Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 16 de mayo de 2024

SÍNDROME DE SIMETRÍA INVERTIDA


Padezco, desde el instante mismo de mi concepción, lo que la ciencia médica no ha vacilado en denominar, un tanto ampulosamente, Síndrome de Simetría Invertida. Un dato al respecto les resultará revelador: su incidencia en la especie humana es de un caso por cada seis mil millones; dicho de otro modo, yo soy (me enorgullezco de ello) la única persona en el mundo que lo padece. Esto ha permitido que mi nombre figure desde la más temprana infancia en insignes volúmenes de Anatomía y de Genética Molecular; no menos relevante ha sido mi inclusión hace unos años en el libro Guinness de los récords, una vez que hube acreditado, mediante los certificados oportunos, ser poseedor de la malformación menos extendida del planeta.



   Para describir mi enfermedad, creo válido aplicar el dicho popular de que una imagen vale más que mil palabras. Les ruego por ello que abandonen por un instante este libro y coloquen sus manos abiertas, con las palmas hacia abajo, sobre una mesa. Ahora traten de imaginar que sus pulgares estuvieran dispuestos hacia afuera (o bien, imaginen que su mano derecha rematara su antebrazo izquierdo, y viceversa). Sé que no es fácil hacerse a la idea pero, si lo han logrado, ya saben en qué consiste el Síndrome de Simetría Invertida.

   Actualmente, me hallo en trámites para rebautizar el síndrome con mi propio nombre. A raíz de ello me he visto involucrado en un desagradable litigio, pues esa mosquita muerta que asistió mi alumbramiento, el indeseable doctor Cerezales, trata de disputarme esta pequeña parcela de inmortalidad. Yo digo: ¿qué derecho puede tener un simple médico de cabecera a dar su nombre a una enfermedad que soy yo, y sólo yo, quien padece? Confío en que finalmente vencerá la razón, y el colegio oficial de médicos fallará en mi favor.



   Sin embargo, no siempre he sobrellevado tan bien este defecto mío. En mi infancia me avergonzaba hasta tal punto que, cuando caminaba por la calle, o incluso cuando salía al encerado, lo hacía siempre con las manos metidas en los bolsillos; el primer día de curso, mis profesores me tomaban por un haragán desvergonzado y provocador, pero en cuanto —previa administración de capones o de tortazos— yo sacaba a la luz mis manos, en sus rostros demudados se dibujaba un horror indefinible que a duras penas lograban disimular. (Cuántas veces, durante una conversación, mi interlocutor no ha mirado de reojo, con insistente curiosidad y creciente espanto, la monstruosidad de mis extremidades).

   Debo agradecer a mi madre la brillante idea de ponerme guantes, que me permitió sobrevivir con cierta dignidad durante aquellos infames años. Eran unos guantes de cuero negro, muy bonitos y elegantes, de los que yo sólo me desprendía una vez que entraba en mi habitación y echaba el pestillo de la puerta (allí, en el ámbito cerrado de mi cuarto, yo podía soñar que no era un monstruo, pues todas las personas que lo habitaban tenían los pulgares hacia fuera). En el cilindro de cuero donde debía ir embutido el meñique (pero donde en realidad se encontraba el pulgar) yo colocaba un relleno de algodón. Por otro lado, para darle apariencia de pulgar al meñique (no sé si me siguen) solía mantenerlo contraído, lo que me provocaba frecuentes y dolorosos calambres.

