Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 17 de junio de 2024

HASTA LA ÚLTIMA TABLA DEL SUELO

 


Annette conocía al dedillo hasta la última tabla del suelo. Había tardado dos meses en grabarse en la memoria aquel entramado. Sabía perfectamente qué listones crujían y cuáles gemían al ponerse encima, así que procuraba pisar únicamente los pocos que estaban bien clavados. Esas contadas tiras de roble viejo se habían convertido en sus cómplices. Estaban de su parte y sabía que no iban a traicionarla, y eso no podía decirlo de nadie ni de nada más. Aun así, era la primera vez que intentaba hacer el recorrido a oscuras y tenía que avanzar con cuidado. Iba descalza y contaba hasta diez antes de cambiar el peso de un listón a otro, zigzagueando a cámara lenta por el pasillo principal de la casa.

   Pasó por delante de la habitación en la que dormían sus dos hijos mayores. Pensó que, a partir de esa noche, quizá no volverían a pelear por la litera de arriba, aunque no fue más que un mal intento de acallar la conciencia por lo que se disponía a hacer. Se detuvo junto a la puerta de los niños y escuchó el ronquido entrecortado del mediano, regalo de un tabique desviado. Recordaba perfectamente el día en el que se hizo picadillo el cartílago: el chico tiró una lata de pintura en el establo y su padre no se puso precisamente contento. Tenía cuatro años. Annette se apoyó contra la madera maciza del marco de la puerta (otra cómplice de confianza) y dejó que la respiración nasal del niño le rompiera el corazón lo suficiente como para cortarle a ella el aire, pero no tanto como para hacerle emitir ningún sonido ni derramar ninguna lágrima. Las lágrimas se le habían secado hacía ya mucho tiempo. Se llevó dos dedos a los labios y, muy despacio, depositó el beso de despedida en la puerta.



   Miró hacia el suelo, buscó la tabla que tocaba pisar y, luego, la siguiente. Se movía sin parar un instante y tan lenta como un caracol. Le llevó unos minutos llegar a la última puerta a mano izquierda. Se detuvo. Todo lo hizo sin un solo ruido y pensó que sería buena ladrona. Muy despacio, metió bajo el brazo las deportivas de baratillo que había recogido en un contenedor de basura de Waymore, en una salida que pudo hacer sola al valle. Llevaban varias semanas escondidas en el armario, bajo el arcón del ajuar. Eran de hombre y le quedaban dos números más grandes, pero le protegerían los pies de las espinas y las zarzas del bosque. Desde luego, eran mucho mejor que cuanto le permitían tener a ella. Puso la mano sobre el deslustrado pomo de bronce del dormitorio y, tan despacio como pudo, tardó casi un minuto en girar el pomo y conseguir que el pestillo de metal saliera de la cerradura. Había engrasado las bisagras el día anterior a primera hora para que la puerta se moviera sigilosamente. Se tomó su tiempo en abrir esa nueva aliada. Dentro, el bebé estaba dormido. Annette cruzó la habitación a la luz de la luna, poniendo el mismo cuidado en cada pisada, hasta ver cómo subía y bajaba el pecho de su hijo pequeño. Verlo le bastó para reconocer que aún era capaz de llorar. Ante la cuna, las lágrimas comenzaron a encharcarse tras las bolsas oscuras que le cercaban los ojos. Sabía que se le iban a escapar. También estaba segura de que iban a acabar con ella. Las lágrimas. La sal le empañaría la vista y daría un paso en falso o soltaría un sollozo que retumbaría como una sirena en el silencio de aquella casa. La iban a pillar porque era incapaz de controlar las emociones. Y esa sería su sentencia de muerte.

BRIAN PANOWICH - "Como leones" - (2019)


Imágenes: Kim KototamaLune

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