Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 27 de junio de 2024

LAS ROCAS SEGUÍAN SOÑANDO

 


Fue fajándose el vientre como pudo, escondiéndolo bajo la camisa de lana, y siguió haciendo su vida. Pero por la noche, en la cama, no eran cuentas de rosario lo que sus manos desgranaban, sino lágrimas… Como vivía sola, nadie, felizmente, había sido testigo de sus pesares. Y los meses iban pasando. Hasta que aquel amanecer… Pero no le daría a Roalde el gusto de oírla gritar. Ni a Roalde, ni a aquel tiñoso de Armindo. No les daría esa alegría. Y ahora, allí iba, arrastrándose medio muerta por yermos malditos, para que todo quedase entre Dios y ella. Compartiría su secreto con su amiga Ludovina, que vivía en Ordonho, porque no podía arreglárselas ella sola en una situación semejante. Tendría el hijo en su casa. Y después… Después… ¡Ay, esta sed que cortaba el tiempo por la mitad! De un lado, el futuro, vago, distante, irreal; del otro, el presente, urgente, tangible. ¡Agua! Si tuviese cerca la fuente de la Tenaria, un manantial que encharcaba los prados y no se agotaba, agua a chorros para matar la sed de su boca, de su pecho, de su vientre, de todo su cuerpo, todo sería tan sencillo…

   Pero allí no había más agua que la que de repente le inundó el sexo y empezó a correrle por los muslos abajo, caliente, viscosa, densa…

   Se estremeció. ¿Podría seguir adelante? ¿Podría seguir arrastrándose con aquella fiebre, extenuada, con una herida abierta, por la sierra? Pero ¿y los dolores cada vez más seguidos, que la atravesaban toda, primero insinuantes, casi voluptuosos, y después más fuertes que cuchilladas? No, no podía continuar. Ahora tendría que tirarse al suelo y, como el día de San Martín, rodar por aquella sierra abrasadora, negra, pedregosa, erizada de troncos carbonizados, sin que la paja de centeno pudiese suavizarle ya la dureza de sus aristas, y sin el desvergonzado de Armindo embaucándola con sus susurros…



   Aguijoneado por todas partes, su cuerpo empezó a retorcerse, desesperado. Y poco después se doblaba, arqueándose sobre los calcañares y los codos, tenso, reventando de desesperación. Dentro de él, a través de él, un cuerpo extraño quería abrirse camino. Y cuanto más cedía y más se distendía, más ansiedad mostraba aquel enemigo que pedía más espacio, que exigía las puertas abiertas de par en par. Sin las piadosas treguas de hacía poco, los dolores se le clavaban como dientes de perro. Vencía un pinchazo y de él nacía otro, y otro, como brotan los tallos en el castaño silvestre. Y toda ella era un aullido de animal sacrificado.

   La sierra, ajena a tanta angustia, dormía impasible la siesta. Indiferente al tiempo, que se detenía o corría sin rozar su inclemente piel, se había recogido en un silencio inhumano. Y cuando Madalena, después de una eternidad ciega y rabiosa, consiguió por fin salir de su potro de tortura, nada había cambiado. Las rocas seguían soñando.



   Estaba sudando a chorros. Empapada de la cabeza a los pies. El sol ya no abrasaba. Se estaba poniendo. Iba cayendo, agonizante, sobre el monte Marão. El último dolor se había extinguido hacía un segundo, o hacía horas, o hacía semanas… No lo sabía. Lo que sabía era que su sufrimiento había cesado y que la había abandonado, igual que un enjambre abandona la colmena en que ha vivido.

   Ni un ruido ni la menor brisa quebraban la soledad que la cercaba. Bajo un cielo con los resplandores finales de un incendio, un bochorno sofocante.

   Tenía la vista nublada. Entre las piernas, en un charco de sangre, estaba su hijo, muerto. Carne sin vida, roja y sucia. ¡Ese secreto suyo que sólo había compartido con Dios!

   Exhausta, permaneció un rato postrada, saboreando su alivio. Las puertas de su ser, hasta entonces abiertas, se iban cerrando lentamente… Después, cansada de su inmovilidad, se levantó. Y se quedó así unos segundos, oyendo el silencio, esperando a ver si de la lejanía le llegaba una respuesta a los gritos que había dado. ¡Nada! El mundo se había quedado mudo.

   Se limpió con helechos verdes. Después dejó caer aquel puñado de hojas sucias en el charco en que su hijo dormía. Su pie, sin querer, empezó a escarbar y a sacar la tierra… Poco a poco, su secreto iba quedando sepultado… Su pie intentaba ahora desplazar una laja que estaba cerca. Era demasiado pesada. Y sus manos le ayudaron… El sol, cada vez más bajo, despedía sus últimos rayos de luz. Y los ojos de Madalena empezaron a ver con nitidez. Era hora de regresar. Ya era hora de volver a la aldea y saciar su interminable sed en la fresca fuente de la Tenaria.

MIGUEL TORGA - "Bichos" - (1940)


Imágenes: Sujata Setia

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