MANUEL MOYANO - "El oro celeste" - (2003)


Imágenes: Malisa Suchanya

martes, 14 de mayo de 2024

LA QUÍMICA EXPLOSIVA DE ORO Y CAFÉ


La ayudante de Bennie, Sasha, le llevó una taza de café, con crema de leche y dos azucarillos. Entonces Bennie se sacó del bolsillo una cajita roja esmaltada, abrió el complejo cierre, pellizcó unos copos de oro con dedos temblorosos y los echó en la taza. Había empezado aquel régimen hacía dos meses, después de leer en un libro sobre medicina azteca que estos creían que el oro y el café combinados garantizaban la potencia sexual. De hecho, el objetivo de Bennie era mucho más humilde: él solo pretendía recuperar su apetito sexual, que se había esfumado misteriosamente. No estaba seguro de cuándo había sucedido, ni siquiera de qué lo había provocado: ¿habría sido su divorcio de Stephanie? ¿Las disputas por la custodia de Christopher? ¿Cumplir los cuarenta y cuatro? ¿Las quemaduras recientes y circulares en el antebrazo izquierdo, sufridas durante «La Fiesta», una debacle que había organizado ni más ni menos que la antigua jefa de Stephanie, que actualmente estaba en la cárcel?



   El oro se posó sobre la superficie lechosa del café y empezó a girar a toda velocidad. Bennie estaba fascinado por aquel torbellino, que consideraba una prueba definitiva de la química explosiva de oro y café, un frenesí de actividad que lo arrastraba en círculos: ¿no era esa una descripción bastante precisa del deseo? A veces Bennie ni siquiera lamentaba su desaparición; casi era un alivio no experimentar el deseo constante de follarse a alguien. El mundo era sin duda un lugar mucho más tranquilo sin la semierección que había sido su compañera constante desde los trece años, pero ¿quería Bennie vivir en ese mundo? Sorbió su café adulterado con oro y echó un vistazo fugaz a los pechos de Sasha, que se habían convertido en la prueba de fuego con la que calibraba su mejoría. La había deseado durante casi todos los años que llevaba trabajando para él, primero al tenerla en prácticas, luego como recepcionista y finalmente como su ayudante (posición que había insistido en conservar, extrañamente reacia a convertirse en ejecutiva por méritos propios), pero Sasha había logrado eludir ese deseo sin tener que decirle que no, herir sus sentimientos o cabrearlo ni una sola vez. Ahora, en cambio, al mirar los pechos de Sasha bajo aquel ligero suéter amarillo, Bennie no sentía nada, ni siquiera un inofensivo cosquilleo de excitación. ¿Sería capaz siquiera de que se le empinara si así lo quería?

JENNIFER EGAN - "El tiempo es un canalla" - (2010)


Imágenes: Carter Asmann

domingo, 12 de mayo de 2024

LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS


Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».

   Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

JORGE LUIS BORGES - "Cuentos completos" - (2011)


Imágenes: Benjamin Sack

viernes, 10 de mayo de 2024

¿PARA QUÉ SON LAS VALLAS?


Levanta la vista. Ve que está a pocos metros de la valla que recorre aquellos terrenos públicos, otra clase de voltaje.

 La valla ha doblado su tamaño desde la última vez que la vio. A menos que la vista la engañe, ahora no hay solo una, sino dos en paralelo.

 Es cierto. Detrás de la primera valla, a unos tres metros de distancia y separada por un terreno allanado, han alzado otra alambrada idéntica, coronada por la misma concertina de aspecto repugnantemente frívolo. La otra valla también está electrificada. Cuando Elisabeth empieza a andar junto a la alambrada, la visión intermitente de los rombos que forman la malla metálica resulta algo epiléptica.

 Saca una foto con el móvil. Luego fotografía un par de veces la hierba que crece en el barro donde han plantado uno de los postes metálicos.

 Mira a su alrededor. La hierba y las flores brotan por todas partes.

 Sigue el trazado de la alambrada durante casi un kilómetro antes de que la alcance un todoterreno negro que avanza por el espacio que separa las vallas. La adelanta y se detiene después de unos metros. Apaga el motor. Cuando Elisabeth llega a la altura del vehículo, alguien baja la ventanilla. Se asoma un hombre. Ella lo saluda con un gesto.

 Bonito día, dice Elisabeth.

 No puede andar por aquí, dice el hombre.

 Sí que puedo, dice Elisabeth.

