Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 30 de abril de 2024

EL ABISMO SIEMPRE ESTÁ SEDIENTO


Las hipolitinas. Las adeptas. Las había proclives a la concupiscencia, las había obedientes, las había lúbricas y lascivas, las había ingenuas. Maríasmagdalenas de misa diaria a las que ni el agua bendita ni la comunión conseguían borrarles la tentación, la turbia inclinación. Descendientes remotas de Sodoma habitando ese país que en su superficie era un páramo, un desierto para la sensualidad. Pero allí, bajo la aparente sequedad, se iban hundiendo ellas, visitando los sótanos del alma, descendiendo por escaleras resbaladizas de humedad, el moho del pecado, el olor del cuerpo que se corrompe dulcemente.

   Las había piadosas, desorientadas en busca de una verdad más profunda, más real, nacida de las entrañas mismas de la Virgen María, del Cuerpo de Cristo, de la Mente Divina. Las había creyentes en la palabra de don Hipólito, en la pureza de don Hipólito, en su bondad demostrada día tras día con palabra y obra. Renacidas ante el nuevo mundo, ante una religión más íntegra y verdadera. La Fe que don Hipólito predicaba, la que practicaba. Como un santo. Como un nuevo profeta.



   Sí. Las hubo con ansias místicas, las hubo mansas, las hubo con delirios febriles, con ojos vendados y las hubo resabiadas, deseosas, anhelantes, atormentadas, entregadas, afligidas, angustiadas, sumisas, complacidas. Pero todas eran devotas, todas profundamente creyentes o ávidas de creer. Y a todas, durante mucho tiempo, don Hipólito las supo medir.

   Lo fundamental era no errar, no dar nunca un paso en terreno dudoso, ante muchachas o mujeres precavidas, esquivas. Siempre lanzar el anzuelo definitivo en aguas conocidas, donde los días de confesión han formado un currículum preciso de la candidata. Las que esperaban una excusa para entregarse a la lujuria y las inocentes que llamaban a las puertas del Cielo con los ojos vendados.



   La biografía de sus culpas y sus deseos, sus debilidades, sus flancos más accesibles. Y a partir de ahí empezar a hacer el trabajo paciente de la araña, tejiendo su tela de hilos invisibles, glutinosos. «El abismo siempre está sediento, hija mía, yo te entiendo, yo te comprendo, te amparo y te perdono, Dios también fue Hombre y conoció nuestras debilidades y supo hacer de ellas virtud.»

Siempre midiendo, siempre auscultando la respiración, el tono, los silencios. Esas palabras que quedaban en suspenso. La duración del silencio era un cronómetro infalible, un lenguaje sin sonidos en el que se podía medir la emoción, el deseo. La entrega ciega. Paloma que embucha cada miga, cada grano, y lo agradece. El beso en la mano. La mano en la rejilla, los labios pegados a la madera oscura, la respiración, el tiempo suspendido en el criccrac de la carcoma.

   La primera. La primera fue una inocente. Un atardecer de verano. En el Salón Parroquial. Se oía el husmeo de la gente en la calle al otro lado de los muros. Risas y adioses. El aire flotando como una materia algodonosa. Después de echar los cerrojos y atravesar el portón con el perno grande, pesado como una penitencia, los dos permanecieron allí de pie, como dos estatuas a las que acariciara ese aire pesado y caliente.

ANTONIO SOLER - "Sacramento" - (2021)


Imágenes: Eckart Hahn

domingo, 28 de abril de 2024

PERO DIOS TAMBIÉN ERA MIEDO


El Seminario dejó todo aquello atrás. Hipólito se sintió tan indefenso como orgulloso ante aquel edificio, el más grande que había visto en su vida, lleno de pasillos laberínticos, construcciones adosadas, salones en los que resonaban las voces como cuando se ahuecan las manos y uno imita al viento. El miedo de los demás era un consuelo. Ese aprendizaje fue importante, podría decirse incluso que determinante, en su vida. Hipólito sabía que los demás también tenían temores, y podía medirlos.

   Descubrió que podía influir en los otros. En los miedos y en quienes los padecían. Román Román mojaba las sábanas. Ni las plegarias antes de dormir ni el cíngulo apretado con el que se rodeaba el vientre lograban contener la evacuación en mitad de la noche. Julio de la Trinidad Reina lloraba cada sábado antes de la confesión, cada domingo después de las visitas, cada vez que en el dormitorio Núñez Negro, grande, con su boca cruel, susurraba su nombre y amenazaba con untarle la cabeza con resina mientras dormía, la vergüenza mayor del Seminario. Silva Pereda lloriqueaba cada vez que entraba en la sala de las duchas, aquellas paredes tan altas con los ventanales de morgue al fondo. El niño se inclinaba tembloroso sobre la fila de lavabos que había en el centro y que le recordaban la pequeña acequia del matadero de su pueblo, por donde corría la sangre de los animales degollados.



   Niños que veían presencias y tinieblas por los rincones, tumbas que se abrían allí donde solo había una piedra mal colocada, un mueble oscuro que la mente infantil transformaba en féretro. Tantos miedos de los que Hipólito estaba libre y a los que iba accediendo gracias al papel de confesor no sacramental que se fue ganando entre los más débiles. Atento, comprensivo y al mismo tiempo distante. Pronunciando siempre la palabra de consuelo adecuada, apenas un monosílabo acompañado de alguna mención a las Escrituras. Y siempre dejando en el aire la sensación de que él había atravesado infortunios que superaban cualquier desgracia que los otros pudieran vislumbrar.

