Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 29 de febrero de 2020

MALAS NOTICIAS Y DESPEDIDAS



—Malas noticias y despedidas, —dijo el Mazas— eso es la vejez.

   —¿Tú hablas con los muertos? Yo lo hago constantemente. Con mi mujer, sobre todo. Algunos días son con los únicos que hablo —dijo el viejo.

   —¿Sabes qué es lo peor de hacerse mayor? No es ni la pérdida de facultades, ni los dolores, ni ninguna mierda de esas. Te lo voy a explicar. Llevo viniendo a este bar, ¿cuánto?, lo menos tres años ya. Y desde que entro hasta que salgo no paro de mirarle las tetas a la dueña. Con todo el descaro del mundo. Pues en todo este tiempo no me ha dicho nada. Ni un «¿te gustan?», ni tampoco un «¿por qué no se las vas a mirar a tu puta madre?». Nada. ¿Y sabes por qué? Porque me observa y ve a alguien inofensivo. Eso es lo peor de hacerse viejo, que te vuelves inofensivo para el resto del mundo. Y me jode, no veas cómo me jode. Tanto que a veces voy a los parques donde hay niños. Me los camelo y en cuanto puedo siento a alguno en mis rodillas. Las madres no tardan ni un segundo en llevárselos lejos de mí. Se piensan que soy un pedófilo de esos. A sus ojos me convierto en una amenaza, un peligro. Entonces vuelvo a sentirme vivo. Allí, en el parque, viendo cómo me temen. Llámame loco pero ese es el único momento del día en el que no me siento un mierda. ¡Qué digo del día, del año!

CARLOS AUGUSTO CASAS - "Ya no quedan junglas adonde regresar" - (2017)

Imágenes: Aleah Chapin 

jueves, 27 de febrero de 2020

CUÁL ES LA CUALIDAD DE UN HOMBRE QUE MÁS VALORAN LAS MUJERES


El miércoles, T se despierta a las ocho con la radio de la mesilla. Días atrás ha encontrado una estación que emite una mesa redonda humorística con participación telefónica de los oyentes. Le viene bien para precalentar su listening antes de salir a desayunar y enfrentarse a las preguntas rápidas de los camareros. Esta mañana se propone como tema de tertulia cuál es la cualidad de un hombre que más valoran las mujeres. T va al baño a orinar y, contra su costumbre, vuelve a sentarse en la cama a fumar antes de cepillarse los dientes y ducharse.


   Después de una introducción a cargo de los reunidos en el locutorio, el director del programa da paso a las llamadas en directo. A T le cuesta seguir los diálogos, pero alcanza a comprender que se menciona la inteligencia, la ternura, la caballerosidad… Una oyente chistosa habla de dinero y tarjetas de crédito, y otra introduce el asunto de las tallas y medidas, lo que da ocasión a muchas risitas y juegos de palabras ininteligibles en la mesa redonda. Sin embargo, casi todas las mujeres que llaman al programa mencionan el sentido del humor como principal activo de un hombre, ése es de largo el más repetido de los tópicos. Y una especialista en temas de pareja que ha sido invitada al locutorio confirma la importancia de ese rasgo: según ella, reír equivale a ser feliz, así que un hombre capaz de hacer reír a una mujer lo tiene casi todo ganado. Aquello funciona a modo de conclusión acordada por todos los participantes en la mesa, que al fin y al cabo son humoristas y por tanto están encantados con lo dicho. Después pinchan My baby just cares for me y T se mete en la ducha canturreando la letra que se sabe a medias.

