Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 27 de febrero de 2023

LUEGO VINO LO MEJOR

 


Tenía más curvas que una botella de Cocacola, ojos de carbón mojado y piel café. No llevaba sujetador. Se advertía en su cara nada más verla.

   Apareció a la hora de las meriendas, cuando más trajín había. Lo hizo envuelta en piel de zorra y remolinos de viento. Con una forma muy especial de castigar el suelo con el tacón alcanzó la barra y se sentó, pierna sobre pierna, en el único taburete libre de la tarde. Emputeció la sonrisa para pedir un cortado, con dos de azúcar, por favor. Vista de lejos parecía estar pidiendo otra cosa. Llevaba el pelo del mismo color que la mantequilla fresca y él imaginó que se lo había teñido así por aquello de que las rubias gustan más, o tal vez para contrastar con el color de su piel, del mismo color que la tinta. Por lo que fuere, había dado en el blanco, siguió imaginando con la bandeja en la mano y el mandilón atado a los riñones.

   Luego vino lo mejor, cuando giró media vuelta sobre el taburete y le regaló un oportuno espectáculo de piernas, trabajado con carne negra y mucha sombra. Y así estuvo la de la mantequilla fresca hasta que le sirvieron el cortado, con dos de azúcar, por favor. Entonces volvió a girar y se puso a hurgar en el bolso, de donde sacó una pitillera de plata. Ajustó un cigarro a su boca y le arrancó la primera calada. Con humo borró un trozo al espejo, tras la barra, que contenía su cara, ovalada como una cucharilla. Después se relamió. La lengua era felina y los labios carnívoros y llenos.

   A él se le disparó el resorte de un arma de fuego que palpitaba a la altura de su ombligo. Y le entraron ganas de tirar la bandeja y mandarlo todo a hacer puñetas y unir sus sangres y sus huesos a los de aquella piel de seda negra. Contó hasta diez antes de hacerlo. Cuando iba por el siete le pegaron una voz. Pedían una cuenta desde la última mesa, la más cercana a los retretes y también la más indecente. Y hasta allí que se fue, bandeja en alto, disculpándose siempre que pisaba una pierna o la pata de una silla, perdón, pues no era mi intención, distraído por la figura que se recortaba al final de la barra.



   Después del café, acarició el palabreo con los labios para preguntar que cuánto se debía. Él logró escucharlo a pesar de la distancia y del silbido de la puta cafetera. Su voz llevaba el azúcar suficiente como para levantar el bastón a un ciego sólo con hablarle al oído. Sin embargo, él no estaba ciego aquella tarde y ni falta que le hacía. Lo único que echaba en falta era más vista de la que le tocó en el reparto, así que empotró los ojos en el meneo de caderas, en la rumba de agua que marcaban los tacones, afilados y deliciosamente obscenos. Bang, bang. Cada paso de aquella mujer le repercutía en las sienes como si fuese un disparo. La siguió con la mirada hasta la puerta y un poco más. Y pudo ver cómo se colocaba los cabellos y cómo después se borró calle abajo. Y también pudo ver olvidada la pitillera, sobre la barra, junto a una taza de café con los bordes corridos de carmín. Y fue que cayó en la cuenta y que salió a la calle por si veía a su dueña. Sin embargo, lo único que consiguió fue verse a sí mismo haciendo el ridículo, en plena Granvía madrileña y con la bandeja bajo el sobaco. Entonces no sospechaba, ni por asomo, que lo que empezaría siendo el despiste de una mujer con más curvas que una botella de Cocacola acabaría convirtiéndose en el nudo de una trama que le llevaría hasta la muerte. Vamos a contar cómo sucedió todo.

MONTERO GLEZ - "Cuando la noche obliga" - (2003)

 

Imágenes: Oye Diran

sábado, 25 de febrero de 2023

PERO NO HABÍA CADÁVER


Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Este es su cadáver. 