   Los miedos, el temor. Qué gran invención, qué gran ocurrencia divina. El miedo inclinaba a la humildad y a la hermandad, el miedo unía las almas. Propiciaba la confesión. El miedo conducía a tener la conciencia limpia. El infierno, el temor a un sufrimiento eterno eran un gran estímulo. El azote que necesita el asno. Dios era Amor, estaba escrito por todas partes, manaba por todos lados ese amor, sí, pero Dios también era Miedo, y eso también estaba escrito en mil pasajes de la Biblia. Látigo y Venganza, Castigo y Terror, la voz de Dios podía ser dulce como la miel o un trueno rompiendo el Cielo y la Tierra.

ANTONIO SOLER - "Sacramento" - (2021)


Imágenes: Jason Limon

viernes, 26 de abril de 2024

ME SENTÍA COMO LA REPÚBLICA DE CUBA


El amor es hola y adiós. La vida es hola y adiós.

   Me pregunto qué salió mal con Jason.

   ¿Y conmigo? Difícil explicarlo. El cariño desapareció de repente. Desapareció la ternura, dejamos de hablarnos y de hacer el amor. No hablábamos. No nos tocábamos. Y entonces, ¿cómo se comunica la gente? Con los ojos, se comunica con los ojos. Pero él nunca me miraba a los ojos. Yo no apartaba la mirada de los suyos, buscaba una mirada suya que me dijera algo, y no encontraba nada. El hombre de los ojos ensombrecidos un día decidió que se iba de viaje de negocios: negocios de fertilizantes. Yo solo sabía que hacía meses que no teníamos relaciones sexuales; y que no quería quedarme sola. Tenía a la niñera para que se ocupara de mis cuatro hijos.

   —Llévame contigo, Jason. —Sin mirarlo a los ojos.

   —No puedo.

   Me daban ganas de gritar:

   —Mírame. Reconóceme. —Me sentía como la República de Cuba—. ¿Te importaría reconocerme?

   —Sí.

   Al final, ya no quería que me reconociera. Lo llevé al aeropuerto.

   —Cuídate —me dijo. Y entonces pensé: pero ¿sabes tú cómo se conjuga el verbo «cuidar»?



   Me llegaron cartas suyas mientras estuvo de viaje. Aunque no eran cartas, parecían más bien instrucciones: Llévame la ropa al tinte. Renueva la póliza del seguro. ¿Qué tal los niños? ¿Los llevas al médico cuando les toca? Cartas que eran listas de indicaciones, sin alma. Solubles en agua y poco más. Me estaba echando fertilizante en la cabeza. Y yo me sentía enterrada. Aparece una mujer enterrada bajo una pirámide de mierda. Me estaba vendando todo el cuerpo. No me quedaba más que esperar a la momificación. Haig.

   Haig. Él quitó los jirones que me cubrían. Me sacó del sarcófago y resucitó a la momia. Mis fluidos se disolvieron despacio. Y la mujer que estaba dormida en la tumba del no tocar y el no mirar y el no sentir volvió a la vida. El Dador de Vida. Haig, el que da la vida. El rey sol. El hombre, médico y amante que me quitó los trapos y me echó el aliento en los ojos. A mí. Bella Durmiente, tú que llevas seis años de casada dormida: despiértate ya. Y vive.

SANDRA HOCHMAN - "Nota de despedida" - (1971)


Imágenes: Ed Fairburn

miércoles, 24 de abril de 2024

A LO MEJOR TODAVÍA ESTÁ ALLÁ

 


De Nito ya no sé nada ni quiero saber. Han pasado tantos años y cosas, a lo mejor todavía esta allá o se murió o anda afuera. Más vale no pensar en él, solamente que a veces sueño con los años treinta en Buenos Aires, los tiempos de la escuela normal y claro, de golpe Nito y yo la noche en que nos metimos en la escuela, después no me acuerdo mucho de los sueños, pero algo queda siempre de Nito como flotando en el aire, hago lo que puedo para olvidarme, mejor que se vaya borrando de nuevo hasta otro sueño, aunque no hay nada que hacerle, cada tanto es así, cada tanto todo vuelve como ahora.

   La idea de meterse de noche en la escuela anormal (lo decíamos por jorobar y por otras razones más sólidas) la tuvo Nito, y me acuerdo muy bien que fue en La Perla del Once y tomándonos un cinzano con bitter. Mi primer comentario consistió en decirle que estaba más loco que una gallina, pesealokual —así escribíamos entonces, desortografiando el idioma por algún deseo de venganza que también tendría que ver con la escuela—, Nito siguió con su idea y dale conque la escuela de noche, sería tan macanudo meternos a explorar, pero qué vas a explorar si la tenemos más que manyada, Nito, y, sin embargo, me gustaba la idea, se la discutía por puro pelearlo, lo iba dejando acumular puntos poco a poco.



