Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 28 de noviembre de 2022

LA GENTE SIEMPRE QUIERE UN PRINCIPIO


La gente siempre quiere un principio. Imagina que si una historia empieza en un momento dado debe tener un final. Que la tormenta se ha detenido, que pueden regresar a su rutina, que se han salvado.

Tiene sentido, no digo que no. Y además tranquiliza un poco. Y es necesario que así sea, porque lo que pasó ese año preocupó a más de uno. Los habitantes del valle siguen todavía hoy contando la historia en los mercados y en las ferias. En realidad, se inventan la mitad, cada uno añade sus pequeños detalles, que modifican a medida que pasan los meses. En su lugar, yo haría lo mismo: son temas de conversación y, al fin y al cabo, todo el mundo busca algo que contar, de lo contrario no existiríamos. Es humano. En resumen: cuando la gente habla de lo que sucedió, siempre empiezan por lo que se contó por la televisión.

El 19 de enero.

El día en que Évelyne Ducat desapareció.



Yo me enteré al día siguiente. El invierno se había instalado definitivamente, la nieve cubría mi montaña como un paño excesivamente blanco y los vientos no cesaban de barrer las laderas. Por la noche se los oía ulular alrededor de la granja. Esa mañana, con la calefacción al máximo para desempañar el parabrisas, conducía lentamente, porque, si bien utilizaba las cadenas, sabía que las carreteras eran peligrosas. Me deslizaba serpenteando al ralentí entre los bloques de granito apilados en las laderas y que, como una niña, imaginaba caídos del cielo durante una gran tormenta.

Había estado pensando en mi jornada desde el día anterior, y por eso no presté atención a los vehículos azules estacionados a lo largo de la carretera, ni tampoco a los atareados gendarmes de alrededor con sus mapas y sus móviles sin apenas cobertura. En otra ocasión, habría intentado averiguar qué había sucedido, repitiéndome a mí misma: «No es asunto tuyo». Sin embargo, ese día conduje casi sin detenerme para entrar al pueblo y aparcar cerca del mercado.



No había mucha gente, tres o cuatro puestos de productores en pie calentándose en la parte de arriba de la calle peatonal. Me crucé con algunos viejos conocidos, hombres a quienes conocía desde niños y a quienes había visto crecer a lo largo de los años, hombres con los que solo intercambiaba unos breves buenos días, lo suficiente para demostrar que aún recordábamos de dónde veníamos, aunque ahora ya no tuviéramos mucho en común. Fue allí, en el frío del mercado, cuando me di cuenta de que no era un día como los demás. Los comerciantes se frotaban las manos frente a sus piezas de cordero o sus mermeladas de castañas, los clientes envueltos en sus parkas, todos contaban lo mismo. Las conversaciones resonaban en las pequeñas nubes de vaho congelado y, por supuesto, Éliane estaba allí, con su cesta de verduras bajo el brazo. Me saludó, diciéndome: «No pinta bien, en mi opinión, nunca la encontrarán». Al darse cuenta de que yo no sabía lo que había ocurrido, me miró fijamente como si acabara de salir de una hibernación. Finalmente, mientras tomábamos un café en el único bistro de la ciudad abierto durante el invierno, me soltó a bocajarro lo que había pasado. Éramos las únicas clientes.

—Una mujer ha desaparecido. La policía la está buscando. ¿No viste las noticias anoche?

No, no había visto la televisión. Michel sí, estaba pegado a la pantalla para seguir el telediario local y el programa meteorológico. Lógicamente, como todos los criadores locales, estaba preocupado preguntándose qué suerte le depararían los días siguientes a ellos y a sus animales. Sin embargo, yo, ensimismada como estaba, no había prestado atención a lo que decía la televisión.

—Évelyne Ducat, ¿te suena?

—Ducat… Es un apellido de aquí, ¿verdad?

—Sí. Y créeme, no es una don nadie.

COLIN NIEL - "Solo las bestias" - (2017)


Imágenes: Alastair Magnaldo

TRADUCIR VERSOS EN SILENCIO


«Traducir versos en silencio… ¿para qué?», le preguntó él poco después de conocerla. La veía permanecer largos ratos inmóvil y callada, y ella le explicó a qué se debía: «Leo», dijo. «¿Sin libro?», dijo él. «No me hace falta: leo los versos que desfilan por mi cabeza y los traduzco». «¿Y no los escribes?». «Nunca», dijo ella. «Tan sólo suenan en mi cabeza… Es gustoso, leerlos en silencio y también leerlos de viva voz en silencio, es decir, de viva voz imaginaria». Él dijo: «Me parece fascinante». Y a continuación: «Aunque lo cierto es que no acabo de entenderlo». Ninguno de los dos entendía al otro, cosa que les intrigó y, por tanto, interesó. A ella, que tenía una vida interior tan movida y una vida exterior complicada, la cautivó de inmediato conocer a alguien que parecía tan desprovisto de fantasía y que era extremadamente metódico: podía permanecer en un andén largo rato tras bajar del tren por la simple razón de que nunca daba un paso sin conocer el itinerario a la perfección. A él le fascinaba la actividad que bullía en la cabeza de ella, le fascinaba que la llevara en secreto, le gustaban sus juegos absurdos y sus enigmas, le encantaba que se pusiera a andar siempre sin saber adónde iba y que arrancara a hablar sin saber qué decir.