PABLO TUSSET - "En el nombre del cerdo" - (2006)

Imágenes: Fernando de la Jara

sábado, 22 de febrero de 2020

LA PROFESORDA


 Días después nos fuimos varios a jugar al fútbol una tarde al salir del colegio. Fuimos porque Bomba había llevado el balón a clase, y nos habíamos tirado la hora de Lengua pasándolo por los pasillos sin que la profesora María Jesús se enterase. La profesora María Jesús era sorda pero no ciega, y por si nadie se había dado cuenta de que era sorda llevaba un sonotone enorme que para lo único que servía era para dejar claro que estaba sorda, como un cartel. Cuando levantábamos la mano decíamos «¡profesorda!», y ella respondía: «Dime, Donato» o «Dime, David».

     —¿Porque es usted la profesorda, no?

     —Y quién va a serlo, hijo.

     Pues bien, echamos la clase pasándonos la pelota de Valente a Jairo, de Martiño a Guillelme, de Carolina a Legañas. No por los aires, sino por el suelo, dándole patadas hasta que llegó al pobre Elvis, que no tenía idea de ningún deporte, y si se enterase de que caminar era uno, habría exigido ir a todas partes en silla de ruedas.



     Elvis cogió la pelota con la mano porque le pareció lo más natural, y así se la quiso pasar a Bomba: no porque fuera el pase más fácil sino porque era el dueño de la pelota y Elvis debía de entender que le hacía un favor. El problema es que Bomba estaba conmigo en las filas de delante y Elvis en la última, así que Elvis aprovechó que la profesorda estaba de espaldas a la clase, escribiendo en el encerado los adverbios, para ponerse de pie y apuntar a Bomba. Bomba decía que no con la cabeza, pero yo estaba a su lado riéndome y deseando por dentro que Elvis lo hiciese. Eso debió de animarlo porque, con toda la clase aguantando la respiración, el muy cabestro lanzó la pelota con toda la fuerza que pudo hasta pasar por encima de las cabezas de Golalo, de Jairo, de Mariña y por supuesto de Bomba, impactando de lleno sobre la profesora María Jesús, que a su vez estampó la cabeza contra el encerado.

   


  Del topetazo se le cayó la tiza, claro, y Sabinito García García, que era el chapón de clase, un pelota y además quería llevarse bien con los guays y ser uno de ellos, se levantó corriendo a por ella y se la dio a la profesora diciendo: «Su tiza, profesorda», guiñándole el ojo a Pequeño Mundo.

     —¿Qué me llamaste, hijo de puta? —preguntó la María Jesús. No recuerdo un silencio igual en clase. Se nos cortó a todos la respiración.

     La profesora María Jesús miró fijamente a Sabinito. Tantos años sorda para que recuperes el oído y lo primero que oigas sea a Sabinito García García llamándote sorda. Yo lo hubiera tirado por la ventana. Como si un paralítico pudiese caminar y lo primero que tiene que hacer es ir a buscar agua al pozo.

     La María Jesús abrió otra vez la boca, todos pensamos que para pedir perdón, y volvió a repetir la pregunta:

     —¿Qué me llamaste, hijo de puta?




     Sabinito empezó a llorar, doblado sobre sí mismo como una oruga. Arrugaba la barbilla y la golpeaba contra el pecho, como si estuviese en la iglesia pidiendo perdón. Pero aquí no había un Dios generoso, sino una mujer gorda y lista, vestida siempre con unas blusas gigantes para disimular unos pechos enormes que en ese momento eran dos montañas en erupción.

     —Profesora —dijo.

     —Qué.

     —Digo que la llamé profesora.

     —No, no me llamaste eso. Estaba demasiado cerca, y yo soy sorda pero no tanto.

     No hay nada peor que un discapacitado que deje de serlo. Son como superhéroes. Sobre todo, si ocurre justo en medio de la acción. Deberían poder recuperar el habla, las piernas o lo que sea que hubiesen perdido en células de aislamiento para asumir y controlar sus nuevos poderes. La María Jesús podía escuchar ahora mismo los pensamientos de Sabinito, y le iba a partir la columna vertebral, no había duda. Hasta Pequeño Mundo, castigado a perpetuidad en una mesa al lado del encerado, no se atrevía ni a mirar atrás para buscar las risas habituales.

