Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 10 de octubre de 2022

UNA FORMA APENAS SOFISTICADA DE LA IMBECILIDAD


El jockey no se movía mucho pero al menos podía caerse, podía lastimarse, añadió Yanofsky, mientras que el jugador de ajedrez a lo sumo quedaba atrofiado por estarse tan inmóvil. Y lo cierto, estatuyó, es que no había deporte si no existía al menos la posibilidad de una lesión física. En lugar de atacar esta nueva definición ad hoc de la actividad corporal de tipo competitiva, tan o más dudosa que las anteriores, Renzi cayó de nuevo en la trampa del saber inoportuno. Como un galán que no puede guardar para sí sus aventuras extramatrimoniales, ni siquiera frente a su esposa, alegó que las lesiones que podía provocar el ajedrez eran en rigor mucho más graves que las del hipismo, puesto que los ajedrecistas no se estragaban una pierna o un brazo, sino directamente la cabeza, por dentro y para siempre. El riesgo de quedar con el cráneo partido en 64 pedazos era incluso tan alto que algunas religiones habían prohibido el juego, aunque eso tenía que ver también con que en una época se lo jugaba mezclado con los dados, que decidían al azar qué pieza debía ser movida y hacia dónde. Igual nunca faltaba quien comparara el juego con el alcohol u otras drogas, contradiciendo el prejuicio positivo de que su práctica fomentaba el pensamiento. Por el contrario, para esta gente se trataba de una forma apenas sofisticada de la imbecilidad, como la manía de hacer crucigramas. Otros veían en el ajedrez un peligro mucho más vasto aún, pues lo concebían menos como una metáfora de la guerra que como generador de esa violencia que decía canalizar. No por nada uno de los cuentos clásicos sobre el tema, de cuyo nombre Renzi hubiera querido acordarse, tenía como protagonistas a un negro y a un blanco que disputaban una partida con final violento, en la que el negro le ganaba al blanco y por eso el blanco procedía a matar al negro.

ARIEL MAGNUS - "El que mueve las piezas" - (2017)

Imágenes: Qasim Iqbal

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