Poco antes de la expulsión del colegio te invitaron a la primera fiesta con chicas. La primera para vos, no para todos. Era en un departamento en Callao y Guido; los varones de traje y las chicas de largo. Cuando empezó la música casi todos sacaron alguna a bailar. Sobraban chicos: vos, entre otros. Se acomodaron en los rincones del living. Al rato, varios de los que estaban bailando empezaron a hacerles señas furiosas cuando sus parejas no los veían. En el momento en que por fin te decidiste a rescatar a uno de los más desesperados, pusieron un lento. El primero de la noche. Estuviste a punto de decir que preferías volver en un rato, pero el tipo ya se había evaporado.
Ella te apoyó una mano en el hombro, casi sin flexionar el codo, y empezó a moverse como un metrónomo. Vos la seguías, a duras penas, depositando el peso del cuerpo en un pie y después en el otro. Podías sentir en tu mano derecha el hueso de la cadera de ella, a través del vestido. No se miraban. Ella parecía totalmente concentrada en la música. Ni siquiera preguntó tu nombre. Vos tampoco se lo preguntaste.
Barilati, uno que estaba de novio desde el verano y se creía el rey de la joda, se acercó bailando hasta ustedes. Mirándote de reojo, le dijo a la chica que estaba con vos:
—A éste le decimos el Cabezón. Pero por la de arriba, no por la de abajo.
La chica miró primero a Barilati, que siguió bailando como si nada, y después a vos. Tenía la cara perpleja. Vos estabas paralizado en medio del living. La luz negra volvía fosforescentes las camisas blancas de los varones y los vestidos de las chicas. Como ella no podía seguir bailando si vos no te movías, te soltó el hombro, pero sin dejar de mirarte. Sentiste que te volvían las fuerzas de a poco. Alcanzaste a decir: «Tengo que hacer algo», y te escapaste de la fiesta por la puerta de la cocina.
El lunes siguiente esperaste a Barilati en los baños del colegio y, cuando apareció, te le tiraste encima. Rodaron, le diste un cabezazo y le sacaste dos dientes. A vos tuvieron que coserte la cabeza, pero no importó tanto: la última visión que tuviste de la boca de Barilati era una masa de pulpa oscura, como si lo hubiesen obligado a atorarse con morcilla. Mientras te llevaban a la enfermería y después a la dirección, seguías temblando y transpirando, pero por dentro estabas de lo más tranquilo. Ahí empezaron las complicaciones en serio. Ya venías mal Desde el año anterior, cada tanto algún profesor citaba a tu madre al colegio y le decía que «no ponías empeño».
—Nada le importa, señora —explicaban siempre, sin mirarte—. Y su conducta deja mucho que desear.
Después, a la noche, venían los sermones. Tu madre se lo contaba todo a tu padre, en la mesa, y él te miraba como intensificando las palabras de ella: «Nos hemos privado de tantas cosas para que tuvieses lo mejor, y ésa es tu manera de retribuirnos el esfuerzo». No lo decía, en realidad; esperaba callado a que tu madre terminara de hablar, pero se lo habías oído a ella tantas veces que suponías que él pensaba lo mismo. ¿Acaso Marisa, tu hermana mayor, les había dado alguna vez esa clase de disgustos? ¿Y qué había pasado con ese chico tan bueno, que siempre sacaba las mejores notas y jamás llamaba la atención? Pero tampoco decía eso. Solamente suspiraba, una vez que tu madre había terminado su sermón, y encendía un cigarrillo para él y otro para ella.
—Ves cómo se pone tu madre. No te pide mucho. ¿Tan difícil te resulta complacerla?
JUAN FORN - "Corazones" - (1987)
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