   Pero no había cadáver. Ni mancha de sangre. Ni maraña de pelos enganchada a las ásperas ramas caídas, ni bufanda de lana roja húmeda de rocío festoneando los arbustos. Solo había una nota en el suelo, crujiendo con el suave viento de mayo a mis pies. Me tropecé con ella en mi paseo al amanecer por el bosque de abedules con mi perro, Charlie.

   Había descubierto aquel sendero la primavera anterior, justo después de que Charlie y yo nos hubiésemos mudado a Levant. Lo habíamos estado pisando toda la primavera, el verano y el otoño, pero lo abandonamos en invierno. Los finos árboles blancos eran casi invisibles contra la nieve. En las mañanas nebulosas, los abedules desaparecían por completo en la neblina. Desde que empezó el deshielo, Charlie me había estado despertando todas las mañanas al amanecer. Cruzábamos el camino de tierra y recorríamos con dificultad la leve subida y bajada de una colina pequeña, e íbamos tejiendo nuestro camino a través de los abedules. Aquella mañana, cuando encontré la nota colocada en el sendero, nos habíamos adentrado más o menos un kilómetro y medio en el bosque.

   Charlie no aminoró ni inclinó la cabeza y ni siquiera bajó la nariz al suelo para olisquearla. Me pareció muy raro que la ignorase sin más; mi Charlie, que una vez rompió la correa y cruzó corriendo la autopista para recoger un pájaro muerto, así de fuerte fue su instinto de dar con el cadáver. No, no se paró a mirar la nota dos veces. Estaba sujeta con unas piedrecitas negras sobre el suelo, puestas con cuidado en el margen superior de la página y a lo largo del inferior. Me agaché para volver a leerla. Bajo mis manos, la tierra estaba casi tibia, unas adormideras de color pálido asomaban por aquí y por allí en los terrones negros, el sol empezaba a brillar con tonos del plateado al amarillo.

OTTESSA MOSHFEGH - "La muerte en sus manos" - (2020)


Imágenes: Bernhard Lang

miércoles, 22 de febrero de 2023

SE LLAMA ABRAXAS

 


-No. Me gusta la música, pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música porque es poco moral. Todo lo demás lo es; y yo busco algo que no lo sea, la moral hace sufrir. No sé explicarme bien. ¿Sabe usted que tiene que haber un Dios que sea Dios y demonio a un tiempo? He oído decir que existe uno.

  El músico echó hacia atrás el sombreo de ala ancha y se sacudió el pelo oscuro de la amplia frente. Me miró atentamente por encima de la mesa con el rostro inclinado hacia mí.

  En voz baja y tensa preguntó:

  -¿Cómo se llama ese dios que usted dice? 

  -Por desgracia no sé apenas nada de él; en realidad, sólo el nombre. Se llama Abraxas.

HERMAN HESSE - "Demian" - (1919)


Imágenes: Bisa Butler

domingo, 19 de febrero de 2023

UNA CIERTA AURA


Hay veces en que te sientes como si te hubieras puesto en pie demasiado deprisa a pesar de estar echado en la cama, medio dormido. Oyes la sangre que fluye y se precipita en tu cabeza, experimentas la sensación vertiginosa de estar cayendo. Sientes un cosquilleo en manos y pies, luego las extremidades desaparecen. Ya has vuelto a posicionarte en el lugar erróneo. Solo se tarda un minuto; se tiene el tiempo suficiente de aguantar y debatirse (con el riesgo añadido de hacerse daño o romper preciadas posesiones), hasta que te deslizas por el pasillo enmoquetado en un color verde bosque de un cierto Motel 6 en Atenas, Ohio, a las 4.16 de la mañana, un lunes 6 de agosto de 1981, y te golpeas la cabeza contra la puerta de alguien, lo cual provoca que esa persona, una tal señora Tina Schulman, de Filadelfia, abra esa puerta y empiece a chillar porque hay un hombre desnudo y desvanecido a sus pies sobre la moqueta quemada. Te despiertas conmocionado en el hospital del condado, y con un policía sentado al otro lado de la puerta, escuchando el concurso de Phillies en un radiotransmisor que crepita. Por suerte, te pierdes de nuevo en la inconsciencia y te despiertas horas después en tu cama, junto a tu esposa, quien se inclina hacia ti con el rostro visiblemente preocupado.



