Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 14 de enero de 2024

CUANDO EL JUEGO SE TERMINA


Mas los vivos se equivocan. Los muertos no escuchamos sus oraciones, ni hacemos caso de su pena, ni sentimos la humedad de sus lágrimas cuando caen, lentas, sobre nuestras sepulturas. No somos buenos anfitriones. En la fecha señalada no recibimos las visitas en nuestros pequeños reinos, simplemente porque no estamos ahí. Este día somos nosotros los que acudimos a las moradas de nuestros descendientes. Algunos tenemos que hacer un largo viaje, y no nos importa; otros, más indolentes —o más cansados, que de eso también hay— se conforman con visitar a los parientes que residen cerca de la tumba en que yacen: a fin de cuentas, suele haber dónde elegir. Es una bonita excursión. Los edificios de pisos de la ciudad que ya he mencionado son el destino más habitual. Paseamos por los salones de sus casas, tocamos los candelabros, los centros de mesa, comprobamos que los libros de los anaqueles son los mismos que los del año pasado, hojeamos —supremo placer— los álbumes de fotos que contienen la reciente historia de sus vidas después de nuestra muerte. Los que se empeñan en coleccionar diapositivas nos lo han puesto más difícil, aunque hay quien ha aprendido a montar y desmontar el aparato con singular celeridad. A veces encendemos la televisión; es algo que, al principio al menos, nos divertía mucho.



   Yo, personalmente, después de la sesión fotográfica, prefiero echarme en la cama de matrimonio y sentir los olores, los canales que han horadado entre las sábanas los jugos y el serpentear de las caricias, contemplar en el cielo raso el reflejo rojo de las explosiones de la batalla, hundirme en los cráteres grabados por el calor de los cuerpos sudorosos, inmóviles, en la piel del colchón. El calor. Sobre todo el calor.

   Cuando el juego se termina, cuando las llaves muerden la cerradura, me voy, sin prisa. Nos vamos. A algunos les gusta comentar las vicisitudes de la jornada; la mayoría callamos, sonreímos, saludamos levemente antes de volver a la oscuridad de nuestras sepulturas. Los vivos no suelen regresar tan contentos. Como mucho, aliviados. La mayoría ni siquiera imagina lo que ha ocurrido durante su ausencia. Algunos se dan cuenta de que algunos objetos no están en su sitio, de que flota un olor extraño en el aire, de que hace frío, llaman al presidente de la comunidad, le preguntan si no ha tenido encendida la calefacción las seis horas que habían acordado. Pero están cansados y no le confieren a nada de ello la menor importancia. Hasta el año que viene no tendrán que preocuparse de nosotros, sus muertos.

IBAN ZALDUA - "La isla de los antropólogos" - (2002)


Imágenes: Morel Doucet

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