Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema, estudiando la obra de Mitchell, Sacks, Melzack, Pons, Hull, Ramachandran, Collins, Barbin y otros muchos, si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano.
Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.
Durante los seis primeros meses vivió en un estado de tan profunda confusión que a veces se despertaba por la mañana y se olvidaba de que Anna estaba muerta. Siempre era la primera en levantarse, de pie y en danza al menos cuarenta minutos o una hora antes de que él lograra abrir los ojos, de manera que estaba acostumbrado a levantarse de la cama vacía y entrar como un sonámbulo en la cocina desierta para prepararse un tazón de café, las más de las veces acompañado por el sonido de la máquina de escribir de Anna, que tecleaba débilmente en el pequeño cuarto de la planta baja, al fondo, o por los pasos de ella, que resonaban en alguna de las habitaciones de arriba, o bien no había ningún ruido, lo que solo significaba que estaba leyendo un libro, mirando por la ventana o dedicándose a otra cosa, a alguna actividad silenciosa en otra parte de la casa.
PAUL AUSTER - "Baumgartner" - (2023)
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