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viernes, 5 de enero de 2024

UNA VIDA DE PÁJAROS, SOLES Y CEREZAS


Llovía en alta definición. Quinto día de agua, sin apenas descanso, y todo apuntaba a que el cielo de Galicia iba a seguir vomitando frío. Emma siempre se había sentido como una persona de invierno, de agua y de luna, por ese orden. La lluvia no afectaba a su estado de ánimo, pero consideraba que, por imperativo legal, los grandes cambios deberían ir acompañados de un punto de luz al que aferrarse. Miró hacia el cielo a través del parabrisas, buscando la materialización de esa esperanza. Gris hasta las entrañas. «La lluvia es tan anárquica como el amor», susurró algo defraudada.

   La carretera atravesaba un monte tupido y hermoso como las cosas incorruptas. A un lado y a otro, los árboles semejaban criaturas extrañas y desproporcionadas. Sacudían sus extremidades con torpeza por el impulso del viento. El movimiento dislocado de las ramas la hizo viajar a un episodio de la infancia. Recordó aquel espantapájaros que ella y su hermana Marina habían fabricado con piezas de ropa de cuando su madre era joven. Había sido un verano especialmente caluroso, casi abrasador. Hacía mucho tiempo de eso, quizás veintitrés o veinticuatro años. No sabría precisar. Lo que sí recordaba con toda claridad era la cabeza del espantapájaros. Y también que Marina aún estaba viva. Entre las dos hermanas acordaron decapitar su muñeca de trapo. Se la cortaron con las tijeras de la caja de costura… «Así tendrá una nueva vida —le había dicho para convencerla—. Una vida de pájaros, soles y cerezas».



   —¿Cerezas gordas?

   —Gordísimas —le confirmó Emma.

   —Vale. Pero le ponemos un sombrero, para que no le arda el cerebro con tanto sol.

   Escupieron en sus manos y se las estrecharon para cerrar el trato, igual que los hombres en las películas. Terminar el espantapájaros les llevó tres días. A pesar de tener cabeza de muñeca y una fértil melena rosa, le llamaron William Brazos Largos. El inglés les parecía un idioma elegante y tenían que compensar de alguna manera la estética terrible de aquella criatura que acababan de crear. Les salió así sin querer. Lo imaginaron perfecto, pero la belleza no se puso de su parte. Los brazos le llegaban hasta las rodillas, aquel vestido de encaje le quedaba demasiado grande y la sonrisa que le pintaron en la cara con un rotulador, en vista de que la expresión de la muñeca no les acababa de convencer, era una línea torcida y grotesca. Lo clavaron orgullosas en el suelo, en medio de una plantación de maíz. Al remover la tierra apareció una escolopendra enorme que echó a correr entre los pies de Marina, arrancándole un grito de terror.

   —Dijiste pájaros, soles y cerezas —le recriminó la pequeña a Emma—. Nada de bichos espantosos como ese.

   —El subsuelo es un mundo maravilloso que todavía está por explorar —argumentó Emma, empleando palabras que había escuchado en algún documental—. También hay bichos de los otros.

   —¿De los otros?

   —Mágicos, con menos patas. Son brillantes y dan suerte —le aseguró bajando la voz para darle mayor dramatismo a sus palabras.

   —Más te vale —la había amenazado Marina, apuntándola con un dedo acusador—. Pienso vigilar a William Brazos Largos. Como se le meta por una oreja uno de esos monstruos, lo llevo de vuelta a casa y lo escondo en un lugar seguro. No pienso permitir que le coman el cerebro.

   Cuando la muerte tiene el rostro de una niña de seis años, resulta difícil comprender los mecanismos de la naturaleza. La tragedia que lo cambiaría todo para siempre tuvo lugar un lunes, en el centro de la ciudad. Aquel coche circulaba a demasiada velocidad y Marina pensaba que los pasos de peatones eran islas. Espacios sagrados donde nada malo te puede suceder. Y menos aún cuando eres una niña. Todo el mundo sabe que los niños son inmortales.

LEDICIA COSTAS - "Infamia" - (2019)


Imágenes: El Gato Chimney

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