgan se resistía a creerlo y cada vez que lo pensaba rechazaba la idea. Incluso ahora, a menudo examinaba con atención el archivador que había robado, pero siempre encontraba lo mismo: hojas de instrucciones, ordenadas alfabéticamente, para armar bicicletas, limpiar cortadoras de césped e instalar tubos de aspiradoras. Reparación, reposición, mantenimiento. Paso a paso, cuando hayas concluido con el segundo, te saldrá seguramente el tercero.

ANNE TYLER - "El tránsito de Morgan" - (1980)


Imágenes: Trevor Traynor

sábado, 17 de septiembre de 2022

UN DIARIO, ESO TE AYUDARÁ


Al otro lado de los patios, en el quinto piso del número 21 de la Rue C, hay ahora una familia.

Llegaron el lunes.

Son oscuros.

Hindúes o árabes o gitanos.

Han traído a una hija.

*

La hija tiene diecisiete años y las piernas muy largas.

Los otros tres parecen ser un padre y dos hermanos y todos se visten igual: bluyines casi blancos, tenis, chaquetas de falso cuero negro demasiado ceñidas. El que puede ser el hermano mayor es alto, flaco, tiene la cara angulosa y los ojos hundidos. Es menos oscuro que los demás y la mira como si la deseara pero a veces mira también el suelo. Parece un preso.

*

Un diario en el que anotes cada cosa que te pase.

Un diario, eso te ayudará.

No dejes nada afuera, dijiste.

No escondas, nadie más que tú lo leerá.

Eva, mi adorada Eva, hermanita dulce, destinataria única de estas palabras, muerta demasiado pronto. Lo dijiste el primer día del primer año de la secundaria, tú luminosa y triste, yo a tus pies.

Un diario, eso te ayudará.

*


El baño está sucio. No lo limpio desde anoche y ya puedo imaginar los gérmenes preparándose para salir de sus huevos. Entre las ocho y las ocho y cuarenta y cinco minutos lo limpiaré, lo perfumaré, lo haré brillar. Te harían sentirte orgullosa, mi brillo y mi olor, Eva mía, si estuvieras viva.

*

Escribí cada minuto de lo sucedido ayer entre las once y las doce de la mañana. La preparación de las verduras hervidas y de las horneadas, el lavado de los platos, de la olla, de la bandeja, del vaso, la medición de la sal en el salero y de la pimienta en el pimentero y del arroz y de los cereales en sus frascos transparentes. Las palpitaciones del corazón al ver cómo el trabajo del día se acumulaba. Después solamente trabajé, hasta las tres y trece de la madrugada, hasta masticar las verduras mirando el papel de colgadura con formas geométricas (rombos en colores pastel, diamantes grises, círculos amarillos) repitiéndose al infinito como tu sagrado nombre en este diario, Eva de mis dolores.

ANTONIO UNGAR - "Mírame" - (2018)


Imágenes: Uli Knörzer


miércoles, 14 de septiembre de 2022

DIOS A LO MEJOR EXISTE PERO NO HACE FALTA REZARLE


El retrato de la madre estaba colgado en el comedor: una señora sentada con sombrero de plumas y una cara larga y cansada con gesto de susto. Siempre había tenido mala salud, le daban mareos y palpitaciones, y cuatro hijos habían sido demasiados para ella. Murió poco después de que naciera Anna.

Anna, Giustino y la señora Maria iban al cementerio algunos domingos. Concettina no, porque ella nunca salía de casa los domingos, eran días que detestaba. Se ponía el vestido más feo que pudiera encontrar y se quedaba encerrada en su cuarto zurciendo medias. En cuanto a Ippolito, tenía que hacerle compañía al padre. En el cementerio, la señora Maria rezaba, pero los chicos no, porque el padre siempre decía que rezar es una estupidez, que Dios a lo mejor existe pero no hace falta rezarle, es Dios y ya sabe por sí mismo cómo anda todo.



Cuando aún no había muerto la madre, la señora Maria no estaba con ellos sino con la abuela, la madre del padre, y viajaban juntas. En las maletas de la señora Maria quedaban pegados cromos de los hoteles donde habían estado, y en un armario guardaba un vestido con botones en forma de abetos pequeñitos, comprado en el Tirol. La abuela tenía el vicio de viajar y nunca había podido quitárselo, en eso se había fundido todo el dinero, porque le gustaba ir a hoteles elegantes. La señora Maria contaba que en los últimos años se había vuelto muy mala, porque no aguantaba haberse quedado sin dinero, y no se explicaba cómo había podido ocurrir. De vez en cuando se le olvidaba y le entraba el capricho de comprarse un sombrero, y la señora Maria tenía que llevársela a rastras del escaparate mientras ella pisoteaba el paraguas y mordisqueaba rabiosa el velito de su sombrero. Ahora estaba enterrada en Niza, donde murió, donde tanto se había divertido de joven cuando era guapa y desenvuelta y aún conservaba su fortuna.