—También traduzco cuentos, relatos, capítulos de novelas, frases que se me quedan incrustadas en la cabeza, proverbios, refranes, eslóganes, y, en fin… Por lo general, prefiero los textos con métrica. O al menos con algún tipo de ritmo.

Hablaba muy deprisa y cuando acababa se quedaba muy quieta, en silencio, como si se hubiera atragantado por hablar tan atropelladamente y estuviera a punto de desvanecerse.

INMA MONSÓ - "El aniversario" - (2016)


Imágenes: Karina Juárez

jueves, 24 de noviembre de 2022

SOLO ME SALÍAN LLANTO Y FRASES SUELTAS


Cien años antes de mis tiempos, Edward Munch pintó un cuadro titulado Tarde en la calle Karl Johan. Recuerdo que aparecía en alguno de los libros del instituto y que, ya en esos momentos, me causó una profunda impresión. El cuadro muestra una muchedumbre que sube por la acera de la calle Karl Johan en dirección al Palacio Real. La gente tiene la cara pálida, casi un poco verdosa, y los ojos grandes y vacíos. Dan la impresión de haberse levantado recientemente de la tumba. Y por la calle desierta, en dirección contraria a todos los demás, vemos una figura vestida de oscuro. Como con tantos otros cuadros de Munch, al mirarlo me invade una sensación de soledad, casi me duele el estómago. Creo que aquel debió de ser mi primer encuentro con el mundo de Munch y, tal vez precisamente por eso, la imagen me conmocionó especialmente. Hasta entonces creía que los cuadros eran algo que se colgaba en la pared para adornar un poco. Que pudieran hacer algo con uno era una noción absolutamente desconocida para mí. Pero, de un modo extraño, me reconocía en aquel cuadro. Sabía que era yo el que bajaba por la calle, alejándome de los demás, alejándome de la corriente principal. Bajo mi piel había la misma atmósfera, por decirlo así. Naturalmente, en clase se rieron del cuadro. Los bromistas criticaron la elección de colores de Munch y señalaron que no era ese el aspecto que tenía la gente en la realidad. Muchos años más tarde, al leer un artículo sobre Munch en el suplemento cultural de El Periódico Obrero, descubrí que los contemporáneos del pintor habían dicho exactamente lo mismo. 



Estuve a punto de echarme a llorar al leerlo, porque de pronto comprendí lo solo que debió de estar. En el mismo artículo aparecían, además, algunas citas de los diarios del pintor. Una de ellas versaba precisamente sobre el mencionado cuadro, Tarde en la calle Karl Johan: Munch escribe que acaba de tener un romance desgraciado. Solo y abandonado baja por la calle, alejándose de la comunidad. Escribe que de pronto todo se volvió muy silencioso a su alrededor, que la realidad se desvaneció de alguna manera, y que las pálidas caras lo miraban fijamente.

Tanto con aquellas palabras, como con el propio cuadro, Munch describía lo que yo no había sido capaz de describir, pero sí había sentido muchas veces en mis propias carnes. El decorado que me rodeaba era distinto, ciertamente, pero mi vivencia de la realidad había sido sugerentemente cercana a la del gran artista. A veces, de camino a la tienda, con el carrito de mamá en una mano y la lista de la compra en la otra, me sobrevenía la sensación de que a mi alrededor se hacía el silencio y de que las caras de quienes caminaban entre los bloques de pisos se deformaban. Se me metía en la cabeza que querían hacerme daño, que de alguna manera iban a por mí. También es verdad que con frecuencia realmente era así, había por ejemplo una pandilla de chicos que solía merodear por el centro comercial, les encantaba obligarme a meter la cabeza en el carro de la compra. Pero también en otras ocasiones, aunque no me amenazara ningún peligro real, de pronto me descolgaba del contexto y quedaba paralizado por el pánico. A veces, simple y llanamente dudaba de mi propia existencia, o mejor dicho, sentía que me estaba desvaneciendo para mí mismo, que me desintegraba. En tales ocasiones solía intentar dañarme a mí mismo. O tal vez eran más bien los demás quienes lo interpretaban así, incluso mi propia madre era incapaz de comprender que cuando me fustigaba a mí mismo con ramas de serbal, o me pegaba bofetadas en la cara, era para retomar el contacto conmigo mismo. Pero es que yo era incapaz de explicarme de un modo sensato, solo me salían llanto y frases sueltas.

