Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 19 de enero de 2024

MAMONES, PEDERASTIAS


Finalmente, Raimundo, quizás trastornado por la estridencia disonante del llanto (al fin y al cabo es músico), cede y se deja llevar por Eduardo, se da la vuelta y reemprenden el camino que llevaban. A su espalda, alejándose, se oye el llanto desesperado del niño, y en uno de los intervalos de los sollozos llega la voz del padre, Que te vea más por aquí piojoso, a los dos va por los dos.

   El Rai se tensa pero, para desactivarlo, es Eduardo el que reacciona y se vuelve:

   —¿Quieres candela no, carapapa? —busca con la mirada por el suelo.

   —Que no os vuelva a ver por aquí mamones, pederastias —grita sin dejar de alejarse.

   Berrea y se convulsiona el niño, hace de estatua el Rai y Eduardo encuentra lo que buscaba, dos, tres pedruscos de granito, bien cortados. Los agarra, ignora cómo le queman en la mano y emprende una carrerilla de lanzamiento, breve, potente, como la de un jabalinista, y con el mismo ímpetu que un atleta de esa disciplina corta bruscamente la carrera y lanza. Impecable, el proyectil traza una parábola perfecta: foco, directriz, parámetro, eje, vértice, radio vector, unidos a la potencia y dirección adecuadas, y = a × 2 + b × + c, hacen que la piedra llegue al pie del destino deseado, literalmente al pie del individuo de la camisa abierta y la panza prominente. El tipo suelta un aullido y una maldición y, advirtiendo que Eduardo se apresta para un nuevo lanzamiento, emprende un trote torpe, con el niño zarandeado y, a pesar de los vaivenes, empeñado en el llanto.



   El segundo proyectil alcanza el bulto, ese conglomerado que en la distancia forman padre e hijo. El sonido del impacto es sordo. Desde el lugar en el que se encuentran el Rai y Eduardo, imposible de precisar con detalle. El cálculo llega a través de los sonidos. Primero hay un instante de silencio absoluto, solo una motocicleta a escape libre rompe la quietud recalentada de los alrededores. Luego viene el grito del padre, una especie de alargamiento de la vocal i desgarrado y roto en algunas partes para introducir a pleno pulmón varias aes, como si de un modo primario tratase de imitar el sonido de una sierra mecánica, o algo parecido. Después llega el eco de las primeras palabras: Me lo habéis matado, me lo habéis matado, asesino, asesino, me lo habéis matado, me lo habéis matado etc. (siempre multiplicando por dos los enunciados). Asesino, asesino, insiste la cadencia doble ante el silencio preocupante del niño y la expectación de Eduardo Chinarro, arrepentido de su puntería o de la milimétrica imprecisión de la misma que ha llevado a estrellar la piedra contra el hijo y no contra el padre.

   Eduardo arruga la cara, intenta discernir. Demasiado calor, demasiada luz. Los árboles contienen la respiración, los bancos y las construcciones infantiles de plástico están a punto de derretirse. Eduardo mira al Rai, que se ha dado la vuelta y observa con curiosidad lo que sucede. Se encoge de hombros Eduardo. Abre la mano y deja caer la tercera piedra, el proyectil nonato.



   El padre de la criatura deambula desesperado de un lado a otro de la explanada, levanta una mano empañada en sangre, desde lejos la camisa también parece tintada de rojo. Se detiene y retoma la retahíla abandonada por unos instantes (Me lo habéis matado × 2, asesino × 2, criminal × 2, etc.), pero he aquí que en medio de la letanía surge, resurge, el aullido exasperado, renovado y también duplicado del niño. Sano, a pleno, y doble, pulmón.

   A Eduardo se le dilatan las pupilas, levanta las cejas al cielo y suelta una carcajada que contagia al Rai:

   —Vámonos Rai, vámonos primo.

   Y los dos empiezan a caminar siguiendo el sentido que llevaban cuando encontraron al Niño de la Fanta. Marchan a toda velocidad dejando atrás ese reino de los Garamantas. Eduardo susurra, El hijoputa ese, mientras a lo lejos el hijoputa invoca a la policía y vuelve a hablar de asesinato y pederastia.

   —Sus muertos, ¿no verdad Rai? —le raspa la garganta a Eduardo.

   Pero Raimundo Arias no responde al enigma sino a otra cuestión. En el fondo este hombre tiene algo de cartesiano:

   —¿De por qué me dices tú a mí primo? ¿Primo de qué?

   La respuesta de Chinarro es la de los hombres sabios:

   —Yo qué sé.

ANTONIO SOLER - "Sur" - (2018)


Imágenes: Giuseppe Randazzo

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