Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 20 de abril de 2024

A LA CASA LE GUSTABA AQUELLO


Después algunos empezaron a venir también a preguntar por remedios y yo les daba las dos o tres hierbas que sabía y les decía una verdad y una mentira pa aliviarles. La verdad era dónde estaba el padre, el marido, la hija o la hermana que les habían desaparecido. La tapia del cementerio, el camino que va a Villalba, el barranco de la fuente, el cerro de la ermita. Todo el pueblo repleto de cuerpos. La mentira era que ese padre, ese marido, ese hijo o ese hermano estaban en el cielo, que los santos me habían dicho que los tenían allí y que les mandaban recuerdos. Luego les dejaba sentarse a rezar allí con la santa y encenderles una vela a los familiares porque no podían ir a recoger los cuerpos pa enterrarlos ni pedirle una misa al cura. Así que se sentaban en la cocina y les prendía la lumbre pa que no tuviesen frío y algo mejor estaban con la mentira aunque a mí la sombra que traían a cuestas se me quedaba desde entonces en la casa con la boca llena de tierra, la cabeza agujereada y los dientes arrancados a culatazos. Algunas desaparecían al cabo de un tiempo y a lo mejor era verdad que los ángeles venían a llevárselas al cielo, porque los muchachos que mueren en los barrancos con las entrañas rotas no pueden ir al infierno. Pero otras se escondían en las ollas y bajo las camas, vete a saber si por miedo o por rencor, y ya no se iban.

   Los desaparecidos no los cobraba, las maldiciones sí. Si eran de poca cosa les daba un puñado de sal para que escupieran en él y lo tirasen a la puerta de quien fuese. Si eran importantes, les hacía un atado y lo metía al armario. A la casa le gustaba aquello. Cuanta más rabia le tuviesen al que iban a maldecir, mejor funcionaba el atado. Los cobraba caro para que no lo hiciesen por cualquier tontería, pero de todas formas la mitad no tenían con qué pagar y venían con las sábanas de los ajuares, con los anillos de la boda, con las ollas de la casa, con lo que fuera.



 Yo de eso no cogía nada porque me daba congoja dormir en sábanas con las iniciales de otros o ponerme anillos de las bodas de otros y porque de todas formas vivíamos con lo que íbamos sacando. Mi marido no me había dejado ningún dinero porque pa eso no valía. Si yo hubiese sido capataz, habría sabido cómo hacer para irles sacando algo a los Jarabo cuando no se diesen cuenta. No me habría partido el lomo llevando sus bodegas por la miseria que quisieran darme mientras ellos se hinchaban a solomillos y pasteles. Pero mi marido era demasiado miedoso o demasiado honrado, las dos peores cosas que puede ser un pobre.

   Lo único que me había quedado del matrimonio era una criatura que lloraba mucho y enfermaba más. Cada dos por tres le daban fiebres que no había manera de bajar y toses que la hacían sacudirse en la cuna. Mi madre estaba segura de que iba a morirse. Entonces se morían muchos niños, había que bautizarlos pronto porque cualquier día les daba un aire y aparecían fríos como témpanos en la cuna a la mañana siguiente. Pero mi hija no se murió. Aguantó cada fiebre y cada espasmo con el empeño que no había tenido su padre. Esta muchacha tiene ganas de vivir, decía la Carmen cuando venía a vernos. Yo no se lo decía, pero no era eso. Es que en esta casa los muertos viven demasiado tiempo y los vivos demasiado poco. Las que estamos entre medias, como nosotras, no hacemos ni una cosa ni la otra. La casa no nos deja morir pero tampoco vivir fuera de ella.

LAYLA MARTÍNEZ - "Carcoma" - (2021)


Imágenes: Thierry Mandon

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