INGVAR AMBJORNSEN - "Elling" - (1996)


Imágenes: Edvard Munch

lunes, 21 de noviembre de 2022

ASÍ ES COMO TERMINÓ LA HISTORIA


Jule creía que cuanto más sudas en el entrenamiento, menos sangras en el campo de batalla.

Creía que la mejor manera de evitar que te rompan el corazón es fingir que no tienes.

Creía que la manera en la que hablas es, a menudo, más importante que cualquier cosa que tengas que decir.

También creía en las películas de acción, en el levantamiento de pesas, en el poder del maquillaje, en la memorización, en la igualdad de derechos y en la idea de que los vídeos de YouTube pueden enseñarte un millón de cosas que nunca aprenderás en la universidad.

Si confiara en ti, Jule te contaría que estuvo un año en Stanford con una beca de atletismo.

—Me inscribieron —explicaba a la gente que le caía bien—. Stanford es División Uno. El colegio me dio dinero para la matrícula, para los libros y para todo lo demás.

¿Qué pasó?

Jule se encogería de hombros.

—Quería estudiar literatura victoriana y sociología, pero el entrenador era un pervertido —diría—. Tocaba a todas las chicas. Cuando me tocó a mí, le golpeé donde más duele y se lo conté a todos los que quisieron escucharme: profesores, estudiantes, el Stanford Daily. Lo grité desde lo más alto de esa estúpida torre de marfil, pero ya sabes lo que les pasa a los atletas que cuentan historias de sus entrenadores.

Chasquearía los dedos y bajaría la mirada.

—Las otras chicas del equipo lo negaron —diría—. Dijeron que estaba mintiendo y que el pervertido nunca había tocado a nadie. No querían que se enteraran sus padres y les daba miedo perder la beca. Así es como terminó la historia. El entrenador mantuvo su trabajo y yo dejé el equipo, lo que significó perder la ayuda económica. Así es como una estudiante sobresaliente se convierte en alguien que abandona los estudios.

EMILY LOCKHART - "Todo es mentira" - (2017)


Imágenes: OMD

viernes, 18 de noviembre de 2022

LO QUE SUCEDIÓ ESE DÍA


Lo que sucedió ese día nunca lo hablé con nadie, ni con Chino, que lo vivió conmigo. Ni siquiera con Virginia, que es mi prima preferida. Y si he de ser sincero, creo que no pensé mucho en ello, hasta hoy.

Chino y yo no éramos amigos de la infancia ni nada parecido, apenas llevábamos un año juntos cuando conocimos a la camarera, y en cualquier caso no era mucho de hablar Chino, era más bien de hacer cosas, con lo cual no resultaba muy fácil ser su amigo íntimo. Ni siquiera sé si había algo remotamente íntimo en él; era más bien un tipo de puertas afuera, enredado en una multitud de tareas a las que se entregaba con gran entusiasmo. Montaba a caballo, iba de caza, esquiaba, practicaba eso que se hace con una cometa y una tablita de surf y que no sé ni cómo se llama. Era lo que se dice un hombre de acción. Con las chicas le iba de maravilla, eso sí, y le encantaba contarlo, pensaba que sus aventuras sexuales eran lo más interesante del mundo. Ahí sí que se le soltaba la lengua. Y no solo me lo contaba a mí con toda clase de detalles, sino que lo compartía con cualquiera que quisiese (o no) escucharle. En eso era la mar de generoso. En cuanto conocía a una chica le contaba lo que había hecho con otra, lo cual nunca me pareció apropiado, pero a él, en cambio, no le iba mal el método, pero que nada mal. Los dos bebíamos y fumábamos muchísimo, pero lo de las chicas se le daba mejor a él.



Todo tenía gracia más o menos hasta que conocimos a la camarera. Vives como si nada hasta que algo se te clava, y después se trata de sacarse esa espina, más que de seguir viviendo. Sale en todos los cuentos, no es algo que se me haya ocurrido a mí.

Nunca comprendí muy bien lo que pasó aquel fin de semana, fue todo muy extraño. Solo hoy, casi un año después, empiezo a entender cómo sucedió, aunque no el porqué.

