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viernes, 12 de enero de 2024

DECÍAN QUE MI MADRE ERA UNA BRUJA


Decían que mi madre era una bruja. Ana, la hija de la hechicera, me llamaban. Ana, la hija bastarda del rey de Tiro. Ninguno de esos nombres era bueno. Por eso quiero zarpar y navegar tan lejos tan lejos que el agua lave todos los nombres. Llevo en mis venas la llamada del viaje y de los países que sueño con ver cuando sea mayor.

   Mis pasos siempre se dirigen al mar. Si sigues mis huellas, llegarás siempre a la orilla.

   También hoy, cuando he visto llegar desfilando las nubes, he corrido a buscar un asiento en las rocas. Eran nubes siniestras, con la tripa color verde oliva, tripas cargadas de tormenta. Sin duda, pesaban más que el mar, pero algún dios debía de tenerlas sujetas para evitar que se hundieran en el agua.

    Conozco los mejores lugares para ver pasar las nubes y también los mejores lugares para mirar a la gente. Ni las nubes ni la gente saben que estoy ahí, con la cabeza ladeada, mirando. Soy silenciosa y ágil. Cuento a Elisa lo que veo y escucho, y ella me llama su pequeña lechuza, porque todo lo miro. Cuando me escondo, sacudo la arena de la planta de mis pies, porque, si me olvido, chirría al pisar y me descubren. Voy de un sitio a otro con los ojos muy abiertos. Lo hago porque siempre me ha gustado saber lo escondido. Y también porque el tiempo es muy largo y cada día que nace está muy lejos de su noche. A lo mejor el dios que conduce el sol a través del cielo también se sacude la arena de las plantas de los pies, y esa arena son las estrellas que vemos aquí abajo.

   El tiempo es largo mientras espero el viaje que me llevará a una costa mejor, donde vivirán hombres mejores, menos mentirosos, hombres en los que confiar. Un día navegaré muy lejos para encontrar un país sin palacios, donde la gente no sepa lo que es la traición.

   Estoy sentada en las rocas con la pierna bajo la rodilla cuándo la primera ola se rompe contra los escollos en muchos pedazos brillantes. El mar levanta olas con el color dorado de la arena que revuelve en el fondo.



   Cuando aún vivía en la ciudad donde nací, en Tiro, mi madre solía decirme en tardes como esta: «Ten un pensamiento para los que están en el mar». Pienso, pienso en ellos. Silba el viento en mis orejas. Y de pronto, como salidos de la nada, veo barcos, varios barcos dando bandazos en la tempestad.

   Las proas se hunden, se ladean. Parece que los mástiles, tan pequeños ahí en la lejanía, se han puesto a tiritar. Hace frío. Tengo los tobillos mojados. Quizá debería volver, pero no porque tenga miedo. No me asusta este mar hinchado ni tampoco la luz extraña. No me asusto fácilmente.

   Ahora los barcos suben y bajan por culpa de las olas. A veces se quedan suspendidos muy arriba. Creo que nunca había visto las líneas de espuma blanca llegar tan alto. El mar parece hambriento. Yo también tengo hambre y, si vuelvo al palacio, me darán una hogaza que podré romper con las manos y estará humeante.

   Quizá debería volver, pero no está bien dejar solos a los barcos cuando caen encima de ellos olas como montañas. Puedo seguir aquí un rato más, resistiendo los empujones del viento y la tristeza de la tarde, con los barcos que se zambullen entre las olas y mi madre que está muerta y nunca volverá a tener compasión de las gentes de mar.

   ¿Qué hombres serán esos que están luchando contra la tempestad, mientras el mar revienta sobre sus cabezas? ¿Serán exiliados como nosotros?

   El sol, cansado, se ha marchado del todo. El temporal aúlla y cada vez está más oscuro.

   ¿Y si los hombres de esa flota vienen desde Tiro, porque mi hermanastro los ha enviado para matar a Elisa, para matarnos a las dos?

   ¿Cómo sabe uno cuándo ha huido lo suficientemente lejos?

   Me levanto y corro hacia el palacio.

IRENE VALLEJO - "El silbido del arquero" - (2015)


Imágenes: Dustin Yellin


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