 Afirma con la cabeza y le sonríe. Sigue andando. Oye que el todoterreno vuelve a ponerse en marcha detrás de ella. Cuando la alcanza de nuevo, el conductor mantiene el motor en marcha a la misma velocidad de sus pasos. Se asoma a la ventanilla.



 Esto es propiedad privada, le dice.

 No lo es, dice ella. Son terrenos públicos. Público es, por definición, lo opuesto a privado.

 Elisabeth se detiene. El todoterreno la adelanta. El conductor mete la marcha atrás.

 Vuelva a la carretera, grita el hombre en marcha atrás. ¿Dónde está su coche? Tiene que volver al sitio donde ha dejado el coche.

 Eso es imposible, dice Elisabeth.

 ¿Por qué?

 Porque no tengo coche.

 Elisabeth sigue andando. El conductor acelera y la adelanta. Pasados unos metros, apaga el motor y sale del todoterreno. Aguarda junto al vehículo mientas ella se acerca.

 Está cometiendo un delito castigado por la ley, dice el hombre.

 ¿Cuál? Desde mi punto de vista, el castigado es usted. Parece que lo han encerrado en una cárcel.

 El hombre abre el bolsillo de su camisa y saca un móvil. Lo sostiene en alto, como si fuera a fotografiarla o a grabarla.

 Elisabeth señala las cámaras de los postes.

 ¿No tiene ya bastantes vídeos de mí?

 Si no abandona inmediatamente la zona, el personal de seguridad la expulsará, dice el hombre.

 ¿Entonces no es usted el personal de seguridad?, dice Elisabeth.

 Señala el logo del bolsillo donde el hombre guardaba el móvil. Dice: SGRD.

 ¿Y esas letras? ¿Corresponden a «seguridad» o a «sagrado»?, pregunta ella.

 El hombre SGRD empieza a teclear en su móvil.



 Se lo advierto por última vez, le dice. Se iniciarán acciones en su contra a menos que abandone inmediatamente la zona. Está allanando ilegalmente una propiedad privada.

 ¿Se puede allanar legalmente?

 … si continúa cerca del perímetro la próxima vez que yo pase por aquí…

 ¿Perímetro de qué?, dice Elisabeth.

 Mira el paisaje vallado y lo único que ve es paisaje. No hay gente. No hay edificios. Solo hay valla y paisaje.

 … conducirá a acciones legales en su contra, está diciendo el hombre, que podrán implicar su detención, la entrega de su documentación personal y la toma de una muestra de su ADN.

 Prisión para árboles. Prisión para aulagas, para las moscas, para la mariposa blanquita de la col, para las mariposas duende oscuro. Centro de detención del pájaro ostrero.

 ¿Para qué son las vallas?, pregunta Elisabeth. ¿O no le está permitido decírmelo?

 El hombre la fulmina con la mirada. Teclea algo en el móvil y luego lo levanta para fotografiarla. Elisabeth sonríe a la cámara con simpatía, como cuando alguien te hace una foto. Luego da media vuelta y sigue andando. Oye que él llama por el móvil y dice algo, luego se sube al todoterreno y da marcha atrás en el espacio que separa las dos vallas. Después se aleja en la otra dirección.

 Las ortigas no dicen nada. Las inflorescencias no dicen nada. Las florecitas blancas en lo alto de sus tallos, Elisabeth no sabe cómo se llaman, pero lo que dicen es: nada.

 Los ranúnculos dicen nada con alegría. La aulaga lo dice inesperadamente, un nada de un amarillo intenso, tierno y delicado, que contrasta con el mudo y verde nada de sus espinas.