   En algún momento empecé a aflojar con elegancia, porque también a mí la escuela no me parecía tan manyada, aunque lleváramos allí seis años y medio de yugo, cuatro para recibirnos de maestros y casi tres para el profesorado en letras, aguantándonos materias tan increíbles como Sistema Nervioso, Dietética y Literatura Española, esta última la más increíble, porque en el tercer trimestre no habíamos salido ni saldríamos del Conde Lucanor. A lo mejor por eso, por la forma en que perdíamos el tiempo, la escuela nos parecía medio rara a Nito y a mí, nos daba la impresión de faltarle algo que nos hubiera gustado conocer mejor. No sé, creo que también había otra cosa, por lo menos para mí la escuela no era tan normal como pretendía su nombre, sé que Nito pensaba lo mismo y me lo había dicho a la hora de la primera alianza, en los remotos días de un primer año lleno de timidez, cuadernos y compases. Ya no hablábamos de eso después de tantos años, pero esa mañana en La Perla sentí como si el proyecto de Nito viniera de ahí y que por eso me iba ganando poco a poco; como si antes de acabar el año y darle para siempre la espalda a la escuela tuviéramos que arreglar todavía una cuenta con ella, acabar de entender cosas que se nos habían escapado, esa incomodidad que Nito y yo sentíamos de a ratos en los patios o las escaleras y yo sobre todo cada mañana cuando veía las rejas de la entrada, un leve apretón en el estómago desde el primer día al franquear esa reja pinchuda, tras de la cual se abría el peristilo solemne y empezaban los corredores con su color amarillento y la doble escalera.

JULIO CORTÁZAR - "Ahí y ahora" - (1994)


Imágenes: Max Naylor

lunes, 22 de abril de 2024

¿ES USTED BUENO, MALO O NORMAL?



—Joven, este lugar no le sienta bien a nadie que no haya nacido y crecido aquí. Es decir, a nadie que conozca otra cosa. Esto es el purgatorio, todo el que llega está cumpliendo condena, la única duda es cuánto va a durar. Yo llevo aquí diez años, y desgraciadamente sé que ya no saldré jamás con vida.
   —Bueno, puede que yo no tenga tantos pecados que purgar…
   —No confíe en eso. No voy a preguntarle por su pasado, pero le diré que no sólo cumplen condena los malos, también la cumplen los buenos. Y la bondad es casi el peor de los pecados, sobre todo porque tiene una fama excelente.
   —Eso casi parece un epigrama… ¿También pasó por aquí Oscar Wilde?
   —Vaya, también tiene usted sentido del humor…, lo felicito sinceramente. No, ése cumplió condena en Riding, y no por lo que generalmente se dice… Pero un hombre cultivado como usted entenderá perfectamente otra de mis teorías —hace una pausa para sorber coñac con sifón—. Verá, según todas mis observaciones, la humanidad se divide en un 90, un 5, y otro 5 por ciento. El primer cinco por ciento de los humanos son crueles y egoístas, los llamaremos «los malos». El otro cinco por ciento esta formado por los cándidos y abnegados, los llamaremos «los buenos». Y el 90 por ciento restante no son ni buenos ni malos: a éstos los llamaremos «los normales». Bien, pues todos los problemas del mundo los causan los buenos y los malos involucrando a los demás en sus trifulcas… Pero discúlpeme, yo suelo hablar mucho, ¿le molesta a usted que le hablen mucho?
   —No…, le agradezco la conversación.


   —Bien, entonces le diré que si sólo existieran los malos y los normales simplemente el 95 por ciento de la población viviría esclavizada por los primeros, eso sería todo. Sabrá usted que el hombre común es perfectamente capaz de adaptarse a la esclavitud, igual que es capaz de adaptarse al clima adverso, a las epidemias o a la pobreza, y después de todo no resultaría tan enojoso mantener a cuerpo de rey a tan sólo un cinco por ciento de la población, ¿no le parece?, tocaría a muy poco esfuerzo per capita…
   —Es posible. Pero si los normales pueden soportar a los malos, con más facilidad podrían soportar a los buenos, y ni siquiera les haría falta vivir esclavizados. ¿No dice eso algo en favor de los buenos?
   —De ninguna manera, joven. Ustedes los buenos están tan obcecados en su papel de salvadores de almas que, si de pronto desaparecieran todos los malos, tomarían al peor cinco por ciento de los normales y los convertirían en sus nuevos enemigos. En cualquier grupo en el que integre usted a un hombre bueno siempre encontrará a alguien contra quien enarbolar la bandera de la bondad. Al malo le hace feliz esclavizar al prójimo, pero el bueno tiende con la misma intensidad a reprimirlo, lo cual es al menos tan desesperante como lo otro —trago al coñac con sifón para celebrar el razonamiento—. ¿Sabe usted algo de magnetismo?
   —No mucho… Pero si no es preguntar demasiado, ¿es usted bueno, malo o normal?
   —Yo soy un viejo bebedor y lujurioso, como Maupassant… ¿Sabía usted que el muy libertino presumía de poder completar diez cópulas en una noche? Yo nunca llegué a tanto, para qué nos vamos a engañar, pero tuve mis momentos… En fin, respondiendo a su pregunta, pertenezco al grupo de los normales: vivo y dejo vivir. 