A veces estás eufórico. Todo es sublime y las cosas revisten una cierta aura, pero, de repente, sientes unas náuseas intensas y desapareces de nuevo. Sales disparado hacia unos geranios situados en un barrio residencial o sobre las zapatillas de tenis de tu padre, o bien aterrizas en el suelo de tu cuarto de baño tres años atrás, o en un caminito de madera del parque del Roble, en Illinois, alrededor de 1903, o en una pista de tenis en un precioso día de otoño de la década de 1950, o bien caes sobre tus pies descalzos en una amplia variedad de tiempos y espacios.

   ¿Qué se siente?

   Se siente exactamente lo mismo que en esos sueños en los que de pronto nos damos cuenta de que tenemos que hacer un examen para el que no hemos estudiado, estamos desnudos y, encima, nos hemos dejado la cartera en casa.

   Cuando me encuentro ahí fuera, en el tiempo, me invierto, trocado en una versión desesperada de mí mismo. Me convierto en un ladrón, un merodeador, un animal que huye y se oculta. Asusto a las ancianas y sorprendo a los niños. Soy un truco, una ilusión sofisticadísima, increíble puesto que, en realidad, existo.

AUDREY NIFFENEGGER - "La mujer del viajero en el tiempo" - (2003)


Imágenes: Chiharu Shiota

jueves, 16 de febrero de 2023

LOS LLAMABAN EVAPORADOS


En un solo día había rescindido todos sus contratos y entregado las llaves del piso. El propietario le había dicho: «Hay dos meses de preaviso, señor Duris… No puede uno irse por las buenas. No me parece correcto». El hombre había empalmado varias frases en un tono de excesiva desolación. Antoine interrumpió el monólogo: «No se preocupe. Le pagaré los dos meses». Había alquilado una furgoneta en la que había cargado todas sus cajas. Fundamentalmente cajas de libros. Había leído un artículo sobre los japoneses que abandonaban su vida así, de la noche a la mañana. Los llamaban evaporados. Tan magnífica palabra casi ocultaba la tragedia de la situación. A menudo se trataba de hombres que se habían quedado sin trabajo y no eran capaces de asumir su declive social en una sociedad basada en las apariencias. Mejor huir y convertirse en indigente que enfrentarse a la mirada de una esposa, de una familia, de los vecinos. Esto no tenía nada que ver con la situación de Antoine, que se encontraba en la cúspide de su carrera, como profesor de mucha experiencia y muy respetado. Todos los años, decenas de estudiantes soñaban con preparar la tesina con él. ¿Entonces? Estaba la ruptura con Louise, pero los meses habían cicatrizado ya esa herida sentimental. Además, todo el mundo sufría por amor. Uno no abandonaba su vida por eso.



   Había guardado todas las cajas, y los escasos muebles que poseía, en un trastero en Lyon. Y había cogido el tren a París, sin más carga que una simple maleta. Las primeras noches había dormido en un hotel de dos estrellas cerca de la estación, hasta que encontró un estudio en alquiler en un barrio popular de la capital. No había puesto su nombre en el buzón, ni se había abonado a nada. El gas y la luz estaban a nombre del casero. Ya nadie podía dar con él. Lógicamente, sus más allegados se habían preocupado. Para tranquilizarlos, o más bien para que lo dejaran en paz, había enviado un mensaje colectivo:   

     Queridos todos:

     Lamento profundamente las preocupaciones que haya podido causaros. Estos últimos días han sido tan movidos que no he tenido tiempo de responder a vuestros mensajes. Tranquilos, va todo bien. He decidido repentinamente emprender un largo viaje. Ya sabéis que hace mucho que sueño con escribir una novela, así que me tomo un año sabático y me largo. Sé que podría haber celebrado una fiesta de despedida, pero ha sido todo muy rápido. En aras del proyecto, voy a aislarme del mundo. Ya no tendré teléfono. Os enviaré emails de vez en cuando.