ALI SMITH - "Otoño" - (2016)


Imágenes: Lina Kusaite

miércoles, 8 de mayo de 2024

LE ATERRORIZABAN LOS NIÑOS NEGROS



Larry echó una mirada al niño que tenía al lado y luego fingió seguir enfrascado en la lectura. Le aterrorizaban los niños negros. El otoño que siguió al verano en el que cumplió once años, pasó a séptimo curso. La reciente redistribución de las escuelas del condado lo había sacado de la escuela pública de Fulsom y lo obligaba a ir a la de Chabot, donde el ochenta por ciento de los alumnos (el subdirector y buena parte de los profesores) eran negros, en su mayoría hijos de los hombres que trabajaban en el aserradero, o talaban árboles, o conducían los camiones de troncos. Aquellos chicos negros podían hacer todo lo que Larry era incapaz de hacer, atizarle a una pelota de voleibol, lanzar o atrapar un balón de fútbol, cazar una bola baja a ras de suelo o jugar al balón prisionero. Podían hacerlo y lo hacían. Manipulaban las pelotas como si fuesen magos, las de baloncesto se meneaban en sus manos de un modo increíble, las de béisbol desaparecían de la vista, chicos de ojos feroces que se lanzaban y tomaban las curvas de la vida con la misma suavidad que un bumerán. Aunque ninguno leía ni entendía el amor de Larry por los libros. Volvió a mirarlo de reojo y vio que Silas tensaba los labios y deslizaba los ojos por la página que estaba leyendo.

   —¿A qué curso vas? —preguntó Larry.

   Silas miró a su madre.

   —Díselo —dijo ella.

   —A octavo —dijo él.

   —Yo también.



   En Chabot, su padre dejó a los niños delante del colegio, salió primero Alice y luego Silas; Larry era plenamente consciente de lo inusual, de lo inapropiado, que era para los negros bajarse de la camioneta de un hombre blanco. Al deslizarse por el asiento, Larry miró a su padre, que tenía la mirada clavada en la carretera. Silas había desaparecido, probablemente tan consciente como Larry de la rareza de la situación, y Larry pasó por delante de aquella mujer llamada Alice, dándose cuenta por primera vez, al fijarse en la sonrisa que le dedicó, de lo encantadora que era.

   —Adiós —dijo ella.

   —Adiós —murmuró él y se marchó con sus libros. Miró hacia atrás una vez y vio a su padre diciendo algo, la mujer negaba la cabeza.

   A la hora del almuerzo, en la cafetería, buscó a Silas entre los chicos negros que ocupaban las dos mesas centrales, pero no lo vio. Tuvo que andarse con cuidado porque, si lo pillaban mirando, luego le meterían una paliza. Como de costumbre, se sentó con su bandeja y la leche a unos metros de un grupo de chicos blancos. De vez en cuando lo invitaban a unirse. Aquel día no.

   Su madre fue a recogerlo por la tarde, como de costumbre, y como de costumbre lo interrogó sobre su día. Le sorprendió lo de los inesperados pasajeros de la mañana. Le preguntó dónde los habían recogido.

   —No tenían abrigos —dijo él—. Se estaban congelando.

   —¿Dónde viven? —preguntó ella.

   Larry sintió que había hablado más de la cuenta y le dijo que no tenía ni idea. Durante el resto del viaje, su madre permaneció callada.

TOM FRANKLIN - "Letra torccida, letra torcida" - (2010)


Imágenes: Max Sansing

lunes, 6 de mayo de 2024

¿PERO VOS CREÉS EN ESAS COSAS?


—En cuanto la mujer me abrió le puse a David en los brazos. Pero esta gente además de esotérica es bastante sensata, así que dejó a David en el suelo, me dio un vaso de agua y no aceptó empezar a hablar hasta que no estuve un poco más calmada. El agua me devolvió algo del alma al cuerpo y es verdad, por un momento consideré que mis miedos podían ser una locura, pensé otras posibilidades por las cuales el caballo podía estar enfermo. La mujer miró fijamente a David, que se entretenía acomodando en fila unas miniaturas de adorno que había sobre la mesa del televisor. Se acercó y jugó un momento con él. Lo estudió con atención, disimuladamente, a veces apoyaba una mano en sus hombros, o le sostenía el mentón para mirarle bien los ojos. «El caballo ya está muerto», dijo la mujer, y yo no había dicho nada todavía del caballo, te lo juro. Dijo que a David le quedaban todavía algunas horas, quizá un día, pero que pronto necesitaría asistencia respiratoria. «Es una intoxicación», dijo, «va a atacarle el corazón». Me quedé mirándola, ni siquiera me acuerdo cuánto estuve así, helada, sin poder decir nada. Entonces la mujer dijo algo terrible. Algo peor a que te anuncien cómo se va a morir tu hijo.