Ahora me doy cuenta de que no teníamos ni que haber empezado a tontear con esa camarera y de que nos equivocamos desde el principio. Tampoco he vuelto a ver a Chino después de aquello, ni ganas. A veces la vergüenza te impide mirar atrás durante mucho tiempo, y la gente que te recuerda algo malo se vuelve rara en la memoria, y uno aparta toda la historia con las manos de dentro de la cabeza como quien espanta moscas. De la chica tampoco he sabido nada más. Estaba loca, supongo, pero era una preciosidad.



Fue en agosto del año pasado, justo después de la fiesta de despedida de mi prima Virginia, cuando por fin anunció que se iba a Francia a estudiar ciencias políticas en la Sorbona y montó aquella fiesta gigante en pleno verano, lo cual era para empezar una idea absurda, absurda para cualquiera menos para ella. Mi prima Virginia es tan encantadora que puede dar una fiesta cuando le dé la gana y vendrán al menos cien personas, aunque sea en Madrid en agosto. Claro que de esas cien personas solo diez serán gente a la que conocemos de verdad; el resto, como pasa siempre, serán amigos de conocidos de conocidos, la clase de colgados que caen por Madrid de vuelta de una playa y de camino a otra y que presumen como locos de lo bien que les están yendo las vacaciones, y que después de dos copas meten la pata y se mean en una alfombra sin dejar de dárselas de importantes. En resumen: auténticos capullos.

RAY LORIGA - "Sábado, domingo" - (2019)


Imágenes: Keita Morimoto

martes, 15 de noviembre de 2022

SE MUERE GENTE QUE ANTES NO SE MORÍA


Los primeros trece casos fueron en Rosario. Hubo siete más en Córdoba y dieciocho en Salta, pero nadie los relacionó hasta que fue demasiado tarde, cuando las muertes se multiplicaron, dejaron de ser «casos» aislados y alguien, un oscuro empleado de la Dirección de Estadísticas e Información en Salud, tras notar que en las grandes ciudades había un incremento extraordinario de defunciones en el rubro Y34, «evento no especificado de intención no determinada», levantó la vista de las planillas y dijo:

—Se muere gente que antes no se moría.

El hombre fue a la Secretaría de la Dirección de Estadísticas, explicó que su trabajo era acomodar a los muertos según las 2054 causas de muerte tabuladas y lo frustraba —así dijo— la cantidad de defunciones inespecíficas.

Para cuando el secretario le comunicó la inquietud al director de Estadísticas y este pidió audiencia con el subsecretario de Salud, los muertos que antes no se morían ya se contaban por cientos y los diarios titulaban: «Una enigmática pandemia hace estragos en los centros urbanos».

Los muertos no tenían nada en común: ni sexo, ni edad, ni oficio, profesión o antecedentes médicos. La mayoría ni siquiera había consultado a un doctor en los últimos meses. La única característica que los hermanaba —además del deceso— era que todos vivían en grandes ciudades del centro y norte del país.

LILIANA ESCLIAR - "Tumbas rotas" - (2020)


Imágenes: Andreas Senoner 

domingo, 13 de noviembre de 2022

ME GUSTARÍA VOLVER A ENAMORARME


Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre. Puede que amor sea una palabra demasiado fuerte, pero no conozco ninguna más suave que pueda aplicarse. Todo esto ocurrió hace medio siglo. Yo tenía quince años y la señora Gray treinta y cinco. Estas cosas son fáciles de decir, pues las palabras no sienten vergüenza y nunca se sorprenden. Puede que la señora Gray todavía viva. Ahora tendría, ¿cuántos, ochenta y tres, ochenta y cuatro? Tampoco es muy mayor, para estos tiempos. ¿Y si emprendiera su búsqueda? Sería toda una aventura. Me gustaría volver a enamorarme, me gustaría volver a enamorarme, sólo una vez más. Podríamos seguir un tratamiento de glándulas de mono, ella y yo, y volver a ser como hace cincuenta años, entregados a nuestros éxtasis. Me pregunto cómo le irá, suponiendo que siga en este mundo. En aquella época era tan desdichada, y debe de haber sido tan desdichada, a pesar de su valerosa e inquebrantable jovialidad, y de verdad espero que las cosas le fueran mejor.

¿Qué recuerdo de ella ahora, en estos días suaves y pálidos en que caduca el año? Imágenes del pasado remoto se agolpan en mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son recuerdos o invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna. Hay quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo y embelleciéndolo, y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es una gran y sutil fingidora. Los pecios que elijo salvar del naufragio general —¿y qué es la vida, sino un naufragio gradual?— a veces asumen un aspecto de inevitabilidad cuando los exhibo en sus vitrinas, pero son azarosos; quizá representativos, quizá de manera convincente, pero sin embargo azarosos.