PABLO TUSSET - "En el nombre del cerdo" - (2006)

Imágenes: Ewa Juszkiewicz

sábado, 20 de abril de 2024

A LA CASA LE GUSTABA AQUELLO


Después algunos empezaron a venir también a preguntar por remedios y yo les daba las dos o tres hierbas que sabía y les decía una verdad y una mentira pa aliviarles. La verdad era dónde estaba el padre, el marido, la hija o la hermana que les habían desaparecido. La tapia del cementerio, el camino que va a Villalba, el barranco de la fuente, el cerro de la ermita. Todo el pueblo repleto de cuerpos. La mentira era que ese padre, ese marido, ese hijo o ese hermano estaban en el cielo, que los santos me habían dicho que los tenían allí y que les mandaban recuerdos. Luego les dejaba sentarse a rezar allí con la santa y encenderles una vela a los familiares porque no podían ir a recoger los cuerpos pa enterrarlos ni pedirle una misa al cura. Así que se sentaban en la cocina y les prendía la lumbre pa que no tuviesen frío y algo mejor estaban con la mentira aunque a mí la sombra que traían a cuestas se me quedaba desde entonces en la casa con la boca llena de tierra, la cabeza agujereada y los dientes arrancados a culatazos. Algunas desaparecían al cabo de un tiempo y a lo mejor era verdad que los ángeles venían a llevárselas al cielo, porque los muchachos que mueren en los barrancos con las entrañas rotas no pueden ir al infierno. Pero otras se escondían en las ollas y bajo las camas, vete a saber si por miedo o por rencor, y ya no se iban.

   Los desaparecidos no los cobraba, las maldiciones sí. Si eran de poca cosa les daba un puñado de sal para que escupieran en él y lo tirasen a la puerta de quien fuese. Si eran importantes, les hacía un atado y lo metía al armario. A la casa le gustaba aquello. Cuanta más rabia le tuviesen al que iban a maldecir, mejor funcionaba el atado. Los cobraba caro para que no lo hiciesen por cualquier tontería, pero de todas formas la mitad no tenían con qué pagar y venían con las sábanas de los ajuares, con los anillos de la boda, con las ollas de la casa, con lo que fuera.



 Yo de eso no cogía nada porque me daba congoja dormir en sábanas con las iniciales de otros o ponerme anillos de las bodas de otros y porque de todas formas vivíamos con lo que íbamos sacando. Mi marido no me había dejado ningún dinero porque pa eso no valía. Si yo hubiese sido capataz, habría sabido cómo hacer para irles sacando algo a los Jarabo cuando no se diesen cuenta. No me habría partido el lomo llevando sus bodegas por la miseria que quisieran darme mientras ellos se hinchaban a solomillos y pasteles. Pero mi marido era demasiado miedoso o demasiado honrado, las dos peores cosas que puede ser un pobre.

   Lo único que me había quedado del matrimonio era una criatura que lloraba mucho y enfermaba más. Cada dos por tres le daban fiebres que no había manera de bajar y toses que la hacían sacudirse en la cuna. Mi madre estaba segura de que iba a morirse. Entonces se morían muchos niños, había que bautizarlos pronto porque cualquier día les daba un aire y aparecían fríos como témpanos en la cuna a la mañana siguiente. Pero mi hija no se murió. Aguantó cada fiebre y cada espasmo con el empeño que no había tenido su padre. Esta muchacha tiene ganas de vivir, decía la Carmen cuando venía a vernos. Yo no se lo decía, pero no era eso. Es que en esta casa los muertos viven demasiado tiempo y los vivos demasiado poco. Las que estamos entre medias, como nosotras, no hacemos ni una cosa ni la otra. La casa no nos deja morir pero tampoco vivir fuera de ella.

LAYLA MARTÍNEZ - "Carcoma" - (2021)


Imágenes: Thierry Mandon

jueves, 18 de abril de 2024

TE PATROCINA EL PAPA


Saqué mi Pinarello del coche y le puse la rueda delantera. André me esperaba subido en su Pegoretti, con un pie en el suelo. Llevaba un maillot de ciclista rojo y negro, del equipo Amore & Vita. En el pecho tenía la M mayúscula de McDonald’s.

   Puse a cero el cuentakilómetros y me subí a la bicicleta. Teníamos que cruzar el Mosa, íbamos a hacer el recorrido de entrenamiento de André, una «vueltecita por el Rotte».

   —Te patrocina el Papa —le dije.

   —Sí. Me dedico a difundir el mensaje sagrado. Nada de aborto, ni de eutanasia, solo amor y hamburguesas. Me lo regaló Ludmilla. Es un poco puritana.

   Después de un kilómetro, llegamos al puente de Erasmo.

   —Esta es mi montaña —me explicó André—. Si tengo ganas, la subo y la bajo diez veces. Con el plato grande, es bueno para la potencia.

   —Te lo tomas en serio.

   —Vivo como un monje. Nada de alcohol, nada de tabaco, nada de drogas. Me paso una hora al día boca abajo. Yoga. Reposo, recato, regularidad: las tres erres, este es mi lema actualmente. Y montar mucho en bicicleta, para mantener la cabeza despejada. Ahora pienso que fue una lástima que no te acompañara, por aquel entonces.

   —¿A qué te refieres?

   —Cuando viniste a preguntarme si me iba contigo a montar en bicicleta, ¿no te acuerdas? Yo estaba tumbado en el sofá leyendo un cómic. Tal vez habría podido labrarme una buena carrera de ciclista profesional, quién sabe. Lo llevaba en los genes. Y era lo suficientemente canalla.

   Se incorporó y se fue pedaleando delante de mí. Yo miraba más allá del río. Bonita escapada, con un traficante de cocaína al frente y un periodista de sucesos a su rueda. Rodamos por la ciudad hasta llegar al Rotte; luego seguimos el río hacia el noreste.

   Le pregunté cuándo había empezado a montar en bicicleta.