     Os quiere

                     Antoine

DAVID FOENKINOS - "Hacia la belleza" - (2018)

Imágenes: Mark Powell

lunes, 13 de febrero de 2023

ENTREGADOS AL VICIO DE NO HACER NADA


La cremaron. La madre de Pablo había pedido eso, y que tiraran sus cenizas al mar. Pero no en ese mar turbio de la costa de la ciudad, sino en Barú, una isla cerca de Cartagena, donde habían vivido un tiempo cuando eran niños.

 —Tenía que complicarnos la vida —se quejó Sarakey, ya en la lancha colectiva, rumbo a Barú. Ahora Sarakey fumaba mucho, demasiado. ¿Desde cuándo? Según Meredith y su marido —que iba con ellos—, desde que la madre empeoró.

 Pablo sostenía el tarro con las cenizas: estaba nervioso, temía que se le cayera y los restos de su mamá terminaran en el piso de esa lancha hedionda a pescado. Ya era bastante indigno el recipiente que la contenía: un pequeño calambuco plástico que Meredith había comprado a último momento porque la urna del crematorio era muy pesada.

 Era martes. La lancha llevaba pocos pasajeros. El sol les pegaba de costado y el calor ardía en la piel. Se sentía abombado, con la presión por el piso. Se aferraba al tarro con la fuerza necesaria para mantenerlo a salvo sin hacerlo reventar. Poco después de irse de Cartagena entendió por qué lo había hecho: por supervivencia. Era evidente que, mientras vivió allí, el entendimiento no le llegó de un modo fluido. Ese clima, que todo el año era igual —aunque se empeñaran en decir que cuando llovía era invierno y cuando no llovía, verano—, te iba chamuscando el cerebro por pedazos, y era así como, a la mediana edad, niños que habían nacido rosados y avispadísimos se convertían en señores marrones que caminaban en círculo, sin prisa ni perspectiva. Aplastados, entregados al vicio de no hacer nada.

MARGARITA GARCÍA ROBAYO - "Tiempo muerto" - (2017)


Imágenes: Jake Ricker

viernes, 10 de febrero de 2023

CADA TERRITORIO TIENE SUS PELIGROS


Los cocodrilos venían cuando llegaba la sequía. Durante tres o cuatro semanas nos invadían el jardín y se iban con el primer aguacero. En La Portuguesa llovía casi todos los días y llamábamos la época seca a las semanas en las que llovía menos. En las que, más que llover, había un permanente chipi-chipi. Altagracia tuvo a su niño en la época de la sequía y no se separaba de él por miedo a que le hicieran algo los cocodrilos. Le daba el pecho y luego se quedaba acunándolo hasta que volvía a pedirle de comer, o hasta que ella se quedaba dormida, un instante, porque de inmediato despertaba, sobresaltada, imaginando que un cocodrilo le quitaba al niño de las manos. Todos sabíamos que eso podía pasar, ya habíamos visto cómo los cocodrilos se ensañaban con las criaturas indefensas. Pero yo necesitaba a Altagracia trabajando, haciéndose cargo de la casa, porque sin ella todo se venía abajo. Lo del niño había sido un accidente que ella se había empeñado en sostener, en cambiar ese mal paso por un deseo vehemente de ser madre que a mí me parecía un poco artificioso. En los últimos meses del embarazo se había vuelto un poco lunática, olvidaba las cosas, confundía las tareas y se hacía un lío a la hora de transmitir los mensajes al caporal, o al capataz o al cura, cosa que nunca antes le había pasado. Y ya que tuvo al niño se volvió loca pensando que se lo iban a quitar los cocodrilos. 