Para mí hay dos manifestaciones iniciales perfectamente definidas de la señora Gray, separadas por los años. Puede que la primera mujer no fuera ella en absoluto, tal vez sólo un presagio, por así decir, pero me complace pensar que las dos eran una. Abril, por supuesto. ¿Recordáis cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire y los pájaros fuera de sí en los árboles que ya habían echado brotes? Yo tenía diez u once años. Había cruzado la verja de la iglesia de la Virgen Inmaculada, la cabeza gacha como siempre —Lydia dice que camino como un penitente permanente—, y el primer presagio que tuve de la mujer que iba en bicicleta fue el silbido de los neumáticos, un sonido que cuando era chaval me parecía excitantemente erótico, y la cosa no ha cambiado, no sé por qué. La iglesia se hallaba en una cuesta, y cuando levanté la vista y la vi acercarse con el campanario proyectándose a su espalda tuve la emocionante sensación de que había caído en picado del cielo en ese mismo momento, y que lo que había oído no era el sonido de los neumáticos sobre el asfalto, sino unas alas veloces batiendo el aire. La tenía casi encima, bajaba la cuesta en punto muerto, se reclinaba hacia atrás, relajada y guiando con una sola mano. Llevaba un impermeable de gabardina, y los faldones aleteaban detrás de ella a izquierda y derecha, sí, como alas, y también llevaba un suéter azul sobre una blusa de cuello blanco. ¡Con qué claridad la veo! Me la debo de estar inventando, quiero decir que debo de estar inventándome estos detalles. La falda era ancha y suelta, y de repente el viento primaveral la levantó, dejándola desnuda de cintura para abajo. Ah, sí.

JOHN BANVILLE - "Antigua luz" - (2012)


Imágenes: Erkin Demir

jueves, 10 de noviembre de 2022

EL OTRO DÍA LEÍ ALGO EN INTERNET


—El otro día leí algo en internet que me pareció… no sé, es una pavada.

—No andes tanto en Internet que enloquece a la gente. Pero contame.

—No me acuerdo muy bien, pero es algo así. Los japoneses creen que después de morir, las almas van a un lugar que tiene, digamos, un cupo limitado. Y que cuando se llegue a ese límite, cuando no quede más lugar para las almas, van a empezar a volver a este mundo. Esa vuelta es el anuncio del fin del mundo, en realidad.

Pedro se quedó callado. Pensó en la foto de Guachín con el pecho pegado al pavimento y las piernas partidas en tres partes que había visto en el juzgado.

—Qué concepto más inmobiliario del más allá tienen estos japoneses.

—Mucha gente en un país chico.

—Pero sí Mechi, puede ser. Puede ser que estén volviendo. Puede ser cualquier cosa, yo no sé más que creer. Anoche fui al Moridero, a la cárcel de Caseros.


—¿Fuiste a buscar a la amiga de Vanadis?

—Si, bueno… no sé a qué fui. Es al pedo encontrarla ahora, ¿no? Fui a ver qué onda. ¿Y sabés lo que pasa ahí? No hay nadie.

—Cómo no va a haber nadie, si estaba lleno de pibes paqueros, yo pasé varias veces cerca, había gente drogada por todos lados.

—Todos me dicen lo mismo en el barrio, y yo les digo que vayan a ver, como hice yo. No queda nadie. Me metí, de día porque estoy loco pero no tanto, y hay ropa por todos lados, cartones, colchones, hasta un par de carpas, miralos a los guachos con carpas, ¡una Doite tenían!… algún guacho de clase media hecho mierda. Gente no. Escuché algo, vi una sombra que se movió rápido, me cagué en las patas y me fui.

—Debió ser un perro.

—Qué se yo, puede ser cualquier cosa. En serio que no queda nadie ahí. Como si se hubieran escapado.

Se quedaron callados. Apenas habían tocado la pizza.

—¿Te vas a ir de Buenos Aires?

—No tengo más ganas de estar en esta ciudad llena de aparecidos con toda la gente loca, no se aguanta Mechi, ¿y vos por qué te vas a quedar?

—No tengo un mango.

—Pero yo sí y te presto… nos vamos un tiempo, hasta que pase algo. No soporto esperar, ¿te diste cuenta que todos están esperando algo? Les van a prender fuego a los pibes. Los van a gasear, les van a mandar la policía, yo no quiero ver eso. O los pibes van a empezar a atacar a la gente.

—Me parece que vos también estuviste pasando mucho tiempo en Internet.

—Y sí, por eso te digo que enloquece a la gente. Me voy hasta que pase lo que tenga que pasar, y estaría bueno que vengas conmigo.

Mechi se quedó callada y después miró a Pedro. Movía la pierna derecha como si estuviera activada por un mecanismo. Se tocaba tanto el pelo que lo tenía engrasado. No, con Pedro ella no iba a irse a ningún lado. Además, quería quedarse a ver qué era eso que tenía que pasar.