   —Hará cosa de un año. Con la Raleigh de mi viejo. Digamos que por la herencia. Hice que me la arreglaran y la he estado utilizando hasta el mes pasado. Para sentir que estaba montando con mi padre fallecido. Manteníamos largas conversaciones. Por supuesto, a Gerrit no le gustaba nada lo que yo hacía. Se lo comenté alguna vez —Se detuvo un momento—. Esa bicicleta está hechizada.

   —Sé lo que quieres decir. Yo a veces pienso que con cada ciclista que te encuentras de frente viene un pelotón invisible.

BERT WAGENDORP - "Ventoux" - (2013)


Imágenes: Thomas Yang


martes, 16 de abril de 2024

COMO UNA ESPOSA DE CHISTE MALO


«Igual que un niño». No me di cuenta de que Marta había entrado en el salón. Deambulaba por la casa despeinada y aún envuelta en el eterno albornoz de guata gris, aunque ya eran casi las dos de la tarde. Como una esposa de chiste malo. Estaba de pie, bajo el quicio de la puerta, pálida, con un cigarrillo en una mano y mordiéndose un padrastro de esa misma mano, con una mirada minuciosa de rencor, de no encontrar ya las palabras apropiadas para expresar un odio tan desgastado por el tiempo. Pero sí las encontró: «¿Piensas pasarte el día ahí, como un retrasado mental, jugando con tu trencito? ¿O te vas a decidir de una vez a intentar encontrar un trabajo, si no por mí, para poder comprarte otra gilipollez de plástico?».



   No me afectó. Quiero decir, que llega un momento en que las palabras son lo de menos, porque ya se sabe que no son más que una manera de ocultar algo mucho peor, un flujo más profundo, más sucio; por eso ya ni siquiera se les presta atención, se oye el ruido de fondo que emerge de esa figura sólita, abatida, pero las palabras no cambian nada, pertenecen a la casa como el papel pintado, el zumbido del frigorífico, el baldosín desconchado que bascula al pisarlo, la infelicidad de cada día. Y por eso mismo uno no reacciona, igual que hace tanto que se desistió de cerrar con fuerza ese grifo que de todas maneras va a seguir goteando, y se continúa con lo que se estaba haciendo, a no ser que al otro esa vez no le basten las palabras para expresar el malestar represado día a día en la garganta y se atreva a la agresión directa. Como Marta esa tarde, que, al dirigirse a la cocina, probablemente a prepararse un café, aunque el café nunca le sienta bien, empujó con la punta del pie un TALGO que avanzaba despacio, al aproximarse a una barrera bajada, haciéndolo descarrilar y precipitarse pausadamente por una pendiente nevada. Marta contempló impertérrita la catástrofe, sin preocuparse de todas las vidas que mi fantasía había montado en ese tren, del pánico probable de los viajeros.

JOSÉ OVEJERO - "Cuentos para salvarnos todos" - (1996)


Imágenes: Aleia Murawski

domingo, 14 de abril de 2024

ES LA PEGA DE LOS ORDENADORES


«Voy a escribir la crónica de un fracaso».

   Ésa es la primera frase que se me ha ocurrido al sentarme ante mi Toshiba portátil. En realidad, no se trataba tanto de una frase para dar inicio a un relato, como de una declaración de intenciones que me hacía a mí misma.

   Es la pega de los ordenadores: resulta tan fácil borrar o modificar lo escrito, que no reflexionamos lo suficiente sobre su veracidad o pertinencia. Con un par de leves movimientos digitales, tan automáticos que la voluntad sólo desempeña en ellos un papel marginal, desaparece lo escrito. Y ni siquiera tal desaparición es necesariamente definitiva, pues bastaría pulsar otra tecla para reconstituir sobre la pantalla esa frase que habíamos condenado a la extinción. Por ello, querámoslo o no, concedemos menor importancia a las palabras, acabamos por olvidar la reflexión que debe preceder a la escritura.



   Desde que escribo con ordenador mi obra sólo provoca en mí una indiferencia desdeñosa. Lo que escribo ya no me parece formar parte de mí, de mi experiencia, sino una mera acumulación de oraciones que podrían haber sido escritas por cualquier otro. Sin embargo, ya no puedo prescindir de la máquina. He dejado de soportar mi caligrafía dubitativa, mis renglones desordenados, que dejan constancia de lo precario de mi trabajo.

   Repito, ahora voluntariamente, la frase inicial. Le concedo así oficialmente el carácter de introducción de las siguientes páginas:

   «Voy a escribir la crónica de un fracaso».

   Me refiero al nuestro. Aunque, acaso, sobre todo, estoy hablando del mío. Éste es, por cierto, el último cuento del libro. La casualidad me ha dejado la ingrata tarea de añadir las palabras finales, que no pueden dejar de ser una evaluación de nuestro trabajo. Así, cuando acabe estas páginas, pondremos la palabra fin, y con ello habremos añadido un objeto más al universo. Después de lo cual seguiremos viviendo nuestras vidas, conscientes de que no seremos nosotros quienes cosechemos el fruto posible de nuestra obra. Lo que nos desespera, sin embargo, es la incertidumbre, más bien la sospecha de que este montón de páginas no sea más que uno de los tantos objetos estériles que pueblan nuestro cosmos, un residuo de la desintegración de la realidad en lugar de instrumento para reordenarla.

