Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 1 de junio de 2024

LLEVABA CINCO AÑOS...

 


A esas horas del día, cuando ya no se sabe si es tarde o noche, y no tenía nada que hacer, me aplastaba la sensación de que todos los obituarios que llevaba escribiendo eran el mío. Llevaba cinco años sin beber alcohol, cinco años sin cenar fuera de casa, cinco años haciendo bicicleta estática. Cinco años escuchando Juan Luis Guerra y cantando a gritos, mientras daba pedales, «no me digan que los médicos se fueron, / no me digan que no tienen anestesia, / no me digan que el alcohol se lo bebieron / y que el hilo de coser / fue bordado en un mantel». Cinco años limpio de drogas, de amistades tóxicas, de sexo anónimo, gratis y de pago. Cinco años hirviendo agua. Cinco años ahorrando dinero y energíasCinco años sin necesitar escitalopram para levantarme de la cama, ondasentrón para comer, diazepam contra el dolor del alma, Astenolit para escribir, Orfidal para dormir. Cinco años callado y sin reprobaciones; salud, familia y trabajo, la oscura tríada de una biografía.



 Cinco años, desde el 27 de febrero de 2018, un impresionante día de sol y cielo sin nubes en Madrid, desde que perdí a Valentina Barreiro cuando le ofrecí matrimonio sagrado y me rechazó, lo mucho que me ofendió, que casi me tiro por la ventana al escucharlo, lo mucho que me ofendió tras tantos años de relación: hablarme como si aún comprásemos pitillos sueltos en el quiosco de Las Palmeras. Cinco años sin saber si seguía enamorado de ella; cinco años obsesionado con sus pasos sin saber si era por quererla con locura o sin locura. Cinco años sin tener curiosidad por nada, ni terminar de leer un libro o ver una película, ni siquiera de mantener una conversación interesante; cinco años reiniciándome todo el rato, cada semana. Cinco años con mi vida en estado de excepción. Cinco años de cuando conocí por fin, del todo, a Valen, y entendí o quise entender con quién y por qué hablaba a veces a solas, por qué se sumía en estados depresivos y en otras ocasiones expectantes, la manera tan divertida que tenía de arreglarse mirando a ninguna parte como si una cámara la enfocase, la manera menos divertida de ausentarse cuando estaba conmigo, como si ninguna me enfocara a mí, tampoco la de ella; cinco años sin verla sonreír sin venir a cuento, sin divertirse porque sí aparentando un estado de ánimo que dos segundos antes no tenía, y cinco años desde que descubrí por qué siempre —todos los porqués de pronto, como un ejército fantasma rodeando mi vida— tenía la sensación de que en casa vivía alguien además de nosotros dos, broma que yo contaba a todo el mundo porque solo yo intuía que no era broma, presencias que sentía y que se movían con ella o conmigo, como esos perros de los que no se sabe quién de los dos es el dueño hasta que empiezan a correr cada uno en dirección contraria.



Cinco años desde que me quedé solo en un piso de la calle Infantas, ese primero derecha grande, de techos altos y patio interior sin plantas, y un portero amable y bueno llamado Julián. Y por tanto cinco años desde que sospeché que, si había fantasmas, no estaban con ninguno de los dos, sino que pertenecían, como tantos otros en la historia, a la casa, o la casa a ellos; cinco años desde que me equivoqué por completo, también con esto. Cinco años sin recibir ninguna queja vecinal, cinco años creyendo vivir bajo la amenaza de convertirme en presidente de la comunidad por buena conducta. Cinco años viendo el fútbol sin que necesariamente jugase mi equipo. Cinco años pensando, todos los días entre las 19.30 y las 21.30, que al día siguiente las cosas cambiarían. Cinco años sintiéndome un buen tipo, quizá siéndolo. De los peores buenos tipos que puede ser alguien, el buen tipo de relleno, alguien sin impacto en la sociedad: bueno para nada y para nadie, ni siquiera para sí mismo, pero bueno al fin y al cabo.

MANUEL JABOIS - "Mirafiori" - (2023)


Imágenes: Duke Riley

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