MANUEL JABOIS - "Malaherba" - (2019)

Imágenes: Aldo Bahamonde 

jueves, 20 de febrero de 2020

LA BELLEZA ES ROJA



La belleza es roja como un cuenco de cerezas. Mi primera profesora de pintura solía decir eso. Es lo primero que me viene a la cabeza. Rechazo el pensamiento porque resulta irracional. Pero no puedo apartar la vista del suelo de la habitación. Me asalta la imagen de un vestido blanco e inmaculado sobre un enorme círculo de gelatina de fresa que vi una vez en una exposición de arte moderno. Recuerdo el vestido. El brillo rojo de la gelatina. Recuerdo el olor salvaje de las fresas. Cuando volví a las dos semanas, la gelatina había comenzado ya su proceso de descomposición. Me pregunto cuándo empezará a pudrirse este suelo.


   Los seres humanos tenemos entre cuatro y seis litros de sangre en el cuerpo. Suficiente para cubrir el suelo de una habitación de diecinueve metros cuadrados. Sé lo que mide la habitación porque ayudé a Sara a amueblarla. Diecinueve metros cuadrados cubiertos de sangre. Ni un solo centímetro limpio del líquido rojo. No hay alfombras en la habitación. Xiana es alérgica a los ácaros. Lo era. También era alérgica a los frutos secos. Sara estaba obsesionada con eso. Sara. Tengo que estar con ella. Con Teo. Tengo que llamarlos. Sé que tengo que hacerlo. Y si abro la boca, seré capaz de chillar. Es solo que no quiero que vengan. Que vean el cuerpo de Xiana sobre este mar encarnado.

   Un mar imperturbable.

   Liso.

   Compacto.

   Hipnótico.

   La belleza es gelatina de fresa a punto de pudrirse.

   En eso pienso mientras abro la boca y empiezo a gritar.

ATANTZA PORTABALES - "Belleza roja" - (2019)

Imágenes: Mira Nedyalkova

sábado, 15 de febrero de 2020

EN EL CENTRO DE SU MIEDO


Hace muchos años, leyendo un libro poco memorable, me crucé con una imagen que cambió por completo mi idea de la realidad. El autor describía a un personaje que mira el mar y de pronto comprende que la palabra «mar» no se ha correspondido nunca en su imaginación con el verdadero mar, que siempre que ha dicho «mar» en realidad estaba pensando únicamente en esa ridícula superficie verdeazulada y cubierta de espuma y nunca en lo que verdaderamente es el mar: una abismal masa repleta de peces, corrientes secretas y —sobre todo— oscuridad. El mar es el verdadero reino de las tinieblas. 



El día en que desaparecieron los niños, los ciudadanos de San Cristóbal sentimos con respecto a la selva algo parecido. De pronto nos pareció haber confundido el exterior con la sustancia. En su huida hacia el secreto de ese interior, los niños nos habían llevado con ellos como en un batiscafo. Puede que hubiésemos dejado de verlos, pero estábamos más cerca que nunca, en el interior de su mirada, en el centro de su miedo.
ANDRÉS BARBA - "República luminosa" - (2017)

 Imágenes: Edgar Mendoza Mancillas

miércoles, 12 de febrero de 2020

LA INSENSATEZ DE DARWIN


Entre un boletín y otro de noticias, Gershom Wald le hablaba, por ejemplo, de la insensatez de Darwin y de sus fieles: «¿Cómo se puede ni siquiera pensar que el ojo, o el propio nervio óptico, se fueron formando gradualmente, como respuesta a la necesidad de ver, mediante lo que ellos llaman selección natural? ¡Si no hay en todo el mundo entero ni ojo ni nervio óptico, nadie tiene ninguna necesidad de ver, y tampoco hay nadie ni hay nada que imagine el hecho mismo de la necesidad de ver!