   —¿Qué dijo? —preguntó Nina.

   —Andá, abrí los chupa-chupa —le digo.

   Nina se saca el cinturón, agarra el topo y sale corriendo hacia la casa.

   —Dijo que el cuerpo de David no resistiría la intoxicación, que moriría, pero que podíamos intentar una migración.

   —¿Una migración?

   Carla apagó el cigarrillo sin terminar y dejó su brazo estirado, colgando casi del cuerpo, como si todo el asunto de fumar la hubiera dejado completamente agotada.

   —Si mudábamos a tiempo el espíritu de David a otro cuerpo, entonces parte de la intoxicación se iba también con él. Dividida en dos cuerpos había chances de superarla. No era algo seguro, pero a veces funcionaba.

   —¿Cómo que a veces funcionaba? ¿Ya lo había hecho otras veces?

   —Era la única manera que tenía de conservar a David. La mujer me acercó un té, dijo que beberlo despacio me calmaría, que me ayudaría a tomar mi decisión, pero yo me lo tomé en dos tragos. No podía ni siquiera ordenar lo que estaba escuchando. Mi cabeza era una maraña de culpa y terror y el cuerpo entero me temblaba.

   —¿Pero vos creés en esas cosas?



   —Entonces David se tropezó, o mejor dicho, me pareció que se había tropezado, y tardó en levantarse. Lo vi de espaldas con su remera de soldaditos preferida, intentando coordinar los brazos para incorporarse. Fue un movimiento torpe e inútil, que me recordó a los que intentaba unos meses atrás, cuando todavía aprendía a levantarse por sí mismo. Era un esfuerzo que él ya no necesitaba y entendí que la pesadilla estaba empezando. Cuando se volvió hacía mí tenía el ceño fruncido, y un gesto extraño, como de dolor. Corrí hacia él y lo abracé. Lo abracé con tanta fuerza, Amanda, con tanta que me parecía imposible que algo o alguien en el mundo pudiera quitármelo de las manos. Lo escuché respirar, muy cerca de mi oído, un poco agitado. La mujer nos apartó con un movimiento suave pero firme. David se quedó sentado contra el respaldo del sillón, y empezó a refregarse los ojos y la boca. «Hay que hacerlo pronto», dijo la mujer. Le pregunté a dónde iría David, el alma de David, si podíamos mantenerlo cerca, si podíamos elegir para él una buena familia.

   —No sé si entiendo, Carla.

   —Sí entendés, Amanda, entendés perfectamente.

   Quiero decirle a Carla que todo es una gran

barbaridad.

   Ésa es una opinión tuya. Eso no es importante.

   Es que no puedo creerme semejante historia, ¿pero en qué momento de la historia es apropiado indignarse?

   —La mujer dijo que ella no podía elegir una familia —dijo Carla—, no podía saberse dónde iría. Dijo también que la migración tendría sus consecuencias. No hay sitio en un cuerpo para dos espíritus y no hay un cuerpo sin espíritu. La trasmigración se llevaría el espíritu de David a un cuerpo sano, pero traería también un espíritu desconocido al cuerpo enfermo. Algo de cada uno quedaría en el otro, ya no sería lo mismo, y yo tenía que estar dispuesta a aceptar su nueva forma.

