Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 14 de diciembre de 2021

LA FATALIDAD DEL INSOMNIO


 Díaz Grey y la implacable supervivencia de sus ojos brillantes, de la casi totalmente desentendida expresión testimonial de su cara flaca, lisa y roída. Díaz Grey apenas móvil en el gran sillón de la enorme, absurda sala de la casa construida par Jeremías Petrus, tantos años antes, tantas veces apuntalada, mantenida en una farsa de salud por maestros y peones albañiles, nunca distinta de los caprichosos, difíciles planos originales dictados por las frías resoluciones y furia del mismo Petrus. El caserón sobre pilares que ahora era suyo por derecho de conquista inquerida. Díaz Grey diciendo, diciéndome:

   —Dejé de verla cuando ella tenía tres años y conservo todas las fotografías que pude conseguir, casi desde su nacimiento hasta esa edad. Después, muy espaciados me llegaron otros retratos, otras caras que iban trepando bruscamente las edades, no se sabía hacia dónde, pero sí alejándose de lo que yo había visto y querido, de lo que me era posible recordar. Con permiso de Brausen, naturalmente. Y éstas, aquellas caras nuevas, me eran, a cada lerda llegada del correo, a cada año, más incomprensibles, menos más, mucho más alejadas de algo que importaba, sin dudas, más que ella o que yo: mi amor a la niña de tres años. 



   Sí. Las nuevas caras separadas de mi amor o de mi amor por el recuerdo y por el sufrimiento de este recuerdo. Con una regularidad cíclica sustituía los naipes de mis solitarios nocturnos; los solitarios con que atravesaba lentamente y no convencido la fatalidad del insomnio y los rumores familiares del amanecer. Claro, las fotografías boca abajo nunca fueron tantas como los naipes. Era, es, la única trampa que me permito. Era, es, siempre el llamado suave, irresistible de una necesidad viciosa. Más tarde vendrían las pastillas, a veces la jeringa, el sueño hasta el mediodía. Pero, antes, era forzoso que cediera, que me echara hacia atrás en la silla, que pusiera el llavero sobre la mesa y lo acariciara con el índice hasta tocar la llave del cajón del escritorio. Sacaba el sobre de las fotos, apilaba las fotos, los naipes del nuevo solitario y seguía mi juego, un juego que siempre moría sin dejarme saber si había ganado o perdido. Luego desparramaba las fotos, ahora mirándome, las que eran mías y las que iban acelerando su huida. Aunque intemporal, aunque sabiéndome esclavo del sueño de un infeliz paranoico, respetaba la cronología. Cada retrato tiene en el dorso una fecha diminuta, hecha con mis números de miope.

JUAN CARLOS ONETTI - "La muerte y la niña" - (1973)


Imágenes: Sandra Rilova

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