JOSÉ OVEJERO - "Cuentos para salvarnos todos" - (1996)


Imágenes: Aleia Murawski

viernes, 12 de abril de 2024

MADRE DICE QUE LOS MUERTOS NO ESCUCHAN


No sé lo que les van a decir a los muertos los que se han ido, quién les va a explicar que se quedarán aquí como los trastos que no se pueden llevar o vender. Yo, desde luego, no subiré a decírselo, aunque alguien tendrá que hablar con ellos. Madre dice que los muertos no escuchan. Qué va a saber. En ningún sitio está escrito que no atiendan razones. Una vez le pregunté a don Rufino y me dijo que los muertos ya no nos oían, pero don Rufino no es un cura leído; en realidad, es un ignorante, así que bien podrían hacerlo y que él no lo supiera. Y ahora los van a dejar aquí y sin ninguna explicación.

La casa no ha notado que nos tendremos que marchar en menos de media luna. A la luz del candil, todo está como lo dejé: la puerta abierta, el zaguán en penumbra y Noble agitándose en la cuadra. Patea, relincha. Luego tengo que ir a ver lo que le pasa a ese animal.

—¡Sara! ¡Hermana!



Me he debido de hacer daño al arrojarme sobre la marca y otra vez no me dobla esta rodilla. Parece que voy a echar abajo los escalones. Mira que no despertarse con la escandalera que estoy montando, pero la puerta sigue cerrada al final del pasillo.

—¡Sara!

No contesta.

—¿Hermana? ¿Puedo pasar?

No hace falta encender la luz. La llama temblona y las contraventanas abiertas dejan ver una habitación vacía. Ordenada. La cama hecha. No hay ropa fuera de los armarios. Todo sigue en su lugar. El crucifijo, el cromo de la Anunciación, la lamparita, la cajita de nácar y plata, la foto de estudio con madre y conmigo, el devocionario que le regaló don Rufino por su santo, una libreta con dibujos de Gabriel, la pila de los libros que se fueron dejando los huéspedes. Es como si se hubiese ido de viaje, pero en el armario sigue toda su ropa. Parece recién planchada y huele a ramilletes de lavanda frescos.

—¡Sara!

Ni en la habitación de Juan, ni en la de madre, ni en el cuarto de Gabriel.

—¡Sara! ¡Sara!



Los golpes de las puertas de los huéspedes al abrirse suenan cada vez más fuertes. Ni en las cinco piezas que dan a la calle. Ni en las seis habitaciones que dan al corral. Sara, Sara, Sara, Sara. La llama está a punto de apagarse. La escalera vuelve a crujir. A lo mejor está haciendo el desayuno. De nuevo la cocina. La despensa. O arregla la cama de mi dormitorio. Nada. Habrá entrado en el zaguán para seguir cosiendo. Pero la silla está vacía. Noble cocea en la cuadra. En el comedor de huéspedes tampoco hay nadie.

—¡Sara! ¡Sara!

No, no está dentro de casa. Puede que haya salido al corral. Es la Vitoria quien echa a las gallinas, y a Sara no le gusta que las tareas de otros se queden sin hacer. Aunque la puerta que da al corral sigue cerrada. Los goznes parece que gritan, y las gallinas se asustan y cacarean. Sara, Sara. Ni rastro de nadie en el espacio abierto del patio, ni en la cochera, ni en el granero. ¿Dónde estás, Sara? Tal vez la migraña la haya aturdido tanto que ahora esté vagando casi en la oscuridad por el pueblo, por los cortados, por el agua… La puerta de la cuadra está abierta. Estoy seguro de que la atranqué antes de acostarme. Noble relincha y cocea. Espero que no se haya soltado.

Pero Noble sigue amarrado al pesebre, pegado a la pared. Es raro. Suele ponerse en la otra punta de la cuadra, junto a la ventana de detrás de la puerta. La Vitoria siempre me recrimina dejarle la rienda demasiado larga: «Un día se enredará y tendremos un disgusto». Pero si lo atara corto al pesebre no llegaría a la ventana. Los caballos no son como las gallinas o los cerdos; no les basta con comer, también necesitan mirar. Si la Vitoria lo viese ahora se enfadaría conmigo: se le ha liado la rienda por las patas y el cuello y, al verme, se encabrita aún más y tensa la cuerda. ¡Dios, que se me ahorca! ¿Quién ha dejado el candil nuevo en el clavo? Por eso no lo encontré esta mañana. Cuelgo este para poder palmearle a Noble el lomo, las ancas, el vientre, el morro.



—¡Eh! Noble. ¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Otra vez los ratones? ¿Se ha metido un erizo? Pero si tú eres mucho más grande, amigo. Tranquilo, tranquilo. ¡Eh!

Sus entrañas laten fuerte y el pelaje está húmedo, como si llegase galopando de muy lejos. Le sube hasta la piel el olor a bosta, como el vaho que se forma en la cuadra en las noches de hielo. Poco a poco se amansa.

—Eso es. Tú sí que me entiendes. Y yo a ti. Mejor que nadie.

Se deja desenredar la cuerda de las patas, del cuello.

—¿Qué te pasó, amigo? ¿Ya estás bien?

Bufa. Al entrar la primera claridad del alba por la ventana de la cuadra se forma una mancha. No es una humedad repentina, hay algo detrás de la puerta. Tal vez lo que le asusta a Noble.