—¿Vas a venir conmigo, amiga?

—No.

—Sos más terca.

—¿Cómo sabés que no pasa en otros lados?

—¡Porque no pasa! Es en Buenos Aires nomás, vos sabés que es acá, te vas a Mar del Plata y ya no hay nada así, no te hagas la boluda.

—No, quiero decir cómo sabés que no va a empezar a pasar en otros lados.

—Sos satánica, Mechi. ¿Qué te imaginás, un plan fin del mundo onda vuelven los muertos vivos? Muchos de esos chicos no estaban muertos, para empezar. Cortala con Internet.

Se abrazaron fuerte cuando Pedro se fue de madrugada. Tenía decidido irse a Brasil, a la casa de un amigo suyo que trabajaba en un diario de San Pablo y al que le encantaría tener a un periodista de Buenos Aires testigo del regreso de los chicos, que, claro, ya tenía fama internacional. Antes de irse, le contó que su jefe le había autorizado las largas vacaciones de cuatro semanas sin pestañear, casi aliviado. Pedro le dijo a Mechi que tuvo la sensación de que el jefe no lo quería cerca. Que le tenía miedo.

MARIANA ENRÍQUEZ - "Chicos que vuelven" - (2011)


Imágenes: Monsieur Cailloux 

lunes, 7 de noviembre de 2022

ESTABAN ENTERRANDO A MI MUJER


Me habían ayudado a ir hasta la terraza cubierta. Mi hermana Sonia me había colocado cojines bajo las piernas y apenas sentía dolor. Era un caluroso día de agosto, estaban enterrando a mi mujer, yo estaba tumbado a la sombra mirando el cielo azul mate. No estaba acostumbrado a tanta luz, y una de las veces que Sonia se acercó a ver cómo me encontraba, tenía lágrimas en los ojos. Le pedí que me fuera a buscar las gafas de sol, no quería que me malentendiera. Fue a buscarlas. Sólo estábamos en la casa ella y yo, los demás habían ido al entierro. Volvió y me puso las gafas. Le tiré un beso. Ella sonrió. Pensé: si tú supieras. Las gafas eran tan oscuras que podía observar su cuerpo sin que se diera cuenta. Cuando se hubo alejado, volví a mirar el cielo. Oía golpes de martillo que provenían de un lugar lejano, era un sonido tranquilizador, nunca me ha gustado el silencio absoluto. Una vez se lo dije a Helen, mi mujer, y me contestó que eso se debía a que tenía demasiados sentimientos de culpabilidad. No se podía hablar con ella de esas cosas, pues enseguida empezaba a hurgar en el interior de uno.



Un rato después, cuando los golpes de martillo habían cesado ya hacía tiempo, todo se volvió más oscuro a mi alrededor, y antes de comprender que se debía al doble efecto de una nube y las oscuras gafas de sol, se apoderó de mí una inexplicable angustia. Se disipó inmediatamente, pero dejó una secuela, una sensación de vacío o abandono, y cuando Sonia volvió al poco rato, le pedí una pastilla. Dijo que era demasiado pronto. Insistí y me quitó las gafas. No lo hagas, dije. Cerré los ojos. Volvió a ponérmelas. ¿Tanto te duele?, preguntó. Sí, contesté. Se fue. Al instante volvió con la pastilla y un vaso de agua. Me levantó sosteniéndome por debajo del hombro sano, me metió la pastilla en la boca y me acercó el vaso a los labios. Pude notar el olor a ella.



Poco después llegaron del entierro mi madre, mis dos hermanos y la mujer de uno de ellos. Un poco más tarde llegaron el padre de Helen, sus dos hermanas y una tía suya a quien yo apenas conocía. Todos se acercaron a decirme algo. La pastilla había empezado a hacer efecto, y yo, oculto tras las gafas oscuras, me sentía como un padrino. Me pareció que no tenía que decir gran cosa, pues todo el mundo me adjudicaba, claro está, un profundo dolor, no podían saber que yo estaba allí tumbado indiferente a todo. Y cuando el padre de Helen se acercó a decirme algo, sentí una especie de satisfacción, porque ahora que Helen había muerto, él ya no era mi suegro, ni las hermanas de Helen mis cuñadas.

KJELL ASKILDSEN - "Un vasto y desierto paisaje" - (1991)


Imágenes: Enfero Carulo

viernes, 4 de noviembre de 2022

DOBLEMENTE RECLUIDA


Y arranca el domingo, sin muchas perspectivas. El día más lento y conflictivo de la semana empieza como todos los demás, con el recuento al amanecer y el desayuno. Luego, al no haber destino ni talleres, el tiempo empieza a dilatarse poco a poco y cada una ha de matarlo como buena o malamente pueda.

