Me empeñé en que mi tercer libro, hasta la fecha el último editado y muy posiblemente el último que consienta en publicar, fuera un grimorio. Para mí era tan fundamental esta definición que exigí por contrato que se le designase así en vez de guía o manual. A mi editor, mi fiel e insensato editor, no le quedó más remedio que aceptar, puede que porque no se atreviera a enfurecerme más de lo que ya estaba por aquel entonces o bien porque, dejándose guiar una vez más por su instinto, adivinó que sería una de las claves de la enorme popularidad que podría alcanzar.
El término que recogen los diccionarios establece que se trata de volúmenes compilatorios de fórmulas mágicas usados por los antiguos nigromantes. La idea se me ocurrió durante mi convalecencia y, como quiera que desde su publicación ha alcanzado un notorio prestigio y ha dado, además de grandes beneficios, tanto de que hablar, me siento en la obligación de aclarar, por si en alguna improbable ocasión esta libreta roja cayera en manos de mis seguidores más apasionados —aquellos que inspirándose en mi obra han formado una nueva tribu urbana que aúna lo gótico y lo siniestro con la práctica de la cocina como una suerte de ritual del cual yo sería su máxima sacerdotisa—, que no desciendo de ninguna estirpe de hechiceras por más que mi madre fuera una auténtica bruja. He de repetir hasta la saciedad, y pese a los rumores que lo rodean, que mi Grimorio de sabores inconfesables no es un libro de magia: ideé las recetas inspirándome en mis propias experiencias y en mis deseos más ocultos, en las frustraciones y rencores que me asolaban y me encendían hasta el punto de no dejarme pensar en nada más que en el agujero en que me hundía.
Tanto sufrimiento merecía un resarcimiento y por eso sus sugerencias culinarias resultan tan oscuras y siniestras. Entendía que la vida había sido injusta conmigo y no vi otra salida más que cocinar y escribir para no tener que gritar hasta quedarme sin voz, para no cortarme las venas o no arrancarme los ojos. A la luz de la luna solía entrar en el invernadero que hoy forma parte de Barbantesa y esperaba a que llegara un nuevo amanecer trabajando entre orquídeas y macetas, planeando febril, incansable, cómo sobreponerme a toda aquella miseria, con las manos enterradas en la tierra buscando tubérculos, podando rosales secos, abriendo con las uñas los huecos para las semillas, arrancando sin guantes las malas hierbas y regando con mis lágrimas los nuevos esquejes que había logrado salvar. Al menos, de todo aquel dolor nacerían nuevas vidas.
MERCEDES CASTRO - "Mantis" - (2010)
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