Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 2 de octubre de 2022

UN OFICIO AJENO A MIS VIRTUDES

 


Ninguno de los inquilinos pudo decir en qué preciso momento el Chevrolet amarillo se había estacionado frente al edificio. Eran demasiados los autos que pasaban la noche en esa calle; un par de apretadas hileras a lo largo de las cuatro cuadras de la unidad habitacional. Pero el Chevrolet amarillo llamaba la atención por no pocos motivos: se trataba de una carcacha de hacía por lo menos treinta años, con la carrocería descascarada y los cristales tapiados con pedazos de cartón —parecía, pues, una vieja pertenencia sentimental de algún vecino que se negaba a llevarla a la huesera.

  Las primeras en descubrir que algo raro pasaba con ese vejestorio fueron las amas de casa y las sirvientas que a media mañana salían de compras a la tienda o simplemente a comadrear. Un hombre canoso, barbado y harapiento, emergía del Chevrolet a aquellas horas con la pinta de quien recién despertaba, de quien había pasado la noche durmiendo en ese cacharro.



 La Niña Beatriz, la tendera, se encargó de darle seguimiento a esa extraña presencia, de mantener informados a los vecinos sobre los movimientos de ese sujeto: a través de ella supimos que éste tenía la sola rutina de salir del auto a las diez de la mañana, luego se perdía quién sabe en qué meandros de la ciudad; regresaba entre ocho y diez de la noche, cargando una bolsa de lona repleta de cachivaches, y se encerraba en el auto hasta el siguiente día.

  Yo era el vecino ideal para fisgonear a ese individuo. Desempleado, sin posibilidades reales de conseguir un trabajo decente en estos nuevos tiempos, vivía en el apartamento de Adriana, mi hermana menor, y de su marido Damián. Les pagaba una cuota, un tanto simbólica, de los dólares que eventualmente me enviaba desde Estados Unidos mi hermana Manuela, la mayor, la que me había criado, la que más me quería. Y es que mi situación resultaba harto difícil: mis estudios de sociología (una carrera que a esas alturas ya había sido borrada en varias universidades) no me servían para nada en lo relativo a la consecución de un empleo, pues había una sobreoferta de profesores, las empresas no necesitaban sociólogos y la política —último terreno en que hubiera podido aplicar mis conocimientos— era un oficio ajeno a mis virtudes.

HORACIO CASTELLANOS MOYA - "Baile con serpientes" - (1996)


Imágenes: Guido Mocafico

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