Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 25 de junio de 2024

LAS LENTEJAS SON COMIDA TRISTE


Las lentejas son comida triste, dice Isa más tarde, al darse cuenta de que peló papas para una sopa de lentejas. Caprichosa, da media vuelta, no sin escuchar el grito de Bere: Quédate y come, niña, o te vas a desaparecer, algún mal seguro ya tienes. El regaño la atrae. Deja el morral en una silla y se sienta con desdén junto a la tía José, hermana de Papá, que últimamente se la pasa en el restaurante. Isa, en silencio, espera su plato mientras José apura el de ella sin importar lo caliente que está. Dice que, cuando come por fuera, se asegura de quedar bien llena porque en casa no cocina; puede pasar semanas comiendo pan con huevo o pan con queso o pan con pastillas de chocolate. Lo dice con orgullo, como si a fin de año le fueran a dar un premio por ello. Cuando Bere la regaña —no se fija en edades para regañar—, José se pone sentimental y cuenta que come mal desde que el marido la dejó; él llevaba la comida, cocinaba y lavaba los platos. Ahora, cuando tiene hambre —hambre de sal—, come en el Hotel, pero no es por lo único que viene. También vengo por la niña sola, Isa, por ti vengo. Bere le lleva el plato hirviendo, apenas para el frío que baja de las montañas: Come, niña, le dice, y vuelve a la cocina. Cuando Isa agarra la cuchara, José dice bajito: Sopla, sopla bien, miniña, y se levanta y camina hacia la recepción. Todos le dan órdenes y luego se van.



 No le gusta que le diga «miniña», cosa que hace desde que come en el Hotel, como si hubiera comprado ese «mi» en una tienda de regalos. Miniña. Ella no es de nadie, ni de ella misma, solo de Papá. Aunque él nunca la haya llamado así, ni tampoco le haya dicho que ojalá le vaya bien en el colegio o que se cuide o que qué le pasó en las piernas, que las tiene en cascarita. Tampoco ha escuchado que le diga a alguien: «Esa es la hija mía». Isa recuerda que una vez, cuando era más pequeña, Papá tuvo que llevarla al médico del pueblo vecino: una mañana le salieron unas ronchas rojas en la cara, en el cuerpo, y no podía respirar. Papá se dio cuenta por el ruido que la niña hacía al rascarse; lo irritaba. Vio las ronchas, de sobra evidentes, y como las señoras —José y Bere— estaban ocupadas, tuvo él que hacerse cargo. Antes de salir hacia el hospital, bien le dijo: No me llames «Papá», llámame «tío». Y cuando la enfermera le iba a aplicar la inyección y a la niña estaba a punto de explotarle esa palabra en la boca, apretó los labios para que la pe no saliera, porque luego saldrían las demás como un camión sin frenos. Él al lado. Y la enfermera: «Te entiendo, las agujas asustan». Pero no, a Isa no le importaba la aguja, la podía chuzar cien veces; la asustaba la palabra filosa que ahora en público le estaba prohibida. No me llames «Papá», llámame «tío». De ahí en más, Isa prefirió no llamarlo de ninguna manera fuera del Hotel. Aunque poco salen juntos, cuando hay personas desconocidas cerca, huéspedes, ella se guarda la palabra y parece que le hablara al cielo o a un fantasma. Mira a la pared o al techo y dice: Es que necesito pinturas de colores para el colegio. Pero cuando no hay nadie y puede decirle «Papá», siente que la palabra le pesa, que ya no es del todo suya. A perder se empieza, también, desde la palabra.

   Aunque detesta las lentejas, para Isa el problema son las ollas, que no son de casa, sino de Hotel: muy grandes, el sabor no les cala. Pollo, puré de papa, sopa de fideos o lentejas, todo sabe igual, a niña sola. No como las pocas veces que ha hecho tareas por fuera, en casa de alguna compañera, y la comida sabe a familia, salada muchas veces, pero a familia.

LORENA SALAZAR MASSO - "Maldeniña" - (2023)


Imágenes: Marisa Adesman

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