 En modo alguno se puede pensar que de la no visión, de un infinito de oscuridad eterna que no tiene ni idea de que es oscuridad, surja de pronto una célula, o un grupo de células que, de la nada, empiecen a desarrollarse y a ver formas, colores y dimensiones. ¡Un preso necesita un estímulo exterior para buscar la libertad! Bueno. Además, la teoría de la evolución no tiene de ninguna manera ni la más mínima explicación para la aparición de la primera célula viva surgida de la quietud eterna y fosilizada del mundo inanimado. ¿Quién pudo surgir de pronto, de la nada, y empezar a enseñar a una molécula perdida de una materia inerte cómo debía despertar de repente de su quietud perpetua y empezar a crear fotosíntesis, es decir, empezar a transformar la luz del sol en carbohidratos y también a utilizar esos carbohidratos para poder crecer y desarrollarse?
AMOS OZ - "Judas" - (2014)

Imágenes: Fabian Oefner

sábado, 8 de febrero de 2020

ENTRAR CON BUEN PIE




Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu…, un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.


   El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó —se necesitaba por lo menos la fuerza de dos hombres para mover la pesada carga— el tintineo de unas monedas primero y un expectante silencio después —el momento, imagino, en que mi padre tras rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz— terminaron por disipar sus reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto, acariciando —aunque es posible que tampoco me diera cuenta— el traje de novia que había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego: «Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo este sol de justicia».



(...) Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera. Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo), ¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la botella a su alcance y a retirarme al dormitorio.
CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS - "Con Agatha en Estambul" - (1994)

Imágenes: Jean-Claude Boucher 

jueves, 6 de febrero de 2020

LA LIEBRE CON OJOS DE ÁMBAR


Todo en los relatos se reduce al paso de los objetos de mano en mano. Te doy esto porque te quiero. O porque a mí me lo dieron. Porque lo compré en un lugar especial. Porque tú lo vas a cuidar. Porque te va a complicar la vida. Porque le dará envidia a otro. En los legados no hay historias fáciles. ¿Qué se recuerda y qué se olvida? Tanto puede haber una cadena de olvido, de borrado de posesiones anteriores, como una lenta acumulación de historias. ¿Qué se me está entregando con estas miniaturas japonesas?

   Me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo con este asunto. Puedo seguir convirtiéndolo en anécdotas hasta que me muera —la extraña herencia que me dejó un anciano pariente muy querido— o partir al descubrimiento de qué significa. Una noche, en una cena, me encuentro contando a unos académicos lo que sé de la historia, y suena tan desenvuelta que me repugna un poco. Me oigo entretenerlos y el eco de la historia vuelve en sus reacciones. No sólo se está suavizando; ha adelgazado. Tengo que darle una disposición o desaparecerá.



(...) Once días después de la boda de Anna con el banquero, Stefan, el supuesto heredero de la familia Ephrussi, ese joven de fantástico bigotazo encerado, instruido para la vida financiera, se fuga con Estiha, la judía rusa amante de su padre. Estiha sólo hablaba ruso —leo en el árbol familiar anotado— «y chapurreaba el alemán».


   A Stefan lo desheredaron de inmediato. No recibiría ninguna asignación, no viviría nunca en propiedad alguna de la familia y no se comunicaría con ningún pariente. Era, en toda regla, una proscripción del Antiguo Testamento, bien que con el sesgo peculiarmente vienés de que el penalizado se había casado con la amante del padre. Un pecado sobre otro: apostasía sobre desgracia filial. No estoy seguro de cómo leer esto. ¿Tiene un reflejo perjudicial en el padre, en el hijo o en ambos?

EDMUND DE WAAL - "La liebre con ojos de ámbar" - (2010)


Imágenes: Suzanne Saroff

sábado, 1 de febrero de 2020

LA VIDA A RATOS


Pronto cumpliré sesenta y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo lo niega.

   —Anda, anda, no digas tonterías.