SAMANTA SCHWEBLIN - "Distancia de rescate" - (2014)


Imágenes: Aron Wiesenfeld

sábado, 4 de mayo de 2024

SOY SIMPLEMENTE UN HOMBRE ATÓNITO


—¿Es usted artista? ¿Pintor? ¿Poeta?

   —No; soy simplemente un hombre atónito.

   Alcé la cabeza y lo miré sin responderle.

   —Para mí—continuó—, el hecho esencial y pasmoso de las cosas es que éstas existan realmente. El hecho de que cualquier cosa exista es milagroso. El otro hecho milagroso es que yo esté aquí, consciente de que existen. Gozo este horror con todas las formas de mi alma. Sé muy bien que ni las cosas son lo que parecen, ni yo soy lo que siento que soy. La naturaleza se trasciende a sí misma. Yo soy mucho más de lo que soy. Si esto le parece una paradoja, es culpa del Universo, que es paradójico. La naturaleza es espíritu, porque es una idea mía. Pero es una idea mía de una realidad de que esa idea es una idea. Por veloz que sea la vista, sólo ve el lado de la realidad que está creado para ella.

   »Para mí, la Naturaleza es alma. La aurora, la tarde, la noche…, el propio día…, para mí son fenómenos espirituales. Los veo como cosas mías. Si en mi percepción parcial la naturaleza es tan bella, ¿cómo será en su solidez espiritual?

   »Cada hora es para mí una revelación. Cada minuto doy gracias a Dios por tener ese minuto para mí.

FERNANDO PESSOA - "El mendigo y otros cuentos" - (2012)


Imágenes: ND Stevenson

jueves, 2 de mayo de 2024

EL CORAZÓN APRIETA EL GATILLO Y DISPARA


Ando por el bosque. No lo había hecho nunca y me engancha. Empiezo dando paseos breves antes de cenar y al cabo de unos días dedico a ello tardes enteras. Salgo del albergue con un jersey grueso y las manos en los bolsillos, y tomo el camino trasero. Es ancho, de piedrecitas y tierra oscura como el café. Los días de cielo luciente parece que el sol lo busque para producir espejismos en él. Aparece gente inexistente, figuras que bien podrían ser personas vistas a través de una columna de humo o un salto de agua. Son inalcanzables, andan siempre delante de mí, al mismo ritmo. Si las miro de hito en hito, adelgazan y desaparecen. Pero vistas de reojo son muy reales, seres dotados de cuatro extremidades que devienen caminantes como yo. Cuando llegamos al bosque, desaparecen entre los árboles. El bosque. La primera vez que me interné en él me sentí amenazada. Aunque el tramo de camino entre el albergue y el bosque discurre entre frondas, es fácil saber dónde empieza el bosque en sí. Lo hace cuando empiezo a notar que los árboles hablan de mí entre ellos en una lengua que se me escapa.



 Las colonias me inquietan, ya sean estas de personas, animales o plantas, y es sospechoso que tantos árboles hayan decidido vivir juntos, aparentemente separados por los troncos, pero entrelazados por raíces y ramas. Y que haya tanta mata desparramada por el suelo. Tanta hoja desconocida. Tantas sombras, tantos silbidos y gorjeos, tanta verosimilitud. De vez en cuando, atravieso cápsulas de silencio y siento que he entrado en casa de alguien que me mira y, si quisiera, podría ejecutarme. El bosque tiene manos y tapa mis ojos. Hace que gire sobre mí misma hasta que me mareo. Me atiza para que corra, me araña, hace que me caiga. No me había caído nunca tanto. Tropiezo con raíces fuera de lugar, tropiezo con piedras camufladas, introduzco el pie en agujeros y me tuerzo el tobillo antes de caerme de nuevo. He besado la tierra cien veces, tengo la barbilla pelada. Lo paso mal y, a la vez, me exalto. Me encanta esa sensación: el corazón aprieta el gatillo y dispara.

EVA BALTASAR - "Mamut" - (2022)


Imágenes: Julie Hefferman