Veo sus botines de charol, pero no en el suelo. Más arriba sus medias negras, su vestido azul marino, el de tablas anchas, el de lana, el que estrenó hace dos domingos para la misa de Pascua. Más arriba, sus manos blancas, abiertas, flojas, separadas del cuerpo, como si no quisiesen ensuciar la ropa, sus hombros protegidos por el cuello redondo del vestido, de seda negro. No hay otro tan elegante como ese en todo el pueblo. Ella sola lo hizo. Su trenza negra, larga, volcada hacia delante como las manos blancas. Arriba del todo su cabeza ladeada, la piel solo un poco azul, los labios oscuros, los ojos abiertos sin un punto fijo. Es Sara y está muy quieta y no es posible. Nadie se sostiene en el aire. Más arriba, una de mis cuerdas de esparto atada a un machón. La cuerda acaba en el machón y empieza en Sara, o termina en mi hermana y empieza en el machón. Atada ahí, cualquier cosa puede sostenerse en el aire. Pero no vivo, y Sara no puede estar muerta.

MONTSERRAT IGLESIAS - "La marca del agua" - (2021)


Imágenes: Pep Carrió

miércoles, 10 de abril de 2024

¿ME QUERRÁS PASE LO QUE PASE?


Otra de las reconfortantes listas que elaboro es la lista de razones por las que me casé con Marion.

   Porque la quería, por supuesto.

   ¿Por qué la quería, entonces?

   Porque era (es) sensata, inteligente, guapa.

   Porque no usaba el amor para descubrir el mundo: no miraba a la otra persona (supongo que me refiero a mí) como herramienta para obtener información.

   Porque tardó en acostarse conmigo, pero no se resistió con principios remanidos; y después no demostró arrepentimiento alguno.

   Porque en el fondo, pienso, a veces, me inspira cierto temor.

   Porque una vez le pregunté: «¿Me querrás pase lo que pase?», y ella contestó: «Tú te has vuelto loco.»



   Porque era la hija única de una familia bastante rica. «El dinero no es el combustible del amor —dijo Auden—, pero proporciona excelente leña.»

   Porque tolera que haga sin descanso listas como esta.

   Porque me quiere.

   Porque si es verdad, como observó Maugham, que la tragedia de la vida no es que mueran los hombres sino que dejen de amar, entonces Marion es una persona de quien uno podría incluso dejar de estar enamorado; tendría sus compensaciones.

   Porque dije que la quería, y no hay posibilidad de volverse atrás. No pretendo ser cínico. Según la ortodoxia, si un matrimonio se funda sobre algo que no sea la verdad absoluta, ésta siempre acabará por salir a la luz. Yo no me lo creo. El matrimonio te aleja de la verdad, no te aproxima a ella. Tampoco aquí quiero ser cínico.

JULIAN BARNES - "Metrolandia" - (1980)


Imágenes: Nick Brandt

lunes, 8 de abril de 2024

LO MATARON JUGANDO


—Pero ¿por qué? —se aventuró de pronto Boris a preguntarle.

   —¿Cómo que por qué? —le respondió ella con voz impaciente y furiosa—. ¿Que por qué reventarla? —y sin esperar respuesta empezó a hablar muy deprisa mientras seguía echando tierra en la fosa—. Pues porque no han querido escribir la verdad, porque ponía… ¿Sabes lo que ponía? Ponía «Caído en acto de servicio por la patria», pero él no murió cumpliendo con su deber, no estaba de servicio y no murió… y… —la voz se le apagó de repente pero enseguida volvió a hablar, ahora en un tono duro y frío—: Ni murió ni cayó, todo es mentira. Una gran mentira, tampoco fue un accidente, a él lo asesinaron, y eso es lo que va a poner aquí ahora, como debe ser. Quedará escrito que lo mataron sus mandos, que lo llevaron como un cordero al matadero, porque ésa es la verdad y sobre la tumba de Ofer va a aparecer escrita la verdad.



   Boris se quedó callado.

   —¿Sabes cómo lo mataron?

   Él siguió en silencio pero asintió con la cabeza.

   —Lo mataron jugando, lo mataron con un juego, con una red, se llama «la ruleta de la red», seguro que conoces la ruleta rusa, pues es muy parecido pero aquí entra en juego una red, y luego quieren que aquí ponga «caído».

   Empezó a andar muy deprisa, salió del cementerio y al momento volvió, con la respiración pesada y entrecortada y la escultura de mármol entre los brazos. La colocó en la cabecera del foso y se puso a cavar con las manos para amontonar tierra alrededor de la base y darle estabilidad. Después se sacudió las manos contra el costado del cuerpo y comenzó a apartar la tierra que sobraba de la peana de mármol rectangular. Muy despacio leyó Boris las palabras cinceladas en la piedra: «Ofer Avni, cándido y puro, que fue llevado como cordero al matadero por sus mandos».