   A veces soy yo mismo el que lo niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que tengo de mí es la de un «muchacho». Me estimula sentir el frío en el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata. En ocasiones, a esas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: «En la madurez hay misterio, hay confusión».

   Cierto, hay misterio, hay confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo. Un viejo.

(...) ¿La sexualidad es normal? En un sentido, sí, evidentemente. Si no fuera normal, no la utilizaríamos tanto. Pero al mismo tiempo se trata de una energía inconcebible, extraordinaria. Una energía productora de pánico. Toda la cultura es un invento para desproveer del sexo a la sexualidad. Para domesticarla. El poder constituye un amansador excelente. Pienso en el rostro de tres o cuatro políticos de los que aparecen en la tele cada día, imputados o no. Se les ve tan desexualizados porque han sublimado sus impulsos venéreos. Si se les quitara de golpe el poder y les regresara de súbito la sexualidad, podría ocurrir una desgracia.



(...) JUEVES. Decido desengancharme del juego de los siete errores que publica todos los días La Vanguardia en su página de Pasatiempos (¿en cuál si no?). Vengo resolviéndolo desde hace un año o dos bajo la estúpida superstición de que si lo dejo pasar ocurrirá alguna desgracia. Que ocurra de una vez. Soy, desde pequeño, víctima de este tipo de fantasías obsesivas. Quizá el mundo no se haya ido todavía al carajo gracias a mí y a personas que, como yo, se pasan la vida realizando sortilegios contra las desgracias propias y ajenas. Pero ya he llegado a mi límite. Tarde o temprano, el mundo se tiene que acabar.  

   VIERNES. El mundo no se ha acabado, quizá porque esta noche, a eso de las cuatro, me desperté empapado en un sudor disolutivo, busqué el ejemplar de La Vanguardia de ayer y resolví el juego de los siete errores. Mi mujer se despertó también y me preguntó qué rayos hacía. Le respondí en tono de broma que estaba salvando al mundo, pero ella sabía que lo decía en serio. «No tardes» se limitó a decir.



(...) En la consulta de mi psicoanalista:

   —Llevo toda la semana a vueltas con la realidad —le digo.

   —¿Y ha alcanzado alguna conclusión?

   —Me parece que la realidad no es del todo real. Por eso comete tantos excesos, para que nos la creamos.

   —¿A qué excesos se refiere?

   —No sé, suicidios, crisis económicas, nacimientos, accidentes de automóvil, manifestaciones, oposiciones a notaría, grandes superficies, guerras, elecciones norteamericanas, estaciones de tren, compañías de autobuses, segundas residencias, directores de la CIA, macrofiestas, tanatorios, tempestades, huracanes, inundaciones, créditos hipotecarios, tratados de libre comercio… ¿Sigo? 

   —Déjelo, déjelo, creo que le comprendo.

   —Es que hay cosas de la realidad —insisto yo— inverosímiles.

   —¿Por ejemplo?

   —Por ejemplo, que yo me encuentre ahora mismo aquí, tumbado en un diván, mirando al techo y contándole mi vida a una señora a la que no conozco de nada. Esto no hay quien se lo crea.

   —Y además me paga por ello —añade mi psicoanalista.

   —Debería pagarle con dinero falso —digo yo.

   —¿Y eso?

   —A una situación irreal, dinero irreal.

   Abandono la consulta sin haber alcanzado ninguna conclusión y me pierdo por las calles, en busca de un lugar tranquilo donde tomarme un gin-tonic. Por entretenerme, imagino que me sigue alguien y luego resulta que sí, que ha estado siguiéndome un viejo amigo, preocupado, dice, porque iba hablando solo. No consigo, por más que lo intento, dejar de hablar solo por la calle. Nos tomamos el gin-tonic juntos, con patatas fritas. Pago yo.
JUAN JOSÉ MILLÁS - "La vida a ratos" - (2019)

Imágenes: Antonio Torkio Perrone