NATALIA GINZBURG - "Todos nuestros ayeres" - (1952)


Imágenes: Óscar Tusquets Blanca

lunes, 12 de septiembre de 2022

SE ESTABA ENCAMINANDO A SU CUARTA VIDA

 


Al llegar al metálico número 328, abrí la puerta por ella con la tarjeta magnética y comencé a dejar sus valijas en el suelo (en ese momento noté que me estaba mirando de nuevo) Dejé todas las valijas en el suelo, recité mi discurso obligado y me dirigí a la puerta esperando la habitual propina; ella sacó cincuenta dólares del bolsillo trasero de su jean y me di cuenta que había dejado de masticar su chicle, aquietando sus finos labios pintados de rojo. Habló cuando ya estaba por tomar el dinero y salir.

—Me gustaría que los usaras para invitarme una copa esta noche. Tengo una interesante propuesta para ofrecerte.

Necesitaba verle los ojos.

—Oh, debe disculparme, señorita —alejé la mano del billete de cincuenta—, la política del hotel me impide relacionarme de ese modo con los huéspedes. Sabe, incluso podría perder mi trabajo.

Acercó su mano a la mía y me dio los cincuenta dólares mientras hablaba.

—No te tienes que relacionar conmigo, amor… no es más que una propuesta laboral… ¿Acaso quieres trabajar siempre de botones?

—Se gana bastante bien con las propinas —agité el billete color verde.

—Podrías ganar mucho más. Y me puedes invitar una copa fuera del hotel… nadie tiene por qué enterarse.

Y mientras decía las últimas palabras, se quitó los anteojos negros y vi sus ojos. Unos reveladores ojos color almendra (que también me reflejaban, pero más pequeño) me llevaron a contestar con el billete colgando en mi mano.

—Está bien… —las almendras me habían convencido.

Wei-Long aun no lo sabía, pero se estaba encaminando a su cuarta vida.

FABIÁN BEVILACQUA - "Cambie su vida" - (2005)


Imágenes: Craiyon

sábado, 10 de septiembre de 2022

QUIERO EL JUICIO FINAL AHORA


De tanto en tanto, la comunidad salía de su arrobamiento. En una ocasión, a medianoche, un Trabajador enloqueció y puso fuego a la casa donde dormían su mujer y tres hijos, que murieron asfixiados. El hombre corrió por las calles llorando y riendo, entró en la torre del Profesor y se arrojó por el balcón. El suicidio no era insólito entre los Trabajadores y los Profesores cuando llegaban a cierta edad y comenzaban a preocuparse por la pérdida de sus facultades y la cercanía de la vejez, aunque sí lo era entre los Soldados, acostumbrados a la disciplina. Pero los homicidios eran muy raros, y ocurrían por lo común poco antes de un ataque bárbaro.

En otra oportunidad, un viejo se metió en el museo y se puso a destrozar sistemáticamente las vitrinas y los tesoros que había dentro. Encontró una lata de pintura roja, y escribió en la pared del museo: SOY UN VIEJO Y QUIERO EL JUICIO FINAL AHORA. Llegó hasta los depósitos de petróleo empuñando una vela, pero sonó una alarma y los Soldados lo mataron a tiros antes de que pudiera hacer más daño. Los Soldados también se encargaban, en secreto, de los seres deformes.

El padre de Marianne dijo: —Hemos delegado en los Soldados el poder policial y la protección de la comunidad, pero están desarrollando por su cuenta un poder autónomo.



Poco tiempo después del incidente del museo hubo otra visita de los Bárbaros. La incursión fue una sorpresa esperada; seis años de tranquilidad eran mucho tiempo, aunque en la comunidad la cuenta del tiempo abarcaba períodos de muchos años y esto de alguna manera cancelaba el tiempo, de modo que un hecho cualquiera podía haber ocurrido ayer o diez años atrás. Estos Bárbaros no eran de la tribu que había matado al hermano de Marianne; vinieron a pie durante la noche, secreta y pérfidamente, envenenaron al ganado que no pudieron robar, se arrastraron sobre el vientre dejando atrás a los centinelas y estrangularon a los que estaban de guardia. Cuatro Trabajadoras desaparecieron.

—Les abren el vientre a las mujeres, después de violarlas, y les meten gatos dentro y las cosen —dijo la niñera, que por aquel entonces era una mujer muy vieja y de maneras cada vez más extrañas.