   Mientras no lo dejes por ahí, a la intemperie, no va a pasarle nada, Altagracia, le decía yo, pero cada noche dos o tres cocodrilos husmeaban por el jardín, rodeaban la casa y pegaban el hocico debajo de la puerta buscando el olor de la criatura. Yo estaba una noche en la cocina, fumando y considerando una oferta que me habían hecho por las tierras que tenía en la ladera del volcán, cuando oí los ruidos que hacía afuera un cocodrilo, parecían esos gruñidos tumultuosos que hacen los cerdos; podía ver debajo de la puerta su dura piel lustrosa, sus dientes puntiagudos. Lo primero que pensé aquella noche fue en pegarle un tiro y arrastrarlo al río, pero algo me detuvo, quizá no quería enemistarme con ellos, no parecía buena idea producir un muerto si lo que quería era tranquilizar a Altagracia para que volviera a hacerse cargo de la casa. El muerto habría querido decir tienes razón, hay peligro, es tan palpable el daño que estos animales pueden hacer a tu hijo que he tenido que matarlo. La selva nos había enseñado, desde siempre, que matar era un error a menos que lo hicieras para que no te mataran a ti. Y ese cocodrilo que husmeaba y resoplaba debajo de la puerta no me quería matar, olisqueaba y hacía ruidos de cerdo pero no quería matarme. Además iba a irse con el primer aguacero.

   Unos días más tarde le dije a Altagracia que Josefina, otra de las sirvientas, podía hacerse cargo de su hijo mientras ella se ocupaba de la casa. Para mi sorpresa aceptó inmediatamente, quizá se había fatigado de estar pegada al niño, o había entendido que los cocodrilos no podían hacerle nada si lo mantenía encerrado. Siempre habíamos tenido que lidiar con los cocodrilos, así como en otros sitios se cuidaban de los leones, de los osos o los búfalos, nosotros teníamos que lidiar con ellos, no nos podíamos distraer. Cada territorio tiene sus peligros. En el jardín había que andar con cuidado, bastaba con eso, pero, como dije, no podíamos distraernos porque ya una vez un cocodrilo se había llevado al jardinero, que era un viejo amable que sesteaba debajo del árbol de tamarindo. Le había partido el cuello de una mordida y después lo había arrastrado por todo el jardín hasta el río, dejando en la hierba un grueso rastro de sangre. 

JORDI SOLER - "Usos rudimentarios de la selva" - (2018)


Imágenes: Migwa Nthiga

martes, 7 de febrero de 2023

MIEDO Y ALGODÓN SUCIO


¿Me lo tomo, o no me lo tomo? Venga, Raluca, que tampoco es tan grave. Total, medio orfidal de nada. Lo toma la gente normal para dormir. Por eso el médico de la Seguridad Social te lo mandó cuando le dijiste que no pegabas ojo. Tú no puedes pasarte las noches sin dormir, dijo el muy cabrón, tú menos que nadie. Como diciendo: tú que estás chiflada. Es una maldita gracia lo del historial médico. Una maldita gracia. Tu historial médico va siempre por delante de ti, como el mal olor a pezuña o a sobaco, pero peor, como una peste que te sale de dentro. Así es como te sientes, apestada. No hay quien se quite la etiqueta del manicomio de encima. Es una piedra que te cuelga del cuello.

   ¿Me lo tomo, o no? Me quedan un montón de orfidales, porque apenas los probé cuando me los mandaron. Y bien orgullosa que puedo estar de eso. Hala, para que se enteren todos esos médicos de que yo me las arreglo sola. Ahora que caigo, lo mismo están caducados… A ver… No, aún les quedan unos meses. Por los pelos. Pues sí, yo puedo sola y sin hincharme de porquerías, como me hincharon en el psiquiátrico. Esa asquerosa torazina. Por todos los santos, si parecía una lela. Arrastrando los pies, cara de zombi. La cabeza toda llena de algodón. Pensar era tan difícil. Y la boca seca, la lengua tan hinchada que me la mordía. Una angustia fría. La torazina es una medicina para ellos, o sea, te la dan para sentirse bien ellos, porque te quedas medio idiota y no molestas. Pero a ti por dentro no te ayuda nada. Por dentro sólo hay miedo y algodón sucio.