BATYA GUR - "Piedra por piedra" - (2005)


Imágenes: Ernest Zacharevic

viernes, 5 de abril de 2024

LE GUSTABAN CARELLA, CARVALHO Y MARLOWE


Cuando leyó el acta de inspección ocular empezó a dar vueltas por el despacho, inquieto, pensando que no iba a ser capaz de cumplir su cometido. Justo en ese momento de inseguridad ante su primer caso, la pregunta de por qué se había hecho policía se formó en su mente. Pero más que una pregunta recriminatoria era un desahogo, porque Juanito lo sabía más allá de toda duda. Podría decirse que era una de las pocas cosas de las que estaba totalmente seguro. No había sido motivado por ideales de justicia o sentido del deber, ni por un impulso altruista. Se había hecho policía por su afición a los libros y a las películas policíacas. Dicho así, podía parecer una tontería, y Juanito se guardaba de hacer confidencias sobre el tema a otras personas. Sospechaba que la mayoría de la gente no elegía su profesión sino que tropezaba con ella a lo largo de su vida. Los que la elegían, los que decidían su destino, era muy probable que se encontraran influenciados por una película, un libro, la opinión de un amigo o la manera de desenvolverse de un personaje carismático. ¿Cuántos paleontólogos habían descubierto su vocación a través de Parque Jurásico? ¿Cuántos arqueólogos se iniciaron después de ver En busca del arca perdida? ¿Cuántos astronautas y astrónomos tenían como libros de cabecera 2001: Una odisea del espacio y rendían un culto secreto a la saga cinematográfica de Alien?



   Juanito eligió su profesión después de ver El silencio de los corderos, y cuando tres años más tarde proyectaron Seven en el cine Brasilia de Lo Pagán, ya estaba convencido de que sería policía. La admiración que sentía por la perseverante Clarice y el impulsivo Mills, acabó por hipotecar su futuro. Verlos tan concentrados, él que no conseguía concentrarse, admirar su dedicación, él que no sabía a qué dedicar su tiempo aparte de releer una tras otra las novelas de Ed McBain, con el sonido machacón de Metallica golpeándole el cerebro. Le gustaba la lógica del detective, le gustaban Carella, Carvalho y Marlowe, le gustaban la serenidad de Somerset y el aplomo de fray Guillermo de Baskerville. Lo que Juanito ignoraba era que la decisión de hacerse policía germinó el día que, al regresar del colegio, encontró sobre la mesa de la cocina su tirachinas hecho pedazos. Tenía diez años. El padre debió de mirar la cara de su hijo en ese momento, no de sorpresa sino de extrañeza, antes de arrearle una bofetada sin añadir explicación alguna. Jamás olvidaría ese momento: la cortina de lunares flotando, el olor de las empanadillas recién hechas, su madre con los labios pintados y una expresión de lejanía que la hacía inalcanzable y borrosa debido a las lágrimas. Tuvo que vivir con el enigma toda la tarde y dormir con él, los ojos hinchados de tanto llorar sin comprender, porque nadie le dijo nada.



 Se enteró al día siguiente, por la vecina que le había acusado de romper el cristal del cuarto de baño de esa ridícula ventana que no le permitió ver al que había lanzado la piedra, una piedra que nunca apareció. A esa mujer se le ocurrió que podía ser Juanito, puesto que le había visto jugando con el tirachinas la tarde anterior, causa y efecto, de manera que esa injusticia infantil que padeció fue el primer caso sin resolver al que tuvo que enfrentarse. Dos días después, se enteró de que el Guille lo había roto desde su casa de un perdigonazo. Nada cambió, porque sus padres no le creyeron. El tirachinas se encontraba roto, la bofetada ya estaba dada y el castigo había sido justo, porque los chicos suelen hacer esas cosas y los padres siempre tienen razón. No se hable más. Así fue el asunto y así quedó grabado en su mente, y los ojos de Juanito se volvían de cristal cuando miraba a su padre y nunca más derramó una lágrima desde aquel día. Cuando cinco años después cayó en sus manos Otoño de terror, quedó fascinado y enganchado para siempre al género policíaco.

RAFAEL ESTRADA - "Ángeles de sangre" - (2012)


Imágenes: Samantha Keely Smith

lunes, 1 de abril de 2024

VIENE A DESENTERRAR HUESOS


Es verano. A lo lejos se escucha el chapoteo y los gritos de la piscina municipal. Huele a cochiquera y cloro. Paula ha bajado del taxi. Viene a desenterrar huesos. Dijimos que sus pincelitos nos cosquilleaban la mandíbula, pero esa frase era expresión de un deseo —hace tanto que no nos afeitamos— o licencia poética. Las horas muertas y la generosa compañía del sempiterno maestro fusilado han hecho de nosotros auténticos eruditos. No. Paula viene a hacer preguntas para desenterrar huesos. No. Viene a ser la chica del wéstern, como sentenciaría el detective —inepto Arturo Zarco— después de mirarla una vez y dejarla abandonada. Registramos la secuencia de acciones de la coja al poner el pie sano en este lugar sin fundadores. Seremos también su dulce compañía. Una más atenta que la del detective bujarrón. No la abandonaremos ni de noche ni de día. Somos los niños perdidos y las mujeres muertas que le acariciaremos los labios y le provocaremos sed, angustia, calambres, cuando lleguen los peligros. Nuestra ayuda no le servirá de gran cosa.

   Paula se desplaza por o sobre —«¿Maestro?»— las líneas de este pueblucho. Tendrá que aprender rápido, olfatear esquinas, reconocer los orines de cada habitante. La observamos. No le quitamos ojo. Nos intuye, se da la vuelta, pero no puede vernos. Somos muy rápidos evaporándonos. Hoy vemos a Paula confusa: de no ser así, no se estaría dirigiendo hacia la única casa, hacia el único rincón, donde nunca, jamás, debería haber puesto sus asimétricos pies de cojita guapa.

MARTA SANZ - "pequeñas mujeres rojas" - (2020)


Imágenes: Lana Crooks