—Eso me parece muy poco probable —dijo Marianne—. En primer lugar, no creo que tengan gatos. Nosotros los tenemos para que las ratas no se coman el maíz y para darles el cariño que nos sobra. Ellos no cultivan maíz y no me parece que sean demasiado afectuosos.

—Vosotros, los jóvenes, creéis que sabéis todo de todo, pero no sabéis nada de nada —dijo la vieja—. Un día de éstos los Bárbaros te atraparán y te coserán un gato dentro del vientre, y entonces sabrás, ya lo creo que sí.

Aunque Marianne no le creyó, sintió un estremecimiento en el vientre como si un gato, un gato negro como el de la niñera, le rondara por las entrañas. Recordó con una claridad visionaria el rostro del muchacho asesino y los collares, los anillos y el cuchillo, aunque apenas recordaba el rostro de su hermano.

ANGELA CARTER - "Héroes y villanos" - (1969)


Imágenes: Mina Mimbu

miércoles, 7 de septiembre de 2022

NO CREO EN DIOS, PERO POR SI ACASO


La madre de Bami montó por entonces un altarín con estampas devotas, una terracota de Jesucristo con la cruz a cuestas, dos velas y una foto de su marido encima de la mesa camilla del salón, y por las noches, antes de acostarse, mandaba a su hija que se arrodillase a su lado a rezar.

—Hija, no creo en Dios, pero por si acaso.

La madre bisbiseaba sus plegarias juntando las manos bajo la barbilla. Los párpados cerrados transmitían una serenidad de trance a su perfil. De rato en rato Bami la escrutaba de reojo, conmovida de su unción sin esperanza, mientras recitaba con susurro maquinal versículos del Señor, a tu misericordia nos acogemos aprendidos de pequeña en la escuela.

—Tu padre es robusto y luchador. Conque, desengáñate, si no vuelve es porque se lo habrán tragado las aguas. ¿Tú qué piensas?

Bami se encogía de hombros.

—Ay, niña, no hay diferencia entre estar contigo y estar sola.

Bami se afanaba, al borde de las lágrimas, por aplacar los reproches de su madre buscando en el resplandor de las velas alguna señal que sirviese de respuesta. Entre rezo y rezo, con disimulo, soplaba hacia las llamas, de modo que según se agitasen éstas en un sentido o en otro conjeturaba si su padre seguía con vida o había muerto. Como el fuego lo mismo se inclinaba para aquí que para allá, y a veces ni siquiera se meneaba, Bami no conseguía poner orden en la confusión de sus presagios.



Deseosa de acabar con la incertidumbre, resolvió una tarde llegarse al salón sin que lo notara su madre, lanzar un único soplo a las velas y tomar el resultado, cualquiera que fuese, por la última y definitiva sentencia del fuego. Éste declaró a su padre vivo. Entonces Bami se dispuso a comunicarle a su madre un mensaje de consuelo; pero aún no había salido del salón cuando llamaron a la puerta de la calle con un puño más rotundo que el de los días anteriores.

Desde lo alto de la escalera, Bami oyó a la gente de la patrulla referir el hallazgo del burro. Después, por entre los barrotes de la barandilla, vio a uno de los hombres sacar de un costal las prendas embarradas de su padre. Esa noche no hubo rezos en el salón. Su madre, sobre las once u once y media, dejó de emitir lamentos y gemidos. Secó sus ojos con un cabo del delantal y adoptó aquel gesto de abulia, de tristeza larga y resignada que no la habría de abandonar durante varios meses. Bami no dudó en restañarse las lágrimas, pues le daba apuro llorar después que su madre hubiera dejado de hacerlo. A la mañana siguiente, cuando entró a preparar el desayuno, Bami descubrió dentro del cubo de la basura los cachivaches sagrados del altarín.

FERNANDO ARAMBURU - Bami sin sombra" - (2005)


Imágenes: Craiyon

lunes, 5 de septiembre de 2022

ANIMALES INCONTENIBLES


Susana accedió ir a México sólo porque le aseguraron que por cadena nacional todos en el país iban a verla, incluido el hombre que tenía a su hija. Podrá apelar a sus sentimientos, había dicho la asistente del productor del programa con una vocecita entusiasta. Pero Susana se quedó con la palabra «hombre». Porque la persona que se llevó a Cinthia tenía que ser un hombre, ¿no? No podía ser de otra manera. Si algo le habían inculcado bien las monjas del colegio, además de la letra puntiaguda y perfecta, era que había que cuidarse de los hombres, animales incontenibles. Aunque eso suponía un conflicto con la lección sobre el libre albedrío con el que Dios había dotado a sus criaturas para decidir entre hacer el bien o el mal, al tratarse de los hombres, el libre albedrío salía sobrando porque ellos eran incapaces de controlarse. Por eso las monjas insistían en que había que evitar quedarse a solas con ellos, aunque fueran familiares y amigos, no usar ropa provocadora, jamás caminar por una calle oscura y solitaria, no aceptar invitaciones ni bebidas de desconocidos y, sobre todo, nunca, nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, entrar al cuarto de un hombre y mucho menos cerrar la puerta.