Remoloneando en la celda, por ejemplo. O deambulando por los concurridos pasillos, lustrosos pero malolientes, reverberantes como los de un instituto de secundaria; confidencias, risotadas, maldiciones, algún sopapo. Haciendo cola en botiquín, o en el reparto de metadona, o en la máquina expendedora donde la pringada de turno saca un café detrás de otro, entre burlas y vejaciones de las más impacientes. O formando corrillo con las más espabiladas, intercambiando condones por café o tabaco, compresas por tarjetas telefónicas; las que no necesitan compresas ni condones hacen su agosto, las que no tienen bienes ofrecen servicios.



De palique en el gimnasio. De palique en la lavandería. De palique en el salón de actos, que todos los mediodías y todas las noches se transforma en comedor, los festivos por la mañana en sala de juegos, de cine los domingos por la tarde. Hoy, los educadores han programado Esta abuela es un peligro 2. A la misma hora las internas han contraprogramado una protesta por lo que consideran tortura psicológica. Ambos anuncios están clavados en el tablón desde ayer por la mañana, uno junto al otro.

O trapicheando en el aula 3, donde los lunes y los viernes dan escritura creativa, los martes y los jueves informática, los miércoles iniciación a la guitarra, los sábados por la mañana se reúnen las responsables de módulo, por la tarde las de la revista. O en misa, orando recogidamente por la paz en el mundo, o por la muerte violenta de tu peor enemigo, o por lo que sea. O cantando a pleno pulmón en culto evangelista, en el aula 2, donde los martes y los jueves dan clases de catalán, los miércoles y los viernes arteterapia, algunos sábados se monta una jarana, todos los domingos un mercadillo solidario. Hoy, voluntarios de la capellanía del centro y misioneras de la caridad reparten ropa usada entre las presas extranjeras que no reciben visitas y a las que alojarán algún día en sus permisos.



O tomando el sol en el patio, del que aún cuelgan algunos farolillos de la fiesta de la Mercè, patrona de la ciudad y de las cárceles. Farolillos chinos tuneados por las internas del programa de metadona, que les cambiaron la denominación de origen (Made in Chirona): la broma les costó un parte disciplinario. Se pasaron el festivo en aislamiento, pero se libraron de los tediosos actos institucionales que organiza la Dirección General, cuya asistencia es obligatoria.

Jugando a vóley o a básquet, reincidentes contra primarias, preventivas contra penadas, oriundas contra extranjeras, jóvenes contra veteranas. O paseando del brazo alrededor de la cancha de cemento, confabulando. O ajustando cuentas en el economato, mientras se ponen al día de lo que pasa dentro y de lo que pasa fuera, con la ajustando cuentas en el economato, mientras se ponen al día de lo que pasa dentro y de lo que pasa fuera, con la radio perpetua de fondo... Hoy quiero confesar que estoy algo cansada, de llevar esta espina que pesa tanto... El chisme principal sigue siendo la desgraciada de la Panto y el misterio de sus bragas robadas, pero le pisa los talones el extraño caso de la tal Penurias, del que Josefa, la economatera, ya ha oído hablar. ¿Desi la Penurias...? ¿La protegida de Nati, la que parece tonta? ¿De homicidio?... Hombre, rarita es... Dicen que ayer plantó a su padre en el locutorio... Dicen que hoy no se ha dejado ver en todo el día...

Y miran hacia arriba, haciendo visera con la mano para protegerse del sol cegador de la tarde. Buscan a la rara avis recluida en su jaula. Doblemente recluida.

BERTA MARSÉ - ·Encargo" - (2020)


Imágenes: Levon Bliss

miércoles, 2 de noviembre de 2022

QUERÍA IRME SIMPLEMENTE


Tenía algo de pasta, unos miles de euros, casi cuatro mil. Miré ofertas de vuelos, quería irme simplemente, luego ya vería. De momento, me largaba. Decidí no hacer planes que excedieran el día. Es decir, veinticuatro horas. Más allá de veinticuatro horas no existían la vida ni el mundo. Eso me pareció una cosa sensata.

Vi un vuelo directo a Chicago; ah, vale, me voy a Chicago. Pagué con mi tarjeta de crédito. Hice una maleta con algo de ropa. No tenía alojamiento en Chicago, pero eso ya se vería luego. Cogí el autobús que lleva a la T4 de Barajas. Y durante el vuelo vi un par de películas absurdas y un documental sobre dos rinocerontes en peligro de extinción.

Me gustaba la idea de que estábamos cruzando el océano. Me quedé dormido. Soñé con esos dos rinocerontes que se estaban muriendo. Oía su furor agónico. Los dos últimos representantes de su raza.