   Y por eso no quiero tomar pastillas, ni siquiera este orfidal chiquitito y manso.

ROSA MONTERO - "La buena suerte" - (2020)


Imágenes: Coderch & Malavia  

sábado, 4 de febrero de 2023

GUERRAS NO FALTAN

 


Tras muchas batallas peligrosas volvía el soldado a casa. Las guerras le habían llevado a países extraños, así que tenía que preguntar por el camino, porque ya no sabía por dónde iba. Hacía tiempo que caminaba por una selva oscura sin encontrar a nadie, de modo que se alegró cuando por fin vio a una figura sentada junto al sendero. Se le acercó y preguntó con educación:

   —¿No sabréis por casualidad cuál es el camino que lleva a mi casa?

   No dijo ni «mi buen señor», ni «mi buena señora», pues la figura estaba envuelta en una capa negra, y no lograba distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer.

   —Justamente voy hacia allí —respondió la figura con una voz ni grave ni aguda—; ya te enseñaré el camino.

   Se alegró el soldado porque no erraría más y se puso en camino junto a la figura.

   Caminaron largo tiempo, ella delante y el soldado detrás. Por mucho que alargara el paso, la figura siempre iba algo más adelantada. Además callaba, lo cual le parecía al soldado de mala educación, pues resulta extraño que dos personas caminen así, en silencio, a través de un bosque oscuro. De modo que preguntó:

   —¿Y vos os dirigís hacia mi tierra por amistad o por negocios?

   —Yo busco a un soldado. Hasta ahora no lo he podido encontrar, porque estaba guerreando y en la guerra hay muchos soldados. Cada vez que encontraba alguno, resultaba que no era aquél. Pero he oído que ha acabado la guerra y que ahora vuelve a casa. Así que voy hacia allí, porque es donde a buen seguro lo encontraré. Cada soldado tiene muchas guerras, pero sólo una casa.

   Al oír esto, el soldado puso pies en polvorosa. Desanduvo todo el camino del bosque y volvió a enrolarse para una guerra, ya que, gracias a Dios, guerras no faltan.

   Sólo que añora su casa y seguramente regresará a ella algún día.

SLAWOMIR MROZEK - "El árbol" - (1991)


Imágenes: Darryl Cox

miércoles, 1 de febrero de 2023

¿QUÉ HEREDA EL HIJO DE UN POBRE IGNORANTE?

 


—Y Nápoles, Efisio Marini, ¿Nápoles es tan grande como dicen?
—Más aún, Restituta.
—¿Y son tan buenos como nosotros?
—¿Por qué, es que nosotros somos buenos? Nosotros, querida mía, somos casi todos malvados y también casi todos ignorantes y estamos casi todos locos. ¿Dónde está esa bondad nuestra? ¡Esta es una tierra que Dios no ve! Mira a tu alrededor, Restituta: polvo, calor, mosquitos y malaria, todos pobres y sin porvenir. ¿Qué hereda el hijo de un pobre ignorante? Eh, ¿qué hereda?
—No lo sé…
—Te lo digo yo: ¡hereda pobreza e ignorancia, eso es lo que hereda, y maldad, y así durante generaciones y generaciones! Y el horizonte del golfo le repite cada día: huye, huye…
Restituía se queda allí pensando que a ese hombre se le ha subido la fama a la cabeza, porque no es posible que exista ciudad, gente y cielo más hermosos que estos. ¿La malaria? Uno se acostumbra. ¿Es que no tuvimos a los sarracenos, a los españoles, la peste e incluso males peores? 

GIORGIO TODDE - "El estado de las almas" - (2001)

Imágenes: Yoshua Klos