LILIANA BLUM - "El monstruo pentápodo" _ (2017)


Imágenes: Sung Hwa Kim

viernes, 2 de septiembre de 2022

PERO MIRABAN A MI MADRE


Como en casa el dinero andaba a caballo y nosotros a pie, cuando a la Oficina llegaba una película que a mi padre —sólo por el nombre del actor o de la actriz principal— le parecía buena, se juntaban las monedas una a una, lo justo para un boleto, y me mandaban a mí a verla.

Después, al llegar del cine, tenía que contársela a la familia reunida en pleno en la pieza del living.

(...) Algunos preguntarán por qué mi padre no iba él mismo al cine; por lo menos cuando daban una mexicana. Mi padre no podía caminar. Había sufrido un accidente de trabajo que lo dejó paralítico de la cintura para abajo. Ya no trabajaba. Recibía una pensión de invalidez que era una miseria, apenas alcanzaba para mal comer.

Ni decir que ni siquiera teníamos para una silla de ruedas. Para desplazarlo del comedor al dormitorio, o del comedor a la puerta de la calle —donde le gustaba beber su botella de vino rojo viendo pasar la tarde y a sus amigos—, mis hermanos le habían adaptado al sillón las ruedas de un triciclo viejo. El triciclo había sido el primer regalo de pascua de mi hermano mayor y sus ruedas no soportaban mucho tiempo el peso de mi padre, y se doblaban, y había que repararlas constantemente.

¿Y mi madre? Bueno, mi madre, después del accidente, abandonó a mi padre. Lo abandonó a él y a nosotros, sus cinco hijos. Así, ¡de un zuácate! Por eso en casa mi padre nos tenía prohibido hablar de ella; de la «pizpireta», como la llamaba con desdén.

«No me nombren a esa pizpireta», decía, cuando a alguno de nosotros, sin querer, se le escapaba la palabra mamá.



Luego, entraba en un mutismo del que costaba horas sacarlo.

(...) Recuerdo que cuando mi madre estaba con nosotros —antes de que ocurriera la desgracia— y éramos una familia completa, y mi padre trabajaba (y no bebía tanto), y ella lo recibía con un beso al llegar del trabajo, los fines de semana íbamos al cine los siete juntos.

¡Cómo me gustaba el ritual de prepararse para ir al cine!

«Hoy dan una de Audie Murphy», llegaba diciendo mi padre (por ese tiempo eran las estrellas las que daban categoría a las películas). Entonces nos poníamos nuestras mejores ropas. Incluso zapatos. Mi madre peinaba a cada uno de mis hermanos; los peinaba al limón y con la raya hecha como con regla. Menos a Marcelino, el cuarto de mis hermanos, que tenía el pelo duro como crin y lo peinaran como lo peinaran siempre le quedaba la cabeza como un libro abierto. A mí me hacía una cola de caballo apercollada con elásticos negros, tan rígida, que los ojos me quedaban a punto de saltar de la cara.



Siempre íbamos a la función de vespertina.

Eso me encantaba, pues el atardecer era para mí la hora más bonita de la pampa. Los últimos rayos del sol pintaban de oro el óxido de las calaminas y los colores del crepúsculo hacían juego con los pañuelos de seda que usaba mi madre.

Ella adoraba los pañuelos de seda.

Como se acostumbraba en la pampa, nos íbamos por el medio de la calle de tierra, de frente a los arreboles. A mi papá, que caminaba llevando del brazo a mamá, lo saludaban todos los hombres que pasaban.

«¡Buenas tardes, maestro Castillo!».

«¡Buenas, don fulano!».

Yo me fijaba que lo saludaban a él, pero miraban a mi madre. Es que ella era muy linda y joven, y al andar movía las caderas como las actrices de las películas.

Al llegar a la esquina del cine oíamos la música emergiendo de los viejos parlantes y el corazón se nos henchía de júbilo. En las afueras de la sala había carritos con embelecos. Mi madre compraba pastillas Pololeo, para ella y papa, y un cambucho de palomitas confitadas para cada uno de nosotros.

Entrábamos a la sala casi siempre de los primeros.

HERNÁN RIVERA LETELIER - "La contadora de películas" - (2009)



Imágenes: Felicia Chiao