Los dos últimos paquidermos.

Los dos últimos perisodáctilos.

El vuelo duraba nueve horas. Comí. Volaba con Iberia. No sé, ya estábamos llegando. Entonces vi desde la ventanilla del avión el lago Michigan. Y pensé que qué hacía allí tanta agua; daba la sensación de que más que un lago era un mar. No se sabía lo que era. Me obsesioné con ese lago.

¿Qué demonios hacía allí tanta agua, si no era un mar?



Sin duda, allí había un mensaje oculto que debería resolver en las próximas veinticuatro horas. Tenía que ser necesariamente en las próximas veinticuatro horas, porque mi vida ya ocurría en esos plazos.

No había facturado.

La policía estadounidense me retuvo en la aduana. Un policía gigantesco, obeso y con una nariz prominente me preguntó por Gabriel García Márquez al ver mi pasaporte español. Parecía un rinoceronte. Me dijo que Gabriel García Márquez había muerto. Yo le dije que no sabía quién era Gabriel García Márquez y que ignoraba por completo que hubiera fallecido; quiero decir que al no conocer a Gabriel García Márquez, el acontecimiento de su muerte no tenía significado para mí; si te dicen que se ha muerto una persona a la que no conoces de nada, naturalmente tu reacción ha de ser ninguna, ninguna reacción.

Como mucho una mueca triste de cortesía profesional con el asunto de la muerte: de modo que le di el pésame, pues me pareció que ese tal Gabriel García Márquez era familia del policía. Todo, obviamente, en un inglés británico impecable, que es una de las varias lenguas que hablo.

Le dije que yo solo conocía a un muerto, y este muerto era uno de los muertos más clásicos de España, pues entendí que estábamos hablando de muertos con nombres españoles.

Le dije que el único muerto al que recordaba era Rodrigo Díaz de Vivar. Esto ya se lo dije en un inglés con un salvaje acento jamaicano.

El policía quiso sacarse el muerto de encima, dijo que no era de su familia, que a qué venía semejante conjetura. Le dije que por un momento había pensado que era su cuñado. El policía se ofendió; le parecía humillante que le adjudicase un muerto que no le correspondía. «Bueno —dije—, tú has empezado preguntando, qué quieres que te diga, yo he obrado de buena fe, he pensado que era un fallecido de tu familia, y de verdad que cuando te he dado el pésame lo he hecho con todo mi buen corazón y principalmente pensando en tus sobrinos, los hijos de tu cuñado Gabriel García Márquez; lo habéis tenido que pasar muy mal, comprendo que no te apetezca hablar de eso, pero lo que no entiendo es por qué me has preguntado si conocía a tu hermano, y a su hijo Gabriel García Márquez; la verdad es que la muerte de un hijo nos desangra el corazón».



De repente, le dije lo mismo en árabe clásico.

Me puse a hablar en árabe clásico con el policía.

Otra vez volvía a verlo como un rinoceronte, por eso le dije: «Alá no perdonará tu obesidad, porque es fruto de la molicie y de la falta de respeto a la santa vida que los cielos, en un momento de despiste, te dieron, oh, alma perdida en este trabajo de guardián de la entrada del lago Michigan. Has de saber, alma sagrada, que yo solo vengo a ver el lago Michigan».

Luego se lo traduje al inglés.

Luego al francés.

Me gusta mucho hablar francés en donde se supone que uno debe hablar inglés. Finalmente, me puse a hablar en italiano.

Todo esto, obviamente, me ocasionó pintorescos problemas con la policía de inmigración.

Me llevaron a un cuarto y me ofrecieron un café. Les dije en alemán que prefería una horchata de chufa en vez de un café. Entonces vino un policía que hablaba alemán: un negro muy flaco de un metro setenta escaso.

Le pregunté en ruso a este negro si con solo un metro setenta se podía acceder a un puesto de trabajo tan prestigioso y tan fabuloso como era la custodia de la soledad inextricable del lago Michigan.

Vi que este policía también tenía una nariz prominente, y una cara ancha, con rasgos secos, que le daban aspecto de ser otro rinoceronte.

Volví a hablarles en inglés porque era evidente que allí no había ningún apóstol que gozase del don de lenguas, instituido por Jesucristo hace no dos mil años, sino setecientos sesenta y ocho mil años: mi edad.

Me dejaron marchar.

Estuve retenido casi veinticuatro horas, cosa que me hizo temblar, pero cuando se cumplía la hora veintitrés y treinta y ocho minutos ya estaba en la salida del aeropuerto.

MANUEL VILAS - "Setecientos millones de rinocerontes" - (2015)


Imágenes: Trevor Pottelberg